Capítulo treinta y uno

EL PULSO DE FEYN le explotó en los oídos, insoportablemente fuerte y aumentando de modo increíble cada vez más. El fuego le quemaba las venas y le encendía los nervios. En alguna parte en la distancia alguien gritaba.

Morí, pensó.

Al menos sería por última vez.

Se entregó a la oscuridad cuando esta la rodeó, al dolor insoportable que la arrastraba desde ese olvido. Hacia el terror.

Le llegó como una ola negra, llenándole los pulmones y nublándole la vista. Temor, culpa, vergüenza, orgullo, ira… todo a la vez. Intentó respirar y descubrió que no tenía respiración. En el zumbido detrás del martilleo del corazón, una risita lejana, lenta y siniestra. El grito otra vez, levantándose sobre la risa, demasiado fuerte para ser humana.

Permíteme morir. Deja que todo termine de una vez.

La acusación de cada fracaso. De la sangre en sus manos. De las muertes añadidas a su conciencia. Todos esos rostros estaban delante de ella: Seth, Dominic, incontables miles. Los amomiados en Bizancio, huyendo, rogando, suplicando por sus vidas. Las mujeres arruinadas por los sangrenegras. Los amomiados condenados por el dominio de la regente. Nunca podría pagar. La carga de la soberbia, de eclipsar al Creador, de aspirar a un trono que no podría llenar ni con su mayor odio, ambición o deseo. Inútil. Vacío. Sombrío.

No podía soportarlo.

Gritos otra vez, interminables gritos. Los suyos.

Creador, ¡toma mi vida!

El infierno no podía ser peor que esto.

Pero luego fue peor. El cuerpo se le encendió. Feyn rasguñó, pero no halló nada, ni siquiera aire, estaba ciega en un mar de alquitrán.

Y totalmente sola.

Solo había esto: un espacio infinito poblado por su propio dolor, del cual no podía deshacerse. Un precio que nunca podría pagar.

Los martilleos comenzaron a desvanecerse. La risa ya había retumbado en nada.

El silencio y la oscuridad se posaron sobre ella como una cobija.

Incluso sus pensamientos, sus ruegos de muerte, habían desaparecido.

El silencio. Tenebrosidad… por cuánto tiempo, no lo sabía.

Feyn tomó conciencia de algo solo cuando un zumbido vacío entró lentamente en el silencio. Comenzó como una vibración en alguna parte en la distancia, extendido y tan inacabable como una línea, y se expandió en cada dirección, sin encontrar el este o el oeste. Interminable. Un zumbido, creciente en ondulación hasta que ya no era uno sino dos. Una amplia franja de sonido en un espacio por lo demás vacío… no, no vacío del todo, sino atiborrado con un espectro de sonido.

Bandas de luz. Color. Llenando el vacío, imposiblemente repleto, doblándose sobre sí mismo. Este. Oeste… interminable.

¡Y ahora, una explosión de luz! La cegó, aunque ella sabía que no veía con los ojos. Increíblemente brillante.

Tambores a lo lejos. Débiles como un repiqueteo, llegaban tintineando como un pulso. Como un corazón palpitando hacia una vida rápida y vertiginosa.

La mujer estaba esperando la risa. No vino. Nunca vendría. La culpa, la vergüenza… ¿dónde estaban? El deseo de morir, el dolor que esto producía. ¿Dónde estaba el aguijón?

Respiró profundo, sintió el aire entrándole en los pulmones, lo sintió entrar en cada célula, vibrando en el momento en que actuaba dentro de ellas.

Hora de despertar.

No.

Yo estaré contigo.

Nunca me abandones.

Feyn parpadeó con los ojos abiertos. Un aparato eléctrico brillaba en lo alto. Algo rememorado y lejano. El zumbido se estaba apagando, y ella cerró los ojos.

No me sueltes. No me dejes.

Nunca te abandonaré.

Como en respuesta, unos dedos la agarraron del brazo.

—Feyn…

No

El suelo duro bajo la espalda, el sudor atrapado dentro del pesado terciopelo de su vestido, apelmazándole el cabello a la nuca, una red de pelo sobre el rostro.

Una cara le oscureció la visión.

Jordin.

Feyn empezó a impulsarse hacia arriba, cayó, rodó sobre el hombro a lo largo del piso. Tenía la manga levantada, una herida le sangraba del brazo. La sangre aún estaba húmeda, y comprendió que de algún modo una eternidad de terror había pasado en instantes.

Todavía estaba mirando la herida cuando se dio cuenta de que las venas debajo de su piel estaban desvaneciéndose. Allí, delante de sus ojos, como retirándose detrás de un telón. Su piel… ¿no había sido blanca? Pero ahora la inundaba el color. Agarró la manga, la subió aun más. El tono dorado le oscurecía la piel delante de sus propios ojos. No tan pálida como había sido en su vida de mandataria, genéticamente lograda por el virus para producir hermosura sin derramamiento de sangre en la realeza, sino el color de piel como había sido antes.

Levantó la mirada con asombro. Allí estaba Jordin, de pie al alcance de los brazos. Y detrás de ella…

Roland, apoyado en una rodilla, el rostro húmedo con lágrimas.

¿Había sido alguno de ellos tan encantador para ella? Incluso sangrando y manchados por el fuego de la batalla, ¿había visto ella alguna vez un alma tan torturada y hermosamente destrozada? Roland, a quien Feyn había odiado. Sin embargo, el corazón se le desgarró al verlo ahora.

Miró a Jordin. A esta mujer con sabiduría que ni siquiera ahora podía comprender. Esta mujer dotada de más poder del que Feyn pudo haber presumido alguna vez.

—Estoy…

La voz le falló. Miró alrededor a los sangrenegras, que la miraban confundidos. Una vez le pertenecieron, pero ya no. Por un breve momento se compadeció de ellos.

—¿Estoy viva? —preguntó dirigiéndose otra vez a Jordin.

—Viva —sonrió la joven—. Muy viva.

—¿Igual que tú?

—Sí —contestó Jordin tomándole la mano—. Y aún no del todo. Podría tardar algún tiempo.

—Jordin, estoy listo —intervino Roland, a metro y medio de distancia, levantando la cabeza, las pestañas húmedas, las mejillas manchadas con lágrimas y sangre.

—Sí. Tú eres mi príncipe. Lo eres.

Se levantó y se movió hacia ella, mirando a Feyn y luego a los ojos de Jordin. Había una ternura en la mirada del hombre que la mandataria nunca antes había visto… un león inclinado ante un poder superior al suyo propio.

—Perdóname…

—Silencio… —solicitó Jordin poniéndole un dedo en los labios.

—Dame esto —pidió él.

—Lo haré —prometió Jordin, quien parecía luminosa, no con luz sino con la misma vida que le fluía a través de las venas; una pequeña sonrisa le acarició los labios—. Lo haré.

Feyn giró y miró hacia las puertas del senado donde él había estado de pie. Saric. Se había ido. Ella miró alrededor de la sala, pero no había señales del hombre.

—¿Dónde está mi hermano? ¡Él tiene que saber esto!

—Lo sabe, Feyn. Lo sabe —aseguró Jordin con voz tierna, como si sus palabras tuvieran gran significado para ella—. Muy pronto lo verás. Hay asuntos más urgentes en su mente ahora mismo.

De repente le volvió el recuerdo de la batalla, haciéndole a un lado la surrealista escena ante ella.

—¡La batalla! Tenemos que detenerla.

Roland miró hacia la entrada, como si solo ahora recordara la guerra que se libraba fuera de sí mismo.

Feyn se levantó sobre las rodillas y se volvió hacia los sangrenegras.

—Detengan la batalla. Envíen el mensaje a los comandantes. Retrocedan. La batalla está ganada. ¡Necesito vivos a los inmortales restantes!

Ellos miraron por todos lados, confundidos. ¿No acababa ella de hablar, dándoles una orden?

—Te fueron leales, ligados por sangre —comentó Jordin en voz baja.

Pero ya no lo estaban.

Feyn se puso de pie tambaleándose, abriendo el broche de la túnica que se le había torcido alrededor del cuello, y dejándola caer al suelo. Oscilando aún sobre los pies, se enderezó y se dirigió a los sangrenegras.

—Ustedes irán al campo y detendrán la guerra —ordenó enfáticamente, señalando la puerta con el dedo.

Algunos hicieron como que iban, pero otros permanecieron boquiabiertos.

—¡Vayan! —gritó Feyn.

Lanzando miradas por sobre los hombros, los sangrenegras comenzaron a salir en fila, ganando velocidad mientras caminaban. La mujer observó hasta que el último de ellos se hubo ido, y luego miró a Roland.

—No tienes seguridad de que vayan a obedecer —comentó Roland, recogiendo el cuchillo y poniéndolo rápidamente en la funda—. No sé cuántos de mis hombres todavía viven, pero aún hay tiempo. Ellos también tomarán la sangre.

—Mis sangrenegras no seguirán tus órdenes. Debo ir yo.

—Ve entonces. Yo voy por mis hombres.

La mirada de Feyn se dirigió al cuchillo que Roland le había arrebatado de la mano. Caminó hasta el arma y la metió en la funda que le colgaba de la cadera, orando porque no la necesitara.

—Los otros sangrenegras estarán muertos en veinticuatro horas —informó Jordin—. De lo único que deberás preocuparte después de eso será de quemar los cadáveres.

Muerto. Cada sangrenegra construido o convertido. Feyn soltó una lenta respiración de consuelo hasta que…

—¡Rom! —gritó.

—¿Qué pasa con él? —inquirió Jordin girando.

—Tengo que salvarlo. Lo condené.

Jordin reflexionó por un momento. La calma pareció asentarse sobre ella mientras lo hacía, la misma serenidad que había mostrado antes.

—Entonces debes salvarlo —expresó la joven y se dirigió a Roland—. Estoy contigo. Demasiados inmortales han entregado hoy sus vidas. Basta.

—Gracias —manifestó el príncipe nivelando la mirada con la de ella, tomándole la mano por las yemas de los dedos, llevándosela a los labios y luego besándosela—. Gracias.

Entonces giró sobre los talones, bajó volando del estrado y caminó por el pasillo. Jordin lo siguió de cerca.

Ellos detendrían la batalla, pero la mente de Feyn ya no estaba en miles de individuos. Solo en uno.

Rom. El hombre que primero le había mostrado la vida muchos años atrás… el hombre a quien ella había sentenciado a morir apenas una hora antes. El corazón le palpitaba con fuerza. El recuerdo de esos rostros sombríos, de esa total condenación, volvió a ella.

¿Pero a dónde lo habría llevado Corban?

Creador, ¡concédeme que no sea demasiado tarde!

Feyn corrió hacia la puerta, la mente le daba vueltas.

La entrada a los laboratorios había quedado protegida por un solo sangrenegra, quien lanzó a Feyn una extraña mirada a medida que ella se acercaba; por un momento la mujer se preguntó si él se haría a un lado.

Lo pasó sin pronunciar una palabra, y él no se movió para desafiarla.

Solo al estar dentro del gran laboratorio iluminado por luces bajas de trabajo, Feyn se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Pasó la primera fila de cubículos de trabajo antes de agarrarse la falda y salir corriendo.

Creador, concédeme que no sea demasiado tarde. Ella había hallado nueva vida. Pero no sabía cómo podría vivir consigo misma si encontraba a Rom muerto.

Cuando llegó a las celdas del calabozo no halló señales de él. El corazón se le paralizó. Agarró las barras de la última celda y miró el candado. No, no lo habrían traído aquí. No para matarlo.

Feyn se apresuró a regresar a la gran cámara, corrió a través del laberinto de mesas y regresó al salón que contenía los sarcófagos de cristal llenos de sangrenegras en formación. Ver esos cuerpos la había llenado antes de orgullo. Una vez los había considerado algo hermoso. Al ver ahora las formas sin vida sintió repugnancia. Este era un lugar de horrores.

Se volvió, miró alrededor, momentáneamente perdida. Y luego comenzó a moverse con pasos largos y rápidos hacia el laboratorio privado de Corban.

Se deslizó adentro. Las mesas estaban llenas de frascos negros, basura descartada, endoprótesis y mangueras, notas arrugadas, algunas esparcidas por el suelo. Feyn pasó el laboratorio principal hacia la suite de observación.

Incluso desde afuera pudo ver la luz brillando debajo de la puerta. El corazón se le agitó, e intentó llenarse de esperanza. Abrió la puerta hacia el salón exterior y dio un paso hacia el interior, respirando a toda prisa.

Allí constató movimiento a través de la ventana hacia el salón interior: Corban, en una túnica negra sin su bata de laboratorio, parado ante la mesa, de espaldas a ella. Su acólito se hallaba en la esquina de la cámara, escribiendo notas. Y amarrado a la silla…

Rom.

La cabeza del hombre estaba caída hacia atrás, y parecía estar sangrando por una herida fresca en el rostro. Tenía las mangas arremangadas, una endoprótesis en el brazo, la manguera colgando hacia el piso, goteaba sangre.

Mientras ella observaba la escena, él levantó la cabeza y abrió el ojo izquierdo. El otro estaba casi cerrado por la hinchazón. Feyn jadeó, corrió hacia la puerta interior y la abrió.

Corban giró desde su mesa de trabajo, sobresaltado.

—¡Mi señora! Precisamente yo estaba… —exclamó, entonces se interrumpió e inclinó la cabeza.

—¡Libéralo! —ordenó Feyn.

Ella misma lo habría hecho, pero el aspecto de Corban le llamó la atención.

La piel, pálida como había sido una vez la de la mandataria, había comenzado a pelársele del rostro. Yacía abierta y hecha jirones alrededor de llagas que segregaban pus. Las manos, normalmente enguantadas, estaban descubiertas, ennegrecidas con manchas. La carne también se estaba desprendiendo en ellas.

El alquimista la miraba de manera extraña, y dio un paso hacia ella.

—Tu cara —dijo ella.

—Sí. Mi cara. Y mi espalda. Y mis manos —advirtió él levantándolas con el dorso hacia arriba para que ella las viera—. Se están pudriendo, aunque aún estoy vivo. El resultado de una prolongada exposición al virus mientras me he esclavizado a fin de encontrar un antídoto para salvarla a usted. Mi regalo es una muerte prematura.

Así que el hombre había notado la diferencia en Feyn. Ella sintió la pérdida de conexión entre ambos, pues él ya se había vuelto en su contra… lo podía ver en los ojos del alquimista. Y ahora veía que él había estado en los últimos estertores de locura, tratando frenéticamente de extraer respuestas de Rom antes de matarlo.

—Libéralo —ordenó Feyn.

—¿A tu amante? —objetó Corban, tuteándola por primera vez—. Te interesas más por esta cosa que por mí, ¡que he trabajado a costa de mi pellejo para salvar tu vida! Ni te importa el costo para mí, que lo hice por lealtad; porque debía hacerlo… estábamos ligados por sangre. Pero ahora siento que tú, mi señora, estás muy cambiada.

Corban atravesó la distancia entre ellos en dos largas zancadas. Ahora Feyn pudo olerle la podredumbre en la carne. Cuando él abrió la boca para hablar, pudo verle los dientes bordeados de negro.

La nariz del alquimista se arrugó de disgusto. Ella comprendió por primera vez que él podía olerla, que de su propia piel venía el mismo olor ofensivo que antes asociara con Rom y todos los soberanos.

—Tu piel ha perdido la palidez de la realeza. Y tus ojos… —masculló él estirando la mano hacia ella, como para volverle la mejilla de tal o cual manera, pero Feyn se la apartó de una manotada.

—¡Aléjate!

Corban no mostró indicio de que la hubiera oído, mucho menos de que iría a obedecer.

—¿Cómo lo hiciste? ¿Cómo hiciste para arreglártelas cuando yo no he encontrado solución alguna? —preguntó él acercándose más, respirándole el aliento fétido en el rostro—. ¿Cómo es posible que tú encuentres salvación y me dejes a mi suerte?

Feyn lo miró en silencio. El odio inundaba los ojos del alquimista mientras la verdad plena se le asentaba en la mente.

—Entonces es verdad. Rom aseguró que tú conociste una vez la contaminación de ese antiguo frasco.

El individuo se volvió, lentamente. Luego, en un repentino arrebato de ira hizo oscilar el brazo a través de la mesa, lanzando contra el suelo frascos, instrumentos, jeringas y juegos de mangueras. El amomiado Ammon se apoyó contra la pared, los ojos muy abiertos ante el espectáculo de su amo enojado, con las anotaciones aferradas al pecho.

—¡Nos has abandonado a todos!

—Perdóname —dijo Feyn, en voz muy baja.

Él se volvió para mirarla. Era la mirada del condenado observando el rostro de los vivos.

—Perdóname —volvió a decir ella.

El sonido que salió de Corban comenzó como un lamento de dolor. Se agarró la cabeza jalándose el pelo, mientras el sonido se profundizaba en un grito gutural.

Ammon se deslizó hacia la esquina lejana.

—¡Yo creé tu ejército! —bramó el alquimista—. Creé a tus amantes, a tus secuaces a la medida… ¿para qué? ¿Es esta mi recompensa? ¡Me has enviado a la tumba!

El hombre giró y se lanzó contra Feyn. Ella se pegó contra la pared, pero él le cayó encima, presionándole la garganta con el antebrazo sangrante.

Detrás de él, Rom luchaba por zafarse las correas de cuero, las venas le sobresalían del cuello, los labios contraídos en señal de disgusto.

—¡Tú hiciste esto! —rugió Corban—. ¡Nos has matado a todos!

Feyn luchó contra el cadavérico peso del alquimista, quien era falsamente fuerte, como lo fuera ella antes. Ya sin su misteriosa fuerza, la mujer sintió que el antebrazo de Corban le aplastaba la tráquea, que el peso se le escapaba de los pies, que el cuerpo le subía a lo largo de la pared. Unos pinchazos le salpicaron la vista. Estiró la mano hacia el rostro de Corban, pero él lo alejó. Lo volvió a agarrar del pelo, con uno de los pulgares extendiéndose hacia el ojo del alquimista.

Los pulmones de Feyn luchaban en vano. Su cuerpo comenzó a sacudirse en busca de aire. Desesperada, le clavó el dedo en el ojo. El brazo que le presionaba la garganta reaccionó con abrumadora presión.

Feyn oyó un gruñido en los oídos, retumbándole como un tren que se le venía encima. Un alarido profundo y lleno de rabia cada vez más intenso por detrás del alquimista hasta convertirse en un potente grito.

Algo chasqueó. La mujer se preguntó si había sido su tráquea rompiéndose o su cuello.

Otro rugido gutural le inundó los oídos, esta vez desde más allá de Corban. Con la visión fallida vio el movimiento detrás del alquimista, arrollando como una sombra negra. Rom, irguiéndose.

Corban trató de girar la cabeza, pero Feyn le tenía el pulgar clavado en el ojo.

Ella estaba a punto de perder la conciencia…

El alquimista se echó hacia atrás, como golpeado por un mazo se estrelló contra la mesa lateral mientras Feyn se desplomaba en el suelo, jadeando con desesperación en busca de aire para los pulmones, los que se negaban a funcionar con suficiente rapidez.

Con el rostro sangrante, Corban voló hacia Rom, quien esquivó un puño oscilante dejándose caer sobre una rodilla, luego corrió hacia Feyn y agarró el cuchillo que ella llevaba en la cintura.

Con un fuerte grito, Rom giró y hundió la hoja por debajo de las costillas del alquimista. Extrajo el cuchillo, agarró a Corban por el frente de la sangrante túnica, y acuchilló al alquimista a través del cuello, cortándole la garganta, el hueso y la laringe.

Corban se tensó por un momento, con expresión de incredulidad por la aspersión de color rojo, antes de tambalearse hacia adelante.

Rom cayó de rodillas, respirando con dificultad, sangrando por la endoprótesis aún en el brazo. Bajó el cuchillo.

Feyn se arrastró por el suelo a toda prisa hacia él.

—Tenías razón —reconoció ella, esforzándose por hablar—. Tú… tenías razón, mi amor.

Alargó la mano hacia la cabeza de Rom, que había caído hacia adelante mientras él se combaba.

—Aún hay tiempo. Aquí… Aquí… —balbuceó Feyn forcejeando con la manga, y luego mirando los instrumentos esparcidos alrededor de ellos.

—No…

—Silencio. Déjame encontrar…

¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba la endoprótesis de Corban? Ella había visto una aquí.

—Tú tomarás mi sangre. Esto va a acabar.

—Feyn. No funcionará —objetó Rom poniéndole una mano en el brazo.

—¿Qué quieres decir? Ahora soy soberana. ¡Tenías razón! Y veo —exclamó ella, enderezándose e inspirando largamente en los pulmones—. Por primera vez, lo sé. Conozco la vida.

—Tú aún te estás convirtiendo. No ha habido suficiente tiempo. Feyn… no funcionará.

—Entonces ven conmigo. Jordin está aquí. La encontraremos. Levántate. Rom, ¡levántate! —gritó Feyn mientras las lágrimas le bajaban por el rostro y ella no sabía por qué.

—Los inmortales la necesitan.

—Haz como te digo, Rom Sebastian. No te veré muerto por mis acciones, por salvarme. Corban tenía razón. ¡He enviado a suficientes a la muerte tal como es ahora mismo!

—Tus sangrenegras no nacieron para vivir. Nunca pudieron haber conocido la vida. Apenas la conocieron mientras vivieron… y no supieron nada de la verdadera bondad.

—Por lo que sé, Roland pudo haber llegado demasiado tarde para salvar a algunos de ellos. Levántate… ¡tenemos que hallar a Jordin! —declaró Feyn deslizando el brazo debajo del hombro de él.

—No —sonó una voz detrás de ella—. Toma la mía.

Feyn giró hacia la voz a sus espaldas. Saric estaba de pie junto a la puerta abierta, mirando a Rom.

—Toma mi sangre —repitió.

La esperanza recorrió el pecho de la mujer, pero luego vio duda en los ojos de Saric. Era la mirada que tenían todos ellos… resuelta. Absoluta paz.

Feyn se levantó lentamente, conmovida por la mirada en el rostro de su hermano.

—Saric…

La mandataria había mirado dentro de los ojos de Jordin y también había visto paz total… pero había más en la expresión de Saric. Un misticismo, como si él ya se hubiera retirado de esta realidad.

—Es estupendo verte viva —comentó Saric con una tierna sonrisa curvándole el rostro y las lágrimas inundándole los ojos.

—Gracias, hermano —replicó Feyn, yendo rápidamente hacia él, abrumada de repente.

Entonces se inclinó en una rodilla y le tomó la mano, mirándolo al rostro. A su hermano, no al gobernante que había sido una vez, sino a quien se había levantado de las cenizas para mostrarles a todos un camino verdadero.

—Gracias —susurró ella.

—Esta es la manera en que siempre debió ser —manifestó él ayudándola suavemente a ponerse de pie—. Donde una vez traje muerte, ahora traigo vida. Soy yo quien está agradecido.

—Entonces que todos hallemos vida.

—La sangre de Jonathan me ha concedido vida, reemplazando en mí la sangre negra que costó miles de vidas. Diez mil… más —continuó él como si no la hubiera oído.

Algo, una determinación desconocida en la voz de él, envió un escalofrío por la nuca de Feyn.

—Pero eso ya no importa ahora, ¿ves? Estamos vivos, y puedes salvar a Rom. Reinarás conmigo, a mi lado.

—No, Feyn —objetó Saric levantando la mano de ella entre las de él mientras una lágrima se le escapaba del ojo—. Este ya no es mi reino para gobernar.

—¡Pero por supuesto que lo es! Ahora más que nunca.

Entonces le soltó tiernamente las manos y cruzó poco a poco hacia la silla.

—¿Saric?

—Mi viaje aquí terminó, Feyn. He tomado muchas vidas. Pero ahora salvaré a Rom y a los inmortales restantes.

—Tú y Jordin, quieres decir.

—No, Feyn. Hay más de treinta por salvar. Uno de nosotros debe dar todo lo que tiene.

Ella sintió que el calor se le drenaba de la cara.

—No. Eso no puede ser cierto —declaró, yendo hacia él, cayendo a sus pies y agarrándole la mano—. Acabas de volver a mí. Saric. Hermano. Tiene que haber otra manera.

—No —replicó él acariciándole tiernamente el cabello—. No la hay. Pero este es mi regalo para dar, y es pequeño. Uno que he esperado muchos años para poderlo entregar, sabiendo que este día iba a llegar. ¿No moriste una vez por el bien de la esperanza?

—Sí, pero…

—Entonces permíteme hacer lo mismo. No solo por el bien de aquellos que salve, sino por el bien mío. Por Jonathan. Por ti. Por Rom. Por los inmortales que podrán vivir a través de mi sangre.

Feyn miró a Rom y descubrió que la estaba mirando.

—Dile. ¡Dile que existe otra manera!

—Él tiene razón —contestó Rom meneando suavemente la cabeza.

—¡No! ¡No puede ser! Finalmente tengo vida, verdadera vida, con mi hermano, ¡por primera vez! ¿Por qué pasarías los años venideros lejos de mí? —cuestionó ella llorando amargamente.

—Tenemos el regalo de esta vez. Este momento vivirá, Feyn.

—Pero tú no.

—Sí, viviré —expresó Saric levantándole la barbilla—. Solo que no en este reino. Únete a mí en mi gozo por aquello que nos espera.

El hombre levantó la mirada y asintió con la cabeza hacia Rom, quien comenzó a mirar a su alrededor.

¡No!, quiso gritar ella. Pero aun aquí, había belleza. En toda su vida Feyn nunca había visto tan radiante a su hermano.

Rom hurgaba entre las cosas de Corban. Feyn lo miraba por el rabillo del ojo. Ammon había desaparecido. No importaba. Rom encontró la endoprótesis y una vasija grande. En silencio, se acercó a la silla y se arrodilló a un lado, levantando el instrumento mientras Saric echaba hacia atrás su andrajosa manga.

Saric inhaló profundamente, exhalando poco a poco, el rostro resuelto con profunda satisfacción.

Luego se inclinó hacia atrás y puso la cabeza contra lo alto de la silla, tan a menudo usada como un dispositivo de interrogación y tortura, pero que al momento parecía un trono.

Feyn extendió el brazo para agarrar las dos manos de Rom mientras este clavaba la endoprótesis en la vena de Saric. Ella cerró los dedos sobre los de él, con lágrimas corriéndole por las mejillas.

Cuando la sangre comenzó a llenar la vasija, Saric levantó la mirada hacia el techo, los labios suavizados en una tranquila sonrisa. Entonces la regente colocó el pómulo contra la rodilla masculina.

Feyn observaba cómo la vida de su hermano se le drenaba lentamente del cuerpo.

—Ahora me voy —declaró él, con voz apenas más enérgica que un susurro.

—¿A dónde? —preguntó su hermana levantando la cabeza, pero ya lo sabía.

—A estar con Jonathan —contestó Saric y cerró los ojos.