ESTO SABÍA JORDIN: los inmortales solo salen en la oscuridad. Con su vista enormemente desarrollada podían ver en la noche como un halcón cazando en el día. En comparación, la chica estaría ciega en la misma oscuridad. Aventurarse en el desierto durante la noche sería una sentencia de muerte.
Jordin también sabía esto: Los sangrenegras vagaban por las calles de Bizancio como jaurías de perros rabiosos tanto de noche como de día, listos para eliminarlos. Al igual que los dos millones de amomiados en la ciudad, los sangrenegras podían olfatear el fuerte olor de los de la clase de Jordin y moverse para acabarlos al instante, sin darse cuenta de que ese mismo olor que rechazaban era en sí la vida.
No obstante, entre la amenaza de inmortales o sangrenegras, ella escogería la de estos últimos.
La joven hizo rápidos preparativos para la tarea en la privacidad de su recámara. Nadie podría saber lo que estaba a punto de hacer. Iría sola y de inmediato; siete días era muy poco tiempo para intentar lo que ella no estaba segura de poder llevar a cabo.
También era demasiado tiempo para intentar sobrevivir en el desierto.
Haciendo caso omiso de las dudas y el temor, Jordin empacó en una mochila de lona su ropa más resistente: pantalones pesados, una túnica beige, una bufanda, junto con cinco buenos cuchillos, suficiente pan y nueces para sustentarse durante dos días, además de una cantimplora con agua. Ya se había apropiado de una pala corta de una de las cavernas y de otros suministros varios que necesitaría si triunfaba.
Mattius había tenido razón en algo: lo que ella pretendía hacer era prácticamente imposible.
El Libro especuló una vez que en estos últimos años Roland y sus inmortales habían evolucionado en una manera parecida a los sangrenegras; que la primera sangre mortal de Jonathan había cambiado en ellos en maneras que no lo hizo después de que él muriera. La idea de que los verdaderos seguidores de Jonathan declinarían mientras sus enemigos se fortalecerían fue solo una píldora más amarga de tragar.
Desde luego, la evolución constante de los inmortales era una teoría no probada. En realidad nadie había visto a un inmortal desenmascarado. Pero la velocidad y la eficacia con que atacaban eran innegables. ¿Había sido ella alguna vez tan mortífera en su época mortal?
No. Y por tanto también sabía esto: en todo caso, los rumores que rodeaban a los inmortales no les hacían justicia.
Jordin se deslizó los pantalones y una camisa de manga larga, y encima se fijó un chaleco ceñido. Allí ocultó cuatro cuchillos adicionales, de fácil acceso para ambas manos. El arco y la aljaba se deslizaron fácilmente en la espalda, dentro de la camisa, la punta apenas oculta por el cabello, que dejó suelto para cubrir mejor la presencia de esas armas entre los omoplatos. No tendría inmediato acceso a ellas, los cuchillos tendrían que bastarle hasta salir de la ciudad.
Excepto por su olor, que no se podía cubrir sin el uso de otros fuertes aromas que solamente atraerían más la atención, podría pasar por una amomiada común.
Se colgó la mochila en los hombros, agarró un par de lentes oscuros, y se dirigió al túnel hacia la superficie. Allí debía enfrentar al centinela de la primera guardia, después de lo cual la noticia de su salida se extendería como fuego. Primero Rom y ahora Jordin, yendo hacia los lobos.
Ellos no se equivocarían en ambos casos.
La joven rechazó la súbita aparición de duda y corrió hacia la salida, sudando ya debajo de la túnica. Los túneles eran más ásperos aquí, cortados desigualmente. Se había tenido menos cuidado en la excavación de las cavernas muchos años atrás, que en el laborioso trabajo puesto en su tallado original milenios antes.
Una figura apareció detrás de un afloramiento de roca, sobresaltándola. Kaya. Jordin había olvidado el hábito de la chica de leer a solas. Ahora vio el tenue destello de la luz de farol, apenas visible en el destello de la antorcha más cercana.
—¿Jordin? —exclamó la muchacha de diecisiete años mirándola con sospecha—. ¿Qué ocurre?
—Todo —contestó, acelerándosele el corazón—. Nada.
—¿A dónde vas? ¿A la superficie?
—Sí.
—¿A buscar a Rom?
—No. No preguntes, Kaya.
—Arriba es de día.
—Lo sé. Por eso estoy vestida como amomiada. Y por eso no debes cundir la alarma, es lo último que necesitamos ahora.
Kaya la observó con ojos bien abiertos, el débil brillo de luz le reflejó los pómulos salientes. Jordin no pudo dejar de notar la belleza en que se había convertido la chiquilla. Hace seis años Jonathan la había encontrado, sucia y encerrada en una carreta con destino a la Autoridad de Transición. Entonces la arrebató de la muerte, y ella lo siguió con una dedicación que rivalizaba con la de Jordin.
De todos ellos, quizás Kaya era quien conservaba el amor más inocente por Jonathan.
Pero era evidente que la chica ya no era una niña. Tal vez no podía pelear con la misma habilidad de Jordin, pero también amaba. Ya no quedaban hombres elegibles de su edad entre los soberanos; Jordin siempre había pensado en ayudarla a encontrar y seroconvertir a un apuesto amomiado de Bizancio.
Nada de eso importaba ahora.
—Vas a encontrar a Jonathan —manifestó Kaya.
Jordin hizo caso omiso al comentario e intentó pasar, con la mente puesta ya en el desierto. Llegar a ellos no sería una tarea fácil; solo tendría un disparo antes de que cundiera la alarma o se encontrara en verdadero problema.
—Rom fue a encontrar a Feyn, ¡y ahora tú vas a encontrar a Jonathan! Así es, ¿verdad?
—¡No seas ridícula! —exclamó Jordin rodeándola, ansiosa por no hacerle caso—. Y no extiendas ningún rumor ni le quites la esperanza a nadie.
—No tienes que contestarme —objetó Kaya con el ceño fruncido, insatisfecha—. Si no vas a encontrar a Jonathan ni vas tras Rom, ¿a dónde vas entonces?
—Kaya… mira, quisiera decirte más, solo que no puedo. Has puesto tu fe en Jonathan; mantenla allí, en él, no en mí. Estoy cumpliendo con mi deber, eso es todo.
—Nos estás abandonado —expresó Kaya—. Vas a encontrar a Jonathan, y no vas a regresar a menos que lo consigas.
La voz de la jovencita estaba cargada de emoción.
Quizás Kaya tenía razón. Tal vez Jordin no volvería a verla… o a ninguno de ellos, en realidad. Jordin se tragó el nudo en la garganta y tomó a la joven por los hombros, acercándola y abrazándola.
—Debo irme, Kaya. No pierdas la fe. Ruega al Creador en mi nombre.
—Déjame ir contigo.
—No puedes ir a donde yo voy.
Antes de que Kaya pudiera insistir más, Jordin agarró la antorcha de la pared, se metió a un túnel lateral, y subió los peldaños de piedra de dos en dos. Luego extinguió la llama, respiró profundamente, e hizo a un lado el sucio y pesado lienzo que oscurecía la entrada. Se internó en la sombra; una tupida maleza bloqueaba la mayor parte del cielo nublado más allá.
El santuario se encontraba debajo de los enormes cimientos de unas ruinas que nunca reconstruyeran ni demolieran. Raquíticos arbustos habían establecido su residencia en las décadas más recientes, casi oscureciendo la arruinada piedra.
Jordin se deslizó por la abertura, mirando hacia atrás una vez para asegurarse de que el lienzo hubiera caído sobre la brecha en el antiguo muro. Satisfecha, se puso los lentes en la cara y se movió con cuidado entre la maleza para revisar si había transeúntes.
Solo cincuenta y ocho soberanos habían llegado al santuario un año atrás. Cincuenta y ocho de los centenares que una vez habían estado muy seguros y fervientes en sus caminos, y que eran sobrevivientes de un ataque inmortal sobre sus cuevas al sur de Bizancio. Habían venido a la ciudad en busca de refugio y para escapar de las hordas de Roland… solo para lanzarse en el camino de ochenta mil sangrenegras y dos millones de temerosos amomiados.
El estrecho sendero que serpenteaba por el costado sur de las ruinas estaba despejado. Jordin se agachó y se dirigió hacia esa senda, que corría a lo largo del arruinado muro. Había tambores oxidados de petróleo y montones de escombros esparcidos por el patio vacío. Las antiguas ruinas estaban ubicadas en una sección escasamente ocupada de la ciudad muy al sur de la Fortaleza. Pero Jordin estaba a punto de entrar al perímetro sangrenegra que vigilaba toda actividad hacia la ciudad y desde ella.
Manteniendo la cabeza agachada, la joven anduvo con naturalidad, como cualquier amomiado que saliera a dar un paseo en la mañana, las manos metidas en los bolsillos. Ella era sencillamente eso, se la pasó diciéndose. Una amomiada común y corriente paseando sumida en sus pensamientos.
El primer hombre que vio parecía tener no más de veinte años, agachado sobre un muro mediano al otro lado del complejo, a cincuenta metros de distancia. Tenía los brazos envueltos alrededor de las rodillas y la estaba observando. Ella desvió la mirada. ¿Había sentido él el olor picante de la piel y la respiración de Jordin? ¿De qué lado estaba soplando el viento? El pulso de la joven se aceleró.
Solo una amomiada igual que él, se dijo Jordin. Debía asentir y seguir adelante. No pasaba nada.
Así lo hizo, sin alterar el ritmo. Había pasado al menos un mes desde que viera un amomiado a plena luz del día. Se parecían a cualquier soberano excepto por la falta de brillo en los ojos amomiados.
La joven llegó al borde del abandonado complejo y atravesó una brecha en la cerca que circundaba los escombros y las ruinas. Viró hacia un callejón que atravesaba la calle adyacente, ansiosa por cruzar antes de que un ciclista que venía pudiera olerla. Había mucha menos gente aquí que en el norte, lo que disminuía la probabilidad de riesgo. Esto también la hacía más detectable para todo amomiado que encontraba.
Solo cuando llegó a la relativa seguridad del callejón le disminuyó la ansiedad. Hasta ahora, todo bien.
Durante una hora caminó hacia el sur, cortando al este y al oeste para acceder a callejones, manteniendo tanta distancia como podía entre ella y cualquier amomiado, saliendo por esas estrechas sendas solo cuando la calle estaba libre de carretas, intermitentes multitudes de transeúntes que salían del subterráneo, y de vez en cuando un auto o camión, aunque se veían pocos. El sol había subido un tercio de su trayecto en el cielo para el momento en que ella llegó a la enorme alcantarilla que chocaba con los cauces de agua debajo de los barrios al sur de Bizancio. A menudo sangrenegras hacían guardia en el extremo de un desagüe abierto, pero probablemente más a medida que se acercaba la noche, protegiendo así contra cualquier inmortal que pudiera usar el pasaje para un fácil ingreso a la ciudad.
Recorrió la mitad del trayecto a través de la alcantarilla y se detuvo en seco. El círculo de luz en el otro lado lo interrumpía la clara silueta de un sangrenegra de espaldas a Jordin. Miró por sobre su propio hombro. Estaba oscuro. No la verían acercarse.
El sonido de las pisadas de ella era otro asunto. A menudo los sangrenegras patrullaban en grupos de cuatro, de ahí que tres más podrían estar merodeando cerca. Las áridas colinas del desierto esperaban más allá, y Jordin tendría que llegar hasta ellas sin causar alarma, pues los sangrenegras no tenían reparos en darle caza durante el día.
La joven se quitó la mochila de la espalda y se sacó la túnica beige y la envoltura de la cabeza. Comenzando por el chaleco, se cambió a los colores más claros que le ayudarían a confundirse mejor en el desierto. Luego recogió la mochila y el arco y se movió a treinta pasos del desprevenido guardia. Colocó cuatro flechas en el concreto curvado, ensartó una quinta en la cuerda del arco, y se arrodilló para afirmar la puntería. A esta distancia la flecha con punta de acero tendría el poder de una piqueta.
Tomó aire, lo contuvo, y envió la saeta directamente a la cabeza del sangrenegra. No vio el impacto, pero el sonido de metal contra hueso era inconfundible. El sangrenegra gruñó una vez y cayó hacia delante, muerto antes de caer bocabajo en el suelo. Sonó un grito de alarma.
Jordin ensartó una segunda flecha y esperó, con sus adiestrados ojos enfocados en el borde izquierdo de la cloaca, lista para pasarse al otro lado si ellos venían por la derecha. Dos sangrenegras aparecieron a la vista a cincuenta pasos más allá de la alcantarilla, bastante lejos para evitar cualquier proyectil. Era evidente que no tenían intención de sufrir la misma suerte de su compañero.
Pero aunque miraban dentro de la oscura cloaca, no podían ver a la joven. Ella aflojó el vientre y esperó, con la mirada fija en los sangrenegras que esperaban ver si su atacante había lanzado un rápido ataque y había huido, o si pretendía volver a enfrentarlos. Ligados como estaban a su creadora, Feyn, a los sangrenegras les preocupaba poco la vida, lo que los convertía en guerreros totalmente audaces. Brutales. Afortunadamente, ese mismo desprecio por sus propias vidas a menudo los ponía en peligro innecesario. Casi nunca se retiraban o pedían ayuda, al menos tratándose de soberanos. Los inmortales eran otra cosa, pero estos no atacaban durante el día.
Jordin los vio analizar el asunto por diez minutos completos, tiempo en el cual se les unió un tercer sangrenegra. Finalmente uno de ellos se adelantó, espada en mano. Era obvio que habían llegado a la conclusión de que un soberano había realizado la matanza y huido. Después de todo, los soberanos eran cobardes a ojos de ellos, y preferían huir a pelear.
La joven esperó pacientemente hasta que el sangrenegra estuvo en la abertura mirando el interior y poco después se volvió e hizo señas a los otros para que avanzaran.
Ella se irguió hasta quedar apoyada en una rodilla mientras el sangrenegra aún estaba volteado, y entonces le envió una saeta a la cabeza. Sin esperar el impacto, la muchacha agarró las flechas restantes y salió a toda velocidad. El guerrero se tambaleó, con una flecha clavada en la sien.
Los otros dos parecieron no darse cuenta de que su compañero había sido atacado hasta que tocó el suelo, y para entonces Jordin ya se había acercado otros diez pasos. Veinte antes de que los sangrenegras comprendieran que los habían atrapado en campo abierto.
Jordin salió de la cloaca a toda velocidad, saltó sobre los dos cuerpos caídos y se puso de rodillas a treinta pasos de los sangrenegras que se acercaban rápidamente. En veloz sucesión disparó las tres saetas restantes dentro de los cuerpos de sus atacantes.
Dos flechas golpearon al de la izquierda, una en el estómago y otra en el pecho. El sujeto soltó la espada y dejó escapar un rugido, aferrándose al proyectil clavado en el pecho; luego cayó de rodillas.
La tercera saeta golpeó de costado al último sangrenegra cuando este giraba para esquivarla, con la mano en la empuñadura de su espada.
Sin vacilar, Jordin corrió hacia el que se tambaleaba y terminó de derribarlo; entonces agarró la espada del hombre por la empuñadura y se abalanzó hacia el sangrenegra erguido. Este giró para enfrentarla, con el rostro rojo por la ira. Hizo oscilar su acero con un bufido.
El instinto nómada no abandonó a la joven ahora. Ella se agachó resuelta y levantó la recién adquirida espada clavándola en la mandíbula del hombre cuando este aún estaba terminando de girar.
La hoja casi le quita la cara al sujeto. Roland le había enseñado a la chica a compensar su tamaño con la rapidez. Ella había derrotado a muchos oponentes más grandes en los juegos nómadas… y en una ocasión a todos ellos. Por eso la habían escogido como guardia personal de Jonathan.
Si el sangrenegra hubiera tenido mandíbula y boca podría haber gritado. Al no tenerlas, se llevó la mano a lo que había sido su rostro. Luego dio tres pasos tambaleándose al frente y se desplomó en el suelo donde se retorció por unos segundos; entonces quedó inerte.
Todos muertos a manos de Jordin. Cuatro, con cinco flechas y una espada prestada. Las puntas de acero de las saetas advertirían a Feyn que estos guerreros no habían muerto a manos de los inmortales, quienes preferían puntas de hueso en sus saetas, sino por un soberano. Este era el primero de tales ataques en varios meses, y Jordin acababa de inscribir su nombre en sangre.
Por primera vez en días, se sintió viva.
Se enderezó y examinó el borde de la ciudad. No había indicios de más sangrenegras. Ni de amomiados. Pero no estaba sola.
Jordin volvió a mirar la alcantarilla, horrorizada al ver una figura solitaria de pie a plena vista, observándola a través de lentes oscuros, vestida con polainas color gris topo y una túnica marrón.
Kaya.
—¿Kaya?
La chica de diecisiete años salió corriendo a su encuentro, con expresión de alivio, haciendo caso omiso de los sangrenegras muertos. La muerte no era extraña para los soberanos.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Jordin—. ¿Me seguiste?
—¡Sí! —contestó Kaya deteniéndose y quitándose los lentes para dejar al descubierto sus grandes ojos color esmeralda.
—¡No puedes venir conmigo!
La expresión de la muchachita desfalleció.
—Pero yo también puedo pelear —objetó—. Necesitarás a alguien que te guarde las espaldas…
—¡No! Ni siquiera tienes un arma. ¡Eres una niña!
Kaya la miró por un momento, corrió hacia la hoja abandonada por el sangrenegra sin rostro y la levantó.
—Tal vez no esté entrenada para hacer lo que haces, pero eso no significa que yo sea inútil. Jonathan pensó suficientemente en mí como para salvarme, ¿no es así?
—¡No para esto!
—Sí para esto —respondió bruscamente Kaya—. No voy a quedarme en esa madriguera esperando que los sangrenegras nos eliminen mientras tú encuentras a Jonathan. Voy contigo.
—Esto no se trata de encontrar a Jonathan, niña tonta.
—Entonces dime por qué te diriges al desierto.
—Regresa antes de que noten tu ausencia —ordenó Jordin despidiéndola con un gesto brusco de la mano.
—Ya lo saben. Adah intentó detenerme. Pero no vale la pena vivir sin Jonathan. Iré a él por amor.
Jordin no hizo caso a la punzada que le produjeron las palabras de Kaya. Dolor, aún debajo de la superficie. Empatía. Celos extraños e irracionales. Pero desde luego que la niña amaba a Jonathan. Todos lo amaban. Y entonces comprendió que no fue el amor de Kaya, sino su fe inquebrantable, lo que despertó la envidia de Jordin.
—¿Cómo me seguiste? No dejé rastro.
—Adah dijo que vendrías aquí, a la cloaca.
—¿Dijo eso, de veras? ¿Y te dijo también que probablemente yo no regrese viva?
—Sí.
—Pero aun así viniste.
—Estoy aquí, ¿no es verdad?
—Sí, estás aquí, una chiquilla en un mundo áspero de guerreros —comentó Jordin paseándose de un lado otro, furiosa.
Nadie las había observado, pero ella debía ponerse en movimiento antes de que alguien lo hiciera.
—Regresa —ordenó señalando la alcantarilla con el dedo—. No puedes ir a donde voy. ¡Ni hablar!
—¿Y dónde vas? —preguntó Kaya, y apretó los dientes al ver que Jordin se negaba a contestar—. No voy a regresar. Acabas de matar a cuatro sangrenegras aquí. Los descubrirán, y las calles estarán repletas de ellos. Si me haces volver también podrías estar matándome aquí. Yo nunca conseguiría llegar.
Ella tenía razón. Enviarla de vuelta acabaría probablemente en que la mataran igual que si la llevaba al desierto.
—Por favor, Kaya…
—Jonathan…
—¡Él no murió para que te asesinen!
—¿Qué estás haciendo tú entonces? —replicó la chiquilla más tranquilamente.
Jordin la miró por un prolongado momento. ¿Qué estoy haciendo?
Jonathan, ¿dónde estás?
—Sea que regreses o que te quedes conmigo, terminarás muerta. No estoy en posición de proteger a una niña.
—No soy una niña —refutó Kaya—. ¿No lo has notado?
Jordin alejó la mirada, y meneó la cabeza.
—¿Estás celosa? —inquirió Kaya.
—No seas ridícula —replicó Jordin acercándose a ella y arrebatándole la espada de la mano.
—Está bien —expresó Kaya después de mirarla durante un buen rato, el ceño profundamente fruncido—. Entonces envíame a la muerte. Cuando encuentres a Jonathan, dile que me abandonaste. Dile que morí tratando de venir a él.
—No voy a encontrar a Jonathan. ¿Estás sorda? —exclamó la guerrera, aventando la espada.
Kaya giró sobre los talones y se dirigió otra vez hacia la cloaca, con los brazos extendidos como si quisiera ofrecerse a sí misma. Ella nunca lograría volver. Los sangrenegras parecían tener un sexto sentido que los alertaba cuando sus compañeros habían sufrido algún daño. Probablemente otros ya estarían en camino.
—Kaya.
La chica marchaba resueltamente. Ella era incorregible… la mismísima receta para un desastre seguro.
—Kaya.
La niña se detuvo pero no giró.
—Si vienes, sigues mis instrucciones al pie de la letra.
Kaya se volvió.
—No tengo comida para dos —comunicó Jordin.
—No comeré.
Al menos la muchacha tuvo la sensatez de traer la cantimplora en la cintura. Llevaba botas color marrón que le llegaban hasta media pantorrilla. No estaba adecuadamente vestida para un viaje fuera de la ciudad, pero zapatos de calle y pantalones negros habrían sido muchísimo peor para viajar a la luz del día a través de terreno áspero.
Demasiado frustrada para hablar, Jordin dio la espalda a la ciudad y se internó en el desierto, muy consciente de Kaya detrás de ella apresurándose por seguirle el paso.
Cerró los ojos. Ahora la muerte estaba asegurada.
Jonathan podría haber actuado mejor si hubiera dejado a la niña en la Autoridad de Transición. Al menos allí podría haber perdido la vida en paz.