Capítulo treinta

POR VARIOS E INTERMINABLES segundos reinó el silencio en la sala del senado. Nadie se movió. En lo alto, las luces eléctricas estaban encendidas… Jordin había visto que se apagaban las de las paredes cuando se aproximaban. Según parece solo habían cortado el suministro hacia los muros.

La joven no podía analizar un espectro total de sensaciones intensificadas que sin duda Roland tenía en ese momento, pero conocía esa mirada de odio. Podía ver el desafío total en el rostro del príncipe. La ira resplandecía en los ojos negros de Feyn.

El cuchillo en la mano de la mujer.

Feyn sacó la otra mano empuñada.

—Este es tu momento, Jordin —expresó Saric en voz baja—. Visualiza lo que debes ver.

Jordin miró de Feyn a los sangrenegras, abarcando todos los lados del estrado.

Ve…

—Sé quiénes son ustedes —gritó Feyn, mirándola fijamente—. Jordin, amante de Jonathan, el aspirante a soberano que por medio de ese nombre dio lugar a una especie desviada. Y tú, Roland, supuesto inmortal. Aquí hallarás la muerte.

La regente caminó hacia el borde del estrado.

—Y tú mi querido hermano. Vienes a verme morir donde me trajiste a la vida, ¿verdad? Qué original y poético. Un exsoberano, una que se hace llamar soberana, y uno que sería príncipe… ¡y sin embargo ustedes están delante de la única y verdadera soberana del mundo!

Una profunda calma se asentó sobre Jordin. En otra época pudo haber temblado ante esas palabras. Pero ahora… solo veía a una mujer que había olvidado quién era. Que parecía ridícula parada en medio de su propia rabia y justicia.

La vida era un ciclo de recordar y olvidar, le había dicho Jonathan junto al lago; de recordar que carne y hueso solo son un sueño junto a la realidad detrás de ellos. Un ciclo de volver a olvidar la misma verdad, después de solo minutos u horas de comprenderla. Por eso los soberanos experimentaron tal claridad de conocimiento, y hasta de fragmentos del futuro, inmediatamente después de tomar la sangre de Jonathan hace seis años… solo para olvidar el camino de ese conocimiento.

—Si esto es lo que deseas, esto es lo que te daré —gritó Feyn—. ¡Muerte y más muerte hasta que ni siquiera un solo inmortal robe mi aire de la tierra!

El perfecto amor echa fuera el temor, le había dicho Jonathan, y también la ira, los celos y la mala intención.

Jordin había entendido en ese momento que el mundo que se esclavizó ante el Orden había olvidado el único antídoto para los males que lo plagaran en una era anterior.

El amor. ¡Qué claramente lo veía ella!

Sin embargo, Roland no lo veía, pues estaba salpicado de pies a cabeza con la sangre de sus víctimas.

Arrastrando la punta de su espada a lo largo del suelo detrás de él, el hombre se adelantó por el pasillo central, la mirada fija en Feyn.

Permítele ir, Jordin.

Ella respiró sin esfuerzo y se contuvo.

—Mátenlo —gruñó Feyn.

Seis sangrenegras en cada lado brincaron del estrado y salieron hacia adelante, hojas listas. Fieles hasta el final, sin duda conscientes de que Roland podía superarlos.

Pero tendría dificultades para vencer a los otros diez que les siguieron, o a los diez más que de pronto se movieron a cada flanco y corrieron hacia los pasillos laterales.

El príncipe caminó a grandes pasos sin perturbarse, como si lo hubieran cegado de veras, tanto en mente como en vista.

Los sangrenegras se aproximaron, corriendo a una velocidad discordante con su corpulencia.

Jordin se mantuvo en su sitio. Pero Feyn no se mostraba muy resuelta.

—¡Mátenlo! ¡Decapítenlo, gusanos patéticos!

Roland ni siquiera levantó su espada de la larga marca que había dejado a lo largo del suelo, hasta que el primer sangrenegra llegó y quiso darle uso a su hoja.

Entonces el príncipe se movió con asombrosa velocidad. Se dejó caer de cuclillas mientras la espada giraba por encima, y luego se levantó para darle un cabezazo que envió al suelo al sangrenegra con un fuerte crujido. Este se tambaleó contra el hombre detrás de él.

Roland aprovechó su impulso, saltando sobre las largas bancas del senado a su derecha antes de que sus enemigos pudieran recuperarse. Corrió a través de las partes altas de las bancas con la agilidad de un gato, mostrando un juicio mucho mejor de distancia y peso que sus perseguidores sangrenegras.

Los guerreros de Feyn despejaron el pasillo central y fueron hacia las gradas, corriendo junto a las bancas con devastadora velocidad a fin de interceptarlo.

Pero Roland había programado perfectamente su salida, esperando hasta que todos menos diez hubieran bajado de la plataforma yendo tras él. En un último brinco, y evitando apenas dos espadas que chocaron donde habían estado sus piernas, salió de la última banca, corrió dos zancadas, y saltó sobre la plataforma a menos de cinco pasos de Feyn.

Espera… espera

Jordin se contuvo observando lo que pasaba.

Solo ahora Roland usó su espada, moviendo rápidamente el cuerpo para acuchillar los cuellos de los sangrenegras más cercanos en la plataforma. Lanzándola como un cuchillo contra el rostro de un tercero. Rodando para evitar la carga de otros tres hasta quedar por detrás y a la izquierda de Feyn que empuñaba un cuchillo de gran tamaño.

El príncipe iba a apoderarse de Feyn, ¿pero con qué fin? Los sangrenegras sobre el suelo del senado subían ya al estrado por todos lados.

Jordin comenzó a caminar hacia la tarima con la mirada fija en Roland. Pero él no tuvo tiempo de notarla. El príncipe se lanzó detrás de Feyn, eludiendo la malvada puñalada del cuchillo de ella. Se lo quitó de un manotazo, haciéndola girar, agarrándole el cabello con una mano, y tirándole la cabeza hacia atrás en un ángulo indecente.

—Ordénales que se retiren —gruñó él presionándole el cuchillo contra la yugular.

La mujer luchó, y Roland presionó más la hoja con suficiente fuerza para sacarle sangre.

—¡Atrás!

—¡Retrocedan! —gritó ella.

Los sangrenegras se detuvieron bruscamente… todos menos uno, quien se lanzó hacia el frente del estrado con un gruñido. Roland lo pateó en los dientes con un audible crujido de tacón contra mandíbula. El guerrero cayó con un golpe seco.

La sala del senado quedó en silencio.

Jordin siguió caminando por el pasillo, la mirada fija en Roland, quien arrastraba a Feyn hacia la salida posterior del estrado. Estaba claro que se disponía a salir por esa puerta. Que no la dejaría viva sin hacer antes lo que había determinado.

Entonces saldría al campo de batalla y pelearía hasta el final.

Ahora, Jordin. Ve. Haz lo que sabes hacer.

—Roland.

La voz femenina era suave, pero no carente de poder. La joven observó la oleada de energía que salía de ella y corrió a reunirse con Roland donde él se hallaba. El príncipe giró los ojos y la miró por encima de la cabeza de Feyn, como si recordara por primera vez que la joven aún se encontraba en el aposento.

—No Roland.

Las palabras salieron de la boca de Jordin como ondas silenciosas y violentas, como calor sobre un camino llameante. Cuando estas lo rodearon, el guerrero hizo una pausa y pareció confundido.

—No, Roland. Ahora no.

El movimiento de él se paralizó, un puño anudado lleno de cabello de Feyn, una mano presionando el cuchillo contra la garganta jadeante. El rostro de la mandataria había palidecido como hueso blanqueado, los labios contraídos tanto en furia como en miedo.

—Ni nunca —declaró Jordin.

La joven estaba consciente de que todos la miraban. De que se quedaron paralizados en las garras de un poder que posiblemente no podían entender, mucho menos resistir. En cuanto a ella, todo el salón se había convertido en una imagen alerta mucho más real que la obra teatral que se acababa de desarrollar con todos sus gritos, saltos y oscilaciones de espadas.

Un juego de niño malcriado y enojado. Una locura.

Y ella, portadora de serenidad.

De verdadera soberanía.

Jordin trepó los peldaños y subió a la plataforma, la mirada fija en la de Roland. Durante varios largos segundos descansó en la presencia dentro de ella. La presencia de Jonathan, zumbándole a través de las venas. De agua, árbol, tronco y ramas…

De vida más allá del velo.

Dio un paso al frente, sintiendo apenas el suelo debajo de los pies.

—Tú, Roland, estás destinado al trono. Gobernarás en un reino mucho más grandioso que el que buscas. En un reino lleno de más poder del que comprendes.

Él parpadeó, con ojos entrecerrados, consternado.

Jordin se detuvo a tres pasos delante de Roland. La compasión se extendía a través de ella como una brisa ardiente. Roland se presentaba como el príncipe de los inmortales, librando una guerra por principios, atado a un honor que era tanto su identidad como el motor de su cuerpo. Él era un hombre que podía chasquear los dedos para convocar a batalla a mil magníficos, o que con una sola orden podía hacer que estos se arrodillaran.

Y sin embargo aquí estaba, luchando por contenerse ante una muchacha huérfana a quien él mismo una vez salvara para tenerla a su servicio.

Una muchacha que había venido para mostrarle la salvación.

La joven cerró la distancia entre ellos, apenas consciente de la frenética respiración de Feyn y de su largo cuello blanco sangrando bajo la hoja del príncipe.

—Te amo, Roland —manifestó Jordin levantando la mano hacia el rostro del hombre y acariciándole la mejilla con el pulgar.

Las palabras fueron transportadas en luz blanca. Fluyeron dentro de los ojos de él, a través de su piel, y se apoderaron de la parte alta de su cabeza. Jordin supo entonces que hablaba con integridad, sin posturas ni posiciones para sacar provecho.

Jonathan también le había dicho que ella amaría de veras a Roland. Que ese era el regalo de Jonathan para ella, para los dos.

Las cejas del príncipe se entrecerraron. Una lágrima le brotó del ojo derecho y se le deslizó por la mejilla. Las ataduras equivocadas de lealtad a su reino rechazaban el amor incondicional, un amor que no conocía estatus o posición. Y Jordin solo sintió compasión por la resistencia del hombre.

—Te amo —repitió ella, con ojos llenos de lágrimas.

La joven bajó la mano.

—Es hora de renunciar a tu sufrimiento. De abrazar un nuevo poder y una nueva vida.

Roland comenzó a hablar, pero cualquier cosa que deseaba decir salió solo como un balbuceo.

—Vas a poder ver —continuó ella ofreciéndole un gesto superficial de aprobación—. Ya lo haces. Sientes mi amor lavando tus temores más profundos. Ríndete, mi amor. Ríndete y vive.

El rostro de Roland se tensó poco a poco por la emoción. Rendirse no residía en su mundo. No conocía tal palabra, a no ser solo como debilidad… no como poder.

—Deja que Jonathan te salve, Roland. De esto. De ti mismo.

Los labios del hombre se separaron mientras sus ojos derramaban lágrimas que se arrastraban a través de las salpicaduras de sangre que le manchaban las mejillas.

—Gobierna conmigo en un reino donde todos se sientan en tronos de amor. Suelta a Feyn. Ella será soberana de este mundo. Esta será la carga que deba soportar, no es la tuya —añadió Jordin y repitió—. Suéltala.

La joven supo que no fue a ella, sino a la verdad en el propio corazón del príncipe a la que él obedeció mientras relajaba la hoja en la garganta de Feyn. Bajó el cuchillo y soltó el cabello de la mujer.

Feyn dio un tirón hacia delante y se soltó del agarre de Roland.

—Vas a poder ver, mi príncipe —expresó Jordin dejando que su mirada se posara un segundo más en Roland—. Te lo prometo, vas a ver.

—¡Mátenlos! —gritó Feyn, con voz llena de horrible pavor.

Pero sus sangrenegras, o estaban demasiado confundidos por el extraño poder en el salón, o demasiado impactados por la escena de su creadora, completamente contraída por el terror. No se movieron.

—No —declaró Jordin volviéndose hacia Feyn.

El engaño en la regente era más profundo que el de Roland, fluyéndole por cada célula del cuerpo a través de venas ennegrecidas por la alquimia. Pero la vida que ella probara una vez hace muchos años aún vivía detrás de esa oscuridad, una diminuta brasa esperando solo un aliento de amor para avivarle el fuego.

—No —repitió Jordin.

Oleadas de luz fluyeron entre las mujeres.

Feyn estaba perdida en ira. Lanzó un tembloroso dedo hacia Roland y escupió su exigencia con saliva volando más allá de sus labios.

—¡Ordené que acabaran con ellos!

—¡No! —exclamó Jordin, su grito llenó el salón con un atronador eco que la sorprendió incluso a ella misma.

El rostro de Feyn se contrajo en confusión. Lentamente bajó los brazos y retrocedió un paso. Temblaba visiblemente.

—No tienes derecho… —balbuceó ella con voz débil y desesperada—. Tú…

La regente pareció perder la noción de sus intenciones, tomada desprevenida por esa única y aplastante palabra arrojada en su cara.

—No, Feyn —repitió Jordin con más calma—. El momento para matar ya pasó.

Se le acercó más.

—He venido con el fin de darte el poder para el que naciste. Como soberana.

—Yo… —masculló Feyn mirándola, perdida.

—Tú naciste soberana, la séptima elegida por el tiempo en el ciclo de Renacimiento. Debes reinar sobre el mundo, no como sangrenegra ni amomiada, sino como soberana —comentó Jordin, observando la verdad de sus palabras que fluía hacia Feyn—. Óyeme. Jonathan vino para ser soberano, pero no en este reino. Vino a traer un nuevo reino a un mundo perdido en muerte. Y él murió para que pudieras llevar luz soberana a todos.

—Yo… yo voy a morir —balbuceó Feyn con suavidad.

—No. No vas a morir. Saric sabe esto ahora. Yo lo sé. Tú también debes saberlo.

—Soy la creadora del mundo.

—Creadora solamente de tu sueño patético. Un sueño que solo produce desgracia y muerte. Pero no fue para eso que fuiste elegida desde el principio.

Los labios de Feyn se extendieron en una súplica silenciosa y desesperada.

Jordin se le acercó y extendió el brazo hacia esa mano temblorosa. La tomó con ternura entre la suya. La levantó, y con los ojos perforó el grueso velo de confusión en los ojos de la gobernadora del mundo.

—Debes permitir que la sangre de Jonathan te traiga vida —siguió diciendo Jordin en un tono profundo y seguro—. La sangre antigua que Rom te dio te abrió un camino. Solo entonces podrás despertar al reino soberano donde Jonathan gobierna de verdad, vivo.

La joven metió luego la mano en el bolsillo y sacó el objeto que llevaba adentro y que Saric le entregara. Dos sencillas endoprótesis conectadas por una manguera del tamaño de un brazo y una bomba de caucho en forma de vejiga. Feyn se quedó rígida.

Jordin le sostuvo firmemente la mano.

—Todo lo que ha pasado estaba destinado a ocurrir, Feyn —expresó Jordin; aún con la mano de la regente en su mano izquierda deslizó la derecha hacia una de las endoprótesis y la llevó a su propio brazo—. Todo.

La joven deslizó el agudo tubo metálico en la vena de su propio brazo, recibiendo con agrado el pinchazo de dolor.

Feyn comenzó a gimotear. Su cuerpo se estremeció de pies a cabeza mientras la sangre negra en ella gritaba con repulsión. Las lágrimas le bajaban por las mejillas hasta caerle por la barbilla.

Al fondo de la sala del senado se hallaba Saric, inmóvil… las lágrimas le brillaban en las mejillas.

Las tinieblas en su mente se opondrán —había dicho Jonathan—. Pero Feyn es mucho más fuerte de lo que ni siquiera ella sabe. Dale vida, Jordin. Tú tienes mi sangre. ¡Dale vida!

—Ríndete —pronunció Jordin, mirando directo a esos ojos inyectados de sangre; la agonía en ellos le afligió el corazón, y se preguntó por un instante si ella tendría la fortaleza necesaria para salir de tan profundo pozo de desesperación—. Ríndete.

Feyn cerró los ojos y comenzó a gimotear mientras las lágrimas le bajaban a torrentes por la cara. Luego un lamento, un gemido intenso que hizo retroceder horrorizados a sus sangrenegras.

Las piernas temblorosas perdieron sus fuerzas; la mujer cayó de rodillas delante de Jordin. Abrió la boca en un grito angustioso y entrecerró los párpados. El cuerpo se le rebelaba, pero los ojos negros suplicaban vida. Una chispa de luz. Un rescate del tormento que le desgarraba el alma.

—Toma la sangre de Jonathan. Encuentra vida —dijo Jordin, levantando la manga de terciopelo del vestido de Feyn, y luego empujando la endoprótesis profundamente en la vena negra como tinta en la curva del codo.

La joven envolvió los dedos alrededor de la bomba hasta la mitad de la manguera y bombeó. Vio su propia sangre roja carmesí fluir dentro del tubo, a través de la bomba misma, y luego bajar por la manguera y entrar en el brazo de Feyn.

El lamento de la gobernadora mundial se convirtió en un chillido agudo. Se echó bruscamente para atrás, pero Jordin le sostuvo el brazo con mano firme.

—Encuentra vida, mi soberana. Encuentra vida.

Las palabras brotaron como una luz blanca, fluyendo sobre el rostro y el pecho de Feyn, mientras gritaba como a quien se le despelleja vivo.

Porque así era.

—Vida —susurró Jordin en voz baja.

Pero la oleada de luz de su última palabra no fue suave. Se estrelló en Feyn sofocándole los gritos de dolor.

El cuerpo de la mujer dejó de funcionar y se desplomó en el suelo como muerto.