Capítulo cinco

EL PADRE DE FEYN, Vorrin, se había sentado en esta misma sala. En esta misma mesa a menos de diez pasos del escritorio con patas de garra que dominaba el otro extremo del salón. En la época de su padre como soberano, el mueble había estado cubierto de documentos, periódicos y reportes. Pero hoy día se hallaba meticulosamente limpio, dejando al descubierto una superficie de piedra que con cada mirada le recordaba a Feyn la tapa de un sarcófago o un altar.

Ella estaba muy familiarizada con ambos objetos. Durante nueve años había permanecido en estasis en un sarcófago, hasta el día en que con gran dolor Saric la devolvió a la vida sobre un altar.

Recostada en el sillón de respaldo alto, Feyn tenía en su regazo un plato de carne caliente de venado. Los pies descalzos descansaban en lo alto de la cabeza de león aún unida a la piel que se extendía debajo de la mesa, y el dobladillo de la bata se le amontonaba en el suelo. Las cortinas estaban abiertas de par en par hacia el raro sol de últimas horas de la mañana; en realidad, nunca las habían cerrado. Nadie había visto a Feyn deslizarse por el pasillo de la Fortaleza hacia su recámara en el momento justo antes del amanecer, ni regresar por el pasaje trasero apenas tres horas después.

Ella casi no dormía, sus necesidades físicas habían cambiado desde el día de su resurrección.

Había ocurrido otro ataque, al final de la noche, exactamente al sur de la Fortaleza. Ocho de sus guerreros habían desaparecido. Sus cuerpos habían aparecido esta madrugada, sobre estacas al otro lado de la ciudad. La escena causó pánico en el primer tráfico de la mañana. Seth, el nuevo capitán, le había pedido que reforzara el perímetro de la ciudad. Él era musculoso y perfecto como un dios, había sido diseñado personalmente por ella y para ella. Así que le había puesto el nombre del antiguo dios de la era del Caos. Era tan afectuoso como un amante y tan salvaje como un lobo, alguien que moriría para protegerla… o que se desgarraría su propia garganta si ella se lo pidiera. No tenía otra opción; esto estaba en su química.

Feyn había indicado tranquilamente que para reforzar las defensas del perímetro tendría que reducir las filas concéntricas de sangrenegras alrededor de la Fortaleza misma. Lo mismo que sin duda querría Roland.

El inmortal se estaría preparando para una importante ofensiva o estaría frustrado por su incapacidad de llegar a la Fortaleza. Feyn pudo haber ordenado arrasar los cerros con veinte mil hombres, pero solo estaría lanzando a sus sangrenegras como muchas piedras por un barranco. Ya llegaría el momento en que una nueva cosecha de sangrenegras emergiera de sus laboratorios. Por muchos amomiados que Roland convirtiera en inmortales, no los podía entrenar tan rápido como para superar el interminable suministro de guerreros con que ella contaba. Los combatientes del inmortal parecían casi sobrenaturales, pero esta guerra se ganaría con grandes cantidades.

Sin embargo, el hombre le fascinaba tanto por su agresividad como por los rumores de las formas misteriosas en que lo criaron. Tal vez ella derramaría una lágrima el día en que la cabeza del guerrero adornara la gran puerta de la Fortaleza, aunque no quedaran más enemigos de consideración. Ningún enemigo en absoluto.

Feyn levantó el tenedor del plato, jugueteando con el borde de la carne tan tierna que no requería cuchillo. Una vez le había complacido mucho el rito de cada comida. La vida en sí le había fascinado por su proceso mismo. Sus ansias por la comida, por el sol que atravesaba la ventana y le caía en la piel, por el agua cayéndole en los muslos en el baño y goteándole sobre el cabello… todo la había embriagado antes, así como la lealtad de las naciones y el despojo del poder que estas tuvieron la habían embriagado el día que desmanteló el senado.

Pero solo por un tiempo.

La mujer mordió la carne, una porción mayor de lo que podría considerarse buenos modales, y luego tiró el plato sobre la mesa, observando al tenedor deslizarse a través de la superficie.

Oyó que tocaban a la puerta.

Tomó tiempo para masticar y tragar el venado, y limpiarse nítidamente el jugo de la barbilla. Luego se levantó de la silla y se dirigió a la ventana, donde la mortecina luz del día brillaba a través de la bata como un telón de gasa.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—Mi señora, tenemos un interesante prisionero —se oyó la voz de Corban a través del portón.

—Adelante.

Se abrió la puerta y el maestro alquimista entró, postrándose de rodillas. El cabello le colgaba debajo de los hombros hacia el suelo, casi tocándolo. Su extraño y silencioso ayudante amomiado, Ammon, se arrodilló dos pasos detrás.

—¿Hasta qué punto interesante? —averiguó Feyn con los brazos cruzados, examinando al maestro alquimista.

Esto lo obligaba a arrodillarse. Ella podía ver la tensión en la frente de él.

—Una vida soberana, mi señora —informó Corban levantando un poco la cabeza, con la mirada arrastrándose por la alfombra justo debajo de los pies descalzos de ella—. Rom Sebastian, líder de los infieles.

Feyn se quedó inmóvil. ¿Sería posible? Rom, quien con engaños la hiciera consumir la antigua sangre del custodio, aunque no había habido suficiente para que conociera sus efectos por mucho tiempo. ¿Y si hubiera habido? Algo así podría haber sido distinto. Ella misma podría estar viviendo en la clandestinidad, sirviendo al recuerdo de un niño muerto, y Saric podría estar aquí ahora.

—¿Cómo y dónde fue capturado?

—Mi señora —notificó Corban con una ceja arqueada—, él acudió a nosotros.

¿Vino aquí? ¿Voluntariamente?

Rom seguía siendo un embaucador. Un fanático cuyo celo no tenía fin. Y ahora su necedad lo había entregado a ella una vez más.

Feyn caminó hacia el sofá y agarró su túnica de terciopelo pesado, sujetando en alto los ganchos con sus delgados dedos. Se puso los zapatos de tacón bajo que estaban cerca.

—Ven —dijo simplemente rozando al alquimista arrodillado.

Rowan, soberano regente mientras Feyn estaba en estasis cuando el usurpador Jonathan reclamara el trono, había sellado tiempo atrás la antigua puerta hacia los salones subterráneos de la Fortaleza. Corban, por órdenes de ella, la había abierto. Al atravesar el salón abandonado del senado hacia la antigua puerta, una extraña sensación le hormigueó en la nuca a la mujer.

En las dos primeras décadas de su vida ella solo había visitado estas cámaras unas pocas veces, encontrándolas macabras por su historia de cautiverio, asesinato y secretos. Ahora no debía esperar a que Corban buscara a tientas un interruptor para iluminar el camino; ella conocía bien el pasaje.

Pero cuando llegaron ante la pesada puerta de acero de los antiguos calabozos, Feyn aminoró el paso. La última vez que vio a Rom, él era un amante testarudo que podía suplicar apasionada y persuasivamente. Un luchador a la manera nómada. Un protector, el líder de una causa y un pueblo. Y sin embargo ahora era un esclavo de sus propias convicciones; líder solo de un grupo impotente y moribundo de vagabundos.

Corban la alcanzó, respirando un poco más fuerte que antes, el paso ligero de Ammon detrás. El maestro alquimista envejecía rápidamente. Llegaría el momento en que ya no se podría arrodillar ante ella. Ese día obligaría a Corban a convertir a Ammon en sangrenegra para el servicio de ella. Por ahora, le permitía la ilusión de tener dominio sobre el otro.

Él jaló la pesada puerta de acero y la abrió, y Feyn entró. Al principio ella no olfateó los estériles olores del enorme laboratorio que se había instalado en este espacio, ni vio los sarcófagos de cristal pesado de los nuevos prototipos que se alineaban en la pared del fondo. Por un momento Feyn recordó los calabozos quince años atrás, donde se había escurrido en secreto para encontrarse con un prisionero distinto: el anciano custodio.

Pero ese momento pasó rápidamente.

La mujer caminó por el pasillo de inmaculadas mesas de laboratorio, apenas notando las asombradas expresiones de los alquimistas que abruptamente se ponían de rodillas. Uno de ellos tropezó torpemente con una ampolla de cristal que se hizo añicos sobre el antiguo piso. En el techo, instalaciones eléctricas emitían luz fría y brillante. Por primera vez en años Feyn no se dirigió a los sarcófagos para admirar a los sangrenegras en su interior.

En vez de eso caminó directamente hacia la parte trasera, donde las suaves paredes del gran laboratorio daban paso al antiguo corredor tallado. Aquí las vetustas celdas permanecían intactas por el tiempo o la historia. Solamente las cerraduras en los barrotes de hierro eran nuevas, como lo eran los especímenes vivos que se hallaban detrás de ellas.

—La del extremo, mi señora —informó Corban, espantando con un gesto a Ammon.

Feyn disminuyó el paso al llegar a la última celda y se detuvo.

El hombre adentro permanecía en las sombras en la pared del fondo, los brazos cruzados en la cintura. Por el débil resplandor de la luz del solitario pasillo ella podía ver lo suficiente para saber que se trataba de él.

Rom.

Pero cómo había cambiado. Tenía el cabello lleno de canas. Estaba más delgado, y los hombros no eran tan anchos. Había envejecido, mucho más que ella. Incluso a través de la barba en el rostro se podía ver evidencia de cicatrices, de arrugas profundas del tiempo, de preocupaciones y dificultades. El líder podría permanecer, pero el impetuoso poeta de la primera cita que tuvieran había desaparecido.

La última vez que ella lo había visto, él estaba quemado por el sol. El hombre ante ella estaba pálido. Así que era verdad entonces que ellos se habían escondido bajo tierra.

—Aún imprevisible, después de tantos años —comentó Feyn.

—Aún la sientes, ¿verdad? Débilmente quizás, pero está allí, corriendo por tus venas —contestó Rom inmóvil, con los ojos fijos en los de ella.

—Tal vez no tan imprevisible —declaró ella arqueando una ceja.

Él había estado repitiendo esto por quince años.

—¿Por qué has venido aquí?

Rom no contestó.

—Sus ojos, mi señora —comentó Corban, refiriéndose a la brillantez en los iris verdes de Rom—. Esta es la primera vez que tenemos uno vivo, los muertos no tienen tales ojos. Mis alquimistas le examinarán la sangre y la carne para conocer mejor a nuestro enemigo.

Un extraño olor flotaba en la celda. El hedor revelador de los de la clase de Rom. ¿De dónde venía, de la ropa o la piel? ¿Se ocupaban los soberanos de quemar incienso a todas horas, o el hombre se cubría de él con algún propósito?

Rom levantó una mano y tosió. El olor se hizo más agudo. No estaba usando el aroma, este venía de él.

Feyn inclinó la cabeza. ¿Qué peculiaridad era esta?

—De hecho es necesario hacerlo. Examínalo.

—Me gustaría tomar uno de sus ojos.

—Por supuesto que te gustaría.

—Con este espécimen en custodia no solo podremos entender mejor los cambios en su sangre sino también recoger información acerca de los nómadas.

—Ellos se hacen llamar inmortales —expresó tranquilamente Rom.

Corban pareció no haberlo oído. Estaba más lleno de vida de lo que había estado en meses ante la emoción de este hallazgo. Feyn se acercó a los barrotes de hierro, interrumpiéndolo.

—Fue una insensatez de tu parte haber venido aquí —manifestó ella.

—Simplemente tanta insensatez como para salvarte la vida.

—¿Mi vida? —preguntó la monarca con una risa cristalina.

Silencio.

—Ya veo —continuó ella suspirando y entrelazando los dedos—. Hemos representado estas conversaciones muchas veces durante los años. ¿Qué podrías esperar al venir aquí? No tengo interés en perdonar a quienes socavan mi soberanía atreviéndose a ser llamados por el mismo nombre. De modo misericordioso les permitiré mantener sus engaños hasta la muerte. Pero la muerte es inevitable… por mi mano o por la de Roland. Parece que él no te guarda más amor que yo, cualquiera que sea la razón que los haya dividido. Mi alquimista prácticamente está ansioso por disecarte. Y te puedo asegurar que únicamente mis sangrenegras se beneficiarán de cualquier cosa que podamos aprender y encontrar útil. Como ves, has venido aquí en vano.

—En realidad, mi dama, ya he conseguido la mitad de mi objetivo al venir aquí.

No la habían llamado «mi dama» en años, y esas palabras la hicieron erizar.

—¿Y cuál objetivo es ese? Ah, lo olvidé. Salvarme la vida.

—Sí.

—¿De veras?

—Y la santidad del legado de Jonathan. Pero hay otra razón.

—Siempre la hay. ¿Y cuál podría ser esa razón?

—La verdad.

—¿Y cuál verdad es esta?

—Que he venido aquí para hacerte soberana.

Feyn lo miró por un prolongado momento. Al lado de la mujer, hasta la respiración de Corban se había silenciado.

—Yo soy soberana.

—¿Lo eres?

Ella frunció los labios. Tal vez la simple tensión por sobrevivir estos últimos años había sido demasiado. ¿Era posible que la mente de él al fin se hubiera fragmentado? La idea la desilusionó.

—¿Cuántos de tu clase quedan, Rom? Recuperamos la cabeza de Triphon. Una lástima para ti, qué pérdida.

—Pocos.

—Y ahora has dejado tontamente sin liderazgo a la cantidad restante.

—Jonathan es el líder de ellos.

—Entonces los dirige un hombre muerto. Dime, ¿es esta la «salvación» que buscabas? ¿Haber recorrido tanto, solo para venir a terminar aquí?

—No estoy solo.

Feyn lanzó una mirada a Corban.

—No se encontró a alguien más.

—Por supuesto que no —replicó ella mirando a Rom—. Lo olvidé. Vienes con Jonathan. El hombre a quien mi hermano mató.

—Él no murió.

Ella había dejado la escena de la batalla antes de que esto sucediera. Ahora, por primera vez apareció la duda en su mente. Pero estas solo eran palabras de un hombre astuto. Había demasiados testigos de la muerte de Jonathan, todos ellos leales. Ningún sangrenegra le mentiría, ni podía hacerlo. El niño había sido cortado en dos. Y Feyn no lo lloró. Ya la habían puesto en estasis una vez por el niño, y esa muerte le había dejado un sabor amargo en la boca.

—Te has vuelto loco, Rom. Me atrevo a decir que estoy decepcionada.

Él se alejó de la pared y se movió hacia los barrotes entrando a la luz. Ahora Feyn pudo verle las cicatrices a lo largo de la mejilla y la sien. Mechones de cabello, que lo usaba atado atrás, le caían en el rostro. En realidad se veía demacrado. Pero sus ojos, iguales a la esmeralda brillante como ella nunca había visto, no eran los de alguien desquiciado.

—Toma mi sangre en tus venas —expresó él mirándola directamente a los ojos en años.

—¿No te cansarás alguna vez de este juego?

—Tu misma vida depende de ello.

—¿Has olvidado que tu sangre mata a los de nuestra clase?

—Pero no a ti.

—¿No? ¿Debido a que soy especial? —respondió ella con una sonrisa sarcástica—. ¿Porque una vez tomé un poco de tu antigua sangre? Es evidente que has llegado a un callejón tan sin salida que tu única esperanza es convencerme de que hay algo más de lo que yo ya poseo. Algo que puedes ofrecerme incluso más que el mismo mundo.

—Yo no puedo. Pero Jonathan sí.

Otra vez ese nombre.

La mujer meneó la cabeza y se volvió hacia Corban.

—Haz lo que quieras. Aprende lo que puedas de él. Mantenlo vivo, si no cómodo —decretó ella, pasó al lado de Corban pero se volvió al final del pasillo—. Y déjale al menos uno de sus ojos.