Tres semanas después
HABÍA SIETE CONTINENTES PRINCIPALES en el mundo. Siete casas que los gobernaban. Siete, el número de la perfección. Siete, el sello del Creador.
La soberana, que se había proclamado a sí misma como creadora, gobernaba a todos desde su trono en la Fortaleza, que se levantaba por encima de la antigua ciudad de Bizancio… esa fue la manera del Orden establecido por ella.
Pero Bizancio había sido devastada por la muerte y la guerra, y el Orden había caído. Feyn ya no era creadora, simplemente era una nueva soberana aún desconocida para la multitud de ciudadanos que habían sido convocados urgentemente con el fin de presenciar la nueva toma de posesión a lo largo de la antigua Vía de los Desfiles en la basílica de la Fortaleza. Entre ellos, prelados, cada uno de los gobernantes continentales, y casi la mitad de los veinticinco mil miembros de la realeza.
Feyn estaba sentada en la plataforma mirando las multitudes reunidas, temerosas de oír las palabras de ella. Temor, porque era lo único que aún conocían. Temor, porque sin darse cuenta respiraban muerte cada día sin comprender que ya estaban muertos.
Hoy día iban a enterarse de la verdad.
La mujer miró a Rom, sentado en una silla a su lado, observándola con los mismos ojos tiernos con que una vez la cortejara en un campo al norte de Bizancio. La sangre que él le diera ese día la había despertado a la vida, pero hasta tres semanas atrás la soberana nunca había conocido cuán abundante podría ser esa vida.
Rom puso la mano entre las de ella, un gesto sencillo de confianza. Decir que Feyn no estaba preocupada sería mentir. No por sí misma, sino por quienes oirían palabras que no se habían expresado en casi quinientos años.
La mirada de Feyn se dirigió hacia Jordin, sentada al lado de Rom, y hacia Roland, quien lanzando a menudo miradas hacia Feyn se hallaba al otro lado de la plataforma de espaldas a ellos, dando instrucciones finales a tres funcionarios que se movían intranquilos. Qué extraña debía parecerles a esos amomiados que una vez le sirvieran bajo su puño de hierro. Hoy día, su tiránica soberana había cambiado sus ropas reales por un sencillo vestido blanco. Los ojos femeninos, una vez negros, se habían vuelto de color azul brillante; su piel, una vez pálida, tenía ahora el color de carne vivificada.
Feyn sonrió ante el pensamiento.
Demasiado había cambiado.
Quince años atrás ella se había parado sobre esta misma plataforma, esperando su toma de posesión como soberana del mundo. Por la ley del Orden, ella había sido escogida entre los candidatos elegibles no por colegas ni por mérito, sino por la mano misma del Creador, según los doce años del ciclo de Renacimiento que se había completado tres veces en los cuarenta años de reinado de su padre. Se habían registrado todos los nacimientos de los miembros de la realeza nacidos más cerca de la hora séptima del día séptimo del mes séptimo de cada nuevo ciclo. Y ella había resultado la más cercana de todos.
¿Fue casualidad o destino que Talus, primer custodio, hubiera profetizado que un soberano con sangre pura nacería para gobernar el mundo? Jonathan había sido ese soberano y gobernaba hoy día, pero era Feyn quien gobernaría este mundo de carne y hueso; este «sueño», como a Jordin le gustaba llamarlo.
Todo tenía perfecto sentido en retrospectiva. La orden de los custodios de que guardaran la sangre por varios siglos; el hecho de que Rom le diera la sangre; la propia muerte de Feyn y su posterior estasis que allanaron la sucesión de Jonathan al trono; la resurrección de ella que la devolviera de nuevo a ese trono. Incluso la alquimia de Saric y el propio reinado tenebroso de Feyn. ¿Estaría ella hoy aquí si algo de todo eso hubiera sido distinto? ¿Estaría la vida, la verdadera vida, sentada como soberana incluso si una parte de la historia no se hubiera representado como ocurriera?
Saric…
Aún se le hacía un nudo en la garganta al recordarlo cediendo su sangre para salvar a los treinta y siete inmortales que la habían tomado a raíz de la muerte de él. Su hermano había hallado vida en el desierto, y luego había entregado esa vida para salvar no solo a uno sino a muchos… descubriendo una nueva especie de seres humanos que a su vez brindarían su sangre al mundo.
Ahora había cincuenta y tres en total, que siendo prudentes en el proceso de seroconvertir a otros, se habían dedicado a pensar en la enorme tarea que tenían por delante. Habían acordado llamarse mortales otra vez, a fin de evitar confusión con el cargo de Feyn, a pesar de saber que todos y cada uno de ellos en realidad eran soberanos.
Nunca manipularían ni obligarían a nadie a tomar la sangre. Nunca ofrecerían palabras hábiles de persuasión. Multitudes que obtuvieran toda la gama de emociones podrían causar estragos en una sociedad que no tenía tradición de tratar con esas sensaciones.
Feyn volteó la mirada hacia la enorme muchedumbre reunida delante de la plataforma para la toma de posesión. Esperaban en pavoroso silencio, esperando oír lo que su transformada soberana tenía almacenado para ellos.
Cuidadosamente había hecho los planes para este día junto a Rom, Roland y Jordin, acordando no confiar con demasiada prisa la verdad al mundo. En consecuencia, aún no había dicho nada a nadie en el organismo gubernamental.
Hoy día lo oirían todo. Todos ellos. A través del globo, la luz azul de las pantallas de televisión, que iluminaban los centros de las ciudades en cada continente, transmitirían imágenes de la Nueva Bizancio.
Tradicionalmente, la observancia del Renacimiento debía ser presenciada por todos. El traspaso de autoridad de un soberano a otro estaba entre los acontecimientos más sagrados. Para la manera de pensar de Feyn, hoy día no era diferente; después de todo, ella en realidad había renacido a una nueva vida y era la primera soberana en encontrar esa vida. Y por eso a través del mundo, en todos los continentes de Asiana y Europa Mayor, Nova Albión y Abisinia, Sumeria, Russe y Qin, los leales se reunían en cientos de miles en cada ciudad para observar.
Roland se volvió y cruzó el escenario, vestido con destellos nómadas en cuero y lana ligera, el cabello trenzado con cuentas azules oscuras.
Kaya se hallaba cerca, sentada en una estera, pasando las manos sobre el lomo del león de Talia. Se había quedado atrás con Kaya y con otros cuatro que no habían peleado en Bizancio, y ante la perspectiva de una muerte segura a causa del virus, Talia había desaparecido en el desierto para enfrentar el destino con su león. El felino había vuelto solo.
—Todo estará listo en pocos minutos —informó Roland, inclinando la cabeza hacia Feyn.
—Soy tu soberana, no tu reina —objetó Feyn con una ceja levantada.
Él la miró por un instante. Su mirada se dirigió luego a Jordin.
—No, esa será otra.
Jordin sonrió y se puso de pie, caminó hacia Roland y le apartó un mechón de pelo que le colgaba sobre el ojo derecho.
—Y que orgullo de reina es —expresó la joven.
—Siempre —concordó Roland levantándole la mano, y le estampó un beso en los nudillos.
—Siempre —repitió ella.
Feyn miró a Rom y le guiñó un ojo. La mirada en los ojos de él no tenía nada que ver con la demostración de ternura de Jordin y Roland. En círculos íntimos ya se sabía que Rom y ella compartían un profundo amor que sin duda requeriría la ruptura de la tradición que impedía que los soberanos se casaran.
—Considera seguro el escenario, mi soberana —informó Roland.
Él aún era el príncipe nómada, aún era el guerrero con manos endurecidas por la batalla, pero en muchas otras maneras era un hombre totalmente nuevo, su fortaleza demostrada en amor y serenidad.
Si Rom presidiría el nuevo senado, asunto aún no decidido, Roland tomaría en sus manos los asuntos de seguridad. El mundo pronto conocería total emoción cuando sangre soberana revirtiera la muerte que había mantenido a raya a la ambición y el enojo. Estallarían conflictos. Feyn necesitaría un hombre de principios con la fortaleza y la habilidad de Roland para gobernar la peligrosa travesía de emociones que despertarían en un mundo inexperto.
El príncipe tomó asiento al lado de Jordin y pasó el brazo por encima de la silla, las piernas extendidas como quien poseía todo lo que podía ver y más. Una vez gobernante, siempre gobernante.
La primera tarea tras la seroconversión de inmortales había sido librar a la ciudad de la fetidez de la muerte. Recolector había hecho estragos en los quince mil sangrenegras que habían sobrevivido al ataque inmortal. Habían enloquecido con la enfermedad, muchos de ellos huyendo al desierto, donde habían muerto. Por suerte, solo dos ciudadanos resultaron asesinados; Feyn había temido que fuera peor.
Despejar el campo de batalla había requerido el trabajo de dos mil hombres. Habían cargado los cadáveres de los sangrenegras en carretas y los habían llevado a un cañón justo al este de Bizancio, donde los habían quemado junto con todo rastro de alquimia sangrenegra, inclusive muestras, equipos, sarcófagos y hasta los papeles que relataban la fabricación de estos seres. Los incendios habían durado días enteros, iluminando el horizonte. Cuando fuera quemado el último de ellos, el cañón fue llenado con tierra, sellando para siempre los restos de las tinieblas.
Roland y los demás sobrevivientes habían puesto los cadáveres de inmortales caídos en una pira funeraria. Juntos habían presentado sus respetos a los muertos al estilo nómada: con historias, lágrimas y esperanza.
Dos semanas completas se habían necesitado para limpiar los escombros dejados en las casas de los desafortunados que resultaron desplazados por las órdenes de Feyn. La franja de tierra de kilómetro y medio de ancho que fuera nivelada alrededor de la Fortaleza era un escenario horrible para los miembros de la realeza que habían viajado a fin de asistir a la nueva toma de posesión de hoy. Escenario del que ella se arrepentía y que reconstruiría.
Por ahora los terrenos frente a la basílica habían sido plantados con árboles y sembrados de flores en todo el trayecto hasta las gradas de la familia real, aunque solo con el fin de presentar una imagen menos anormal ante quienes veían la transmisión en todo el mundo.
Hoy día el cielo sobre Bizancio estaba despejado y era azul brillante. Se habían ido las agobiantes nubes cernidas sobre la capital durante siglos; de extraña manera, ni siquiera un hilo de humo se había visto en sus cielos durante semanas.
La directora de asuntos, una rubia llamada Brandice a quien Feyn conociera desde el colegio, subió corriendo los peldaños y se apoyó en una rodilla delante de Feyn, con la cabeza ligeramente inclinada.
—Estamos listos, mi soberana.
—Levántate, amiga mía. Por favor, no te vuelvas a arrodillar delante de mí.
Ella levantó la cabeza, y al ver la sonrisa de Feyn se puso de pie.
—La transmisión está programada para comenzar en tres minutos.
—Gracias, Brandice.
La directora hizo una reverencia con la cabeza y se dirigió a un costado del escenario para instruir a un empleado cercano.
—¿Estás lista? —inquirió Rom.
—Tanto como puedo estarlo.
—Recuerda quién eres —pidió Roland inclinándose hacia adelante.
—¿Quién soy o quién fui? —respondió ella y suspiró—. No me siento como una soberana.
—Lo que solamente te hace una mejor.
La identidad de Feyn había cambiado tan dramáticamente que ella no sabía cómo debía gobernar, en particular como soberana responsable por marcar el inicio de una nueva era. Apenas estaba comenzando a entender su nuevo yo. Había desaparecido la ira; igual que la amargura, el engaño, la ambición y el odio. En su lugar yacía un trasfondo de paz y amor muy superior a cualquiera que hubiera conocido alguna vez.
Entre ellos, la transformación de Jordin se mantenía como la más impresionante. Rom vivía en estado constante de gracia y paz, pero no había encontrado el mismo misterio excepto en pequeños segmentos. Tampoco Roland, Kaya o ella misma.
Sin embargo, los ojos de todos se habían abierto, aunque no de manera tan violenta como una zambullida a través de un lago, respirando el amor de Jonathan como si fuera agua. Feyn le había tomado el pelo diciendo que tal vez la chica simplemente se deshidrató, broma que todos compartían en cada ocasión que oían la historia, pero cada uno de ellos sabía que la trasformación de su compañera era innegable, y en sus corazones anhelaban experimentar lo mismo.
Brandice atrajo la atención de Jordin y levantó un dedo. Un minuto. Feyn reconoció la señal asintiendo con la cabeza.
—Dime otra vez, Jordin —expresó Feyn—. ¿Cuál es el secreto para vivir a plenitud en el reino soberano? Lo quiero oír antes de subir al estrado.
—Rendirse —contestó Jordin.
Feyn sabía esto, desde luego. Tan sencillo y tan fácil de olvidar. Pediría que se lo recordaran una y otra vez, el resto de su vida.
Contempló el semblante profundamente estable de su amiga. La suave sonrisa en su rostro era ahora un rasgo permanente. La joven era más líder de ellos que Rom, Roland o hasta que la misma Feyn, aunque solo en asuntos relacionados con el reino de Jonathan.
—¿Rendirse a qué? —inquirió Feyn, aunque conocía la respuesta.
—Rendirse a Jonathan —contestó Jordin—. Al amor incondicional. A lo que es aquel amor. A la conciencia de que más allá de todo lo que ves con los ojos, en la cabeza hay una realidad más grande repleta de amor y que no conoce el sufrimiento. Nos rendimos a ese conocimiento, y el temor en esta vida se desvanecerá siempre.
—Así de sencillo.
—Sí. Así de sencillo.
—Rendirse al amor —intervino Rom, mirando a los miembros de la realeza en las gradas.
—Amor sin juicio —añadió Jordin.
—Rendirse al hecho de que eres soberana del mundo —declaró Roland con una sonrisa irónica—. Y al conocimiento de que fuiste escogida para tomar a cargo esta etapa y abolir cinco siglos de tiranía bajo un Orden de temor.
Entonces hizo una pausa.
—Libéralos, Feyn.
Ella miró hacia arriba al cielo azul. Una nubecita gris colgaba en el lejano horizonte. La primera en semanas. Y luego asintió con la cabeza y se puso de pie.
Atronadores aplausos estallaron espontáneamente, llenando el aire con lo que podría ser la primera expresión verdadera de libertad en muchísimos años. Aún no conocían la verdad, pero la verdad los conocía a ellos.
—Por ti, mi Soberano —susurró Feyn.
—Por Jonathan —contestó Jordin.
—Por Jonathan —repitieron Roland y Rom al unísono.
Entonces Feyn Cerelia, soberana entre soberanos, caminó hasta el estrado y levantó las manos hacia la rugiente multitud.
Era hora de cambiar el mundo.