JORDIN RECUPERÓ LA CONCIENCIA antes de abrir los ojos. No supo cuánto tiempo había estado inconsciente… solo que una nueva conciencia la había despertado. Una certeza de que lo que era, estaba destinado a ser.
Cuando abrió los ojos, aún había luz. Más clara incluso de lo que había sido antes. La tierra estaba casi tan blanca como antes, pero de alguna manera parecía más pura. No más brillante, sino más de lo que había sido.
La joven se levantó y miró alrededor, buscando a Saric. Las colinas aún se elevaban alrededor de ella, el valle aún se extendía a lo ancho hacia el sur donde la oscura tormenta se concentraba sobre el horizonte.
Sobre Bizancio.
Pero aquí en el desierto, el sol todavía brillaba en lo alto, habiéndose movido apenas. Las cantimploras aún estaban en el suelo, una donde la habían arrojado, la otra cerca del lugar donde Saric le ofreciera un trago que Jordin no había bebido.
Nada había cambiado.
Y sin embargo, de alguna manera todo era distinto.
La chica volvió a estar consciente del débil zumbido, más definido ahora, hormigueándole la carne, hablándole a los huesos.
Levantando el brazo derecho se dio vuelta y miró el valle; entonces contuvo la respiración, sobrecogida por la vista delante de ella.
Un barniz traslúcido parecía elevarse del suelo a solo cincuenta pasos de distancia. Una pared brillante que dividía el valle y le distorsionaba la vista de lo que se hallaba al otro lado. El zumbido venía de algo más allá o del muro mismo.
La joven levantó la mirada y vio que el muro era tan alto como ella podía ver, que corría en ambas direcciones más allá de las colinas, de este a oeste. Parecía ondear y reflejar el sol como agua.
Se puso de pie, respirando con dificultad, los ojos abiertos, sabiendo que de algún modo más allá del velo estaba el mundo de los sueños. El mundo de Saric…
El mundo de Jonathan.
Despierta de tu sueño, Jordin.
Las palabras le susurraron a través de la mente, como transportadas en el zumbido.
¿Estaba soñando?
Ven a mí. Despierta de tu sueño de carne y hueso.
—¿Estoy soñando? —indagó con voz como de una mujer más joven, inocente y curiosa.
Una débil risa la llamaba. Y luego una voz inconfundible.
—Ven, Jordin. ¡Corre! ¡Despierta!
¡Jonathan!
Con la razón perdida a los cuatro puntos cardinales, el deseo inundándola en lugar de esta, Jordin arrancó hacia el velo.
—¡Jordin!
La joven se detuvo ante el inconfundible grito de la voz de Roland detrás de ella.
Roland… ¿había regresado por ella? No había manera de que pudiera volver tan pronto.
Poco a poco se volvió a tiempo para ver al príncipe bajando la colina sobre su semental, vestido para la batalla con la misma camisa y las mismas botas que había estado usando antes. La brisa le levantaba el cabello mientras cabalgaba. La mirada estaba absorta en ella.
—Jordin… —balbuceó él jalando las riendas y apeándose.
Examinó el rostro de la joven, pareciendo conciliador, casi arrepentido. Se apoyó en una rodilla.
—Perdóname —pidió mientras una lágrima le brotaba del ojo y le bajaba por la mejilla—. No tenía derecho de dejarte. Perdóname.
Ella no sabía qué pensar. Solo que aquí estaba arrodillado su príncipe, pidiéndole perdón.
—Envié a los demás a reunir el ejército mientras yo regresaba. No moriré negando la verdad.
—¿Qué verdad?
—Que no habría reina entre los inmortales más que tú. Has tomado el trono de mi corazón.
Jordin lo miró a los ojos, sabiendo en ese instante que amaba al príncipe ante ella mucho más de lo que pudo haber amado si Saric no le abría los ojos para recibirlo.
Las lágrimas inundaban los ojos femeninos.
Ante eso, Roland se irguió y cerró la distancia entre ellos en dos zancadas, estrechándola entre sus brazos. Luego sepultó la cabeza en el cuello de la chica.
—Perdóname, mi amor. Acepta mi confesión y absuélveme —suplicó él levantando la cabeza, pasando la mano por el cabello de ella, y luego retrocedió y la besó tiernamente—. Hazme soberano.
Jordin levantó la mirada y vio más allá del eclipse en los ojos masculinos hacia el amor que se arrodillaba ante el corazón de ella.
—¿Te convertirías en soberano?
—Sí.
—¿Ahora?
—Ahora —contestó Roland, y volvió a tocarle ligeramente los labios con los suyos.
Ven a mí. Despierta de tu sueño de carne y hueso.
Jonathan estaba llamando…
—Ven conmigo —expresó Roland—. Cabalga a mi lado. Hazme soberano y vivamos nuestros días como uno solo.
Jordin giró la cabeza y vio que la resplandeciente fisura aún dividía el valle en dos. Este le había traído a Roland. De alguna manera el mundo se había enderezado. Jonathan la había liberado…
—Jordin —dijo el príncipe tomándole la barbilla y mirándola a los ojos—. Debemos apurarnos. Mis magníficos cabalgan hacia la ciudad con venganza y muerte en sus mentes. ¡Debemos detenerlos!
—No tengo endoprótesis —expresó ella.
—Seriph tiene una. Monta conmigo.
Roland parecía ajeno a la anomalía detrás de Jordin. Ella miró una vez más por sobre el hombro.
Despierta, Jordin. ¡De prisa!
—¿Lo ves? —preguntó la joven volviendo a mirarlo—. ¿Lo oyes?
Los ojos de él se levantaron para mirar más allá de ella y volver a posarse en el rostro de Jordin.
—Solo veo a mi salvadora delante de mí en la carne, fluyendo con sangre vivificante —declaró el príncipe y comenzó a girar, jalándola del brazo—. No hay tiempo. ¡Tenemos que cabalgar!
—¡Espera!
La confusión daba vueltas en la mente de Jordin. Había venido para encontrar a Jonathan, no para salvar a Roland. ¿Cómo podía hacer caso omiso a la voz de Jonathan?
—¡Jonathan está aquí! —exclamó ella.
—¿Jonathan? —inquirió él mirando alrededor—. ¿Qué quieres decir? En tu sangre, se supone. Ven conmigo antes de que tu sangre falle y Jonathan ya no esté más. ¡De prisa!
Comenzó otra vez a caminar, jalándola hacia la montura. Ella lo siguió cuatro pasos antes de detenerse. No podía irse ahora, ¡no cuando Jonathan estaba llamándola!
—Roland, espera.
La mano de él le soltó el brazo.
—¡No hay tiempo!
—¡Jonathan!
—¡No existe Jonathan!
Ven conmigo, Jordin.
Con estas palabras zumbándole en la mente, ella supo que no podía salir con Roland, no hasta que captara la verdad de lo que yacía detrás del velo.
Sin otro momento de vacilación, Jordin dio media vuelta y comenzó a correr hacia la distorsión.
—¡Jordin!
No. Roland debía ser un fantasma.
La joven había dado solo tres largos pasos antes de que la conciencia del cambio de paisaje la sorprendiera. La tierra se oscureció bajo los pies, entonces brotaron hojas letales que serpenteaban como lenguas estridentes, llenando el aire con gritos, protestas y acusaciones, incluso mientras las botas de Jordin las aplastaban bajo los pies.
Corrió más rápido, mirando hacia la derecha.
La colina, la misma ladera por la que Roland descendiera, se levantaba como una iracunda ola negra. Jordin se detuvo en seco, aterrada de repente. El mundo se había vuelto una pesadilla. ¡Estaba soñando!
Y sin embargo, no sentía esto como un sueño.
Por encima, nubes tormentosas se reunían con aterradora velocidad. Mientras ella observaba, aquellas nubes engendraban cuatro, diez y luego una docena de dedos retorcidos, cada uno de ellos descendiendo hacia Jordin, señalándola como dedos acusadores.
—¡Mírame, soberana!
Ella giró hacia la voz gutural detrás de ella. Roland había desaparecido. Saric caminaba hacia la chica, a menos de veinte pasos de distancia, vestido con una negra túnica larga. Era otra vez sangrenegra, y había muerte en sus ojos.
—Tu vida es la de una rata patética buscando basura podrida en la alcantarilla.
Un ensordecedor trueno cayó encima. Saric venía, avanzando con pasos largos. Llena de pánico, la joven intentó volver a girar hacia el velo, pero descubrió que las hojas en la tierra se le habían enroscado alrededor de los tobillos.
—Mereces solamente lo que eliges, y solo has elegido desdicha —gruñó Saric.
Uno de los dedos del cielo salió disparado hacia Jordin, un estrecho embudo de aire caliente que se le estrelló en el pecho, haciéndole sobresaltar el corazón.
Pero no era solo aire. La culpa y una condenación visceral se le estrellaron en el estómago. Gritó… hasta que el horror le cortó la respiración.
¡Estás despertando, Jordin! Ahora corre hacia mí. Abandona tus temores y mira lo que es real. Ven a mis brazos.
La joven volvió a gritar, esta vez con una furia que no sabía que poseyera. Se sacudió con suficiente fuerza para liberar las piernas de esas vides negras. Estas se le deslizaron por las piernas como cuchillas de afeitar. Jadeando, corrió en tropel hacia la grieta que dividía el valle y se lanzó al interior.
Como si se hubiera sumergido en un lago, los sonidos detrás cesaron de pronto, y fueron reemplazados por un repiqueteo suave y una marea baja. Su piel, golpeada, cortada y sangrante, olvidó el dolor, volviendo a la vida con la sensación de que cada célula de su cuerpo zumbaba vida.
Jadeó, aspirando el aire impulsado. Cuando este le llegó a los pulmones, el pecho se le llenó de euforia, explotándole en la mente como éxtasis.
Ven a mí, Jordin…
Al caer de cabeza más allá del velo, la joven supo que había entrado a la felicidad.
Tirada en el suelo del desierto blanco quedó jadeando bocabajo, rodeada solo por el sonido de su propia respiración.
Perfecto silencio.
La piel se le estremeció como si se sumergiera en un mar vivo. Estaba henchida de paz, que se hallaba en sus células, colmándole los pulmones, en todas las venas.
Lentamente levantó la cabeza y miró la colina a su derecha. Era la misma de antes, pero ahora parecía moverse, como si cada grano de arena estuviera vivo. Jordin pestañeó, pensando que su visión se corregiría sola, pero la colina positivamente titilaba.
Como lo hacía la tierra debajo de sus palmas y brazos.
Miró alrededor, no vio señales de Jonathan, pero sabía que estaba aquí, con ella. En ella. Rodeándola.
Se puso de pie, mirando alrededor como si hubiera entrado a un mundo extraño, estupefacta por el esplendor de lo que antes solo había sido un yermo valle desértico. Era el mismo valle, pero ahora brillaba con belleza.
¿Cómo no lo había visto antes? ¿Cómo no lo había conocido?
Jordin también sabía ahora otras cosas. Sabía que no estaba soñando. Que de algún modo había despertado de un sueño… uno de su propia creación, y que había confundido con su verdadera vida. Que era una con Jonathan y que lo había sido todo el tiempo, pero que solo ahora estaba consciente de ello.
El reino soberano. El reino de Jonathan. Estaba dentro de Jordin, como él estaba dentro de ella… mientras tanto la joven había estado buscándolo todo el tiempo.
La conciencia le estremeció los huesos. Jonathan la había invitado a despertar, y ella había despertado. Al amor. Al corazón del Creador mismo.
Amor. Jordin estaba llena de él. Le corría por dentro, le bajaba por la columna vertebral, persuadiéndola desde cada nervio con un placer tan exquisito que ella se preguntó por un momento si moriría, pensamiento que no le produjo ni un solo temor de muerte.
Extendió los brazos y se miró los dedos, moviéndolos en el aire. El espacio daba vueltas con visible poder, ella apenas lo veía, pero era palpable como una corriente de agua enroscándosele alrededor de los dedos.
No. Ella era la corriente. La joven estaba inundada de amor, desde la coronilla hasta las puntas de los pies. Lo sentía crecer rápidamente, condensado en su pecho y saliéndole del cuerpo.
Jordin vio la silenciosa onda de choque entrando al aire delante de ella. Observó la ondulación extendida a través del espacio que la rodeaba.
Se puso de pie, asombrada y consciente de que el poder de esa corriente de ningún modo se había agotado al salir de ella. Parecía ocupar dos lugares al mismo tiempo. Tanto dentro como fuera de ella. En suministro eterno.
—Hola, Jordin.
La joven se dio vuelta y vio lo que había ansiado toda la vida. Incluso en la vida antes de saber lo que significaba vivir.
Jonathan.
Estaba a menos de tres metros de distancia, vestido con la misma clase de túnica que ella lo había visto antes en varias ocasiones. El cabello era largo, enmarañado y libre, y los ojos le brillaban juguetones encima de una amplia sonrisa.
Una cicatriz apenas visible en el cuello le bajaba, desapareciendo debajo de la túnica, vestigio de su ejecución a manos de Saric.
Las lágrimas le bajaban a Jordin por las mejillas. No originadas por la tristeza sino por el gozo.
Los ojos de Jonathan también se inundaron de lágrimas por sobre su sonrisa. Rio y avanzó corriendo, incapaz de contener su propia alegría. Lanzando los brazos alrededor de ella la hizo girar sobre los pies, en un abrazo tan exuberante que Jordin debió ceñir sus brazos y piernas alrededor de él para no caer hacia atrás.
Él reía con deleite, girando alrededor con los brazos de la joven aferrados a sus hombros mientras ella le sepultaba el rostro en el cuello y lloraba de gratitud.
—¡Aquí estás! —gritó Jonathan—. ¡Finalmente has venido a casa! Te extrañé mucho, Jordin. Te amo tanto.
Ella estaba perdida en él. En amor. En el amor de Jonathan.
Eran uno.
¡Uno!
Jonathan la dejó en el suelo, giró e hizo una reverencia, un brazo extendido en invitación.
—Bienvenida a mi danza —dijo él, mostrando una firme sonrisa—. La llamo el reino soberano. No existe nada mejor, te lo puedo asegurar.
Jordin reía, sonreía, mientras se acercaba a él.
—Bien entonces, mi príncipe —comentó ella tomándole la mano entre las suyas—. Muéstrame este reino donde has estado escondido, esperando rescatarme en mi hora de necesidad.
—¿Escondido? —objetó Jonathan enderezándose y ladeando la cabeza.
Al instante ella supo lo que él quería decir.
—No, no has estado escondido, ¿verdad? Soy yo quien ha estado escondida.
Él inclinó la cabeza una vez. Continúa…
—Escondida detrás de un sueño del cual finalmente he despertado —declaró Jordin, pensando en su propia declaración, y luego preguntó—. ¿Fue un sueño, verdad?
—Por así decirlo, sí. El sueño al que llamas tu vida.
—¿Toda mi vida? ¿No solamente las imágenes que vi antes de atravesar el velo?
—Toda. Como un sueño. ¿Es más real de lo que ves ahora?
—No —contestó ella mirándolo profundamente a los ojos, e imaginando que se zambullía dentro de ellos—. Ni siquiera cerca.
—Cuando metes un palo en el agua, ¿se ve derecho o el agua lo distorsiona?
—Lo distorsiona.
—De igual modo, tu mente distorsiona tu vida. Tu mente no lo sabe, pero está mirando a través de agua sucia la mayor parte del tiempo. Pronto te mostraré una nueva clase de agua.
—¿De veras?
—Lo haré —respondió Jonathan irradiando otra sonrisa—. Mira a tu alrededor. ¿Qué ves?
Por primera vez Jordin apartó de él la mirada desde que la dejara en el suelo, y miró alrededor del desierto. Las colinas, el suelo del valle, las dos cantimploras, el rastro dejado por los caballos de Roland. Todo como había sido, ahora bullendo de energía.
—Veo el desierto Bethelim —respondió ella—. Lo veo nuevo. Lo veo realmente.
—Y me ves —añadió Jonathan.
—Sí —susurró la joven; luego se dijo en el corazón: ¡Sí!
Él caminó hacia Jordin. Levantó la mano. Presionó la palma contra el pecho de ella. El amor ingresó en los pulmones femeninos y se le envolvió alrededor del corazón y la columna, viajando a través de los nervios hasta cada fibra de su ser.
—Estoy aquí, Jordin. Soy el Yo soy en ti. Y tú estás en mí. ¿Lo sientes?
—Sí —afirmó ella; las lágrimas se le volvieron a desbordar de los ojos—. Sí.
—En el momento en que tomaste mi sangre te convertiste en soberana. Te ofrecí salvación, y sin embargo, no hallaste nada más que temor y enojo. No encontraste amor verdadero, paz verdadera, ni gozo verdadero. Esos son los frutos de mi reino, no la ansiedad generada por una mente enferma. Ahora te puedes liberar de tu mente.
—Me hallaba poseída por una mente insensata —confirmó ella, perdida en sus pensamientos.
—No hay necesidad de volverte perfecta, Jordin. Solo debes ser perfecta, no en lo que haces, sino en cómo estás siendo. Debajo de las capas y las mentiras de la mente, ya eres perfecta. Por tanto, sé, incluso como yo soy.
Todo tenía sentido. Jonathan había hablado reiteradamente de la realidad de que su reino estaba dentro. No en tronos terrenales ni en futuros políticos.
—Te has hecho llamar soberana. Igual que Rom y los otros. Pero no han vivido la soberanía. ¿Cómo te puedes salvar del odio y al mismo tiempo estar prisionera de ese odio? Has hablado de amor, pero ahora sabes que el amor y el temor no pueden estar en el mismo corazón al mismo tiempo. Tu mente se ha vuelto tu ama, encarcelándote en un calabozo que está atado por la carne y el pensamiento. Tú no eres tu mente o tus pensamientos, Jordin. Nunca lo fuiste. Ahora conoces un nuevo reino, uno conmigo. Y en este reino soberano, amor mío, hay más poder del que puedas imaginar.
—¿Cómo es posible ser uno contigo? ¿Somos lo mismo?
Jonathan retiró la mano del pecho de Jordin. El calor permaneció.
—Permíteme mostrártelo —contestó él guiñando un ojo.
Dando un paso atrás, levantó la mano y chasqueó los dedos. Al instante una planta verde brotó del suelo del desierto a tres metros de distancia. Jordin observaba, asombrada mientras la planta crecía delante de sus ojos, primero como un árbol pequeño, luego más grande, y aun más grande, hasta que sus ramas se extendieron llenas de hojas verdes que les brindaron sombra.
—¿Ves? El árbol de vida. Las mismas venas corren por tronco y ramas para ofrecer vida al mundo. ¿No son uno el tronco y la rama?
¡Desde luego!
—Veo —susurró la joven, luego exclamó—. ¡Veo!
—¡Ves! —dijo él riendo, tomándola de la mano y haciéndola girar.
—¡Veo! ¡Realmente veo!
Por qué esta sencilla revelación era tan profunda, ella no estaba segura. Pero en ese momento la sintió como la puerta de ingreso a todo un universo.
—¿Te gustaría ver más? —inquirió Jonathan agarrándole las dos manos entre las suyas y lanzándole una sonrisa juguetona.
—¡Tengo que ver más!
—¿Te gustaría verme moviendo montañas?
—¡Me gustaría verte construyendo una nueva tierra!
—¿Te gustaría zambullirte en un lago y respirar el agua?
—¡Sí! ¡Sí!
—Un lago dentro de ti. Una fuente eterna de agua vivificante tan formidable como un océano sin fin.
Jordin echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos.
—¡Quiero zambullirme en un lago y respirar tu amor! —dijo en voz alta para que los cielos oyeran cada palabra.
La alegría despegó por el aire, la suya propia, llevada por el desenfrenado entusiasmo de la niña en quien Jordin se había convertido en el reino soberano de Jonathan.
—¡Quiero danzar y cantar! —gritó—. ¡Quiero volar, reír, cantar, danzar y nadar en un océano de amor! Quiero…
Se detuvo, sin saber qué más podría querer. Solo entonces se dio remota cuenta de que el débil zumbido en el aire había cambiado. Sonaba más como música, un acorde perfecto de tonos inquietantes y armónicos que le fluían directamente a los nervios como si fueran autopistas de luz, devolviéndola al sueño que había tenido en la guarida de Roland.
Ven a mí, Jordin.
Los ojos se le abrieron de golpe. El cielo azul nadaba con largas, etéreas y vacilantes franjas de rojo y púrpura contra un fondo profundo y dorado.
La joven bajó la barbilla. Jonathan ya no le sostenía los brazos. Ya no estaba delante de ella. La colina directamente frente a ella ya no era un desierto pálido y endurecido. Se había transformado en un paisaje exuberante, vivo con pasto verde, florecido con flores blancas y amarillas. Jordin giró la cabeza.
Jonathan estaba en la arenosa playa de un lago a cincuenta pasos a la derecha, sin camisa. El agua ante él se extendía al norte, tan lejos como ella podía ver, agua brillante que relucía bajo el colorido cielo. Unos árboles alineaban las colinas, las mismas acacias a las que Jonathan había llamado el «árbol de vida».
Los ojos de Jonathan brillaban con osadía. Extendió la mano, con la palma hacia arriba, invitándola.
—¿Quieres zambullirte, Jordin?
Ella giró hacia él y corrió hacia el lago, jadeante de anhelo.