Capítulo cuatro

JONATHAN, ¿QUÉ HE HECHO? Te seguí. Hice todo lo que pediste.

Quédate quieta, Jordin, y conoce.

¿Qué debo conocer? ¡Tú me dejaste!

Nunca te dejé, mi amor. Mírame.

No veo nada.

Abre los ojos. Mírame. Encuéntrame…

Los ojos de la chica se abrieron en la oscuridad. Había tenido el sueño periódico desde hacía dos semanas, siempre el mismo, siempre la voz… siempre sin él. Ella no era ajena a los sueños vívidos en los últimos seis años. Algunos decían que los sueños de ellos, igual que la precognición impredecible y sus ojos color esmeralda, habían sido los últimos regalos misteriosos de Jonathan para todos los soberanos. Jordin no tenía idea de qué significaban esos sueños. El significado de cualquiera de los sueños que tenían estaba más allá de ellos. Quizás no eran más que experiencias virtuales desprovistas del sufrimiento que habían encontrado debajo de la ciudad. Fragmentos de rostros conocidos, de cosas que podrían ser y que a veces se manifestaban. Pero ella soñaba principalmente con Jonathan. Tal vez debido a que lo había amado como ninguno de los demás lo amara alguna vez, como una mujer ama a un hombre. Y quizás porque Jonathan también la había amado.

Pero ese amor la dejaba ahora sola y desconsolada. ¿Qué era el amor si no había nadie a quién amar… ningún amante más allá del fruto de la imaginación o de la trama y la urdimbre de los sueños?

Los acontecimientos de la noche anterior le habían interrumpido el sueño. El ultimátum de Mattius: siete días. Una parte de Jordin sintió alivio de que hubieran llegado a tan clara encrucijada. Esperar la muerte nunca había estado en su sangre, ni antes ni después de que esta sangre se convirtiera en la de Jonathan.

La desgastada cortina de su cuarto se movió. La joven inclinó la cabeza para ver quién estaba allí, pero la cortina aún estaba cerrada. Solamente lo había presagiado, el regalo más activo estos días en el residuo de los sueños de la chica.

Jordin se puso encima el camisón y se irguió para ver quién estaba llegando.

La cortina se movió, empujada por Rom, quien estaba enmarcado por la misteriosa luz de una cámara exterior. Al verla despierta entró, con expresión tranquila y decidida. Ella conocía bien esa mirada.

—Entra —dijo la joven irónicamente, inclinándose para buscar un fósforo.

—Me estabas esperando —expresó él deteniéndose al final de la plataforma.

Jordin prendió el fósforo y aplicó la llama a la mecha de la lámpara. La luz ámbar solo pareció iluminar más las sombras en la antigua cripta. Lleno de grietas y ennegrecidos surcos, el muro se movía con lobreguez, su irregular superficie manchada con secretos.

—Vi abrirse la cortina antes de que se abriera realmente. No ese presagio que nunca viene cuando lo necesito de veras.

—Entonces esperemos que eso cambie. He tomado una decisión.

La joven sopló el fósforo y miró a Rom. Vestía de negro como si tuviera la intención de viajar a nivel tierra. ¿Era aún de noche? Ella había regresado por el arroz con Gamil y lo hallaron intacto. Como supusieron, no había sangrenegras cerca de la bodega… los habían encontrado tirados en la calle, cortados en tiras por los inmortales. Si Roland había perdido algunos hombres, se habían llevado los cadáveres. Y alguien se había llevado el de Triphon.

Por mucho que Jordin despreciara al príncipe inmortal, a regañadientes admitía su respeto. La astucia y la velocidad de los inmortales habían demostrado ser la pesadilla del nuevo régimen de Feyn; Roland era tan cruel y decidido como ella.

Jordin deseaba que ambos murieran.

—¿Y?

—Tú liderarás cuando me haya ido.

—¿Ido a dónde?

—A donde solo yo puedo ir —explicó Rom caminando hacia la cama—. No debemos permitir que Mattius libere el virus. No aceptaré ninguna victoria que venga con la muerte de tantos inocentes.

—¿Inocentes? —objetó la joven entrecerrando los ojos.

—Sabes tan bien como yo que esta no es la manera de Jonathan.

Jordin le devolvió la mirada por un instante, luego hizo a un lado la cobija de lana y se quedó al lado opuesto de la cama, vestida solo con su largo camisón de dormir.

—Hablas de Jonathan, pero él está en la tumba y ahora nosotros hemos hallado la nuestra. Si nada cambia, descubrirán nuestros huesos en esta cripta dentro de algunos siglos. Muy bien podríamos tallar aquí, sobre el muro: «Aquí yacen huesos desconocidos envueltos en carne reseca».

—Entonces iré a la tumba con él. Pero no negaré la sangre que me dio haciendo lo que él no haría.

—¿No? ¿Qué harás entonces? ¿Esperar aquí a morir y llevar a los demás contigo?

Rom parecía desconcertado ante la dureza del tono femenino. Jordin se dijo que debía detenerse, que ventilar su frustración no ayudaría en nada, pero se descubrió incapaz de hacerlo.

—Si hubiera alguna otra manera, ya se nos habría presentado. Mattius tiene razón. La sangre soberana se debe proteger a toda costa. Sabes que Roland no descansará hasta que todos los soberanos y los sangrenegras estén muertos, dejando solo desventurados amomiados para estorbarle el camino. No hablemos de los sangrenegras… los inmortales siempre serán nuestros enemigos, y no se detendrán hasta que estemos muertos.

Rom la miró, callado, con los ojos brillándole a la luz de la llama.

—Sé que eso no es lo que deseas oír, pero es la verdad —continuó Jordin volviéndose hacia la silla y agarrando sus pantalones de la parte trasera del mueble—. Ya no tenemos a dónde ir. Aunque lo tuviéramos, los demás están demasiado débiles hasta para intentar moverse. Pero no podemos esperar sencillamente aquí y dejar que nos asesinen.

—Quieres decir como asesinaron a Jonathan —acotó él en voz baja.

Las palabras lastimaron.

—Sí —asintió ella—. Como mataron a Jonathan.

—Y sin embargo él no hizo ningún movimiento para salvarse. Sabía lo que estaba haciendo. Tenía un motivo. Hónralo, aunque no lo comprendas. Búscalo. Encuéntralo.

—¿Cómo? —cuestionó Jordin volviéndose—. Dime y lo haré. Muéstrame dónde hallarlo. Pero no, no puedes, porque tú tampoco lo sabes. Por mucho que deseemos, y créeme que lo deseo con toda el alma, no podemos hallarlo. No podemos porque está muerto.

—¿Lo está?

—No estoy hablando de su sangre.

—Yo tampoco —respondió Rom.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ella respirando hondo para calmarse.

—Quiero decir que tuve el mismo sueño que me contaste hace un par de noches. La voz de él clamando desde el desierto.

—Es un sueño, Rom.

—¿Lo es?

—¿No lo han sido todos?

—Oro porque dirijas a los soberanos con el corazón de Jonathan, Jordin —declaró él en voz baja.

El desagradable eco de esas palabras flotó en el aire. ¿Cómo podía él tener tal seguridad respecto al corazón del hombre que ella había amado más que cualquiera de ellos… mientras ella tan solo se sentía perdida?

—Tengo que salir ahora, mientras aún esté oscuro —dijo Rom.

—¿A dónde?

—A la Fortaleza.

Jordin no estaba segura de haber oído correctamente.

—¿Ante esa bruja?

Rom solamente la miró.

—¡Nunca lo conseguirás! Y si lo haces, ella te matará.

—Es un riesgo que estoy obligado a correr. Espero tener razón al decir que la subestimas. Feyn alberga la sangre antigua en alguna parte debajo de su muerte.

—¿Vas a presentarte así no más?

La mirada de él era tranquila.

—¡Es una locura!

—Te ruego, Jordin, que nunca dejes tu amor por Jonathan ni tu juramento a seguirlo. Diles a los demás que acudí a Feyn para intercambiar una forma para nuestra sobrevivencia. Diles que Feyn intentará convertirme en uno de sus sangrenegras. Si ella triunfa, el virus de Mattius también me matará. Dilo a todos los soberanos… no solo al consejo. Prométeme eso.

—Esta no puede ser la manera.

—¡Es la única manera! —exclamó Rom y corrió hacia la cortina como para irse—. Si Mattius está dispuesto a matarme, que así sea. Pero los otros lo pensarán dos veces. Si es verdad que todos estamos perdidos, entonces no tengo nada que perder. Y tú tampoco.

La joven se quedó arraigada en la penumbra, sintiendo vergüenza frente a la responsabilidad de Rom.

—¿Recuerdas lo que analizamos respecto a Roland? —inquirió él volviéndose en la entrada—. ¿Si no hubiera más opciones?

¿Cómo podía ella olvidarlo?

—Eso también es una locura —declaró Jordin.

—Dijeron lo mismo acerca de Jonathan antes de su muerte.

La chica lo siguió con la mirada mucho tiempo después de que él saliera, la pretina de los pantalones aún en la mano.

—¡Insensatez! —grito Mattius, su voz resonó en la cámara; su estoico rostro había enrojecido bajo la blanqueada barba—. ¡Cómo se atreve a tratar de tomar como rehén a nuestra salvación poniéndose como un mártir!

El hombre caminó de un lado al otro, la túnica barría el suelo empedrado debajo de sus talones. Se volvió hacia Jordin.

—Nadie debe saber esto —advirtió—. Ni una palabra más allá de este muro.

—Ya lo saben —comunicó la joven.

—¿Quiénes lo saben? —exigió saber el alquimista, mirando a Gamil y luego a Adah.

—Todos ellos —expresó Jordin.

—¡Qué locura!

—Así lo has dicho.

En el momento en que Rom salió, ella había caído en cama llorando con frustración hasta que, frenética, intentó ir tras él, planeando detenerlo si debía hacerlo. Pero cuando llegó al túnel hacia la superficie, Stephan, el anciano en la tercera guardia, le informó que Rom había salido hacía diez minutos.

Había sido hora y media antes del amanecer. Faltaban tres horas para el momento acostumbrado de levantarse. Jordin había pasado la mitad del tiempo caminando de un lado al otro de su cuarto, luchando con la demencia. Solo en un momento prolongado de claridad, con la imagen de Triphon muerto delante de ella en una manera muy parecida a Jonathan, su plan de acción se clarificó.

Haría como Rom le pidió. Por Jonathan. Por los soberanos. Por Rom. Por ella misma.

La paz le había llegado como un aluvión, seguida de absoluta certeza. Rápidamente se había vestido y recorrido las cámaras todavía ocupadas por los vivos. Con tan pocos que quedaban, le tomó solo momentos hacer saber la noticia de que Rom se había ido para ganar el favor de Feyn. Jordin comprendía por qué se les habían abierto los ojos al avisarles, y también la inquietante mirada de temor en ellos: si atrapaban a Rom, la muerte les seguiría pronto a todos.

—Confíen en él —les había asegurado Jordin a cada uno—. Confíen en que Rom conoce el corazón de Jonathan. Aunque llegue a convertirse en sangrenegra, él encontrará un camino.

En el lapso de una hora los susurros recorrieron las cavernas con asombro sagrado. Rom se ha ido para salvarnos. Jonathan volverá otra vez; Rom encontrará un camino.

Parada ahora ante Mattius, Jordin entendía la ira del hombre porque ella misma la había sentido, junto con un sombrío respeto por el genio de Rom; en una sola jugada había superado al alquimista.

¿Y dónde la dejaba esto a ella? ¿Con Rom o con Mattius? Los dos habían hecho su jugada.

Era hora de hacer la de ella.

Gamil se acercó a la silla de respaldo alto al final de la larga mesa que reservaban para el festival mensual, y se dejó caer pesadamente. Cada mes en luna nueva celebraban la muerte de Jonathan comiendo los alimentos más finos que podían presentar para la ocasión. Vinos añejos de una bodega improvisada que habían encontrado debajo de la cámara principal, carnes y quesos cuando había disponibles. Habían tenido existencias de arroz y carne en los últimos tiempos, aunque el mes anterior Jordin había llevado algunos conejos que pidiera prestados de una pequeña granja al sur de la ciudad.

—Que así sea —manifestó bruscamente Mattius—. Él ha lanzado su vida por la borda.

—¿Lanzado su vida por la borda? —cuestionó Jordin—. Feyn no lo matará. ¿Demostrarás ser peor que ella?

El rostro de la joven se endureció.

—El destino de él está en sus propias manos, no en las mías.

—Debemos suponer que Feyn lo convertirá —declaró Adah.

—Su sangre soberana no lo permitirá —añadió Gamil.

—¿Sabemos eso?

—No. Pero el virus lo matará —aseveró Jordin con la mirada fija en Mattius.

—Es decisión de él.

—¿Así que no niegas que el virus, este Recolector tuyo, podría matar a Rom si lo obligan a ser sangrenegra?

El silencio del alquimista fue suficiente respuesta.

—Entonces todos los soberanos sabrán que Mattius el alquimista, no, que Mattius el traidor, mató al más santo entre nosotros. Rom Sebastian, el mismo hombre que halló a Jonathan cuando este era un niño y lo salvó de la muerte segura para que pudiera darnos la sangre que ahora fluye por nuestras venas. Lo sabrán, y yo me aseguraré de eso.

—Es mucho mejor dar muerte a uno si eso significa la salvación de la sangre de Jonathan —comentó Mattius sin mostrar ninguna señal de que las palabras de Jordin lo afectaran.

—Es mucho mejor confiar en los líderes que Jonathan puso sobre ti —reclamó Jordin.

—Rom lo llevó a la madurez, tú lo dejaste morir, pero yo veré su legado vivo para siempre —declaró el alquimista inclinándose hacia la chica.

Jordin tembló esforzándose por no tomarlo del cuello y estrellarlo contra la pared.

—¿Qué sabe un amomiado resucitado del legado de Jonathan? —inquirió Adah, demasiado prudente por el momento, interponiéndose entre los dos—. Yo estaba cuidando las rodillas raspadas de Jonathan cuando tú aún estabas muerto. No veré profanada su sangre, ni permaneceré impasible mientras matas a Rom.

—Siete días… ahora seis —replicó Mattius con calma mortal—. Ya está hecho, con o sin mí. Rom conocía los riesgos. He cumplido con mi deber, no para profanar la sangre de Jonathan sino para preservarla.

—Así lo esperas —terció Gamil desde el extremo de la mesa, sacudiendo la cabeza—. Dijiste que podríamos perder algunas de nuestras emociones. ¡En realidad tu plan de preservar la sangre de Jonathan podría tan solo restablecer el mismo suceso que la hizo necesaria!

—Mejor emoción moderada que aniquilación de nuestra especie.

—¡Igual que los alquimistas no dudaron en decir entonces!

—Y si recuerdas, dije que quizás no suframos ninguna clase de efecto.

—Entonces tómalo tú y muéstranos —alegó Adah.

—¡No tenemos tiempo para locuras de ancianas o travesuras de niñas! Llámenme traidor si deben hacerlo, pero yo me atengo a lo que es correcto —concluyó el hombre y se dirigió a la puerta.

—Yo tengo otra manera —comunicó Jordin.

Mattius agarró la manija de la puerta.

—No existe otra manera —objetó él abriendo la puerta de par en par.

—Mataré a Feyn. Sin ella, los sangrenegras son una serpiente descabezada.

—No seas ridícula —protestó el alquimista lanzando una mirada condescendiente por sobre el hombro, después de titubear por un instante.

—Te digo otra manera, ¿y tú ni siquiera me escuchas?

El alquimista cerró la puerta y se volvió.

—Estás siguiendo a Rom hacia la insensatez —expresó como si le hablara a una niña tonta—. No hay otra manera.

—Tus cálculos te han fallado. Existe otra forma.

—Ni siquiera puedes llegar a Feyn, mucho menos matarla. Los antiguos túneles dentro de la Fortaleza están demasiado custodiados como para que algún soberano pueda pasar —opinó Mattius e hizo una pausa—. Aunque pudieras entrar, incluso si pudieras matar a Feyn, solo estarías allanando el camino para los inmortales.

—No si Roland estuviera muerto.

El hombre lanzó una corta carcajada.

—¿Matar tanto a Feyn como a Roland? —cuestionó, y miró alrededor con incredulidad teatral—. ¿Te golpeaste la cabeza?

—Si fuera posible, Rom ya lo habría pensado —intervino Gamil con renuencia audible.

—Lo ha hecho.

—Él nunca aprobaría que mataras a Roland, mucho menos a Feyn —declaró Adah.

—No lo aprobaría. Pero Rom ya no es tu líder, sino yo. Si digo que puedo entregar la cabeza de Roland, entonces es claro que —manifestó Jordin mirando de modo significativo a Mattius— tengo una manera.

—¿Cómo?

Ella bajó los brazos y caminó hacia una botella de vino sobre la mesa. Vertió un poco en una copa y volvió a cerrar la botella con el corcho.

—Eso es asunto mío —dijo al fin, tomó un sorbo, bajó la copa, y se volvió para enfrentar al alquimista—. Pero necesito más de seis días. Dame diez.

—Tienes seis.

—Dame nueve días.

—Tienes seis.

—Yo me lanzaría en las garras de la muerte para que nos salvemos todos, ¿y tú te niegas a dar siquiera un día? —exclamó Jordin caminando hacia el alquimista.

—¿Cómo puedo hacerlo si no participas tu plan?

—Planeo cortar la cabeza de Roland y traértela en una bolsa con la de Feyn. Eso es todo lo que necesitas saber. ¡Pero lo que necesito es tiempo!

—Así que volarás al interior de la guarida inmortal, le arrancarás la cabeza a Roland, luego volarás a la Fortaleza y le harás lo mismo a Feyn —comentó el hombre después de que se hiciera un largo silencio en la cámara—. ¿Parecemos tontos?

—¿Quieres que te responda eso? Porque la historia lo hará. ¿Qué insensatez hay en intentar una última y desesperada opción antes de volver a lanzar al mundo al caos con la alquimia? ¡Antes de tirar por la borda todo lo que Jonathan vino a traer!

—Olerán cuando vayas, y derramarán tu sangre en la arena antes de que puedas verlos. Eso no es razonable. Ni siquiera sensato.

El eco de las últimas palabras de Rom resonó en la cabeza de Jordin. Locura.

—Es una lástima que nunca conocieras a Jonathan —comentó ella haciendo un leve gesto con los labios—. Dijeron lo mismo de él.

—Jordin, por favor —volvió a intervenir Gamil levantándose de la mesa—. En una cosa concuerdo con Mattius. No hay manera de que llegues viva hasta donde Roland. ¿Cuántas vidas debemos perder? Toma tiempo para pensarlo.

—Lo he hecho. Y sé lo que debo hacer.

—¿Sabes siquiera dónde están los inmortales? —averiguó Adah.

—No.

—¿Has visto alguna vez a alguno sin máscara?

—No.

—¿Cómo puedes matar a un enemigo que no puedes ver?

—Eso es asunto mío. Solo necesito más tiempo —insistió ella, entonces fijó en Mattius una dura mirada—. Dame ocho días. Si no entrego las cabezas tanto de Feyn como de Roland, presuman que estoy muerta, y el destino de todos los soberanos estará sobre sus cabezas.

—Primero Rom se dirige a su muerte, y ahora la intrépida Jordin —objetó Mattius lanzando una mirada de Adah a Gamil, que parecían no poder articular palabra—. Los suicidios abundan últimamente.

—Mejor que el genocidio. Ocho días.

—Siete —decretó el alquimista girando y dirigiéndose a la puerta—. Si en ese tiempo Feyn o Roland siguen vivos, Recolector será liberado.