Capítulo siete

EL DESIERTO AL SUR de Bizancio poseía varias ventajas para Jordin. Ella conocía íntimamente el terreno; los soberanos habían vivido en cuevas hacia el suroeste durante varios años antes de ser descubiertos por los inmortales un año atrás. La guerra sangrienta entre Feyn y los inmortales había sido de dos meses en ese tiempo, y con tantos enfrentamientos dirigidos hacia el norte los soberanos habían permanecido sin ser molestados por mucho tiempo… hasta ese día. Aunque ahora Roland penetraba la ciudad desde todos lados, los ataques inmortales seguían concentrados en el norte de Bizancio, donde se hallaba la Fortaleza que el grueso del ejército de sangrenegras de Feyn mantenía bajo una fuerte custodia.

Por el momento era mínima la probabilidad de un encuentro con inmortales a la luz del día en este sur lejano, pero al caer la noche muchas patrullas las rastrearían. Ella estaba contando con eso.

Jordin miró el cielo en lo alto, apenas por debajo de su cenit. Habían estado caminando casi dos horas a un ritmo saludable y se les estaba acabando el agua. Con un poco de suerte, el pequeño arroyo estacional que serpenteaba a través del cañón Basil, a una hora de distancia, aún tendría corriente.

Según sus cálculos, debían caminar casi ocho horas hasta llegar al cañón que ella tenía en mente y prepararse.

—¿Jordin?

Kaya caminaba a su derecha, a medio paso detrás, absorta en sí misma. Por muchas que fueran las complicaciones que la presencia de la chiquilla trajera a la situación, Jordin no podía negar que su compañía le brindaba un poco de consuelo. Si morían esta noche, al menos lo harían juntas.

—Baja la voz.

—¿Jordin? —susurró entonces Kaya después de carraspear.

—¿Qué pasa?

—¿Tienes un plan?

—¿Un plan para qué?

—Quiero decir —titubeó la chica—, si no vamos a encontrar a Jonathan, ¿qué planeas hacer?

No serviría de nada ocultar la verdad a Kaya.

—Voy a matar a un inmortal.

Caminaron en silencio por algunos minutos. Los profundos cañones aquí habían sido labrados por ríos, la mayoría de los cuales estaban secos, y el terreno árido y desolado había cedido años atrás al desierto tanto en arena como en roca. Treparon una pendiente de arena, inclinándose hacia adelante para tener mejor agarre, hasta una cima desde donde se veía un pequeño cañón hacia el sur. Una suave e indulgente brisa enfriaba el sudor debajo de la túnica de Jordin.

Ella examinó el horizonte en busca de alguna señal de movimiento. Nada, como esperaba.

—¿Lo sabe Rom? —preguntó Kaya.

Miró a la chiquilla, consciente de la objeción expresada en la pregunta.

—Él sabe que podría ser necesario.

—¿Por qué necesario?

—Porque necesitamos sangre inmortal —contestó Jordin dirigiéndose al norte a lo largo del risco.

—¿Para qué?

—Es la única forma de convertirse en inmortal —explicó Jordin.

Kaya se detuvo en seco. Jordin siguió caminando.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que la única manera de convertirse en inmortal es por medio de la seroconversión. Eso significa que debo inyectarme sangre inmortal en las venas.

—¿Qué? —cuestionó Kaya apurándose para alcanzarla—. ¿Vas a convertirte en inmortal?

—No grites. No debemos hacer todo lo posible por ser descubiertas. No todavía.

—¿Es posible aun eso?

—¿Lo haría si no lo creyera así? —replicó Jordin.

—Pero ya no serías soberana.

Ella y Rom habían analizado la idea en varias ocasiones, una opción para una situación desesperada. Él había acudido a Feyn sabiendo que enfrentaría una posible conversión a sangrenegra, y todo en la mente de Jordin le decía que ella debía hacer lo mismo con los inmortales. Al convertirse en sus enemigos, podrían vencerlos.

—Eso es verdad —contestó Jordin.

Se bajó del risco y giró hacia el arroyo. Solo podía imaginar los pensamientos que estarían precipitándose en la mente de Kaya. Convertirse en inmortal era equivalente a volverle la espalda a Jonathan. A saltar de un precipicio hacia el abismo del mismo infierno. Y así era suponiendo que pudiera funcionar la seroconversión de soberano a inmortal. Aunque todos habían sido mortales antes de tomar la sangre de Jonathan, nadie sabía si esto se podría revertir. Por lo que ella sabía, la sangre inmortal la mataría.

—¡Eso es una locura! —objetó Kaya—. ¡Te volverás inmortal y te dispondrás a matar soberanos!

—Quizás.

—¡No puedes hacerlo! —exclamó Kaya agarrándole el brazo—. ¡Jonathan nunca lo aprobaría!

Jordin giró, liberándose del agarre de la chica.

—¡Jonathan no ha estado hablando! —gritó ella sintiendo la frustración pero sin intentar calmarse—. Él me dejó a cargo, y esto es lo único que sé hacer.

Kaya miraba como si Jordin la hubiera abofeteado.

—Si crees que me gusta la idea de convertirme al enemigo, estás equivocada —continuó Jordin—. Preferiría cortarle la garganta a Roland que comer con él, mucho menos volverme como él. Y no te equivoques, le cortaré la garganta. Pero la única manera de acercarme lo suficiente para que eso ocurra es volverme como él. Si tienes problema con eso, mejor te apuras a regresar y a correr riesgos con los sangrenegras. O si no, mantén las dudas solo en tu cabecita.

Permanecieron trabadas en esa mirada, Jordin con el rostro rojo, y el de Kaya pálido. Pero los ojos de la jovencita titilaban con afrenta.

—Si no tuvieras dudas no estarías tan enfadada —comentó ella—. Solo estoy preguntando lo que cualquier soberano razonable preguntaría.

—Ya se nos pasó la hora de ser razonables.

—Pero no la hora de ser amables —replicó Kaya—. No creo que a Jonathan le guste la manera en que me estás hablando.

Jordin la miró, sin encontrar palabras adecuadas para responder. No había nada más molesto que una santurrona sabelotodo, particularmente cuando decía la verdad.

Apartó la mirada, burlada una vez más por su propia vergüenza, lo que solamente la molestó aun más. Se hallaban en una misión de tontas. Una en la que Kaya no tenía nada que hacer.

Pero eso ya no importaba. La propia amargura que consumía a Jordin podría amenazar más la seguridad de ellas que la ingenuidad de Kaya. Entre ellas dos, Kaya estaba más alineada con el espíritu de Jonathan. Y sin embargo, la frustración se negaba a ceder.

—¿Cuántos sangrenegras has matado en defensa de Jonathan? —preguntó Jordin, con la mirada fija en la altura.

—No he matado a ninguno —contestó la muchacha después de un momento.

—¿Crees que disfruto matando? —inquirió mirándola a los ojos—. ¿Crees que cuando luchaba en defensa de Jonathan disfrutaba cada golpe de mi espada?

—No.

—¿Crees que no tengo el corazón de él? —insistió Jordin sintiendo que las lágrimas se le encharcaban en los ojos y pestañeó rápidamente para contenerlas—. ¿Crees que el hombre cuyos brazos me sostuvieron, cuyos labios me besaron, desaprobaría mi corazón?

Una lágrima se le abrió paso desde el rabillo del ojo. La enjugó con la mano.

—No, Jordin. No, ni quise decir que yo sugiriera…

—¿Has amado alguna vez a un hombre? ¿Lo has amado y le has besado los labios?

—Este… no, aún no, pero…

—Entonces no supongas que sabes algo respecto del amor, mucho menos de mi amor por Jonathan. He ido e iré a los confines de la tierra en su servicio. Si él llama, no solo responderé. Correré hacia él.

—Sé que lo harías —manifestó Kaya en voz baja—. Jonathan fue muy afortunado al tenerte. No pretendí irrespetarte. Tú me salvaste tanto como él.

De algún modo las cosas se habían invertido. Ella, no Kaya, era quien debía tranquilizarse.

—¿Te ha llamado él? —quiso saber Kaya—. ¿En tus sueños?

La pregunta la detuvo en seco.

—¿Te ha llamado a ti? —preguntó Jordin.

—Sueño que él me llama desde el desierto.

Tal vez después de todo había algo. El corazón de Jordin se le aceleró, tanto con la posibilidad de que eso fuera cierto como con algo como envidia. ¿Por qué él no la había llamado, si no solo a ella, entonces de manera diferente a los demás?

—Perdóname, Kaya —expresó Jordin después de respirar hondo y aspirar poco a poco—. No sé lo que ha sido de mí. Yo… todo esto parece tan desesperado ahora mismo.

—No te pongas triste —contestó la chica—. Todos estamos enfrentando esto. Pero podemos confiar en Jonathan, ¿verdad? Siempre me enseñaste a confiar en él, ¿no es así?

—Sí, así es —asintió Jordin distraídamente—. Y tienes razón. Solo estoy luchando un poco ahora. Siento haberte decepcionado.

—¡No lo has hecho! —exclamó Kaya tomándole la mano y dándole un beso ferviente en los nudillos—. Tú perdiste más que yo cuando Jonathan fue asesinado. Pero lo has visto, ¿verdad? En tus sueños.

—Sí, en mis sueños. Y Rom también lo ha visto.

—Él nos está llamando, Jordin. Por eso sé que aún está vivo. Solo que no estoy segura de que quiera que matemos inmortales.

Jordin analizó a la chica. Quizás estaba destinada a tener a Kaya a su lado. Se fijó en los ojos de ella, brillantes como un mar verde en el sol. El cabello le ondeaba con la brisa como una vela oscura, se fijó en un rizo apartado fastidiándole en la mejilla y quedándosele en los labios. Los nómadas la habrían apreciado tan solo por su absoluta belleza. Una criatura sorprendente que pudo haber tomado cualquier amante. No obstante, ¿qué le harían los inmortales? Roland, pensó, podría comérsela en la cena. El fuerte y repentino instinto de proteger a la muchacha sorprendió a Jordin.

—Sin embargo —añadió Kaya—, te seguiré.

Esa fe sencilla, fe en ella, casi le destrozaba el corazón a Jordin.

—¿A menos que tengas otra idea? —preguntó Jordin, por primera vez realmente receptiva a cualquier sugerencia.

—Podríamos tan solo entrar en el campamento de ellos —dijo Kaya encogiendo los hombros.

—No sabemos dónde está. Y aunque lo halláramos nunca nos permitirían acercarnos con vida.

—Quizás podríamos capturar a uno y obligarlo a llevarnos —exteriorizó Kaya desviando la mirada, sumida en sus pensamientos.

—Tenemos el olor equivocado. Ellos son mucho más hábiles que nosotros. La percepción mortal ha evolucionado en ellos. No hay manera de que podamos tener una oportunidad.

—Entonces supongo que tienes razón —asintió finalmente Kaya, y suspiró—. Tenemos que matar. ¿O al menos herir a uno? ¿No podríamos cortarle tan solo una mano y sacar la sangre de ella?

—Poco probable —negó Jordin sonriendo—. Pero no estás lejos de lo que podría ser.

—¿Estás segura en cuanto a convertirte en inmortal?

—Este es mi camino. No estoy segura, pero es lo que haré. O al menos lo intentaré.

Jordin casi dice: «O moriré en el intento», pero se detuvo a tiempo.

—Entonces no trataré de desanimarte.

A pesar de su ingenuidad en algunos asuntos, Kaya era sorprendentemente astuta en otros.

—¿Qué tal tú? —inquirió Jordin.

—¿Yo?

—Si logramos conseguir sangre inmortal, ¿la tomarás?

—No sé. Tendría que pensarlo.

Jordin se volvió y retomó su marcha hacia el norte, junto al cañón sobre la cuesta.

—Entonces es mejor que lo pienses con rapidez —anunció por sobre el hombro—. El tiempo se acaba.

El lugar que Jordin había elegido estaba cerca de la entrada de un pequeño cañón. Una vez se había ocultado en el estrecho pasaje al final del barranco para escapar de una banda de sangrenegras. Eso fue antes de la guerra sangrienta que obligó a los guerreros de Feyn a retroceder al interior de la ciudad. Llamarlo un pasaje exageraba sus dimensiones. Era más una grieta en la pared del cañón, que sobresalía hacia el cielo a cada lado. De solo dos pasos de ancho, era profundo: al menos cien metros.

Sin la ayuda del agudo sentido de olfatear de los inmortales e ignorando que Jordin se ocultaba profundamente dentro, los sangrenegras habían pasado por la fisura, esperando en la entrada del cañón hasta el anochecer. Se dieron entonces por vencidos y regresaron a la ciudad.

Durante las largas horas en espera de que se fueran, Jordin se había dado cuenta del precario equilibrio de las rocas asentadas a lo largo del borde occidental de la fisura. El estrecho pasaje era prácticamente una trampa mortal.

Fue a ese lugar al que llevó a Kaya. Allí trabajaron con la pequeña pala durante varias horas, aflojando suficientes rocas a fin de permitir un aplastante deslizamiento de tierra a lo largo de una sección de veinte metros por encima de la pared del barranco.

Se detuvieron una hora antes de que anocheciera. Se les estaba acabando el tiempo, y tender una trampa resultaría inútil sin un cebo. Incluso si lograran cebar y hacer saltar la trampa, tendrían que sobrevivir… tarea nada fácil en la proximidad de cualquier inmortal que se acercara. Y ningún inmortal viajaba solo; otros estarían cerca para llegar en su ayuda.

—No veo por qué algún inmortal sería tan estúpido para entrar —comentó Kaya, mirando por sobre el risco—. Ellos viajan a caballo. ¿Pueden siquiera hacer girar un caballo allí abajo?

—Hay espacio si sabes cómo manejar un caballo, y confía en mí, lo hacen. Yo pude.

Jordin se paró y volvió a examinar el horizonte. Los nervios le hormigueaban. La mayor ventaja de enfrentarlos estaba en el propio olor de ellas, y esperaban que los inmortales pudieran captarlo para así entrar al cañón, si todo iba según lo planeado. Tendrían que asegurarse de que la sangre soberana que ella había traído en su mochila hiciera su trabajo.

—¿Cómo puedes estar segura de que vendrán? —quiso saber Kaya.

Jordin agarró la mochila y sacó la gruesa vasija de cristal llena con sangre soberana, roja y viva en el sol de la tarde.

—¿Qué inmortal puede resistir el olor de la sangre soberana? —expresó ella, luego se volvió hacia Kaya, quien miraba la sangre con ojos bien abiertos—. ¿Sabes por qué la odian tanto?

—Porque pueden oler la fragancia de aquel que traicionaron.

—Correcto. Y ahora Jonathan, a su propia manera, los guiará a nosotras.

—¿A nosotras?

—Ahí es donde el asunto se pone un poco peligroso —advirtió Jordin bajando la vasija—. Necesitaremos un poco de suerte. Tenemos que estar aquí para enviar las rocas abajo, por tanto estaremos expuestas, pero el olor de la sangre es mucho más fuerte que el de nuestra piel. Con algo de suerte no podrán aislarnos.

—¿Tenemos que depender de la suerte?

—O de la providencia de Jonathan. Escoge la que quieras. Te puedo decir esto: si ellos empiezan a subir esta colina, tengo siete flechas y nueve cuchillos que ofrecerán un razonamiento decente. No bajaremos sin pelear.

—¿No sería más seguro ocultarnos?

—¿Dónde?

—No sé —contestó Kaya mirando alrededor y encogiendo los hombros—, quizás podríamos enterrarnos en la arena.

—¿No crees que ellos verían la tierra alborotada? Además, nos sofocaríamos.

—Era una idea, al menos.

—Sí, lo era —asintió Jordin sonriendo y acariciando el pelo de la jovencita—. Estás pensando. Eso es bueno.

Kaya le devolvió la sonrisa.

A lo largo del día ella había estado cada vez más agradecida de tener allí a Kaya, quien le había reanimado una brasa de su propia fe. La muerte aún tenía que sofocar el idealismo de la juventud de Kaya. La chiquilla le hacía recordarse a sí misma años atrás. Jordin había sido una nómada huérfana, adoptada y protegida por Roland, a quien le había jurado servicio de por vida. Luego Jonathan llegó y dio sangre de sus venas a todos los nómadas, y el mundo de ellos cambió para siempre.

Jordin siempre había sido la discreta que observaba desde el costado de la fogata, sin ser notada por los demás. Pero Jonathan la había notado. Ella se había enamorado de los modales amables y serenos de él, y Jonathan le había correspondido ese amor en una forma que solo él podía hacerlo, tanto con la mirada como con sus palabras o su sangre, la cual entregó de buena gana a todo el que deseaba vida.

Ella habría ido al infierno mismo para salvar a Jonathan, como Kaya haría ahora. El espíritu de la chiquilla era contagioso. Su amor sencillo se negaba a ser refutado.

—Esta noche la sangre, no un agujero en la tierra, nos ocultará.

—Ojalá que así sea—respondió Kaya.

—Ojalá —asintió Jordin parándose y dirigiéndose al sur, a lo largo del borde del cañón—. Vamos.

Les tomó media hora depositar minúsculas gotas de sangre cada cincuenta pasos empezando directamente debajo de la sección de rocas sueltas en lo alto, luego fuera del cañón, y hacia la elevación occidental del risco donde la esparcieron sobre la tierra.

El viento se dirigía hacia el norte como siempre en esta época del año, llevando el olor a las profundidades del desierto. Cualquier inmortal en varios kilómetros sabría que un soberano había pasado por allí y seguiría el rastro al interior del cañón, creyendo que un soberano herido había buscado refugio en la noche.

El sol había bajado en el horizonte occidental, y el anochecer había caído sobre ellas antes de que se instalaran en un espacio entre dos enormes rocas que brindaban protección y visión clara del cañón en la parte de abajo. El arco de Jordin y sus siete flechas reposaban contra la piedra a su derecha; cuatro cuchillos esperaban en sus fundas, dos en cada pierna. Tres más en la cintura, dos en el suelo.

—¿Esperamos ahora? —inquirió Kaya.

—Susurra —pidió Jordin en tono silencioso—. Ellos oyen tan bien como huelen.

Durante quince minutos se sentaron en silencio, ambas sumidas en sus pensamientos. Jordin repasó la escena en la mente muchísimas veces. ¿Cuántos vendrían? Dos, si se trataba de un grupo de exploración basado en la costumbre nómada, la cual ella supuso que Roland aún practicaba. Cuatro o más, si se trababa de una patrulla. Una docena, si se dirigían a la ciudad, donde se podrían dividir en dos grupos, entrar con despiadada precisión, dejar sangrenegras muertos a su paso, e irse antes de que los comandantes de Feyn se enteraran del quebrantamiento de la ley.

Indudablemente Roland saboreaba su letal reputación, pero hasta ahora no había podido atravesar las capas de sangrenegras hacia la Fortaleza donde Feyn gobernaba incólume. Conociéndolo como Jordin lo conocía, este era un fracaso que sin duda carcomía al príncipe inmortal. Ella contaba con eso.

Pero nada importaba si Jordin no se le podía acercar estando viva, por detestable que pudiera ser estar en compañía de él.

—¿Cuándo sucederá? —preguntó Kaya.

—Ojalá esta noche. Solo que no sé con qué frecuencia deambulan hasta aquí, tan al sur. Si no, lo volveremos a intentar mañana por la noche.

—¿Tanto tiempo? ¿Por qué entonces estamos susurrando?

—Porque por lo que sabemos, ya están viniendo.

Kaya se recostó en la roca, claramente desanimada. Ella no se había criado cazando con los nómadas, quienes aprendían temprano en la vida que la paciencia era la mejor parte de atrapar o matar cualquier presa.

—Todo está bien, Kaya. Lo lograremos. Mejor aquí que debajo de la ciudad, ¿verdad?

—¿Pero dos días?

—Esperemos que no sea así.

Mattius le había dado una semana, pero ella no había dicho nada a Kaya acerca de Recolector. No se sabía qué iría a pasar con las lealtades de ellas si llegaban hasta donde Roland. El hombre rompería el mundo en pedazos si supiera que los soberanos tenían un virus que mataría a todos los inmortales. Nadie debía saberlo.

—Podrías tener razón —musitó Jordin tocando una rodilla de Kaya—. Quizás todo esto nos lleve a Jonathan. De ser así, él estará orgulloso de ti. Piensa en eso y no en dos noches sin dormir.

Esperaron hasta bien entrada la noche sin nada más que oscuridad delante de ellas. Con el paso del tiempo, incluso susurrar se volvía muy peligroso. Tenían que escuchar con cuidado la mínima perturbación. En dos ocasiones Kaya trató de empezar una conversación, pero dos veces Jordin la interrumpió.

—¿Cómo fue? —preguntó de pronto Kaya—. Besar a Jonathan.

La pregunta agarró desprevenida a Jordin. Pensamientos de silencio se le escaparon de la mente, y los reemplazaron el recuerdo del abrazo de Jonathan ese día de su muerte. Del tierno, inocente y apuesto hombre que podía esgrimir una espada con los mejores guerreros cuando se entregaba de lleno a ello. Pensamientos de lo fácil que él había destrozado a los sangrenegras antes de entregarse ante la espada de Saric.

El recuerdo la consumía, dejando angustia a su paso.

—¿Jordin?

—Fue hermoso —susurró ella—. Abracé a la Felicidad entre mis brazos.

—¿Crees que un hombre me abrazará alguna vez de ese modo?

Jordin la miró a la tenue luz de las estrellas. ¿Qué joven mujer no querría lo que ella había tenido, aunque solo fuera por poco tiempo?

—Por supuesto. No puedo imaginar a un hombre en su sano juicio a quien no le encantaría abrazarte así.

—Nunca lo experimentaré si muero.

—No morirás, Kaya. No lo permitiré.

Lo dijo por el bien de la chiquilla. Lo dijo por su propio bien. Esperó que fuera verdad.

—¿No es igual a morir convertirse en inmortal?

—Tal vez. Pero no somos inmortales, ¿verdad? Así que ahora podemos reposar en el amor de Jonathan. Las dos.

Kaya se sentó con las piernas cruzadas, mirando más allá del precipicio hacia la oscuridad. El silencio se prolongó entre ellas por un minuto. Cerca, una lagartija se escurrió sobre una pila de piedrecillas sueltas.

—¿Sientes ahora el amor de él? —quiso saber Kaya.

Esa era la pregunta, ¿verdad? La que había establecido residencia permanente en las mentes de todos los soberanos.

—A veces —respondió ella—. No suficiente.

—¿Por qué entonces ser soberana?

Jordin conocía la respuesta, pero esta no le calentaba el corazón. Se quedó callada, pensando en que en su forma sencilla Kaya expresaba la ironía imposible de la soberanía misma.

—Si tenemos la sangre de Jonathan y somos como él, ¿no deberíamos sentir su amor todo el tiempo? Y si el amor es tan hermoso, ¿por qué todos parecen vivir en desdicha?

—No lo sé.

—Creo que ellos están fingiendo. Creo que preferirían ser inmortales para sentir el amor y la paz que una vez sintieron —declaró Kaya, hizo una pausa, y después continuó—. ¿Es por eso que te vas a convertir en inmortal?

Jordin pestañeó en la oscuridad. ¿Era así? Creador, no. ¿Por qué entonces le molestó la pregunta?

—No —respondió.

—Sin embargo, aún estás triste, aunque tienes dentro de ti el amor de Jonathan.

—Porque solo soy humana, Kaya. Perdí el amor de mi vida.

—Él no se ha ido.

Pero no está aquí.

—¿No lo extrañas? —preguntó Jordin.

—Sí. Pero no soy infeliz —contestó Kaya; como tú, oyó que decía sin que la jovencita lo expresara—. Él nos salvó de la muerte y nos dio amor; ¿por qué entonces todo el mundo es tan infeliz? Jonathan nos salvó.

—Sí, por supuesto. Y algún día, todos vamos a disfrutar ese amor. Pero hoy debemos sobrevivir.

—¿Cuán bueno es «algún día» si ese día no llega hasta que mueres? ¿Por qué entonces sobrevivir sin sentido alguno?

Jordin quiso decirle a la chiquilla que estaba pensando en términos demasiado simples. Pero también había una magia extraña en la simplicidad de su lógica.

—Aún lo sientes, ¿verdad?

Debería. Y en algunas maneras a menudo lo hacía. Pero no del modo que Kaya quería decir, como el aliento mismo, a cada instante, algo hecho posible por la misma sangre en las venas. Entonces lo supo, tan claro para ella como un cielo azul. Algo estaba mal con la forma en que estaban entendiendo la soberanía. De alguna manera habían perdido la razón de ser.

—Sí —contestó Jordin—. Por supuesto.

Ella no podía entender por qué había sentido tal molestia ante las obvias preguntas de Kaya. ¿No se trataba de las mismas preguntas que ella misma se había hecho centenares de veces? Pero allí estaba, persistente debajo de la superficie: de algún modo estaban entendiendo mal las cosas.

—Tenemos que quedarnos calladas ahora, Kaya. Pregunta a Jonathan en tus sueños. Quizás él pueda contestar.

—Lo he decidido —informó Kaya, haciendo caso omiso de la urgencia de callarse.

—¿Has decidido qué?

—Haré cualquier cosa que hagas… si conseguimos la sangre.

El débil sonido de un tintineo flotó en el oído de Jordin. ¿O solamente lo imaginó? Levantó la mano pidiendo silencio y escuchó.

Otra vez allí el sonido de cascos de un caballo sobre roca.

Los inmortales habían llegado.