JORDIN GUIÓ A LOS veinte magníficos a través de la ciudad, escoltada por Roland a la derecha y Michael a la izquierda.
Debía haber sido un momento para saborear. Jordin, la única soberana, dirigiendo a Roland y sus guerreros más destacados a un destino que ella elegiría. En realidad, incluso ahora podría hacerlos extraviar y dejarlos morir, librando al mundo para siempre del flagelo de Jonathan.
Jordin podía llevarlos a una batalla campal con sangrenegras, mantenerse alejada y observar cómo se masacraban entre sí, empapando el suelo con sangre contaminada. ¿O debía usarlos para matar a Feyn y rescatar a Rom como había previsto? ¿Qué importaba?
Era la única entre ellos que sobreviviría. El legado de Jonathan, contaminado por los efectos de Recolector en sus emociones, viviría solo en ella. Una salvación lisiada.
Pero Jordin no sentía salvación. Ni un indicio de gloria o paz en el pensamiento. Hacía tiempo que las circunstancias de la vida le habían acuchillado el corazón. Inexplicablemente, de algún modo esto no se había detenido, y cada bombeo del corazón era el recuerdo vivo del fracaso absoluto. De la brutal matanza y de la quema de tantos a quienes ella había amado. De cada amomiado ajeno a la salvación, entre los cuales una vez viviera.
Que Feyn hubiera hallado el santuario significaba que Rom le había dado su ubicación. En el momento en que Jordin olió el fuego dentro de las cavernosas cámaras supo que lo habían convertido y obligado a revelar el remanente soberano. Si él podía traicionarlos, ¿de qué era capaz ella misma? La joven tocó el equipo de seroconversión que tenía en la chaqueta y oró por no fallarle a Rom.
Luego estaba Roland. Jordin no podía negar la atracción que sentía en el corazón por el príncipe, incluso ahora. El recuerdo de su tierno abrazo precisamente anoche se negaba a salírsele de la mente. El príncipe la había comandado una vez. El corazón en el inmortal aún la llamaba.
Kaya estaba esperándolo, Jordin sabía… una jovencita inmortal suspirando por su amo. Jordin hizo caso omiso a los extraños celos que sentía y se compadeció del inocente olvido de la jovencita; la muerte la esperaba.
Habían cabalgado velozmente, el estruendo de muerte había disminuido a un susurro silencioso; hacia el perímetro oeste de la Fortaleza, Jordin a la cabeza, desviándose de los puestos de sangrenegras a la señal de Roland. Con cada kilómetro que pasaban, las defensas de Feyn se hacían más fuertes. No tenían intenciones de evitar a aquellos amomiados que encontraran, sabiendo que estos solo correrían a esconderse, y que quizás harían una llamada frenética para alertar a las fuerzas… demasiado tarde.
El objetivo que tenían: el antiguo laberinto conocido solo por los gobernantes en el cargo y por los antiguos custodios de los secretos; un laberinto de pasajes reservado para el escape real. Durante cientos de años este conocimiento se consideró solo un mito transmitido de soberano a soberano.
Jordin le había explicado a Roland que por eso no era probable que Feyn supiera del laberinto. Saric le había quitado la vida a su padre, y no hubo tiempo para que Vorrin le transmitiera el secreto. Además Saric había puesto a Feyn como su sucesora antes de que Jonathan llegara a la mayoría de edad.
—¿Cómo supiste de este laberinto? —había exigido saber Roland.
—Cuando nos refugiamos en el santuario debajo de las ruinas, el custodio halló algunos documentos antiguos que entre otros secretos hablaba de la existencia del laberinto por parte de quienes primero trabajaron en él. Nos lo mostró solamente a Rom y a mí.
—¿Y por qué no usaron el laberinto para arrancarle la cabeza a esta serpiente?
—Si es a Feyn a quien te refieres, Rom se negó a tocarla —contestó Jordin lanzándole una mirada irónica—. A cualquier sangrenegra menos a ella. Tú sabes cómo él la ha protegido desde el principio. El laberinto sale concretamente a los jardines para grandes reuniones detrás del palacio. Las edificaciones están sumamente protegidas por más sangrenegras de los que pudimos haber enfrentado cara a cara.
Él frunció el ceño. Jordin clarificó aun más el caso.
—Los sangrenegras que pululan en los jardines nos habrían olido llegar. Solo alguna vez hemos tenido unos cuantos guerreros entre nosotros. Sin nuestro antiguo sentido mortal… —balbuceó la chica meneando la cabeza—. Habría sido un suicidio.
—Pero con una fuerza élite de magníficos inmortales… —añadió Roland.
—Sí —terminó ella la frase nivelando la mirada con la de él.
El príncipe asintió ligeramente con la cabeza.
—Te llevaré más allá de los muros de la Fortaleza —continuó la joven—. Tendrás que abrirte paso luchando hasta el palacio.
La entrada al laberinto estaba en la bodega de una antigua basílica al norte de la Fortaleza… demasiado cerca del mismo reducto, muy en el grueso de sangrenegras que rodeaban la capital. Debían entrar por el este.
Cabalgando por las abandonadas calles, con el equipo en la chaqueta, lo menos que Jordin se preguntaba era si viviría para llegar hasta Rom.
Un instante después, Roland se detuvo, mano en alto.
Los magníficos de Michael y Cain se pararon en seco, dejando que el caballo de Jordin trotara varios pasos antes de que ella jalara las riendas.
El príncipe puso su caballo a la par, con la mirada enfocada en la calle, escuchando atentamente durante varios segundos en la noche. Jordin solo oía el silencio de la ciudad, pero eso no significaba nada; Roland mismo podía oír el paso de un gato con sus patas acolchadas a una cuadra de distancia… o el roce de una bota sangrenegra a lo largo del pavimento una cuadra más allá.
—¿Cuánto más?
—Como ochocientos metros.
—Hay muchísimos adelante. Feyn suele tener estas bandas de secuaces alrededor de la Fortaleza. Podríamos abrirnos paso peleando, pero tendríamos demasiadas pérdidas.
—Ustedes no están acostumbrados a las pérdidas —comentó Jordin, incapaz de evitar el tinte mordaz en la voz—. Algunos de nosotros no somos tan afortunados.
Roland se volvió en la silla y examinó el costado de la cara de la joven.
—Siento mucho tus pérdidas.
—Pronto tendrás bastantes de las tuyas.
En el momento en que las palabras entraron en la noche, ella se arrepintió de haberlas dicho.
—Perdóname.
—Tenemos que virar hacia el este —informó Roland observando la calle, luego tiró de su montura sin esperar instrucciones.
Seguiría siendo el príncipe de los inmortales hasta el último aliento.
Él los llevó hacia el este y luego al norte, haciendo caso omiso de Jordin, mientras rodeaban fuera del alcance de los sangrenegras que zumbaban en la Fortaleza como un enjambre de avispas protegiendo a su reina.
Solo cuando estuvieron mucho más al norte, Roland se volvió hacia la chica con un asentimiento de cabeza y permitió que ella volviera a tomar el liderazgo.
Jordin los llevó por varias cuadras de la Basílica de los Portones, al parecer usada por Megas cinco siglos atrás. Megas, el primer soberano, que había canonizado el Libro de las Órdenes, asesinó al fundador de la Orden y liberó el virus que produjo la muerte a todo ser humano vivo en el planeta. Megas, quien estuvo tan paranoico en su nuevo mundo lleno de temor, debió construir el antiguo laberinto como un medio de escape desde la Fortaleza.
—Aquí es —informó Jordin haciendo detener a su caballo ante el portón y asintiendo con la cabeza ante el enorme arco de entrada.
Roland examinó los jardines. La basílica ya no estaba en uso, mantenida solo como un sitio histórico en tributo a Megas.
Fiel a su nombre, un enorme portón negro en la cerca de hierro forjado separaba los jardines de la calle. Malezas dispersas se habían apoderado de lo que una vez fuera un ancho patio interior de concreto. Este patio estaba roto en pedazos desmoronados, sus bordes asomándose a través de la suciedad en partes que no lograba cubrir la basura que durante alguna de las tormentas características de Bizancio había ido a parar allí.
Dos columnas se levantaban como centinelas junto a la entrada, unidas por otra puerta de hierro. El gran portón detrás de esta, arqueado y siniestro, encadenado y cerrado con candado. Por encima había ventanas con vitrales a lo largo de las paredes. Jordin no podía distinguir las escenas, pero siempre eran las mismas: los horrores de las Guerras Fanáticas; el filósofo Sirin alimentando una paloma de la paz; y siempre, exactamente sobre el altar, Megas sosteniendo el atado Libro de las Órdenes, canonizado bajo su mandato.
Jordin analizó la cerca de hierro forjado. Metro y medio de alto, se extendía cincuenta metros en cada dirección desde el portón exterior y al parecer alrededor del complejo.
—Los jardines traseros son nuestra mejor alternativa. Hay una entrada por detrás.
—¿Dónde está la entrada?
—En la bodega.
—¿Y de allí?
—Tomamos el túnel que dirige a la Fortaleza.
Eso era ponerlo de manera sencilla; el laberinto mismo podría atrapar al desconocedor durante horas y hasta días. Más tiempo si no lograba encontrar la salida.
—¿Recuerdas el camino?
—Espero que sí.
El príncipe le lanzó una mirada. Era indudable que la memoria de ella era un punto sensible con relación a él.
Roland volvió su montura para enfrentar la cerca y la llevó directo hacia el portón de hierro. Con un poderoso salto, el caballo salvó la barrera y fue a parar hábilmente más allá.
Antes de que Jordin pudiera hacer girar su caballo, los otros lo siguieron, los cascos de los corceles saltaron las balaustradas con puntas de hierro sin siquiera un rasguño. Con el estruendo sordo de un repiqueteo aterrizaron en la oscuridad del patio y desaparecieron tras su líder. Jordin contuvo la respiración y espoleó su corcel en el corto despegue. Por segunda vez esa noche la joven voló por los aires y aterrizó con la gracia del caballo y el jinete magníficamente entrenados.
Ella podría no ser inmortal, pero como nómada había montado con los mejores.
Cuando giró en la esquina, la mitad de los magníficos ya estaban desmontando y lanzando las riendas alrededor del descuidado seto a lo largo del muro trasero. Roland observaba desde su caballo mientras Jordin examinaba la puerta mecánica.
—Las ventanas —comentó ella volviendo con el reporte.
El príncipe desmontó de su caballo, señalando con el dedo dos ventanas de media altura en cada lado de la puerta. Cain golpeó una con la bota, y otro magnífico presionó el codo contra la otra ventana. El cristal destrozado se precipitó dentro del edificio.
Todo esto sucedió antes de que Jordin pensara en desmontar. Observar la precisión y la velocidad con que obraban los inmortales de Roland, la forma en que sin problemas y sin cuestionar cumplían las órdenes, le produjo respeto, a pesar de las circunstancias.
—Jordin.
Ella miró al príncipe y bajó del caballo. Rápidamente lo ató.
Con una inclinación de cabeza corrió hacia la ventana despejada por Cain, deslizó una pierna y después las dos, y entró a la oscura basílica.
Antes de que la guerrera tuviera tiempo de recuperarse, Michael ingresó por la otra ventana, girando elegantemente sobre una palma con ambas rodillas dobladas para saltar el alféizar, como una bailarina danzando por el aire.
Los demás volaron en rápida sucesión detrás de ella.
—Muévete.
La orden vino de uno de los magníficos detrás de Jordin. Ella se hizo a un lado y miró por el pasillo, intentando orientarse mientras los demás magníficos entraban, llenando el sombrío espacio.
—Sígueme —dijo Roland en voz baja, tomándola del brazo.
A pesar de sus años de entrenamiento al lado de Roland, y de su antigua posición como campeona, Jordin se sentía como una niña entre ellos mientras el príncipe la jalaba hacia delante.
Por un momento, cegada por la oscuridad y a merced de Roland, despreció su estado de soberana. Una parte de ella se preguntaba si sería mejor morir como inmortal aunque solo fuera para sentir, sentir realmente, la vida plena otra vez antes de entrar a lo que el destino le aguardara más allá de la tumba. Para bajar peleando pero vibrantemente viva hasta el final.
Solo podía ver siluetas oscuras, iluminadas por farolas más allá de las claras ventanas. Pasillo abajo. Un silencioso informe del extremo de la basílica: uno de ellos ya había encontrado el camino que conducía a la parte de abajo. A tientas en la oscuridad, ella habría tardado muchos minutos.
Todo el tiempo la mano de Roland estaba enroscaba alrededor del bíceps femenino.
—¿Dónde está la bodega?
—En la parte trasera, allí debe haber una despensa —informó ella.
Roland transmitió la información, y la llevó al hueco de una escalera. Aquí la oscuridad se hizo total, y aunque Jordin se las arregló para recorrer los tres primeros peldaños, tropezó con el cuarto, permaneciendo de pie solo por la mano firme del príncipe.
—Cain, encuentra una antorcha —ordenó él; luego a ella—. Perdóname, olvidé lo limitada que es tu vista. Si no logramos encontrar una antorcha, tendré que cargarte. Sería mejor para ti decirme el camino y quedarte atrás.
—No —negó la joven; el solo pensamiento de quedarse sola la aterró—. No, debo guiarte.
El camino a través de los túneles dependía de giros exactos en tres de nueve intersecciones: la segunda, la séptima y la novena; pero Jordin no estaba dispuesta a entregarle ese conocimiento a Roland. No confiaba en que él regresara a la vida a Rom.
—Simplemente encuentra una antorcha.
Él titubeó, luego la guió rápidamente escaleras abajo. La grava se deslizó debajo de los pies de la joven. Una llama resplandeció ante el rostro de Cain… un pequeño encendedor en su mano derecha a tres pasos de distancia. La mirada de él estaba fija en ella mientras con el fuego tocaba una improvisada antorcha. Una luz anaranjada iluminó una enorme bodega alineada con estantes de barriles. ¿Incienso? ¿Combustible para lámparas?
La mitad de los magníficos ya estaban listos, esperando órdenes de Roland; los otros bajaron las escaleras detrás de Jordin. El príncipe le soltó el brazo y se dirigió hacia los barriles de madera apilados cuidadosamente en los costados contra la lejana pared.
Pateó un bloque de madera encajada en la base del barril en un extremo, colocó el tacón de su bota en el barril y lo empujó con fuerza. El contenedor rodó y la pequeña montaña de barriles cayó rodando.
El pulso de Jordin se aceleró mientras aparecía en la pared el contorno de antiguos listones grises. Una entrada, apresuradamente sellada mucho tiempo atrás.
—Derríbenla —ordenó Roland.
Cain le pasó la antorcha a uno de sus hombres, se acercó a la pared y asentó la bota contra uno de los listones. Se rajó. Otra fuerte patada y la antigua madera se hizo añicos. Cinco empujones más de la bota y la entrada se despejó de todos los listones menos uno a la derecha; ya tenían un metro de ancho y suficiente altura para que un hombre alto pasara por debajo sin ningún impedimento.
Cain entró y observó el oscuro pasaje. Se volvió hacia Roland.
—Despejado.
—Anda a la vanguardia con la llama. A tu espalda. Michael, atrás —dispuso Roland, mirando a Jordin—. Debemos permanecer cerca de la antorcha de Cain. Asegúrate de tus giros. Cuando lleguemos al final del pasaje, yo dirijo.
Las palabras fueron directas y tranquilas, pero la joven sabía que él estaba furioso detrás de esa sombría mirada. ¿Cómo era para un hombre tan poseído de inmortalidad enterarse de que estaba infectado con un virus letal para el que no había cura… ninguna cura aparte de convertirse en aquello que se había dedicado a aniquilar?
Al parecer el viaje en silencio a través de la ciudad solamente había fortalecido la resolución del príncipe. No había búsqueda de salvación en esos ojos centelleantes. Esta era una misión de venganza.
Jordin siguió a Cain, quien había tomado la antorcha y entraba al pasaje delante de ella.
Roland mantuvo el paso sin pronunciar palabra. El sonido de las botas de los demás sobre el suelo de piedra resonaba suavemente alrededor de la joven: una compañía de guardias, llevándola hacia su ejecución, pensó.
No. Eran ellos los sentenciados a muerte.
Jordin pensó entonces que al estar Roland frente a su propia muerte no solo tendría dificultades para tomar la sangre soberana, sino para permitir que cualquier sangre soberana sobreviviera a él.
Él no tendría misericordia.
Al matarla, acabaría eficazmente por igual con las épocas de custodios, nómadas, mortales, inmortales y soberanos. Solamente sobrevivirían los amomiados, que ya habían estado muertos durante casi quinientos años.
El antiguo túnel olía a tierra, hongo y moho. Las elevadas paredes de piedra caliza estaban labradas de forma tosca; el pasaje lo habían perforado a toda prisa, solo como algo práctico. Corría directo sin siquiera un recodo o una marca. Kilómetro y medio, al menos, pensó ella. Lo más probable era que estuvieran pasando justo debajo de las fortificaciones de los sangrenegras, inmediatamente fuera del muro de la Fortaleza.
Les tomó diez minutos llegar a la primera intersección, túneles más pequeños se ramificaban a derecha e izquierda.
—Más allá —informó Jordin.
Siguieron adelante sin hablar.
Solo veinte pasos después hallaron un segundo cruce.
—A la derecha —avisó ella.
Roland intercambió una mirada con la chica y asintió hacia sus hombres.
Viraron en el pasaje, que cien pasos más adelante los llevó a un cuarto, quinto y sexto cruce. En el séptimo, Jordin los dirigió hacia la izquierda.
Otro largo túnel, después una octava intersección. Solo en la novena ella indicó un giro a la derecha, llevándolos a un pasaje que corría de manera angular y no perpendicular como había sido hasta aquí.
—¿Cuántos giros más? —inquirió Roland en voz baja.
No había razón para mentir.
—Ninguno.
Él se detuvo, al igual que Cain y los que venían tras ellos.
—Ve a la retaguardia.
—No.
—Haz como digo —ordenó Roland en tono tranquilo aunque no podía ser más demandante—. Te olerán cuando te aproximes.
—Iré a la retaguardia en la salida, no antes.
—Haz como digo —gruñó él de manera irreflexiva.
—¿Qué vas a hacer? ¿Atarme de pies y manos y mandarme a la retaguardia?
—Si es necesario. Eres un riesgo.
—No podré ver.
—¡A la retaguardia!
La joven trató de pensar en otra razón de por qué debía mantenerse firme, pero no la halló. Su vacilación le quitó el asunto de las manos. Roland miró a los hombres detrás de ella, y unos fuertes dedos la tomaron del brazo. Jordin trató de zafarse, pero el esfuerzo fue totalmente inútil.
—¡Quítenme las manos de encima!
—Tráela, Michael —ordenó Roland sin voltear a mirar, y acompañado de Cain se metió en lo profundo del pasaje, el ritmo acelerado por la longitud de los pasos.
—¡La sangre de Rom podría contener el único antídoto para el virus! —gritó Jordin; su voz resonó en el túnel—. ¡Su muerte podría sellar la tuya propia!
Los magníficos pasaron a su lado como si ella no fuera más que una piedra en el lecho de un río. Y luego se pusieron al trote, ganando velocidad como una jauría de perros que habían olido una presa, hasta ir raudos por el túnel a toda carrera.
—¡Quédate cerca! —exclamó Michael, tomándola firmemente del brazo y tirando de ella—. ¡Vigila por dónde andas!
—Nuestra sangre podría representar un freno para el virus, Michael —comentó Jordin jadeando—. Al menos la de Rom. No pueden matarlo.
—¡Quédate callada o te silenciaré!
Jordin no tenía motivos para dudar de la guerrera. La mujer a quien una vez considerara amiga se había endurecido con el tiempo, desde que combatieran y cabalgaran juntas, y ahora mostraba crueldad. Jordin dejó que se le tranquilizara la mente, pensando en que Michael no tenía nada que perder si la hacía tropezar o chocar contra la pared. Roland le había ordenado que la llevara, y eso haría, a pesar del hecho de que ya no la necesitaba para irrumpir en la Fortaleza.
Necesitaron algunos minutos para llegar al final del pasaje. La fila se agrupó cerca de lo que al principio parecía ser un callejón sin salida. Por la luz de la antorcha que ardía cerca de una protuberancia Jordin pudo ver la silueta de ladrillos de piedra caliza que bloqueaba el camino.
—Sangrenegras —susurró Michael.
La guerrera mantuvo la mirada al frente, intensamente enfocada.
—Demasiados.
¿Cuántos? Devolverse no sería una opción para Roland, que estaba comprometido y consumido con una misión: matar a Feyn.
De repente las tinieblas inundaron el pasaje, la llama se extinguió. Jordin oyó chirridos y estruendo de bloques de piedra. Michael la agarró del brazo y la arrastró hacia adelante. Se habían puesto en movimiento. Y con rapidez.
Después de no más de veinte pasos, Jordin llegó al contorno irregular de una abertura que enmarcaba un brillo amarillo opaco al otro lado.
Michael la soltó, saltando sobre bloques derribados, con cuchillos ya en mano. Corrió tras los magníficos, ansiosa de repente por protección a pesar de lo que les esperaba. Apenas pudo esquivar una roca de medio metro y salir del pasaje.
El parque para grandes reuniones estaba en el centro de una arena al aire libre de piedra caliza tallada, con treinta o cuarenta filas de asientos alrededor de la circunferencia. Pero fue la escena que la recibió, iluminada por cien antorchas, lo que dejó a Jordin con el alma en vilo.
No menos de quinientos sangrenegras alineados en las gradas, sus ojos negros con dorado fijos en los magníficos esparcidos a la izquierda de la joven, listos para la orden de su príncipe, las manos listas para sacar las armas.
Los pulmones de Jordin estaban desprovistos de aire. ¿Cómo lo habrían sabido ellos?
El terreno estaba en perfecto silencio. Jordin examinó las gradas. Se había equivocado, los sangrenegras eran más de mil. Estaban totalmente quietos, esperando una orden, sin demostrar ningún indicio de preocupación por los esquivos magníficos atrapados por fin delante de ellos.
¡Tenían que regresar!
El pensamiento gritó a través de la mente de Jordin y luego desapareció, reemplazado por la certeza de que Roland no mostraría tal debilidad. Tampoco ella. Un nómada se habría retirado alguna vez, pero ellos ya no eran nómadas; eran mortales, aunque ahora divididos por tipo de sangre. Una actitud desafiante residía en su sangre, que frente a la muerte saltaba con vida intensa.
Cinco sangrenegras estaban alineados sobre una tarima que servía como plataforma, tranquilos con las manos cruzadas. Jordin no les podía ver los rostros; solo por las marcas rojas en sus corazas ella supo que se trataba de comandantes. A cada lado de la plataforma, negros estandartes: la antigua brújula de Sirin sin sus engastes, un simple círculo dorado sobre un fondo negro… levantado silenciosamente por ráfagas de aire.
Ninguna señal de Feyn.
Roland erguido, los pies plantados listos y los brazos colgando a sus costados, la capucha echada atrás del rostro. Sus guerreros no parecían más preocupados que su príncipe, aunque sin duda buscaban en la mente opciones no aparentes para Jordin. Ángulos de ataque, dividir al enemigo, un medio de atravesar la inmensidad de sangrenegras.
Una última y mortífera posición.
Mortífera, porque no tenían nada que perder.
—Demasiados —susurró Michael en tono silencioso.
El oído agudo de Roland captaría fácilmente las palabras.
—Aguarda —respondió el príncipe, apenas más alto que un susurro, con voz tranquila.
—Hay una mejor manera —comentó ella.
Roland le hizo caso omiso y comenzó a avanzar al frente, la mano en la espada que tenía en la cintura, la mirada puesta en los cinco comandantes en la plataforma. Caminó treinta pasos antes de detenerse y volverse para examinar lentamente a la multitud.
—Soy Roland, príncipe de los inmortales, asesino de muchos —declaró él, su voz resonó por todo el escenario con inflexible poder—. Mi enemigo es sangrenegra. Ustedes, quienes no han derribado aún a ninguno de mis magníficos.
Caminó examinando a los sangrenegras con ojos desafiantes. Sin temor… Jordin sabía que él no temía nada. Como en respuesta, el propio corazón de ella se llenó del tipo de audacia conocida solo por quienes han enfrentado obstáculos insuperables y se han rendido al destino.
Luego recordó que era la única soberana viva.
La audacia se derritió.
—Solo ven a veinte delante de ustedes —continuó Roland, extendiendo el brazo hacia sus guerreros—. Envíen a cincuenta, y les mostraré yo solo cómo un inmortal se gana su rango.
—¡Atento! —susurró Michael.
El príncipe estaba entreteniendo. Jordin lo sabía, igual que Michael. Incluso ahora, frente a mil, la mente de él estaba buscando alguna estrategia que le permitiera sobrepasar a estos sangrenegras y entrar al palacio. Pero no había manera de que veinte magníficos prevalecieran contra una tormenta de sangrenegras. Ninguna cantidad de flechas y cuchillos podría rechazar tal enjambre, cuando decidieran atacar.
Sin embargo, ¿por qué no lo hacían?
La respuesta se presentó en ese instante. No era tras los inmortales que ellos iban.
Iban tras ella. Querían su sangre. Si sabían que la sangre soberana no sucumbiría ante Recolector, cualquier esperanza de conseguir un antídoto vendría de las venas de Jordin.
¿La capturarían viva?
—Y por tanto ustedes están aquí pensando en su destino —gritó Roland—, sabiendo que deben obedecer a su creadora cuando los llame a morir.
Los comandantes no hicieron ningún movimiento.
—Hay una mejor manera —repitió Michael, desafiando la orden de su hermano de que se callara.
Se generó silencio, pero Jordin sabía que se estaban comunicando en tonos demasiado bajos para que ella pudiera oír.
No obstante, el hecho de que Michael expresara tanta preocupación como lo hacía, hermana o no de Roland, era profundamente desconcertante. Todo esto era un engaño. No había manera de atravesar la multitud delante de ellos. De modo que, ¿por qué las evasivas?
De repente el comandante en el centro de la plataforma dio un paso y los enfrentó bajo la luz de dos elevadas antorchas a cada lado, los brazos extrañamente sueltos a los costados.
—Entréganos a la soberana y perdonaremos a los demás —demandó con voz fuerte pero tensa—. Entréganos a Jordin.
Algo respecto a él… su rostro era ligeramente más solemne y su piel pálida, grabada con venas negras. Pero la forma en que se mantenía, como si sus miembros no estuvieran animados por voluntad propia, sino por la de alguien más. La dureza de esa mandíbula, la absoluta guerra dentro de esos ojos…
Rom. Se había vuelto sangrenegra.
Rom, junto con los secuaces de Feyn, bajo la autoridad de ella.
Jordin se movió antes de que supiera lo que esperaba conseguir, caminando hacia Roland con pasos rápidos.
—¡Retrocede! —gritó Michael.
Ella no tenía intención de volver atrás.
Roland no se había vuelto, a pesar de estar consciente de que Jordin se acercaba.
La joven se detuvo a tres pasos a la derecha del príncipe y miró a Rom, cuyos ojos negros la observaban, negros como cuervos atrapados en una jaula.
—Participas en un juego peligroso —comentó Roland en voz baja.
—Igual que tú —replicó ella con la mirada fija al frente, luego se dirigió a Rom en voz alta para que todos oyeran—. El virus ha sido liberado. Mattius lo liberó antes de que lo mataran. Todo sangrenegra e inmortal sobre la tierra estará muerto en pocos días. Horas, quizás. Roland nunca permitirá que los sangrenegras me agarren viva. Tú y yo seremos sus primeras víctimas. Sin duda puedes ver eso.
—Yo soy de mi creadora y tengo mis órdenes —contestó Rom con voz lenta, cargada de emoción y convicción a la vez—. Si vienes voluntariamente vivirás…
—No, Rom. Feyn me usará y me matará, igual que a ti.
Ella había querido que sus palabras acerca de la intención de Roland de matarla no fueran ciertas, pero sabía que había dicho la verdad. Permitir que Feyn la tomara como rehén con el fin de huir y esconderse solo sería como poner sal a la herida. Y el príncipe nunca permitiría eso.
Ella debía brindarles cualquier información errada que pudiera inventar para obtener más tiempo.
—Hablé con Mattius antes de encontrar a Roland. La sangre soberana debe ser de la clase más pura para que cualquier esperanza de un antivirus pueda salir de ella. Soy la única soberana viva en el mundo. Si muero, también muere Feyn. Déjanos pasar, ¡aunque solo sea para salvar a Feyn!
Permaneció callado.
—Él está perdido, Jordin —murmuró Roland—. No puede salvarte.
—¿Y puedes tú? —objetó ella moviendo apenas los labios.
—Entréganos a Jordin y todos ustedes podrán salir vivos de este escenario —repitió Rom—. Estas son las únicas órdenes que importan.
La joven sintió tanto indignación como empatía por Rom, tan agarrado por un poder más allá de su voluntad. Y por dolor; no había manera de que ella pudiera alcanzarlo antes de que el virus le devastara el cuerpo.
—Solo hay una salida —informó Roland en voz baja—. Solo una.
—¿Cuál?
—A través de la oscuridad.
La única manera era por medio de su sangre y esa tampoco era una verdadera salida, pensó Jordin. ¿Había Jonathan pretendido que ella muriera rodeada por sangrenegras, igual que él? ¿Estaba muerto el legado de vida? ¿Era esta la salvación que la sangre de Jonathan había ofrecido a los vivos? ¡Mejor no haber nacido en absoluto que sufrir como habían sufrido desde que él muriera!
—¿Desea tu creador sangre soberana para crear un antivirus? —preguntó Roland caminando hacia ella, pasándole los dedos a través de la espalda y colocándose detrás—. ¿Esta única alma por las vidas de mis magníficos, permitiéndome la libertad de regresar con mi ejército y aplastarlos a todos ustedes o morir en batalla?
El príncipe se detuvo y enfrentó a Rom, con la mano sobre el hombro de Jordin.
—¿Es esto lo que requieres, Rom?
Él no contestó.
—Entonces tendrás a tu soberana. Con mis condiciones.
Le agarró el brazo a Jordin y tiró de ella, retrocediendo hacia Michael. Los veinte magníficos se alistaron.
—En el momento en que el primero se mueva, Michael —le dijo en voz baja—, ven a mí rápidamente. Atenta.
Durante seis zancadas completas no pasó nada detrás de ellos. Jordin no podía saber lo que Roland tenía en mente. Pero tampoco los sangrenegras.
Golpes sordos sonaron detrás de ella, y se volvió para ver que no uno sino docenas de sangrenegras saltaban al suelo, como piedras negras cayendo con fuerza sobre la tierra.
Pero estas piedras tenían piernas poderosas y ya corrían a toda velocidad. Vaciaban las gradas e inundaban los jardines, un enjambre de secuaces concentrados en su presa.
—Ellos…
Antes de que Jordin pudiera terminar su advertencia, Roland la tomó en sus brazos y caminó con pasos seguros, haciendo caso omiso a la conmoción detrás de él, siguiendo a los demás magníficos a medida que comenzaban a huir de nuevo hacia el túnel como una fila de murciélagos volando hacia una cueva.
Todos menos Michael y Cain, quienes corrieron hacia el torrente de sangrenegras, una guardia trasera rápidamente formada, lista a frustrar al enemigo el tiempo suficiente para asegurar la rápida salida de sus compañeros.
¡Los sangrenegras venían a toda prisa! Cientos de ellos estaban ahora sobre los jardines, pululando.
Roland se echó a Jordin en los hombros como podría hacer un simple gimnasta. Ella giró a tiempo para tener un claro vistazo del torbellino que eran Michael y Cain, desgarrando la vanguardia de sangrenegras que inundaban el escenario alrededor de ellos.
Jordin oyó el fulminante canto del acero, claro hasta para el oído de ella, chocando contra las armaduras sangrenegras. Una cabeza salió volando hacia el cielo, la cara pálida boquiabierta en estado de shock. Michael lanzó la espada en un arco mortal, y tres guerreros más se estrellaron en el suelo sin el beneficio de sus piernas. Las manos de Cain resplandecieron desde su cadera. El impacto de sus cuchillos lanzó a dos sangrenegras contra los que venían detrás. Giró, arrancándole a uno la espada y el brazo, y atravesando la armadura y las costillas de otro.
Cuando la oscuridad del pasaje se estrechaba como un iris detrás de ellos, Jordin vio que los sangrenegras descendían por cientos. Un grito de batalla que ella sabía que pertenecía a Michael traspasó el aire. Retrocedieron en un torbellino de acero y sangre, reduciendo la vanguardia de sangrenegras. Una marejada negra se extendió alrededor de los dos magníficos.
Habían superado a Michael y Cain.
Roland se detuvo en seco. Se dio vuelta y miró por el túnel mientras los sangrenegras surgían más allá del punto donde Michael y Cain habían caído.
El cuerpo del príncipe tembló debajo de Jordin. Un feroz gruñido le depuró la ira.
Sin otro momento para llorar la muerte de su hermana, se apuró más profundo dentro de la oscuridad y giró en el primer túnel, corriendo a toda velocidad detrás de los otros. Total oscuridad envolvió a Jordin mientras el choque del tumulto se desvanecía en la distancia.
Roland permaneció en silencio, respirando a un ritmo profundo y mortífero. Michael y Cain le habían ofrecido valiosísimos segundos con sus vidas. El laberinto con su oscuridad le brindaría más. Suficiente.
Pero Jordin sabía que una nueva oscuridad había entrado a la mente de Roland.
Una oscuridad que significaría la muerte de todos ellos.