JORDIN SE INCLINÓ SOBRE el cuello del caballo, las rodillas apretadas contra los costados, sintiendo en los muslos el movimiento de los músculos, el portón de la Fortaleza a menos de un kilómetro delante de ella. Saric cabalgaba a su izquierda, los sementales de ambos corriendo por el campo como un rayo de luz.
Desde más allá del límite de la ciudad habían visto el brillo alrededor de la lejana Fortaleza y supieron que la batalla estaba en curso. Aun desde allí habían podido ver las nubes que envolvían a Bizancio. Creador. ¿Habían sido estas alguna vez tan siniestras, tan lentas? Cuando entraron a la ciudad, corriendo a toda velocidad por calles y callejones silenciosos, la irritante oscuridad había sacudido a la joven, levantándole el cabello de los hombros y provocándole escalofríos.
Habían volado más allá de la barricada, retumbando hacia el portón, el campo de batalla dividido delante de ellos, sembrado con cadáveres de los caídos. En cada lado Jordin pudo ver las decenas de miles de sangrenegras… los maltratados y mermados inmortales, sus blancas pieles salpicadas de sangre como desechos en un océano de negrura.
Por encima un relámpago iluminó el cielo, lanzando las nubes en total y negativo relieve contra la luz eléctrica de la Fortaleza misma. No se trataba de una típica tormenta en Bizancio. Era más sombría. Más mortífera. Como si la mismísima maldad hubiera traído una última invitación a los que irían a quedar con vida.
—¡Cabalga! —rugió Saric—. ¡Cabalga!
Jordin se inclinó, aflojó el agarre en las riendas, y dejó que el corcel se dirigiera solo.
Estaban a menos de quinientos metros cuando secciones de sangrenegras empezaron a romperse de sus bloques principales a cada lado, dos garras negras estirándose para agarrarlos antes de que llegaran al portón.
Mil doscientos guerreros, había dicho Roland. Una rápida mirada a derecha e izquierda le indicó a la joven que a la mitad, quizás a más, los habían cortado en pedazos. Buscó una señal de Roland… oró porque no estuviera entre los caídos.
Un relámpago brilló hacia el este, un dedo irregular que perforaba la oscuridad. El trueno, cuando siguió, retumbó a través del suelo, zarandeando hasta los huesos a montura y jinete.
En otra época ella habría estirado la mano hacia el arco o la espada.
Pero ser era ahora el arma más fabulosa de Jordin.
Un centenar de trechos. Ochenta.
Los cascos de los sementales retumbaban por sobre el estruendo de acero y gritos de muerte. Por sobre el polvo de la batalla y la dentellada sangrienta de metal en el aire.
Las últimas palabras de Jonathan después de besarla le susurraban en la mente.
—Recuerda —había dicho él tiernamente—. La carne y la sangre que ves son como un sueño. No permitas que tu mente te juegue malas pasadas que te lleven al temor y la ira. Ve la luz. Sé luz. Yo estoy siempre contigo.
Jonathan le había puesto la mano en el pecho.
—Siempre —había concluido él.
Jordin había pasado con él una eternidad más allá del velo. Juntos se habían hundido profundamente en las aguas y habían respirado elíxir de amor puro. Ella había reído con deleite desenfrenado, desconocido en el mundo de sueños donde había morado por demasiado tiempo.
Habían caminado por la playa, tomados de la mano, mientras Jonathan le contaba más secretos de los que la joven tal vez podía recordar.
Aun ahora, enfrentándose a la muerte, las palabras de él le brotaban de las profundidades de su ser.
—Un lago dentro de ti. Una fuente eterna de agua vivificante tan enorme como un océano inagotable.
Cincuenta trechos. Jordin volvió a revisar el campo de batalla, buscando a Roland. Cómo podría encontrarlo en medio de tan furioso mar de cuerpos, no lo sabía. Solo que él vendría; un camino se abriría.
Delante de ellos los sangrenegras les cerraron el paso, y por un breve instante Jordin sintió una instintiva punzada de temor. Pero reconoció la emoción en el momento en que le seccionaba la mente. Recordó la verdad. Recordó a Jonathan, sonriendo ante lo que no lo podía dañar. Jonathan con ella. Jonathan, inmune.
Con el recuerdo del beso de Jonathan, Jordin se inclinó hacia adelante riendo entre dientes.
Saric la miró, pero solo por un instante, concentrado en su propia misión. La había encontrado al otro lado del despertar de ella, dos caballos ensillados, preparados, y en espera de una misión que a él se le había asignado concluir.
Veinte trechos.
El momento había llegado.
Era extraño cómo tal paz la abrigaba. Sin pizca de preocupación por su propia vida, solo por aquellos a los que debía salvar. Si en el intento su cuerpo resultara tajado como lo fuera una vez el de Jonathan, sabía que despertaría otra vez en el lago de él.
Una parte de Jordin desafiaba, o invitaba, a que alguien atentara contra su vida. ¡Ya conocía su recompensa! Pero ahora casi estaban en la Fortaleza, el campo de batalla abierto al frente.
Adelante y muy a la derecha de la chica, un inmortal con pecho rojo corría a lo largo del borde frontal de sangrenegras, saltando sobre un caballo sin jinete. Su pelo negro azotado al viento mientras corría, espada centelleante. Con un despiadado giro de la hoja, el magnífico tajó las cabezas de dos sangrenegras antes de arquear la espalda para evitar por poco una lanza con la que otro lo arremetía.
¡Roland!
Jordin no podía verle el rostro a esta distancia, pero difícilmente podía confundir el movimiento que estaba a la altura del nombre inmortal.
—Allí —expresó ella.
Saric le siguió la mirada.
No menos de cincuenta sangrenegras irrumpieron de la línea principal detrás de Roland, corriendo para cortarle el paso. Jordin sabía que él podía sentirlos venir tras su premio inmortal. También sabía que él escaparía a la evidente trampa.
Con un rugido escalofriante, el príncipe giró hacia el costado y clavó la hoja en la cabeza de un caballo que se le venía de frente. Jinete y montura se estrellaron pesadamente en el suelo, haciendo tropezar a otros dos directamente detrás.
Los portones de la Fortaleza se alzaban adelante, abiertos para dar fácil acceso en cualquier dirección a los sabuesos de Feyn.
Este príncipe no se echaba para atrás. Muy bien podría abrirse paso peleando con los sangrenegras que lo acosaban por la retaguardia. En otra época ella lo habría observado asombrada de cómo evadía y derribaba a sus atacantes, pero Jordin no quería tomar ningún riesgo.
—Allá voy —declaró la muchacha.
—Haz lo que debas hacer.
Ella viró a la derecha, directamente tras los sangrenegras que encerraban a Roland, quien estaba totalmente decidido a sacar ventaja de la distracción.
¿O era su intención salvarla?
El príncipe cargó su montura contra cuatro sangrenegras a pie, golpeando a dos en la espalda. Luego se dejó caer sobre el borde de la silla y, con un movimiento bajo de la espada, arrancó la pierna de otro.
Cincuenta metros.
Jordin corría fatigosamente hacia él.
Treinta metros.
Roland se lanzó hacia el portón. Pero los sangrenegras delante de él eran demasiado fuertes.
Cuando estuvo a solo diez metros del príncipe, Jordin se introdujo en la línea de sangrenegras. Solo cuando el primero giró y rugió su advertencia, ella lanzó su propio grito.
La joven no estaba preparada para lo que sucedió al oír aquel grito. Lo vio, una ligera distorsión en el campo de energía ondulante ante ella traducida en una onda de choque enviada por todo su ser.
La onda golpeó a los sangrenegras más cercanos como una pared invisible, enviándolos volando contra los que les venían detrás.
Jordin vio la escena en tiempo real, pero su mente percibió con mayor lentitud, no como vería un inmortal, sino con claridad aun mayor. La fuerza vapuleó a los sangrenegras a cinco metros del caballo de la joven mientras ella se colocaba detrás de Roland. Cortó a través del borde del creciente grupo, pasando a solo pasos del flanco derecho del príncipe. Interrumpió su propio grito y lanzó una orden por sobre el hombro.
—¡Sigue!
Entonces volvió a girar dentro del campo de batalla, dejando atrás una cantidad de sangrenegras atónitos tratando de pararse.
Roland vaciló por un instante, evidentemente impresionado. Entonces espoleó su montura y arrancó tras ella, a cinco cuerpos de distancia. Saric, a la izquierda de ellos, casi llegaba a la Fortaleza. Los sangrenegras pululaban en los portones.
El campo de batalla había vuelto su atención a la carrera que se dirigía hacia esos portones. Jordin se colocó al lado de Saric, la cabeza agachada, sentada fuera de la silla, el vestido ondeando por detrás. Roland, salpicado de sangre y despiadado, recuperó terreno mientras sangrenegras rugían a ambos lados.
Tres lanzas destinadas a alcanzar al mismo tiempo el punto de ingreso.
Una docena de sangrenegras corría frenéticamente a fin de cerrar los portones mientras las hordas se aproximaban rugiendo a todo pulmón, con rostros enrojecidos y llenos de ira.
Iban a chocar, todos ellos. Los portones comenzaron a cerrarse. El enjambre de sangrenegras era demasiado vertiginoso; y su clara arremetida resultó un segundo demasiado tarde para evitar el impacto del choque, caballo sobre caballo, carne sobre acero, grito sobre grito.
Y sin embargo Jordin solo sentía una calma surrealista. Sería como estaba destinado a ser. Ya no veía sangrenegras, sino un violento mar de sombras que venía a bloquear la luz.
¿Podía la oscuridad disipar la luz?
La joven estaba consciente de Saric a su izquierda y de Roland a sus talones, los sangrenegras convergiendo delante de ella, pero estaba mucho más consciente de algo más cercano. De algo dentro de sí.
La presencia de quien era uno con ella.
Era Jonathan quien comandaba esta batalla, no las figuras desesperadas que pretendían ser vistas como forjadoras de su mundo, ajenas a la realidad mucho mayor rebosante de energía inagotable que había detrás del velo de mente y visión temporal.
No gritó. No se llenó de pánico. En realidad lo único que hizo fue fijar la mirada más allá de los portones y cabalgar.
En el último momento posible, sintió un simple susurro de temor. ¿Y si este fuera el final?
Un grupo de sangrenegras cabalgando llegó al portón con ella. Su caballo chocó con el guerrero que lideraba la carga occidental.
Pero no fue el caballo de la joven el que hizo contacto con el otro. Fue la presencia de ella. Una ola de energía pura lanzó al caballo a un lado como si fuera una hormiga. Por el rabillo del ojo Jordin vio a Saric golpeando a una docena de sangrenegras montados. La luz azotó de frente a los sangrenegras, enviándolos volando hacia atrás, abriendo de par en par las puertas medio cerradas, y dividiendo a los sangrenegras como un mar negro.
Entonces atravesaron, y por el sonido del semental resoplando detrás de ella, Jordin supo que Roland les había seguido el paso.
Entonces corrió por el gran camino hacia el palacio mismo, tomando las escaleras de mármol a toda velocidad, un paso en frente de Saric. La joven no había considerado que las puertas estuvieran cerradas, pero se hallaba en tal estado de seguridad que difícilmente se le ocurrió que serían un problema hasta que aparecieron, altas y gruesas, delante de ella.
No aminoró la marcha.
—¡Jordin!
La advertencia de Roland llegó por detrás.
Ante el grito, el miedo se le disparó a la joven en la conciencia, un momento de pánico que le centelleó en la mente y le cortó la respiración.
¡Iba a chocar contra las puertas!
Pero exactamente cuando Jordin estaba segura de que su caballo haría contacto, las puertas se abrieron con una fuerte explosión. No solamente se abrieron, sino que se salieron los goznes, chocaron diez metros más allá contra la pared lejana dentro del palacio y cayeron al piso.
Su caballo atravesó la entrada, yendo a parar sobre el suelo de mármol y deslizándose hasta detenerse relinchando al lado de una de las puertas, a un total de diez pasos dentro del palacio.
Jordin se apeó de un salto, sorprendida momentáneamente por lo fácil que había violado el bastión de Feyn.
Examinó la rotonda. El oro brillaba desde el cielo abovedado como un sol invertido. En lo alto de las amplias escaleras, los altos y arqueados pasillos se dividían en cada dirección hasta correr toda la longitud del palacio.
Roland estaba sentado en su caballo, observando frenéticamente a su alrededor y por último mirando a Jordin. Saric se hallaba más sereno. Ninguna otra alma a la vista.
Sin embargo, aquellos desalmados se habían recuperado de la escena en los portones y entraban a los terrenos de la Fortaleza, como petróleo fluyendo a través de un embudo.
El príncipe bajó del corcel, espada en mano, y atravesó el piso principal de la rotonda hacia las escaleras. Señaló el corredor occidental por encima, hacia el ala del senado.
—Por aquí. Puedo olerla.
¿Olerla? Jordin no sabía que oliera diferente de otros sangrenegras.
Un camino se abrirá.
Saric ya estaba desmontando. A fin de enfrentar la avalancha de sangrenegras afuera, tiró de su corcel y le golpeó la grupa. El animal resopló y corrió hacia la puerta, donde se unió al caballo de Jordin. La escena de los sementales blancos que se habían abierto paso sin ningún esfuerzo a través de las filas de sangrenegras hizo que los secuaces hicieran una pausa.
—Debemos hallar a Rom —opinó Jordin subiendo las escaleras, dos peldaños a la vez, tras Roland, y Saric a su lado.
—Yo voy por Feyn.
—Y yo te llevaré.
El príncipe lanzó una mirada por sobre el hombro mientras giraba en el pasillo oeste. Abajo, los caballos se encabritaron, y un relincho salvaje resonó en el techo abovedado. Los cascos de los animales se estrellaron contra el mármol, rompiéndolo, y luego echaron a correr escaleras abajo del palacio. Su destino ya no era preocupación de Jordin.
—Ella seguirá con vida —advirtió la joven alcanzando a Roland.
Este se quedó en silencio, con intención en el rostro, cegado por la ira aun después de la demostración de poder que acababa de presenciar.
—Con vida, Roland, ¡con vida!
Corrieron a lo largo del pasillo, pasando el final de la plaza de la rotonda donde esta se convertía en un enorme corredor; luego pasaron puertas de oficinas y las banderas de las naciones, hasta llegar al atrio del senado. Cuatro sangrenegras hacían guardia afuera de las puertas, lo cual significaba que adentro estaba alguien digno de proteger. Roland corrió hacia los centinelas, sin haberle respondido a Jordin.
La sala del senado. Así que Feyn se había retirado al lugar de su resurrección a manos de Saric seis años atrás. Aquí ella había vuelto a la vida. Aquí daría su última resistencia o respiraría su último aliento.
Jordin disminuyó el ritmo hasta detenerse mientras dos de los guardias salían para interceptar a Roland. Ambos dejaron sus cabezas en el suelo. Sus cuerpos cayeron cerca. Los otros dos giraron para tener una mejor posición, el miedo les deformaba los rostros.
Roland abrió las puertas del atrio y desapareció en el interior.
—¡Quietos! —exclamó Saric levantando la mano derecha a los sangrenegras de pie mientras disminuía el ritmo a un enérgico paso.
Ellos parpadearon. Permanecieron quietos. Jordin lanzó una mirada a Saric mientras pasaba junto a él por el atrio. La joven cruzó hacia las enormes puertas interiores de la sala del senado justo cuando Roland las abría de par en par.
Entraron juntos, pero se detuvieron al unísono a tres metros dentro de la sala.
La escena que recibió a Jordin hizo que un escalofrío le recorriera la columna vertebral.
Feyn se hallaba en el estrado, una larga túnica dorada sobre un vestido de noche. El cabello le caía hasta la cintura en largas ondas negras, suelto. Los brazos a sus costados, el anillo del cargo reluciente en la mano. Su mirada era dura como la piedra, el rostro tallado con amargura. Tenía un cuchillo en la mano. Esto no le preocupó a Jordin. Tampoco los cincuenta sangrenegras divididos a izquierda y derecha de Feyn, mirando con intensa malignidad.
Lo que la alarmó fue la ausencia de Rom.
La puerta se cerró con un ruido sordo detrás de ella. El pestillo se aseguró en su lugar. Saric dio un paso hacia el extremo opuesto de Roland y asimiló con calma la escena.
El fin podría llegar aquí.