EL INTERIOR DE LA torre estaba oscuro, las ventanas como ojos en la noche. Abajo, dos mil antorchas resplandecían contra una franja de más de un kilómetro de profundidad de tierra recién despejada que rodeaba el perímetro de la Fortaleza. Habían puesto los escombros en enormes terraplenes tan altos que oscurecían a muchos de los edificios más pequeños más allá de ellos, una gran barricada que se abría solamente en una dirección: sur. Dentro del aclarado campo de batalla no menos de quince grupos de sangrenegras miraban hacia afuera como un enorme iris negro alrededor de la Fortaleza, quince mil montados y sesenta y cinco mil a pie, ochenta mil en total.
Las negras y espesas nubes se habían agrupado sobre la ciudad. Inquietas, bajas y volátiles.
Feyn se volvió de la ventana que había sido su preocupación en las últimas horas. Había reprendido al siervo cuando le trajo comida y lo envió a esperar afuera de la puerta. En una mesa cercana, una copa de vino estaba intacta. En el centro del salón, Rom se hallaba taciturno y tranquilo como una columna, cubierto de desdicha silenciosa.
—¿Qué los retiene?
Como Rom no respondió, la mujer cruzó hacia él, le tomó la barbilla en la mano volviéndole la mirada directamente hacia ella.
—Roland no conoce el miedo. Tiene todos los motivos para venir a mí con todo lo que posee.
Entonces empujó el rostro de Rom.
—Y por eso espero aquí —susurró.
La regente fue hacia el otro lado de la torre, rascándose el interior del antebrazo, exactamente por encima de la muñeca. La vena por debajo no le daba paz. Siempre le había picado, como ortiga en la sangre, pero en la última jornada positivamente le ardía.
Es el virus. Te está matando ahora.
—¿Cuánto tiempo era el período de incubación de este virus?
—Tres días —contestó tranquilamente Rom—. Fue un cálculo aproximado.
Feyn bajó los brazos y volvió a mirar por la ventana. Roland llegaría por el sur. Atravesaría la ciudad. Este era el camino de mayor resistencia. El menos lógico, y por tanto el más esperado. La bravuconería del príncipe exigiría que lo vieran.
La mujer rio, el sonido tan frágil como fragmentos en el salón de la torre.
—Qué pareja pudimos haber hecho, él y yo. Te digo ahora que es un hombre digno de la sangre negra.
Afuera las antorchas ardían como varias cuentas ambarinas sobre un mortífero vestido de terciopelo.
—Esta es la manera en que siempre debió haber sido. ¿Ves? Nada ha cambiado.
Excepto el resultado final.
Todos morirían. Las Guerras Fanáticas volverían a remodelar el mundo. ¿Dónde estaban ellos? ¿Era posible que hubiera juzgado mal al príncipe? ¿Que él hubiera guiado a su gente a morir al interior del desierto?
No. Esos podían moverse como fantasmas, pero Roland dejaría su marca indeleble antes de llegar a ser alguien. Tendría su inmortalidad de un modo u otro. Tampoco ella sería despojada.
Feyn había dado a sus guardias la orden de abrir la gran puerta al sur, para que sus sangrenegras aumentaran su formación ante esa entrada. La superabundancia de sangrenegras delante de ese ingreso sería irresistible para el ego del príncipe.
¿Pero dónde estaba él? Si ella miraba con suficiente cuidado solo percibiría los sutiles movimientos de sus guerreros, deambulando en sus sitios, levantando de vez en cuando la mirada hacia el cielo turbio en lo alto. Pensó dos veces que había oído a uno de los comandantes vociferar la orden de esperar. Los movimientos de estos se habían calmado por un tiempo después de que ella ordenara abrir la puerta, solo para volver a inquietarse.
Sus hombres estaban buscando pelea. Tres horas antes ella había estado de pie en el terraplén de la muralla y les había dado la noticia del virus. Les dijo que los inmortales los atacarían en última y desesperada resistencia. Que vivir más que ella sería traición… pero que vivir más que cualquier inmortal sería victoria.
Feyn deseó que la ansiedad que le había subido por la columna volviera a someterse. Se dijo que este último teatro de sangre importaba para algo: aunque solo fuera para demostrarle a Roland que estaba vencido, totalmente, antes de morir.
¿Y luego qué?
Nacidos una vez en vida, somos bendecidos. Agrademos al Creador por medio de una vida de Orden diligente.
Las palabras de la antigua liturgia le llegaron de manera espontánea a la mente. Palabras sin significado, destinadas a controlar a los temerosos.
Ella sabía ahora que la felicidad no la esperaba.
Por tanto solo existe esto.
Cruzó de nuevo hacia la ventana sur.
—Me alegra que aún no haya venido —comentó Feyn con la mirada fija en la ciudad.
No terminó el pensamiento en voz alta: que cuando todo acabara y los inmortales yacieran muertos junto a cualquier cantidad de sus sangrenegras… ella no habría logrado nada.
—Mi señora —susurró Rom moviéndose detrás de ella.
—¿Qué?
—Sin duda sabes que nada de esto te salvará. Solo Jordin puede salvarte ahora.
—Bueno, no hay posibilidad de eso ahora, ¿verdad? —exclamó ella dando la vuelta—. Fallaste en tus inútiles intentos de salvar a alguien. ¿Qué ha obtenido tu vida sino la muerte de todos aquellos a quienes has amado? Avra. Jonathan. Ahora yo.
Una lágrima se le vertió a Rom por el borde del ojo. Ver esto enfureció a Feyn.
—¡Ahórrame tu patética tristeza! ¿No es esto lo que deseabas? —preguntó ella, entonces se dirigió hacia Rom, lo agarró por la túnica y lo jaló con tanta fuerza que él debió levantar las manos para no estrellarse contra la ventana—. ¡Mira allá afuera! El Orden y los amomiados que se aferran a este serán los únicos que nos sobrevivan. La consecuencia de todos tus esfuerzos, tus manipulaciones, tus intrigas. ¿Todo en el nombre de qué?
—Del amor —carraspeó Rom.
—El Creador, si existe uno, escupe a la maldición de tu amor. Allá —declaró ella agarrándolo por el cabello, oprimiéndole la mejilla contra el vidrio y señalando—, hay amor, ¡de la única clase que existe! Lealtad, ciega y mortal…
El rencor se esfumó; algo le había llamado la atención. Allí, al sur. Soltó a Rom, puso las manos sobre el alféizar y se inclinó hacia delante. Apareció un brillo de luz que luego se desvaneció. Cuando Feyn miró a todo lo largo de la oscurecida calle se preguntó por un momento si lo había imaginado, si se trató de un efecto del virus, ardiéndole en la parte trasera de la retina. Pero no… allí estaba, surgiendo más allá de la lejana silueta de esa basílica. Y allá, otro, viajando a la par… y dos más, a toda velocidad a través de la negra ciudad hacia la Fortaleza.
Los brazos se le erizaron.
Los inmortales habían llegado.
Dos más, y luego otros dos. Feyn empujó a Rom hacia un lado y agarró de la mesa unos prismáticos grandes, volcando la copa de vino en el proceso. Se llevó los prismáticos a los ojos. Ahora pudo ver que ellos tenían antorchas, y que viajaban tan rápido como podía correr un caballo. Uniformemente espaciados… cada tercer o cuarto jinete. Cada quinto. Un gusano brillante de luz apresurándose por la ancha calle.
Una orden, gritada desde abajo, sonó enmudecida a través del cristal de la ventana. Los habían visto. La lejana calle estaba ahora iluminada, las llamas de las antorchas por detrás de sus jinetes. Feyn contuvo la respiración cuando el primero de ellos llegó a unas cuadras de la barricada.
La negrura de sus capuchas y túnicas había desaparecido. Las llamas brillaban sobre la piel desnuda, y contra las duras corazas y los musculosos hombros. Roland mostraba sus agallas.
Atenta se enfocó en la línea de vanguardia, el jinete a la izquierda, al parecer esculpido en mármol blanco, la aljaba y el arco colgando en la espalda, la espada ceñida a la cintura. Los brazos surcados con tatuajes que sobresalían como púas de una flecha hacia el hombro.
A la derecha se hallaba un jinete pálido y con el pecho manchado de rojo como si ya hubiera matado. El cabello estaba suelto y brillaba a la luz de su antorcha. Una larga faja roja en los bíceps y no menos de quince cuchillos estaban ceñidos alrededor de la cintura. Cabalgaba afanoso, al parecer sin esfuerzo excepto por la intención mortal en su rostro.
Roland.
Feyn bajó los prismáticos y se inclinó hacia delante tanto como la ventana le permitió. Sonaron cuernos desde el campo. Dos estandartes surgieron de los cuadrantes sur y oeste. Sus sangrenegras habían comenzado a moverse, amontonándose en el borde sur del campo de batalla como agua negra corriendo dentro de un amplio recipiente.
Los inmortales venían. A tres cuadras de la barricada.
A dos.
Los jinetes detrás cabalgaban inclinados en la silla, apurándose por cerrar la brecha entre ellos y los caballos delante de ellos hasta que sus monturas nivelaban nariz y cola.
Justo antes de llegar a la barricada cerraron filas. El cuerpo de Feyn se puso rígido mientras observaba al líder indiscutible con velocidad de vértigo… dos, luego cuatro, y después, seis, diez, doce jinetes en la vanguardia. Irrumpiendo a través de la abertura en la barricada, los de los bordes más lejanos saltando los escombros. Directo hacia el montón de sangrenegras que esperaban envolverlos incluso a quince trechos de distancia.
Las antorchas volaban mientras los inmortales en la vanguardia las lanzaban a los costados y alargaban los brazos no con espadas sino con cuchillos, las manos relucientes, el acero brillando con intensidad. Uno de los sangrenegras al frente se dobló, agarrándose el rostro, y luego otro, mientras la sangre manaba de una herida en el costado.
Estos cayeron hacia atrás sobre sus compañeros al tiempo que los inmortales arremetían contra ellos. La segunda línea de sangrenegras se esforzaba por hacer a un lado a la primera.
Y entonces los inmortales ya se encontraban en medio de ellos, Roland llegando tan profundo como a la quinta línea. Feyn esperaba el impacto, el choque de acero y armadura mientras los sangrenegras les caían encima.
Pero antes de que pudieran presionar y aplastar la fuerza de Roland, los de la vanguardia se dividieron en dos. El comandante giró al este; Roland al oeste. Se arremolinaron en direcciones opuestas, cada uno liderando cientos de inmortales, como serpientes gemelas golpeando en extremos opuestos del campo de batalla.
Feyn retrocedió de la ventana lanzando un leve resoplido, incapaz de alejar la vista. Roland le estaba dividiendo las fuerzas.
De pronto ambas columnas de inmortales serpentearon alrededor, sus pechos blancos contra el acordonamiento negro. Entraban a la pelea al borde de los sangrenegras que acosaban, como víboras mortales reduciendo considerablemente a los hombres de ella, cortándolos a lo largo de los flancos antes de volverse a enroscar en terreno abierto, sin aminorar ni una vez la velocidad, sin permitir que los presionaran debido a las cantidades, ni que los atraparan en combate cuerpo a cuerpo.
Creador. Él era brillante.
Los guerreros de Feyn en el grueso de la formación no podían acercarse lo suficiente para pelear, y presionaban hacia el frente, ansiosos por luchar, mientras los inmortales seguían llegando, atacaban en cada dirección y aplastaban al ejército sangrenegra. Ella observaba a sus guerreros comenzando a caer por centenares. Solo una docena de inmortales había caído.
Y sin embargo, los inmortales llegaban a raudales a través de la barricada, atacaban por el centro, giraban y se alejaban.
Una brecha se abrió en las fuerzas locales directamente frente a la puerta.
Feyn se jaló el cabello. Roland estaba llevando la batalla a lados opuestos del campo, uno al este y otro al oeste.
¡Acciona las luces!
Unos paneles de reflectores montados en los muros emitieron vida, encendidos hacia afuera, inundando el enorme claro con una fuerte luz blanca. Los inmortales no tendrían la ventaja de la oscuridad.
No obstante, seguían peleando, sin parar nunca, siempre en acción. En el costado noroeste los jinetes tropezaban visiblemente con los caídos, la cubierta de cadáveres fuertemente unilateral: sangrenegras. En pocos minutos habían acabado al menos con mil de sus hombres a cambio de sus… ¿qué? ¿Veinte pérdidas?
Y sin embargo los inmortales seguían llegando. Atravesaban la barricada, bajaban por el ampliado corredor del campo, desplegándose en ambas direcciones. Roland ya había completado un amplio arco y serpenteaba entre y a través de su propia línea. ¡Estaban arreando al ejército sangrenegra como ovejas!
Un sonido de cuernos en algún lugar del otro lado de la Fortaleza. Más sangrenegras inundaron el sur desde los costados este y oeste, irrumpiendo como olas negras. Feyn se presionó contra la ventana, buscando el pecho rojo y la faja de Roland. ¡Allá! Estaba parado en sus estribos incluso mientras el inmortal más cerca de él derribaba a un sangrenegra acuchillándole la montura. El príncipe giró ampliamente. No una sino dos cabezas de sangrenegras más cercanos cayeron de sus cuellos como si tuvieran bisagras, cuellos abiertos a la luz. La montura de Roland se encabritó en dos patas agitando los cascos en el aire… solo para caer sobre el sangrenegra más cercano delante de Roland.
Una docena de inmortales se lanzó más allá del borde con escombros, inclinados, barriendo las antorchas cerca del suelo. Feyn agarró los prismáticos y se los llevó a los ojos. Ahora podía ver las alforjas colgando a cada lado de los caballos, débiles y casi agotados, una evidente herida en cada uno de ellos.
La calle se encendió en una autopista de fuego.
Algo salió volando ¿Una alforja? Luego hubo otra, lanzada como una vejiga dentro del enorme ejército negro. Uno de los sangrenegras estiró la mano y la agarró… justo cuando una antorcha venía volando hacia él.
Explotó en un estallido de llamas.
Otra explosión… y luego una más, lanzadas dentro de la masa de sangrenegras.
Feyn se volvió a presionar contra la ventana, buscando con la mirada a Roland, quien ya giraba en un nuevo y ampliado arco. El ejército de ella estaba uniformemente dividido en dos fracciones. Sus líneas se hallaban desbaratadas, los caballos acorralados, la infantería cayendo bajo espadas y cascos… algunos atrapados por sus propios hombres.
Era algo incómodo. Ella sabía que los inmortales eran por lo menos un millar, y sin embargo no todos estaban contabilizados aquí. E incluso estos masacraban a sus secuaces, aserrándoles los flancos como una sierra mecánica antes de girar hacia atrás dentro del terreno abierto en el centro, ahora de poco menos de quinientos metros de ancho.
No obstante, los sangrenegras demostrarían ser demasiados. La victoria sería de ella. Debía ser suya.
Justo entonces un cuerno sonó desde el otro lado del tumulto. Feyn se volvió, casi tropezando con Rom, y entonces lo miró.
Lágrimas bajaban por las mejillas del hombre.
Ella miró más allá de él, a través de la ventana sur. Algo estaba cambiando en la oscuridad más allá de los escombros. Algo…
Entonces los vio a lo lejos. Más inmortales. Volando hacia la Fortaleza, subiendo y superando la barricada como cuervos.
Directamente hacia la retaguardia del ejército sangrenegra. Ella giró hacia el este y vio lo mismo. Bajó los prismáticos y contempló a Rom, que lloraba en silencio.
La mujer levantó la mano y le abofeteó el rostro, iracunda de repente por tal muestra de debilidad.
—Me das asco.
Abajo, el sordo choque de espadas había aumentado en cantidad. Rom lanzó una última mirada hacia la batalla, con lágrimas bajándole por el rostro, y luego se retiró al extremo del salón.
Por largos minutos la batalla rugió. La exasperante táctica de los inmortales: golpear y huir, golpear y huir, no mostraba señales de debilitamiento. Igual que largas serpientes con dientes en todos lados, continuaban cortando los flancos sangrenegras en ambos costados del campo de batalla antes de circular otra vez hacia sitio seguro, solo para enroscarse otra vez a fin de lanzar otro golpe.
Feyn maldijo y se paseó delante de la ventana, halándose el pelo. En el trascurso de veinte minutos los inmortales habían derribado a casi treinta mil de los suyos.
Pero ni siquiera Roland vencería la superioridad numérica de ella.
Nerviosa volvió a seguir los movimientos del príncipe mientras este guiaba sin miedo a sus magníficos, haciendo destellar su espada, apenas disminuyendo la velocidad de su montura mientras se inclinaba para acuchillar directamente por la mitad a un sangrenegra y decapitar limpiamente a otro.
Por el Creador, el hombre era magnífico. Y Feyn lo despreció por eso.
Hacia el este, el comandante de Roland no estaba a la vista. Ella vio cuando sus sangrenegras arrastraban a dos inmortales desde las monturas después de cortar las patas equinas debajo de estos.
En ambos lados estaban haciendo de los caballos un objetivo principal.
Los inmortales presionaban con letal velocidad, acuchillando los cuellos de sementales sangrenegras. Pero sus sangrenegras eran una fuente interminable. Por cada uno que caía, tres parecían tomar su lugar.
Hacia el oeste, la espiral arrolladora de Roland finalmente se había roto; solo una pequeña banda peleaba detrás de él. Los sangrenegras se habían metido entre el príncipe y el resto de su compañía. Mientras Feyn observaba, uno de los brazos de él se levantó bruscamente como para hallar equilibrio mientras el otro acuchilleaba. Demasiado tarde… su montura se desplomó debajo de él.
Feyn siguió caminando de un lado al otro, mordiéndose las uñas, disgustada por el sudor que le manchaba el vestido. En media hora su compañía estaba cortada a la mitad. Los cuerpos cubrían el suelo, haciendo tropezar a sus compañeros de infantería mientras otros se les venían encima. No obstante, los inmortales se habían reducido a unos pocos centenares.
Las luces del perímetro se apagaron de repente. Los inmortales habían encontrado la fuente de energía y la habían cortado.
Feyn se presionó contra la ventana y observó, esperando que los ojos se le ajustaran a la oscuridad. Las antorchas a lo largo de la barricada aún estaban ardiendo, pero el campo de batalla era una pesadilla de llamas reflejadas y sombras. Aún podía distinguir los blancos pechos de los inmortales contra el ennegrecido mar, batiéndolos, más cadáveres a su paso.
La regente examinó, tratando de distinguir a Roland en la oscuridad. Las luces habían tenido como objetivo neutralizar la ventaja de la asombrosa vista de los inmortales. Pero ahora eso no importaba.
El príncipe había sobrevivido más de media hora. Aún podría eliminar a otros mil. A otros diez mil. Podría sobrevivir media hora más.
Pero sería superado en número.
A lo máximo, dentro de una hora todo habría acabado.
Más allá del campo, una parte de la ciudad resplandecía. Pero eso no era posible, la electricidad se había cortado en cada sector, redirigida hacia la Fortaleza. Pero al observar, Feyn se dio cuenta de que el destello de luz era de color anaranjado. Un momento después, un edificio ardía en llamas. Más allá, pudo discernir otra tenue luz, y otra allí.
Bizancio estaba en llamas.
La regente exhaló lentamente y miró su ciudad ardiendo. Columnas de humo subían para encontrarse con un cielo revuelto.
Ella ganaría. Pero su reinado se extinguiría con esos incendios.
—Mi señora…
Feyn movió bruscamente la cabeza y vio que Rom estaba de pie a su derecha, mirando hacia la noche. Ella siguió la dirección en que apuntaba el dedo masculino, tardíamente, como si despertara de una pesadilla. Lo sé, quiso decir la mujer. Pero luego se dio cuenta de que él no señalaba los incendios, sino el campo de batalla, iluminado por luz de antorchas.
Señalaba a dos jinetes vestidos con ropa del desierto, a medio camino del centro del campo de guerra entre las dos batallas principales que rugían en cada extremo, corriendo como balas hacia la Fortaleza sobre sementales blancos.
Feyn buscó a tientas los prismáticos, los levantó, estirando el cuello para ver a través de una ráfaga ascendente de humo.
No reconoció al primer jinete. Movió el lente un centímetro y se concentró en el otro jinete. Cabello canoso, largo y desaliñado. Ella conocía la línea de esa mejilla, la actitud de esa boca.
¡Saric!
La mujer observó horrorizada cuando ellos volaban por los portones, al parecer sin ser vistos por las propias fuerzas de ella. Solo dos, pero uno de ellos era Saric, y este no conocía el significado del fracaso.
—Han venido —comentó Rom con extraño asombro—. Han venido a salvarnos.
Ella sintió que la sangre se le drenaba de la cara.
—Han venido a matarme —oyó que se decía a sí misma.
En una súbita rabia repentina, Feyn lanzó los prismáticos contra la ventana, que se astilló enviando fragmentos de vidrio hacia la noche.
El siervo afuera abrió la puerta.
—¿Mi señora?
Entonces lanzó una última mirada a los corceles blancos a medio camino hacia el portón, y subiéndose el borde del vestido se dirigió hacia el siervo. Giró en la puerta y volteó a mirar a Rom.
—Dile a Corban que ejecute a nuestro prisionero —ordenó ella—. ¡Llévalo abajo!