JORDIN PERMANECIÓ EN LA cámara de piedra debajo de la ciudad, bañada en luz de antorchas, salpicada de sangre. Inmersa en dolor. Ante ella, Rom Sebastian se paseaba en el fondo de luz tenue. Sombras le aparecían a él debajo de los ojos, pronunciadas aun más por las dificultades, por dormir poco, y por la pérdida.
El hombre hizo una pausa delante del altar esculpido en el muro de caliza. Ninguno de ellos hablaba. No había necesidad; la cámara contaba sucintamente la historia: el Libro de los Mortales, apoyado en su soporte de madera, de algún modo parecía más deteriorado con cada día que pasaba. Una simple caja que contenía el antiguo pergamino en que estaba envuelto el primer frasco de sangre el día que llegó a manos de Rom, quince años atrás… toda una vida. Sobre la caja reposaba el amuleto del custodio, muerto ya casi un mes antes. Jordin levantó la mirada hacia los muros de la caverna. Los amuletos de todo soberano perdido hasta la fecha, centenares de ellos, colgaban sobre la superficie irregular, reflejando la luz de la antorcha como muchas estrellas marchitándose.
Y luego estaba la más reciente adición a esa cantidad colocada sobre el altar por la misma Jordin: el amuleto de Triphon. El corazón labrado de Avra no estaba teñido de rojo con colorante sino con sangre verdadera, como lo estuvo el árbol del que salió el corazón… el símbolo de los soberanos. La cadena colgaba floja sobre el borde del altar, cubierta de mugre. Sin vida.
La joven se volvió.
Más allá de la puerta mal ajustada donde la estrecha cámara se ampliaba, el pasaje se abría a una serie de salones que finalmente conducían a la gran cámara misma. Allí, Rom, el custodio y la misma Jordin habían recitado a menudo las enseñanzas de Jonathan y la historia de la sangre, hablando en tonos apasionados y a veces con lágrimas hasta que las figuras de aquellos sentados en los asientos del teatro subterráneo de piedra se hacían borrosas delante de ellos. Lo hacían por los seroconvertidos sobrevivientes, los que habían consumido la sangre soberana y se les habían unido, con creciente urgencia mientras cada vez eran menos. Pero también lo hacían para recordar y aferrarse a la esperanza.
Ellos denominaban santuario al laberinto de esas cavernas que en ese último año se convirtieron en su hogar. Un lugar de refugio y relativa seguridad. Algunos de los cables eléctricos habían sobrevivido a los siglos, aunque también habían sobrevivido muchos de sus pesados tapices y algunas reliquias, entre ellas armas inutilizadas y una pequeña colección de libros. En la antigüedad había sido una cripta, ampliada y fortificada en un refugio durante la Guerra Fanática que casi había diezmado la población mundial hace quinientos años… una historia confirmada cuando el custodio halló un alijo de documentos antiguos en una de las cámaras más pequeñas. De igual modo, los soberanos restantes habían venido aquí para proteger y reafirmar la vida dentro de ellos, en estos antiguos pasajes arqueados. Y sin embargo, Jordin no podía dejar de recordar que una vez este había sido el hogar de los muertos. No podía dejar de observar los efectos personales abandonados de los recientemente fallecidos: un abrigo, un par de zapatos, el muro de los amuletos. O el hecho de que las plataformas a las que ellos se habían relegado, como el altar ante el cual Rom se paseaba ahora, una vez habían sido el lecho final de un cadáver de verdad.
Pero si el pensamiento persistía en ella, lo hacía aun más en Rom.
Aunque solo de treinta y nueve años, la tensión de vivir bajo opresión estos últimos seis había reducido a Rom a una sombra de su antiguo ser. Estaba demacrado, sin afeitar, con barba en las mejillas y el mentón, y tenía el pelo canoso peinado hacia atrás en una coleta en la nuca. Usaba mocasines y pantalones de suave cuero que casi no requerían limpieza… el agua era demasiado valiosa para desperdiciarla en tales sutilezas. La túnica manchada y curtida colgaba de una musculatura más enjuta y menos amplia de lo que una vez fue. Como el mayor entre ellos, Rom había tomado la posición de líder espiritual principal, dejando que Jordin hiciera frente a la tarea hercúlea de mantener viva a la menguante especie debajo de la ciudad.
Una labor que ahora resultaría casi imposible.
Triphon había jugado un papel invaluable; a excepción de Jordin y Rom, él era el último de veinte luchadores entrenados que habían servido a los soberanos en los seis años anteriores. Todos los demás habían sido amomiados seroconvertidos por medio de la inyección de sangre soberana. Iluminados, sí. Pero no combatientes.
Al mirar ahora a Rom, Jordin se mordió la lengua, pero su mente no estaba en silencio. Ella sabía que la amargura le roía el borde del corazón, pero no podía darse el lujo de mostrar ninguna emoción que se le desplegara por dentro. No sabía cómo Rom podía estar tan imperturbable en momentos tan desesperados. La pasividad del hombre terminaría en muerte. Solo era cuestión de tiempo.
Rom se paró delante del altar, estiró la mano y tocó el amuleto de Triphon.
—Él abrió un camino para ustedes —comentó—. Es una señal.
—Él está muerto —corrigió Jordin—. Como yo lo estaría de no ser por pura casualidad.
La joven caminó hacia el altar, con los ojos empañados tanto de frustración como de dolor.
—Y los sangrenegras no me habrían matado sin antes rasgarme en pedazos. O peor —concluyó.
—No estoy hablando de Triphon.
—¿De quién entonces? ¿De los inmortales? —cuestionó Jordin, y escupió a un costado—. Ellos son tan enemigos nuestros como los monstruos de Feyn.
—De Jonathan —comunicó Rom.
Un año atrás, cuando los soberanos aún sumaban trescientos, Jordin habría estado de acuerdo en seguida. Una vez ella también había atribuido todo cambio de suerte al ojo siempre observador de Jonathan desde más allá de la tumba.
Pero el convencimiento se había evaporado con la muerte de cada vida soberana… y la abandonó del todo un mes atrás con la muerte del anciano custodio a quien llamaban «el Libro».
—Esta no fue la mano del Creador —rebatió ella—. Estábamos en el límite de la ciudad, los inmortales pudieron oler una mortandad y vinieron por ella. De no ser por los sangrenegras, también me habrían matado.
—Y sin embargo aquí estás —comentó Rom pasando los dedos a lo largo del borde del altar y mirando a la joven—. Viva.
—Y Triphon está muerto —objetó ella volviendo la cabeza y pestañeando ante la llama de la antorcha en la pared.
—Entonces honra su muerte. Como hiciste con la de Jonathan. Fuiste la primera en tomar su sangre. ¿Oigo desfallecimiento en tu voz?
Jordin titubeó. Demasiado tiempo. No había cómo esconderse de Rom. Con la muerte del Libro, Rom había tomado el lugar del anciano como custodio… el último en una línea de pertinaces creyentes que durante siglos habían entregado sus vidas para ver finalmente la llegada del día de salvación y vida. ¿Cómo podía él permanecer tan impasible?
—No —cuestionó ella volviéndose hacia el hombre—. Ni siquiera tú puedes fingir que nuestro final no esté cerca. No hemos visto una sola señal del propósito de Jonathan. Él nos dio esta vida soberana… ¿para qué? ¿Solo para vernos morir? ¿Qué somos ahora sino un vestigio enclaustrado de la sangre de Jonathan? ¡Estamos frente a la extinción! Los pocos que quedan son principalmente viejos y niños. No puedo mantener a raya a los sangrenegras por mucho tiempo. Abre los ojos, Rom. Es solo cuestión de tiempo que…
—¡Basta!
El eco de la voz rebotó en las paredes. Rom parecía de piedra, sus ojos color esmeralda le refulgían.
—Lo amaste una vez —expresó—. ¿Y ahora dudas?
—¿Cómo te atreves a cuestionar mi lealtad?
—Entonces demuéstrala. Aférrate. La moral de los demás depende de ello. Yo estuve con Jonathan cuando él era niño. Lo vi crecer como un guerrero. Lo oí hablar y lo vi amar aun antes de que existieras. No fuiste la única que lloró cuando él murió. Nunca negaré el despertar que encontré al tomar su sangre.
La mirada de Rom se mantuvo firme, pero su voz se suavizó.
—Él nos mostrará un camino, Jordin. Por misterioso que sea, incluso por desconocido que sea, Jonathan no está acabado. Y por el Creador, él no está muerto.
—No, él vive en nuestra sangre. Pero eso también muy pronto podrá desperdiciarse en la tierra.
Sin pronunciar una palabra, Rom la tomó del codo y la llevó al fondo de la cámara. Allí, en una repisa esculpida misteriosamente del tamaño justo para un niño, había un arbolito en una maceta. Encima de ella una fisura a través de la roca permitía que una delgada luz llegara a la caverna durante el día.
—¿Qué ves?
—Tu árbol —contestó Jordin.
—Vida donde no debería haberla. ¿Había un árbol en la cabecera de la tumba de Jonathan cuando lo plantamos en la tierra?
Ella supo a dónde estaba yendo él.
—No —respondió en voz baja.
—No. Y sin embargo viste la enorme acacia en la cabecera de la tumba de Jonathan la última vez que lo visitamos, hace dos años. Caíste ante sus raíces y lloraste. Era el árbol de la vida, dijiste.
Jordin recordaba claramente ese día. No había ninguna otra acacia en el risco… solo esa. Al ver el árbol sobre la tumba de Jonathan, ella repentinamente estuvo segura de que él estaba vivo. No solo en la sangre de ellos, sino en persona. De alguna manera él vivía y estaba a punto de dejarse ver y darles finalmente la vida abundante que les permitiría aplastar a los sangrenegras y poner en vergüenza a los inmortales.
Cuántos de los sentimientos de la joven habían cambiado en el último año.
—Hace dos años —replicó ella—. Éramos centenares entonces. Ahora solo somos treinta y seis.
—Y quizás solo haya uno antes de conocer el camino, pero eso no significa que no haya camino. Jonathan no murió en vano; tú, la que más lo amó, deberías saber eso. Procura no burlarte de la sangre en tus venas, Jordin. Él te eligió. ¿Lo olvidaste tan fácilmente?
—Él nos eligió a todos…
—Yo lo encontré, yo lo elegí, yo le serví y luché por él —la interrumpió Rom con un poco de temblor en la voz—. Pero él te escogió. Y un día Jonathan vendrá a ti y se te revelará en una forma que solo tú entenderás.
Las palabras de Rom cayeron sobre Jordin como agua tibia, calmándole el corazón y llenándola luego de vergüenza y arrepentimiento por dudar.
Pero ni siquiera ahora la joven pudo descartar esa duda por completo. Rumores de tercera mano respecto a extraños sucesos se habían filtrado por años desde el desierto. Tormentas donde no debían existir; un misterioso personaje vagando por el desierto como un fantasma, llevando comida y agua a famélicos amomiados. Si ese fantasma existía, parecía no tener interés en la causa de salvar a los soberanos.
Jonathan, mi amor, ¿a dónde has ido? Los ojos se le llenaron de lágrimas. ¿Por qué nos dejaste?
Se oyó un toque insistente en la antigua puerta. Sin duda la noticia había llegado al resto del consejo, o a lo que quedaba de este. Hace un mes habían sido siete. Con la muerte del Libro, solo seis. Ahora, con Triphon ausente, solo quedaban tres junto con Rom y Jordin, y solo dos de ellos conocieron a Jonathan antes de morir.
Gamil, que se hizo soberano en los días inmediatamente posteriores a la muerte de Jonathan, había sido antes un nómada igual que Jordin, viviendo bajo la autoridad de Roland. Él era uno de los pocos nómadas preciosos que habían escogido esta nueva vida por sobre la lealtad al príncipe inmortal. Aunque no alquimista, estaba bien entrenado en las maneras de curar heridas y tratar enfermedades, por lo que estos años había actuado como médico.
Adah había sido sierva y cocinera de Rom. Ahora supervisaba todos los asuntos relacionados con la alimentación y el alojamiento del grupo. Dirigía bajo tierra como una gallina, con sabiduría que se extendía más allá de sus deberes hogareños.
Luego estaba Mattius, un alquimista reclutado y convertido en soberano dos años atrás por el mismo Libro. El mayor entre todos ellos, con cincuenta y nueve años de edad, era el único miembro del consejo que no había conocido a Jonathan. Pero su ardiente lealtad a la sangre que le había brindado vida junto con su profunda alquimia lo había convertido (en maneras que incluso superaban al Libro, según afirmara el mismo custodio) en una valiosa adición al liderazgo.
—Adelante —manifestó Rom.
Entraron como tres buques llegando al puerto, deslizándose en sus largas túnicas que una vez fueran blancas, estoicos en la forma de los líderes soberanos, sus expresiones aquietadas de cualquier emoción que se agitara por debajo. Después de haber enfrentado tanta muerte, no habría ninguna demostración de dolor o angustia, ni siquiera por Triphon.
Jordin había aceptado, e incluso adoptado hasta cierto punto, el comportamiento indiferente de los hábitos de ellos. De esta vida nueva y contemplativa como debió haber sido. Pero últimamente más a menudo solo le había servido para recordarle su propia vida muerta antes de que la sangre de Jonathan los despertara a la emoción plena y exuberante de la mortalidad. ¿Celebrarían esta noche los inmortales de Roland como todos hicieran una vez con Jonathan, danzando y cantando en medio de la noche alrededor de las hogueras? Aunque la intuición le decía que ahora había algo más que en aquellos tiempos tormentosos, una parte de Jordin también preguntaba si ella no había perdido algo.
—Gracias por venir tan rápido —declaró Rom, adelantándosele a la chica.
—¿Dónde está Triphon? —inquirió Adah recorriendo la cámara con la mirada, luego miró a Jordin—. Dime por favor que trajeron el arroz.
No lo sabían.
Jordin se encontró mirando en dirección al altar, pero sin atreverse a mirar el sangriento amuleto que estaba encima.
—Nos topamos con sangrenegras —anunció entonces volviéndose—. Triphon está muerto. De no ser por la intervención de Jonathan, yo también lo estaría.
Jordin podía sentir la mirada de Rom sobre ella, aunque ella no lo miró.
Durante varias respiraciones ninguno habló. Escasos años atrás la noticia podría haber causado que cayeran de rodillas y lloraran. Pero ahora, ¿qué era la muerte sino el orden de otro día? Se miraron, y Jordin sabía que luchaban con la misma amargura que se había afincado en la propia mente de ella.
Finalmente Gamil se acercó al altar. Tocó con cautela el amuleto, seguido por Adah y luego Mattius. En las próximas horas sería necesario abrir la puerta de la cámara a los demás, quienes llegarían para expresar su tristeza. Pero por ahora debían decidir qué decir a quienes habían puesto su confianza en sus líderes.
—Murió rápidamente —comunicó Jordin—. Un solo golpe.
—¿Llamas a esto intervención de Jonathan? —preguntó Gamil.
No sé cómo llamar a todo esto.
—No. Llamo obra suya que yo aún esté viva.
—La comida se nos acabará dentro de dos días —advirtió Adah volviéndose mientras la túnica se le arremolinaba—. No podemos continuar así, Rom. Los niños necesitan proteína y fécula. Están hambrientos en sus camas con órdenes de no levantarse para no gastar energía innecesaria. Y los mayores, Celinda, Rojert, Mekar, tengo más de diez almas envejecidas que estarán demasiado débiles para caminar si nos demoramos más. Este santuario se convertirá en nuestra tumba.
—Irónico —se oyó murmurar Jordin.
—Haz estirar los alimentos —intervino Rom, desentendiéndose de ella—. Jordin y yo conseguiremos el arroz.
—¿Cuándo? Está claro que estas misiones ahora son demasiado peligrosas.
—Esta noche —dijo Jordin—. Lo más probable es que los sangrenegras alrededor de la bodega estén muertos a manos de los inmortales que me salvaron. De cualquier modo, no esperarán que volvamos esta noche.
—¿Inmortales? —preguntó Gamil—. ¿Por qué te salvarían? Estas son las mismas huestes infernales que asesinaron a tantos de nosotros hace un año y que ahora nos mantienen atrapados en la ciudad.
—No pretendían salvarme. Pero te puedo garantizar que se encargaron rápidamente de los sangrenegras que me habían rodeado —expresó Jordin haciendo un gesto brusco.
—No podemos darnos el lujo de perderlos a ustedes dos.
—Entonces Rom se queda y tú vienes conmigo. Ya oíste a Adah. Necesitamos el arroz.
—Debemos salir de la ciudad mientras los ancianos aún puedan caminar —objetó Adah.
—Ya hemos hablado de esto antes —intervino Rom con tono uniforme—. Los inmortales tienen los desiertos del norte, sur, este y oeste. Nos olerían a kilómetros de distancia y nos cazarían en campo abierto. No tenemos otra alternativa que subsistir en las profundidades, donde nuestro aroma está enmascarado por la ciudad encima de nosotros. Salir no es una opción.
—Yo digo que tenemos una oportunidad mejor suplicando misericordia que muriéndonos aquí de hambre —replicó Adah, y señaló hacia la puerta de la recámara y las cámaras más allá—. ¿Has visto el estado de los que quedan? Por favor, no podemos sentarnos aquí y permitir que mueran los que quedan de nuestra especie. Aquí no hacemos más que consumirnos.
—Entiendo tu preocupación, Adah. Pero hemos hecho lo que como consejo acordamos hacer: la voluntad de Jonathan desde su muerte. Él abrirá una senda; no tenemos más alternativa que permanecer firmes.
—Adah tiene razón —declaró Gamil—. Tenemos menos de diez cuerpos capaces de sostener una espada, y ninguno de ellos con habilidades de combate. Si nos quedamos, moriremos. Hemos hecho como creímos que Jonathan deseaba, pero ahora solo es cuestión de tiempo que los sangrenegras nos eliminen. Debemos proteger la sangre que corre en nuestras venas. Jonathan vino a nosotros para un propósito, y esa sangre es su legado.
Rom miró a Jordin buscando apoyo.
Ella los analizó, notando el silencio de Mattius. El hombre mayor con cabello canoso en su barba nítidamente cortada tenía una mirada inflexible. Antes de la muerte del Libro, el par de alquimistas habían sido inseparables, trabajando día y noche con sus ayudantes. Darían vida a todos los amomiados de un tirón, habían dicho. Jordin no había puesto su fe en tan drástica medida… tampoco quería tener que ver con conversiones involuntarias entre las especies. Los soberanos se convertían por decisión, no por la fuerza. Pero ella había callado frente a lo que solo podía considerar desesperación ante la falta de respuestas.
—Rom tiene razón. No tenemos oportunidad de sobrevivir en los desiertos. Roland está decidido a eliminarnos del mundo, todos sabemos eso. Nos han cazado por la ciudad y afuera en lugares ocultos. Nuestra única opción es mantener el rumbo.
—¿Con qué fin? ¿Morir? Eso no es lo peor de nuestro destino. Si nos encuentran…
—Entonces apelaremos a Feyn —decidió Rom.
La calma de todos, mantenida en su lugar con gran tenacidad, visiblemente se escapó. Gamil palideció por completo.
Pero por supuesto que él lo hizo. Para Jordin era un misterio que Rom pusiera alguna esperanza en la regente que había emitido un edicto condenando a la especie de los soberanos. Ya antes habían analizado esto, y el resultado siempre era igual. Rom había hecho que Feyn bebiera engañada una porción de la antigua sangre quince años atrás; había probado la verdadera vida durante un solo día, pero esa antigua sangre aún le corría en alguna parte de las venas. No solo había esperanza para ella, insistía Rom, sino que la mujer podría muy bien ser la clave para la sobrevivencia de todos ellos.
Jonathan había hecho un pacto con Feyn, decía Rom. ¿No era esa una señal? Él deseaba que ella fuera soberana del mundo, incluso como sangrenegra. No importaba que ese mismo pacto hubiera terminado con la muerte de Jonathan en el extremo de la espada de Saric.
Feyn, Saric… ellos habían sido los más grandes enemigos de Jonathan, y por extensión también lo eran de los soberanos. Jordin mataría a cualquiera de ellos sin pensarlo dos veces si le dieran la oportunidad, sin importar lo que dijera Rom.
—De seiscientos a treinta y seis, y sigues diciendo lo mismo —cuestionó Adah suspirando y meneando la cabeza—. Eres un tonto obstinado, Rom.
—Quizás —concordó él asintiendo—. Pero soy un tonto de Jonathan. Siempre lo he sido y siempre lo seré.
—Pronto serás un tonto muerto.
Solo Adah tenía el derecho de hablarle a Rom en tales términos, y ninguno hizo ningún intento de reprenderla.
El silencio se apoderó de ellos. Había poco más que decir en una situación tan desesperada. El amuleto de Triphon yacía sangrante sobre el altar, un presagio de lo que les esperaba a todos. Nunca acababan las discusiones como esta, tanto en el consejo como entre los sobrevivientes. Al final, siempre terminaban en lo mismo: en silencio.
—Jordin, ¿no prestó ninguna ayuda tu precognición? —inquirió de pronto Rom.
—No.
El don que supuestamente les había dado Jonathan y que esperaban que se fortaleciera solo se había debilitado con cada año que pasaba. Al principio podían anticipar movimientos de sus enemigos antes de que ocurrieran, permitiéndoles esquivar el golpe de una espada o escapar antes de ser vistos. Pero en estos días la extraña habilidad se presentaba muy esporádicamente, como si tuviera voluntad propia. Lo que al principio anunciaran como una gran ventaja ahora se burlaba de ellos.
¿Estaba Jonathan abandonando la mismísima sangre que corría por las venas soberanas? Rom había citado la duda de ella, y le dijo que se aferrara… ¿a qué?
Si ella solo pudiera hacer algo, tomar el asunto en sus propias manos. Pero reducidos a tales cantidades, hambrientos y atrapados, las únicas opciones ante cualquiera de ellos eran insensatas.
—Existe otra manera.
A la vez, todos miraron a Mattius el alquimista, tanto por el hecho de que finalmente hubiera hablado, como por la tranquilidad en su voz.
—Una manera de preservar la sangre soberana como Jonathan deseaba sin dañar a nuestra especie.
—Sin duda no te refieres al virus —expresó Gamil—. El Libro fue claro en que en el mejor de los casos era experimental y que tomaría años en perfeccionarse.
El alquimista los pasó hacia el altar, levantó el amuleto de Triphon, y lo volvió hacia ellos, sosteniéndolo con delicadeza entre los dedos. Por un instante se quedó mirando el pendiente como si únicamente observara la sangre, y luego levantó la mirada hacia Jordin.
—Tenemos en nuestra posesión treinta y seis receptáculos vivos de sangre soberana —explicó Mattius mirando a Adah, Gamil, y finalmente a Rom—. Ustedes podrían creernos totalmente humanos y vivos, pero yo veo receptáculos con una sangre que desafía todo lo que conozco como maestro alquimista. Yo era amomiado cuando el Libro se me acercó hace dos años con un frasco de sangre… la misma que corre por las venas de ustedes. La misma que hoy día derramó Triphon. Solo después de un extenso examen llegué a entender la notable diferencia entre la muestra a mi alcance y mi propia sangre amomiada. Al principio creí que la muestra estaba enferma y la sangre amomiada, sana. Cuando acepté la verdad de que en realidad era al contrario, me entregué a la vida soberana únicamente con el propósito de preservarla y liberar al mundo de la enfermedad que infectaba a los amomiados.
—Ya nos has contado todo esto —replicó Adah—. ¿Cuál es esta manera de la que nos estás hablando?
—Es importante que ustedes entiendan primero mi razonamiento. El poder soberano está en nuestra sangre. Somos más que receptáculos. La sangre es lo más precioso sobre esta tierra muerta. En esto concordamos todos —manifestó el hombre, y reconoció cómo los demás asentían levemente con la cabeza—. Bajo ninguna circunstancia, y cualquiera que sea el costo, podemos permitir que nuestra sangre muera. Pero fuera del cuerpo dura solo una semana antes de perder su poder… ningún otro receptáculo puede preservarla, o si no yo desviaría hasta la última gota de sangre que pudiéramos reservar de nuestra restante cantidad y la enviaría a todas partes con la esperanza de que algún día, cuando nos hayamos ido, alguien pudiera usar esa sangre para despertar a la humanidad como Jonathan quería.
A Jordin se le erizó la piel. Había sido la misma misión del primer custodio hace cinco siglos preservar la vida con un frasco de sangre antigua «TH». Ella miró a Rom. La mandíbula de él se había endurecido visiblemente, ¿ante el recuerdo de ese primer frasco que había entrado a su vida y que puso todo esto en movimiento? ¿Era incluso posible que esto fuera lo que Jonathan pudiera haber deseado hace mucho tiempo, que su legado fuera heredado no por quienes habían conocido su rostro, quienes lo habían amado y peleado por él, sino por aquellos que tal vez ni siquiera conocieran su nombre?
Algo como desesperación agarró a Jordin.
No. Eso no podía ser lo que Jonathan deseaba, el hecho de que la sangre no sobreviviría más de una semana era evidencia de ello.
—Y sin embargo, como tú dices, es imposible —exclamó la joven—. ¿Cuál es tu punto?
—El costo de la solución que he descubierto podría parecer alto, pero no es demasiado alto si no hay otro modo. He considerado todo factor, y ahora puedo decirles que no existe otra manera.
Jordin pensó que el hombre estaba eligiendo sus palabras con mucho cuidado. Los estaba preparando. Los ojos de ella se entrecerraron.
—Continúa —pidió Rom con voz tensa.
—Libro estaba equivocado respecto al virus. Lo hemos perfeccionado.
La ceja derecha de Rom se arqueó. Libro había hablado acerca de ello por meses: un virus que lograra lo que antiguamente solo habían podido hacer a un amomiado a la vez. Seroconversión masiva. Todos habían descartado esa posibilidad, creyéndolo solo un asunto de alquimistas que no conocían una mejor forma de canalizar el tiempo y la esperanza. No fue para ellos una sorpresa que el anciano custodio hubiera calificado el experimento como un fracaso en las semanas anteriores a su muerte.
—Aunque eso fuera verdad —opinó Rom—, cambiar unilateralmente amomiados a soberanos por medio de un virus desafía la naturaleza de Jonathan. No es más ético que secuestrar y forzar sangre dentro de sus venas contra su voluntad.
—No dije nada respecto a cambiar amomiados —advirtió tranquilamente Mattius.
Centelleo de miradas.
—Recolector es un virus aerotransportado que solo provocará un resfriado común en los amomiados.
—¿Recolector?
—Es el nombre que le he dado al virus, también lo llamo simplemente «R». Al ser liberado en el aire se extenderá sobre los vientos y en pocos meses infectará a toda alma viva sobre la tierra. Comenzando aquí en Bizancio, naturalmente.
—¿Cómo nos ayuda que infectemos amomiados con un resfriado común? —objetó Gamil.
—El virus tiene un periodo de incubación de tres días. Permanece latente en su huésped durante tres días antes del inicio de una enfermedad. Un resfriado en algunos. Muerte en otros.
—¿Muerte? ¿Cuáles otros? —inquirió Rom.
—El virus matará a todos los sangrenegras —anunció Mattius mirándolo.
Jordin sintió que el corazón le comenzaba a palpitar con fuerza. ¿Matar a todos los sangrenegras? ¿Sería eso posible? Y si lo era, ¿por qué Mattius no había corrido a contarles inmediatamente la buena noticia?
Ella miró a Rom, cuya pálida expresión era imposible de interpretar.
—¿Estás seguro de esto? —indagó Gamil, quien por otra parte parecía impresionado—. ¿Lo probaste?
—Solo en tejido de sangrenegras, pero sí, estoy tan seguro como se puede estar sin liberar realmente el virus.
—¿Y no existe manera de que se puedan proteger? —exigió saber Jordin.
—No. Es contagioso una vez contraído y mata células sangrenegras con sorprendente velocidad una vez pasado su tiempo de espera. No tendrán tiempo para comenzar a trabajar en un antivirus, mucho menos para completarlo. La muerte de todos los sangrenegras será rápida… y segura.
Todos lo miraron, horrorizados.
—Feyn —comentó Rom—. Ella también tiene la antigua sangre en sus venas.
Mattius asintió con la cabeza.
—Pero no sangre soberana —advirtió—. Ella también morirá.
Tenía que haber más. Y de repente Jordin supo de qué se trataba.
—Dejando a Roland y sus demonios un acceso fácil e inmediato al trono —advirtió ella, dando un paso adelante, resuelta—. Matamos a un enemigo solo para fortalecer al otro. Libres para gobernar sin adversario, los inmortales demostrarán ser mucho más peligrosos para los soberanos de lo que alguna vez fueran los sangrenegras.
Aun mientras Jordin hablaba, por la apacible mirada de Mattius se dio cuenta de que él sabía lo que venía a continuación.
—Los inmortales no representarán ninguna amenaza para los soberanos. Sabíamos desde el principio que cualquier virus que desarrolláramos debía tratar con ambas especies. Los inmortales sufrirán la misma suerte que los sangrenegras.
—¿Morirán todos?
—Sí. No tan rápidamente, quizás, pero sí.
La cabeza de Jordin daba vueltas. Por primera vez en un año imaginó una victoria contundente sobre sus enemigos. Por un momento el salón se sintió despojado de oxígeno. ¿Se atrevería ella a entregarse a tal esperanza?
—Entonces para nada es una solución —aclaró Rom—. Una cosa es matar sangrenegras. Pero tomar las vidas de inmortales, aquellos que son mortales y totalmente capaces de hallar vida como nosotros hicimos una vez, eso es absolutamente inaceptable.
—Ellos son nuestros enemigos —formuló Jordin; la dura mirada de él no la detuvo—. ¿Cómo puedes descartarlo tan rápidamente?
—¿Qué te hace estar tan seguro de que los inmortales morirán? —preguntó Gamil con voz dominada, pero sin ocultar el entusiasmo que sentía.
—Porque conocemos la sangre mortal. Es igual a la nuestra solo que con ligeras pero importantes modificaciones. El virus matará a los inmortales.
—¿Pero no afectará a los soberanos?
—Quizás —contestó Mattius vacilando por un instante.
—¿Quizás? —indagó el médico pestañeando como si no estuviera seguro de haber oído correctamente.
—Podríamos perder nuestras emociones, pero no podemos estar seguros. Yo diría que es mitad y mitad. Aun así, perder emoción podría ser ventajoso para nosotros. La fuerza de la soberanía está en nuestra sabiduría y nuestro conocimiento, no en el éxtasis emocional.
—¡No! —gritó Rom, arrancando el amuleto de Triphon de mano de Mattius y depositándolo sobre el altar—. ¿Regresar a la vida de amomiados? ¡Lo prohíbo! Tampoco podemos asesinar a miles de inmortales en una guerra por preservar nuestra propia sangre. Ni destruir a todos los sangrenegras al por mayor. Esta no es la manera de Jonathan.
Jordin lo miró. Y entonces lo supo.
Se trataba de ella.
De Feyn.
—¿Permitirías entonces que todos los soberanos fueran masacrados y así erradicar la última esperanza del mundo de tener vida como cuestión de principio? —exigió saber Mattius cada vez con menos tranquilidad—. ¿Es a esto a lo que llamas amor?
—Vi el amor mientras tú aún preparabas brebajes como amomiado —declaró Rom con peligrosa calma—. Vi a Jonathan extendiendo los brazos y muriendo por esos mismos inmortales a los que ahora quieres exterminar. No me des lecciones sobre el amor.
—Tu amor hará que nos maten a todos.
—¡Que así sea! —exclamó Rom mientras su voz resonaba en la cámara como un trueno.
—Rom, atraviesa estas cámaras y mira los rostros de los niños antes de decidir su destino —advirtió Adah expresando lo que Jordin tenía en mente—. Los inmortales tomaron su decisión y desde entonces no se han detenido ante nada para matarnos. Creador que estás en el cielo, ¡nos están exterminando!
—El Creador no está en el cielo; está en nuestras venas. Y el Creador que conozco no mata a quienes puede salvar.
—Pero matarías al Creador en tus venas —replicó ella—. Digo que si no tenemos otra alternativa razonable, sacrifiquemos inmortales para preservar la verdadera vida soberana.
—Incinéralo —ordenó Rom caminando alrededor de Mattius—. Si no lo haces, juro que yo lo haré.
—No. No lo harás.
—¿Me detendrías tú?
—No tengo que hacerlo. He ocultado cinco muestras donde no las puedan hallar. Solo se necesitará una para impedir la aniquilación de los soberanos. Y más de uno de nosotros sabe cómo liberar el virus. Aunque me mataras, no conseguirías nada.
La comprensión se extendió por el rostro de Rom incluso mientras florecía en la mente de Jordin: Mattius no había venido a proponer su solución, sino a informarles una decisión que él había tomado. Era como si ya estuviera hecho. Por primera vez ella vaciló.
Rom soltó una respiración lenta a través de la nariz. Miró a cada uno de ellos a la vez y finalmente a la joven.
—¿Les hace esto sonar una campanilla en sus cabezas duras? —preguntó—. ¿La ironía del asunto? Hace quinientos años otro alquimista llamado Talus creó un virus; este fue utilizado por Megas, el primer tirano, para gobernar el mundo sin oposición como soberano. ¿Liberarán ustedes hoy día otro virus como reencarnación de Megas? Talus dio su vida para producir vida, no para quitarla. Igual que todo custodio desde entonces, inclusive el Libro.
—Un pequeño precio a pagar con el fin de preservar la vida de Jonathan —objetó Mattius—. Para nuestro bien y el de todos los amomiados. Necesitamos un verdadero soberano en el trono. Un soberano, no una sangrenegra impostora: Feyn.
Los labios del hombre se le curvaron mientras decía esto último.
—Esto no se trata solo de sobrevivir. Quieres matarla.
—Con un poco de suerte, Feyn será la primera en morir.
—Tú viviste con Roland cuando él solo era mortal —expresó Rom con expresión vacía de colorido, volviéndose hacia Jordin—. Ellos te acogieron antes de esto, cuando eras una niña. Te salvaron. ¿Y permanecerás ahora impasible mientras Mattius los asesina a todos?
La joven sabía que Rom estaba suplicando por la vida de esa bruja sangrenegra.
—Nadie ha visto el rostro de un inmortal desde que nos abandonaron —contestó ella con voz que pareció fría incluso a su propio oído—. Por lo que sabemos, ellos son irracionales. Bestias que no hacen más que matar.
Pero Mattius había actuado sin consentimiento y sin consultar, listo para decidir por todos ellos. ¿Estaba ella lista para aceptar tal decisión? Los sangrenegras debían morir. Los inmortales merecían morir. En la mente de Jordin, ellos traicionaron a Jonathan tanto como Saric y Feyn. Y sin embargo… ¿era esta la manera de Jonathan?
Jonathan, ¿dónde estás?
—El asunto merece más consideración —concluyó ella, sin estar segura de nada.
—¡Jonathan mostrará una manera mejor! —expresó Rom, las cuerdas le sobresalieron mientras hablaba—. Ustedes creen que solo se trata de rumores, o de que él vive solamente en la sangre de ustedes. Él está vivo; sé que es cierto. De alguna manera… allá afuera. ¡Él vive!
—Entonces más le vale que se apresure —espetó Mattius—. Si no se ha mostrado en un plazo de siete días, liberaré a Recolector para mantener viva la esperanza de salvación. Y si me equivoco, que el mismo Jonathan tenga piedad de mi alma.