FEYN RECORRÍA CON PASO airado la oficina de soberana. Se detuvo una vez para observar la cambiante noche a través de la gran ventana. Volvió a caminar de lado a lado. Atrás quedaron los largos terciopelos, sustituidos por pantalones ajustados de cuero y botas aseguradas por sobre la rodilla. Atrás quedaron los aretes ámbar, solamente el brazalete dorado le reflejaba el dorado de los ojos. Portaba en la cadera una corta espada con empuñadura enjoyada. Mortífera, casi, como su propietaria.
Roland y sus magníficos habían escapado. No solo con sus vidas, sino llevándose a la chica soberana.
Feyn se detuvo ante la ventana y miró hacia afuera. Las nubes sobre Bizancio se desplazaban en lo alto contra elusivas estrellas.
Mil sangrenegras. Veinte inmortales.
Escaparon. Aun superados en gran manera, habían eludido la fuerza total de las cantidades.
Los dos cuerpos inmortales habían resultado inútiles; fascinantes quizás en otra época para su equipo de alquimistas, pero tan propensos a Recolector como los sangrenegras.
Como ella misma.
La ira le recorrió ante la ineptitud de su ejército, ante la rapidez geriátrica de su alquimista llamado maestro, ante el destino acordado para ella de parte de un soberano anónimo. La ira ante la misma sangre de Jonathan.
Pero había algo muchísimo peor dentro de ella, extendiéndosele a través del corazón y la mente como ácido: miedo. Igual que cualquier criatura, tan común como los amomiados. Durante más de una década ella no había sentido de este modo las garras del temor.
En todo esto, sus pensamientos se habían vuelto hacia un blanco improbable. Saric.
Él había acudido a ella como amomiado. Solo después de que él saliera comprendió que cuando Recolector reclamara sus últimas víctimas, Saric quedaría ileso.
Y esa era la píldora más amarga de todas.
Feyn se había devanado los sesos, acosando a Corban hasta sus límites. Pero el alquimista que perfeccionara el suero negro afirmaba no conocer manera de revertirlo. Y sin embargo, había una forma. Saric. E incluso él se había quedado sin responder, llevándose el secreto en la sangre.
El infierno sabría dónde podría estar él ahora. Sin embargo, estaba allá afuera en alguna parte. Y aunque había enviado rastreadores en su búsqueda, de alguna manera ella sabía que no lo encontrarían. Saric siempre hallaba una manera de sobrevivir.
El odio se le retorció en la mente como una espiral.
Oyó un suave arrastrar de pies detrás. Levantó la mirada hacia un claro en las nubes en el frío brillo de la luna, soltó una lenta respiración y deseó que el corazón se le detuviera.
Luego giró sobre sus talones.
Cinco comandantes sangrenegras estaban delante de ella, que una hora antes se habían parado en la plataforma de la arena para reuniones. No, cuatro comandantes y Rom. Aunque él estaba vestido igual que los comandantes a su lado, permanecía como si estuviera atado, resistiendo todavía lo que no podía desafiar.
Cerca del escritorio estaba Corban, la endoprótesis y la manguera que se habían convertido en la marca de su trabajo en sus manos, las ojeras tan negras que parecían moretones contra su piel blanca.
Feyn evaluó la línea de sangrenegras ante ella: el gran perímetro de sus hombros, el modo en que miraban hacia el suelo, los amplios nudillos y los muslos fuertemente musculosos. Eran suyos cada uno de ellos. Suyos para andar por las calles y eliminar a los enemigos de ella, cada uno motivado por una voluntad, la de ella, como dedos de la propia mano de Feyn.
Saric. Roland. Jordin. Todos se le habían deslizado a través de los dedos. No solo eso, sino que cada uno siempre tuvo enérgicas claves para la propia salvación de ella.
—¡Tenemos un día para prepararnos! —exclamó Feyn, su voz resonó mientras caminaba lentamente por la fila de comandantes—. Roland está en una misión suicida. Sabe que no puede vivir. No cojeará dentro de la basura para morir en la arena, sino que volverá para llevarse a tantos como pueda. Rom ha identificado uno de los cuerpos que quedaron como el de la hermana de Roland.
Ella curvó los labios.
—Qué poético —concluyó.
A continuación hizo una pausa ante el último de los comandantes y le levantó la barbilla con un dedo. La mirada de él permaneció fija en el suelo más allá de ella.
Feyn bajó la mano.
—Le daremos la batalla que desea. ¡Una batalla como nunca se ha visto! Aquí, en Bizancio. Nuestro patrimonio. Nuestra tierra. Nuestras condiciones.
La mujer caminó hasta el otro extremo de la línea, pasó a Rom, y puso la mano frente al primer comandante.
—Tú despejarás una franja de un kilómetro alrededor de la Fortaleza.
—Mi señora, los magníficos evitarán el campo de batalla en las calles más oscuras —comentó el hombre delante de ella—. Hay mil casas en los sectores este y sur de aquí.
En un instante, la regente llevó la mano a la empuñadura. El acero se deslizó con un silbido de la vaina mientras empujaba la hoja hacia arriba debajo del borde de la coraza del hombre. El rostro del hombre registró asombro en silencio al tiempo que una delgada corriente de sangre le chorreaba por la comisura de la boca abierta.
—¡Roland solo ve sangre, idiota! Él mismo se lanzará contra nuestro ejército.
Feyn extrajo la espada y se volvió mientras el sangrenegra caía de rodillas detrás de ella.
—Le daremos a Roland tantos sangrenegras como pueda imaginar en un campo de batalla que no podrá resistir. Las personas en esas casas tendrán una hora para evacuar o morirán. ¡Quiero todas las estructuras arrasadas para mañana!
Se dio la vuelta y lanzó una significativa mirada a Corban. Agobiado y sin dormir, el alquimista asintió, poniéndose aun más pálido que antes.
—Me traerás de inmediato al maestro ingeniero. Toda energía eléctrica en la red de la ciudad se redirigirá hacia la Fortaleza para nuestras defensas. Iluminaremos el campo de batalla como el sol —declaró ella levantando la espada en la mano y moviendo la empuñadura en la palma—. Quiero dos mil antorchas iluminando cada sombra en un radio de un kilómetro. Cierren el resto de la ciudad. Llamen a los guardias de los puestos más allá del perímetro. Todos los ochenta mil estarán aquí, dispuestos como instruí.
Entonces Feyn caminó hacia el comandante que yacía derribado e inmóvil dentro de un charco de sangre, y se dirigió al segundo comandante en línea. Lo miró directo a los ojos. Él sangrenegra cometió el error de mirar hacia atrás.
—¿Te atreves a mirarme a los ojos después de un fracaso?
—No, mi señora. Yo…
Los ojos del hombre se agrandaron mientras ella le clavaba la espada en la cintura.
El siguiente sangrenegra no cometió el mismo error.
—Arcane —llamó ella.
La respiración de él era irregular. Feyn pudo oler el sudor que corría por el cuello del comandante.
—¿Mi señora? —susurró él.
—Cumple estas órdenes sin perder tiempo.
—Lo haré, mi señora.
Ella bajó la espada, la punta hacia el suelo. La giró una vez. La sangre salpicó el mármol y le manchó el negro de las botas. Levantó el arma, dio otros dos pasos hacia el siguiente hombre y volvió a poner la punta hacia abajo. Un giro del metal. La garganta del hombre se le movió visiblemente al tragar. Los tendones del cuello le sobresalieron; estaba evidentemente preparado para la oscilación de la espada. Feyn levantó los dedos de la empuñadura, y el arma repiqueteó en el suelo.
—Mátalo, Arcane —susurró ella, girando en sus talones.
Para cuando Feyn cruzó hacia Corban, el gemido del hombre había llenado el salón detrás de ella. La mujer se volvió a tiempo para ver a los dos hombres que quedaban: Arcane, con la corta espada oscura y desenvainada en la mano, y Rom, todavía rígido, a un brazo de distancia.
Se detuvo delante del alquimista. Su cabello, normalmente muy bien peinado, estaba echado hacia atrás en una maraña. La arrugada túnica le colgaba sobre los delgados y envejecidos hombros; había perdido peso en los dos últimos días. Pero lo más revelador de todo era la sombra de resignación latente en sus ojos.
—¿Qué noticias hay?
—Los inmortales son inservibles —comunicó el alquimista meneando la cabeza—. La muestra que tomé de Rom antes de su conversión no es mejor. Nuestros esfuerzos por desentrañar el virus y crear un antídoto… inútiles.
Corban se quedó en silencio.
Ella se dio vuelta y le lanzó a Rom una mirada furiosa.
—¿Qué más se puede hacer?
Él giró la cabeza y la miró a los ojos.
—No hay cura, mi señora —contestó como si el aire de sus pulmones le obligara a formar las palabras.
—¡No lo aceptaré!
—Nos estamos aferrando de nada —comentó Corban al lado de ella—. Hemos intentado todo. Lo único que queda es la sangre soberana.
—Tú la tenías dentro de ti —dijo ella, moviendo bruscamente la cabeza en dirección a Rom.
—La muestra que conservamos desde antes de su conversión demostró ser… poco concluyente. Quizás si estuviera viva, tomada de la vena… pero aun entonces —expresó él meneando otra vez la cabeza.
Por un momento el salón dio vueltas.
Dos días. Dos días antes de que el mundo se le saliera de los dedos junto con la vida.
Bajó la mirada a la endoprótesis y la manguera en manos del hombre.
—¿Lo conectaste hoy día?
—Sí. Lo intentaremos de nuevo —contestó él, pero su voz le dijo claramente que ya sabía que esto no reportaría nada.
Feyn agarró la endoprótesis y la manguera de manos de Corban y se acercó al candelero que ardía sobre el escritorio. Se levantó la manga por el puño bordado y lo echó hacia atrás. Sin preámbulo, se insertó la endoprótesis directamente a la vena negra a lo largo de la curva del codo, y le hizo un gesto a Corban, quien ya corría a su lado para conectar rápidamente el frasco al otro extremo de la manguera.
—Mi señora…
—Él afirmó durante años que mi sangre conoció vida una vez. Bueno, veremos si tiene razón.
Hace quince años, esto había sido suficiente para enviarla de rodillas sobre la plataforma de su propia toma de posesión. Para extender los brazos a la espada del custodio y morir. El más elemental indicio de recuerdo aun después de la muerte amomiada había vuelto a reclamarle los sentidos. Solamente lo suficiente.
Suficiente como para engañar a la muerte y volver a levantarse.
Miró hacia Rom mientras giraba la perilla de la manguera.
Pero mientras observaba el negro fluido de su propia sangre llenando la manguera, supo que esta no recordaba más aquella vida.
El frasco se llenó. Feyn sacó la endoprótesis. Alejó a Corban cuando intentó contener la herida.
—¡Llévatela y hazme un antivirus! Tu vida depende de ello. Y llévatelo —ordenó señalando a Rom con el dedo—. Drénalo hasta secarlo si es necesario. En cuanto a ti…
Se dirigió a Arcane.
—Prepárate. ¿Quiere batalla Roland? Lo mataremos en las calles a él y a sus magníficos. ¿Me oíste? ¡Los mataremos a todos!