EL SOL DEL MEDIODÍA miraba con ojos crueles las bajas colinas del desierto al noreste de Bizancio. Cortado por el cañón ocasional, el valle Bethelim no existía en ningún mapa del Orden, y fueron los nómadas los que le pusieron el nombre. De kilómetro y medio de largo, se extendía hacia el norte hasta un amplio y rocoso cañón rodeado por un corto farallón a cada lado.
Tres objetos extraños yacían en el blanqueado suelo de la entrada al valle. Pequeños e insignificantes desde lo alto del farallón, hasta a los buitres les interesaba poco lo que parecían ser dos piedras color café opaco. El tercer objeto, más grande, yacía tan inmóvil como un peñasco.
Un ojo humano podría haber reconocido las figuras de dos cantimploras, y la tercera como una mujer tendida de costado hecha un ovillo, la frente casi tocándole las rodillas.
Las marcas claras de un sendero extendiéndose desde la humana inmóvil hacia el este sugería que los otros habían abandonado la escena, dejando a una de los suyos a merced del sol y expuesta a los elementos.
Pero no había ojo humano observando desde el cielo. Hasta en su estado casi catatónico, Jordin sabía esto. Ni desde las colinas. Ni desde el valle. Estaba sola. Totalmente, mientras el corazón se le expandía y contraía dentro de ella como burlándose del verdadero estado de su ser.
Después de todo, ya estaba muerta. Si no en cuerpo, entonces en espíritu y mente. La carne pronto comprendería esto. La respiración succionaría aire por última vez; el corazón le brindaría un último y patético latido; la sangre dejaría de fluir a través de extenuadas venas; y un día el esqueleto se le secaría hasta convertirse en polvo y volaría con el viento.
Se había sentado en la ladera por una hora después de que Roland se fuera, hundiéndose poco a poco en la desesperación que le ahuecaba el pecho y le entumecía la mente… Ella podía recordar esa parte.
¿O había sido un sueño?
Finalmente se había levantado, había ido pesadamente hacia las cantimploras y se había quedado allí, mirándolas, antes de sentarse de costado, envolviendo los brazos alrededor de las rodillas y enroscándose. Como si abrazando el cuerpo pudiera darle algún consuelo al corazón.
Pero el sufrimiento solo se le había profundizado.
El recuerdo de por qué padecía la abandonó, reemplazándolo una implacable conciencia de tormento. Una incansable necesidad de sufrir, aunque solo por el consuelo de la penitencia. Ella no merecía menos.
Tenía suficiente vida como para desear la muerte.
El sol estaba alto, resplandeciendo con suficiente calor como para inflamarle la piel expuesta. Miró las cantimploras. Se le ocurrió que debía beber un poco de agua.
Pero no lo hizo. Debía moverse, pero el pensamiento se disipó antes de estirar los brazos y las piernas junto con cualquier recuerdo de por qué podría ser importante vivir.
¿Le esperaba la felicidad? Entonces, ¿por qué vivir? ¿Para extender el sufrimiento?
Los pensamientos se le extendieron por la mente, como nuevos magníficos que le harían compañía… el doble de sigilosos y el triple de siniestros.
Una hora después estaba mirando el oscuro pliegue de la manga de su túnica. Una maraña de cabello le cubría el rostro, como red filtrando el sol. Una hebra atrapada en sus pestañas se movía lentamente con suave y calurosa brisa.
Entonces recordó. Rom era sangrenegra y pronto estaría muerto. Los soberanos… todos muertos. Roland, en una misión de muerte.
Jonathan…
Muerto.
Y ella yacía aquí en tierra yerma del infierno, aferrándose a una vida que no tenía derecho de poseer. Una vida a la que renunciaría porque no le había mostrado ningún poder, ni gracia, ni paz, ni amor… sino sufrimiento y vergüenza. Tendida en el suelo del valle maldijo el día en que tomó en sus venas la sangre de Jonathan.
¿Por cuántos años desde entonces había representado el papel de tonta, hablando de un poder del que no podía demostrar su valor a pesar de lo persistentemente que lo confesara?
Demasiados.
Cerró los ojos. Sintió que las lágrimas le brotaban detrás de las pestañas y se le deslizaban por las sienes. La boca se le curvó en un silencioso grito de autocompasión. Un sollozo le ahogó la garganta. Luego otro, y otro, hasta que el cuerpo se le estremeció como un motor petardeando, vacío de pensamientos, alimentado solo por vergüenza.
—Jonathan… Por favor, te ruego…
Esas fueron sus primeras palabras en horas, un murmullo llevado por la brisa.
—Por favor… —balbuceó, pero lo había llamado muchas veces, solo para recibir silencio como premio—. Por favor. Ven a mí.
Sálvame. Y entonces el mantra dejó de susurrar a la memoria y desapareció.
No había Jonathan que la salvara.
El calor del suelo del valle le subía por la espalda, un suave torbellino le levantaba hebras de pelo que no estaban enmarañadas contra el rostro. Recuerdos de sueños marchitos le murmuraron en la mente. Un tiempo no hace mucho en que ella soñaba con energía en bruto recorriéndole el cuerpo, nacida de los tonos puros del canto de un niño, llamándola.
Absurdo, ese recuerdo. Lejano, vacío. Burlón.
Pestañeó, lanzó una lenta respiración a través de la nariz, y como si tuviera artritis se irguió sobre los codos. Una oleada de náusea cálida la inundó mientras se alzaba más presionando las palmas contra el duro suelo.
Jordin miró la ancha boca del valle, abierta hacia el sur como un embudo, el suelo en pendiente a ambos lados de un extenso piso. El aire relucía con calor creciente, distorsionándole la vista.
Alargó el brazo hacia una de las cantimploras, la mano flotando justo por sobre la cubierta de tela marrón. Habían atado al cuello una cuerda de cuero para evitar que al destaparla el tapón se cayera al suelo. El extremo de la cuerda de cuero sobresalía dos centímetros en el aire por sobre el hueco del tapón.
Al principio Jordin pensó que el movimiento era otra distorsión por la fatiga, deshidratación. La mente no le estaba funcionando perfectamente. Parecía temblar.
Como temblaba la tierra debajo de la palma.
Así que esto era lo que se sentía al morir.
Pero entonces una leve vibración le subió por el brazo. De la clase que uno podría sentir al aproximarse un ejército, golpeando el suelo bajo los pies a lo lejos. ¿Habían regresado los magníficos? Volvió el rostro hacia el sol, aún medio elevado en el cielo. No.
Escudriñó nuevamente el horizonte y, al no ver nada, pegó el oído al suelo. El zumbido que oyó era bastante débil como para confundirlo con el ruido de su propia respiración. Pero allí estaba, más allá del aliento contenido y del pulso complicado de su corazón.
Jordin se incorporó, giró alrededor, y miró hacia el norte, profundo dentro del valle.
Pero no vio el valle. Su vista se detuvo en una visión a menos de veinte pasos de donde se hallaba. Un hombre encapuchado, los brazos a sus costados, vestido en harapos. Pestañeó, entrecerrando los ojos para descubrir que la estaba mirando con ojos azules claros desde un rostro profundamente bronceado.
La joven trató de pararse, pero cayó hacia atrás. Se volvió a impulsar lentamente hacia arriba, las manos agarradas de la inestable tierra. La cabeza le palpitaba con fuerza.
—Hola Jordin —expresó el recién llegado.
El extraño estiró la mano hacia la capucha y la echó para atrás hasta revelar el largo cabello canoso y despeinado. Estaba caminando hacia ella.
La mente de la joven se esforzó por reconocer. Solo veía un fantasma de otra vida ante ella, pero algo le era conocido.
—No temas, chiquilla. No estoy para lastimarte, sino para ayudarte.
El hombre se detuvo a tres pasos de distancia. Su sonrisa era tierna.
—Duele, ¿no es así? —inquirió él.
Jordin quiso preguntarle quién era. Qué quería. Pero la lengua, demasiado seca, se negó a formar las palabras.
—Mi propio viaje fue así de doloroso, te lo puedo asegurar.
—¿Quién es usted? —ella graznó y carraspeó—. ¿De qué viaje habla?
—El viaje de sangrenegra a verdadero soberano.
—¿Sangrenegra?
El hombre se acercó más, e instintivamente ella retrocedió. Levantó las manos para afirmarla, con las palmas hacia afuera mientras rodeaba a Jordin. Entonces se inclinó hacia una de las cantimploras, la destapó, y tomó un largo trago. Satisfecho, suspiró y le ofreció el envase.
—Te ves como si debieras usar esto.
Jordin agarró la cantimplora con mano insegura, pero no se la llevó a los labios.
—¿Quién es usted?
—Me doy cuenta de que no tengo el mismo aspecto. Nunca me conociste antes de que me volviera sangrenegra.
Solo entonces el nombre de él le llegó como un susurro a través del cañón.
Saric.
Los pulmones de ella se le tensaron, y dio un paso atrás.
Saric, quien había asesinado a Jonathan, partiéndolo casi en dos con la brillante hoja. Saric, el hombre a quien despreciaba más que a cualquier otro. El epítome del mal materializado como un espejismo en el desierto.
—De este modo me ves ahora —comentó él—. No como quien una vez fui, sino como aquel a quien Jonathan concediera una vida que ni siquiera tú conoces aún.
Jordin estaba alucinando. Debía ser así. Los ojos de él no eran verdes, sino azules claros. Él no era soberano, sino amomiado una vez más.
La joven abrió la boca para reírse de él. El sonido fue seco y lleno de desdén.
—Usted miente —objetó—. ¡Los sangrenegras no pueden regresar a la vida!
—Y sin embargo aquí estoy. En la carne.
El hombre extendió las manos, dejando al descubierto los antebrazos. Sus dedos estaban desgastados, las uñas llenas de mugre. Sus venas, azules debajo de la piel oscurecida por el sol, sin la reveladora tinta del veneno dentro de ellas.
—Pasé años en el desierto, viviendo entre marginados, con la mente perdida ante mi desdicha, sabiendo que la sangre en mis venas me ligaba a la muerte. Entonces él llegó y me abrió los ojos en una manera que nunca había creído posible. ¿Ves? —inquirió Saric acercándose un paso—. Él hizo un camino para mí antes de su muerte, y para ti en su muerte.
—Usted tiene los ojos de un amomiado —comentó Jordin con la mirada clavada en los ojos de él.
—Eran verdes como los tuyos cuando me volví soberano al principio. Luego fui transformado.
—Usted nunca podría convertirse en soberano.
—Durante un año después de matar a Jonathan vagué por el desierto, huyendo de los sangrenegras de Feyn, indigente, tratando de sobrevivir como pudiera. Perdí toda esperanza; hasta la ambición me abandonó. También se me fue el deseo de vivir. Subí a la cima de un barranco, y allí fue que Jonathan vino a mí. Poco después entré al reino soberano. Allí fui transformado. Desde entonces he estado viviendo entre amomiados y refugiados de la ciudad, esperando este día y la última tarea delante de mí. Por tanto mira, soy yo, no tú, quien ha encontrado salvación.
—¡Miente! ¡No hay salvación para alguien como usted!
—¿No? ¿Eras salva hace un momento, mientras llorabas en el suelo? Muéstrame tu amor, tu gozo. Tu paz. Estos son los frutos del reino de Jonathan —informó él con una sonrisa tierna—. Sin ojos verdes.
Había un tono profundamente tranquilo en la voz de él, uno que ella no podía comprender. Sin embargo Jordin conocía a Saric como un individuo que esgrimía un sinfín de engaños y manipulaciones.
—Él te llama —expresó, tendiéndole la mano—. ¿Lo has oído?
Recuerdos de sueños llenaron la mente de la joven. Entrecerró los ojos.
—Fui yo quien advirtió a Feyn —confesó.
Jordin se quedó perfectamente inmóvil, respirando ahora de manera uniforme, arreglándoselas para tragar, aunque tenía seca la garganta y su mente rechazaba la idea de que Saric pudiera estar delante de ella ahora, así. Había jurado matar a este individuo si lo volvía a ver.
Y sin embargo aquí estaba ella, débil a merced de él, desprovista de la paz que parecía fluir de Saric con su mismísimo aliento.
Las últimas palabras de él florecieron tardíamente en la mente de la joven. ¿Él los había delatado ante Feyn?
—¿Qué?
—Ustedes debieron dar marcha atrás por su propio bien —explicó él—. Para que vinieras aquí y te encontraras conmigo en esta hora. Hasta las muertes de Michael y el otro han actuado para tu bien. Verás, así como Jonathan me ayudó a ver. He esperado y me he preparado para este momento.
Por un instante ella tuvo la conocida sensación de ira, de odio, pero el peso de su sufrimiento era demasiado grande para sostenerlo por mucho tiempo, y sintió desvanecerse aun mirándolo a los ojos.
En el momento en que ella se abandonó, el aire pareció echar chispas. La tierra debajo de sus pies se sintió viva con poder invisible. Jordin se esforzó por razonar, por comprender. Este era Saric, el asesino de Jonathan, hablándole de vida a ella, ¡quien amaba a Jonathan! ¿Qué broma divina, qué gran injusticia era esta?
Y sin embargo él estaba aquí más drásticamente cambiado que cualquier soberano que ella viera alguna vez. No en los ojos ni la piel, sino en algo que ella nunca viera antes en ninguno de los soberanos, y que irradiaba del hombre.
—¿Quieres ver, Jordin? —inquirió Saric sonriendo e inclinando la cabeza, extendiendo los brazos en invitación.
¿Ver?
La mente de la joven comenzó a disipársele, ya sin poder respaldar ni siquiera su deseo de entender. Sí.
Permíteme ver. Intentó hablar. Lágrimas le aparecieron en los ojos.
—¿Quieres ver el reino dentro de ti donde la verdadera paz y el verdadero amor están llamados a unirse?
—Sí —susurró Jordin.
—Dilo y deséalo, querida Jordin. Muchos son los llamados, pocos los escogidos.
—¡Sí! —gritó ella mientras su propia desdicha estallaba en su interior; todo el dolor, la desilusión y la tristeza, y la ira, irrumpían en su mente a la vez—. Sí.
La joven sollozó.
—Quiero… ver.
—Entonces debes abrir los ojos —explicó Saric—. Aquellos que están cerrados en letargo.
—Ayúdame —expresó ella, tuteándolo; entonces pidió, muy silenciosamente, puesto que la respiración se le había ido y la garganta se le había oprimido—. Te lo ruego.
Saric bajó los brazos mientras se movía hacia ella. Levantó la mano y al acercársela al rostro, ella dejó que su resistencia final escapara, rindiéndose a cualquier cosa que viniera, y ofreciendo todo el sufrimiento y la confusión que habían vivido con ella por tantos años. Demasiados.
—Te esperaré al otro lado, querida mía.
La mano de él le cubrió los ojos por un momento y luego le cacheteó la mejilla, como para despertarla con mano firme.
—Ve —le dijo.
El mundo de Jordin titiló hasta volverse negro, y ella se sintió caer.
Luego no sintió nada.