EL VALLE BETHELIM ESTABA en silencio, sus laderas inhóspitas y su endurecida tierra marcada bajo un cielo implacable. El sol se asentaba sobre las colinas orientales, un solitario ojo rastreando a los treinta y ocho magníficos vestidos de negro y la única soberana que se habían aventurado en el desolado lugar.
Roland se hallaba de pie en la elevación hacia el sur, alejado de Jordin y los demás, las manos en las caderas, mirando la enorme extensión de desierto que recorría todo el camino hacia el lejano mar.
El príncipe no había pronunciado palabra desde la arena, al parecer ajeno a la carga sobre su hombro mientras corrían a través de los túneles, a pesar de la insistencia de Jordin de que la bajara. Solo después de llegar a la bodega la había depositado en el suelo sin ninguna contemplación antes de subir al piso principal.
El príncipe había montado y ya espoleaba su caballo para cuando Jordin salía a tropezones de la basílica. Le había tomado a ella todo un minuto alcanzar a los otros que atravesaban Bizancio a toda velocidad tras su líder. Roland había cabalgado como un hombre poseído. Aunque abandonaron la ciudad detrás de ellos con seguridad, por varios kilómetros más no había amainado el ritmo de su caballo hasta ponerlo a trotar.
Michael, muerta. Jordin apenas podía comprenderlo. Hasta el imperturbable Cain. Los primeros inmortales muertos en batalla.
Por culpa de ella.
Habían cabalgado durante la noche sin pronunciar palabra, y Roland hasta se negaba a mirarla. Así que lo dejó solo, el ritmo de sus caballos golpeando la tierra debajo de la joven.
El dolor del príncipe era evidente. Pero esta noche Jordin sabía que él debió haber tratado con un golpe adicional: Roland, el invencible príncipe de los inmortales, había resultado falible.
La joven había luchado con la creciente desesperación a medida que pasaba la noche, buscando en vano cualquier hilacha de esperanza… de absolución. No tenían esperanza de recuperar o salvar a Rom. Feyn estaba viva. Los inmortales iban a morir pronto. ¿Y dónde quedaría ella? Jonathan, Triphon, el custodio, todo soberano con quien había vivido y peleado, los inmortales que conoció siendo nómada… Y pronto Rom, Kaya y Roland, todos aquellos a quienes había conocido en esta vida, estarían muertos dentro de un día. Dos a lo sumo.
La única misericordia en todo esto era que ella pronto estaría despojada de emoción.
Jordin miró a Rislon y a los otros magníficos. Cabalgaban erguidos en sus sillas, haciéndole deliberadamente caso omiso, las miradas fijas en su líder. Ninguno pareció darse cuenta de que ella estaba presente hasta que espoleó su caballo hacia Roland.
—¡Retrocede! —gritó bruscamente Rislon.
Haciéndole caso omiso, Jordin clavó los talones en los flancos de su montura y subió la colina a galope.
Roland no se movió cuando ella se acercó por detrás. La joven desaceleró el paso a la derecha de él y lo observó por un momento. Tenía la frente perlada con sudor, el cabello húmedo y enmarañado, apelmazado contra la nuca. Se había quitado la túnica y la camisa, quedándose solo en una camiseta negra sin mangas que le cubría un poco los músculos. A la luz del día los tatuajes en sus brazos parecían más oscuros de lo que Jordin recordaba.
Las lágrimas se le habían secado en la cara, dejándole rastros de dolor en las mejillas y la barbilla. Ella comprendió que se había equivocado al creer que el príncipe no tenía idea de qué era el dolor… incluso en lo repentino de la propia pérdida que ella sufrió con la muerte de Jonathan y la culpa que sentía ahora por las de Michael y Cain.
La joven siguió la línea de visión de él hacia el sol que se levantaba en el horizonte.
Se suponía que Jonathan había llegado al poder como ese sol: luz para un mundo perdido en tinieblas. Pero aquí en el valle Bethelim, la indiferente esfera solo parecía un recordatorio de que el lugar sobreviviría a todos ellos.
—Tú me culpas —expresó Jordin—. Pero te lo juro, no sé cómo sabían que íbamos.
Roland siguió mirando el sol, como arriesgándose a que le quemara la vista.
—¿Me vas a rechazar siempre?
—¿Quién puede rechazar a un hombre muerto? —preguntó él con amargura.
—Lo siento mucho por Michael.
—No pronuncies su nombre.
Jordin no dijo nada.
—Ella y Cain no fueron los únicos en morir… solo son los primeros. ¿No es ese tu razonamiento? ¿Que todos los inmortales morirán a manos de un virus creado por soberanos?
—¡Por un alquimista canalla! ¡Uno que vio cómo los inmortales masacraban a quienes él amaba! En lugar de estar aquí quemándote los ojos, ¿por qué no me ayudas a pensar en cómo salir de esto?
—Desmonta.
Jordin dudó por un momento, luego se apeó de la silla, vagamente consciente de los dolores musculares a lo largo de la espalda y los muslos.
—Llámalo, Rislon —dijo él, demasiado bajo para el oído humano; y en ese momento la joven recordó que todos ellos pudieron oír cada palabra que ella había pronunciado.
Un silbido desde el fondo del valle. El caballo se volvió y se dirigió colina abajo.
—Deseas conocer mis pensamientos —declaró él, enfrentándola—. Está bien. Escucha con atención.
Jordin asintió con la cabeza, afligida. Debía ser más valiente que cualquiera de ellos. Al fin y al cabo, iba a vivir. Todos ellos enfrentaban una muerte inminente. Y sin embargo allí estaba ella, sumida en autocompasión, incapaz de ver alguna ventaja.
—Desde luego que escucharé —respondió ella.
—Con mucha atención —reiteró Roland—. Una persona que enfrenta la desaparición de todo aquello por lo que ha vivido no necesariamente es razonable, así que perdóname pero resulta que yo soy esa persona. El hecho de que Feyn te quiera viva solo significa que el virus representa la amenaza que afirmas. Ella te tomaría y te extraería la sangre con la esperanza de hallar un antivirus en corto plazo… está claro que esa mujer es tan irracional como yo.
Entonces respiró hondo y continuó, sin poder controlarse.
—Si te hubiera oído la primera vez que viniste, quizás yo habría podido salvar a mi gente, una realidad que solo hace que mi razón parezca menos estable. Aun así, estable o no, el pasado ya pasó.
Palabras sencillas de un príncipe. Jordin no se podía quejar de su sinceridad.
—Sí. Ya pasó.
—Y sin embargo, debo decir esto: fue uno de los de tu clase quien liberó este virus. Si crees que fue un error de su parte hacer eso, debiste haber hallado una manera de detenerlo.
—¿Y qué crees que estuve tratando de hacer? ¡Acudí a ti!
—No dije que hallaras a alguien más que lo detuviera. Lo debiste haber matado tú misma, hace mucho tiempo.
—Él afirmó que hacer eso solo aseguraría la liberación de Recolector.
—Entonces debiste asegurar la lealtad de tus súbditos mucho antes de que pudieran volverse contra ti. Te hago personalmente responsable por no prever y detener este acontecimiento.
—Y yo te hago personalmente responsable por presionarlo hasta el punto de crear el virus —contraatacó ella—. ¡Debiste haber pensado eso antes de masacrar a mi gente!
—¡Estoy vivo! —exclamó él sacudiendo el rostro mientras soltaba las palabras, traicionando la rabia total que le hervía detrás de los ojos—. Y ahora moriré por esa vida, como lo hizo Jonathan.
—¿Jonathan? —objetó Jordin temblando al instante—. ¿Te atreves a pronunciar su nombre? ¡Tú rechazaste su sangre!
—¡Tomé su sangre mientras él aún vivía! No puedo aceptar tus argumentos para la vida que afirmas en su sangre muerta más de lo que podría aceptar un rumor de que este desierto reseco —aseguró él señalando el suelo del valle—, es un lago rodeado por árboles. ¡Tu vida no es más vibrante que esta tierra arruinada!
—¿Y la tuya sí lo es?
—Pregúntale a Kaya —declaró el príncipe bajando el brazo—. No. Pregúntate tú misma. Fuiste inmortal hace solo dos días.
Aunque furiosa y justamente indignada, Jordin no pudo discutir. No podía señalarle su profunda desdicha debido a la acusación a todo volumen acerca de la suya propia. ¿Cuántas veces había envidiado en los inmortales su apariencia de vida… de vida real?
—En tu mismo ser, no has sabido cumplir —concluyó él.
Jordin apretó los dientes, queriendo contener las lágrimas. Si brotaban ahora, no se detendrían.
—Si hay algo que no me has dicho, dilo ahora —decretó Roland asintiendo con la cabeza y suspirando—. No obstante, solo tengo un curso de acción delante de mí.
—Siempre hay más de un curso. Tú me enseñaste eso.
—Entonces dilo ahora. Rápidamente… el tiempo ya no es mi amigo.
Jordin tragó saliva, tratando de imaginar las palabras correctas que debía expresar con la convicción adecuada. Lo que salió la sorprendió incluso a ella.
—Te amo —confesó la joven.
Él parpadeó. Paralizado.
—Es decir, me aterras, pero también he visto quién eres realmente, y no es esto —continuó ella alejando la mirada antes de que las lágrimas la pudieran volver a amenazar—. Te necesito.
Al decirlo sabía que estaba exagerando en un terrible momento de desesperación, pero también sabía que detrás de esas palabras había más verdad de la que ella deseaba admitir.
—Tal vez solo estoy diciendo eso porque sé que pronto estaré sola en el mundo. Estaré… sola —comentó Jordin con labios temblorosos y negándose a detenerse por mucho que lo intentó—. Pero al menos estaré viva.
Entonces estiró las manos y le agarró los brazos.
—Te necesito. Para vivir. Vive para mí, Roland. Por favor. Y tendremos tiempo para entender todo esto.
—¿Volviéndome soberano? —objetó él con mirada perturbada.
—Es la única manera en que yo…
—¡Nunca! —la interrumpió—. En otro tiempo te pude haber convertido en mi reina. Ahora solo te puedo ofrecer mi muerte.
Roland miró como si la fuera a escupir. Ella supo que fue una tonta al expresar lo que sabía que él rechazaría de forma contundente. Pero no tenía alternativas. Estaba totalmente desesperada.
—Aún podríamos volver por Rom.
—¿Volver? Incluso ahora Feyn está reuniendo su ejército. Sabe muy bien lo que yo haré. Es una cabecilla con mentalidad de líder, ¡y no es tonta! Ya no tenemos ningún truco que realizar; ningún túnel que no haya colapsado ya. No. Iré por Feyn según mis reglas.
—Para morir según las de ella.
La mirada de Roland la taladró. Cuando volvió a hablar, su voz era uniforme.
—Según las mías. Tengo mil doscientos guerreros esperando. Labraremos muerte en Bizancio para honrar a Michael. No dejaremos un alma viva a nuestro paso. Ya no se trata de a quién mataremos, sino a cuántos.
En otra vida, las palabras de él la habrían impulsado a actuar. Pero al oírlas ahora, con la vida del príncipe tan fugaz ante ella, solamente la aterraron.
—¡No llegarás a la Fortaleza!
—Te equivocas. Nunca estuve dispuesto a arriesgar la vida de los míos. Ahora no hay nada que perder. Los haré esforzarse al máximo. Ya estamos muertos. Nadie ha visto aún la furia desatada de los inmortales —advirtió él, inclinándose, y curvando los labios detrás de los dientes—. Pero te aseguro que será un buen día para morir.
—¡No tienen que estar muertos aún! Como la última soberana te puedo ofrecer vida.
El príncipe escupió a un lado con disgusto.
—Por favor, Roland, ¡te lo suplico! Tu método no te traerá nada bueno.
—Me dará honra, uno de los muchos atributos dignos que sacrificaste al beber la sangre de un hombre muerto. Sin honra no hay vida. Yo soy quien vive, Jordin, no tú.
Pasó al lado de ella, hacia el camino por donde la joven había venido.
—Sabes que no puedo ir contigo —declaró ella volviéndose y siguiendo tras él.
—Te quedarás aquí —estableció el príncipe—. A pie.
—¡No puedes dejarme a morir aquí! —exclamó Jordin corriendo tras Roland, llena de pánico.
Él no le hizo caso, bajando por un lado de la colina a paso fluido y clarificando así sus intenciones. Jordin se detuvo a medio camino, comprendiendo que él no se retractaría después de hacer tal declaración frente a sus magníficos, quienes habían oído cada palabra.
Roland se balanceó en la silla, riendas en mano. Pronunciando una orden que ella no pudo entender, el príncipe dio un rodillazo a su montura y se dirigió al este a un trote rápido antes de lanzarse al galope.
Rislon dejó caer dos cantimploras en el suelo, le lanzó a Jordin una última mirada, y llevó la compañía tras Roland. En menos de un minuto el sonido de golpeteo de casos se desvaneció, dejándola mirando tras ellos en un silencio tan total que parecía resonarle en los oídos.
Por mucho tiempo no se movió. Su mente no parecía capaz de concluir pensamientos totalmente formados.
Entonces le surgió una idea, clara y devastadora a la vez. Jonathan la había abandonado. Igual que Rom. Y ahora Roland también. Estaba sola.
Jordin examinó lentamente el horizonte, buscando cualquier indicio de vida. El calor se levantaba de las blancas colinas como augurando el infierno que venía. Poco a poco cayó al suelo.
El fin había llegado.