FEYN SE HALLABA DE pie delante del gran escritorio de la oficina de soberana, mirando el solitario objeto sobre su superficie pero sin verlo realmente. La mente le daba vuelta a los acontecimientos de las últimos veinticuatro horas como una tormenta a su alrededor.
Los diez mil sangrenegras se habían dividido en tres sectores de la ciudad. Sur, había dicho Rom. Habían ido al suroeste, al centro sur y al sureste, examinando toda manzana, tomando por asalto cada casa, apartamento y edificios comerciales, oficinas y basílicas. A su paso dejaron amomiados huyendo y gritos mientras investigaban cuartos traseros, clósets, huecos de escaleras, áticos y azoteas. Hasta las antiguas criptas de las basílicas. Al menos ocho muertes se habían reportado, y muchas palizas más. Nada de eso era poco común tratándose de sangrenegras, lo cual no le preocupaba a Feyn.
Lo único que importaba era encontrar a los soberanos.
Habían pasado siete horas hasta saber que habían encontrado y asesinado inmediatamente a los soberanos.
Los secuaces de Feyn habían regresado sin cadáveres, bajo órdenes de matar y quemar. Pero habían traído anaqueles de ampolletas… tres de ellos marcados con una siniestra «R». Recolector.
Corban se había encerrado inmediatamente en el laboratorio a trabajar febrilmente en revelar los secretos del código viral. Hacía una hora Ammon había venido a informar que en realidad se trataba de un virus. Parecía letal.
Feyn pasó por el costado del escritorio, se inclinó por un momento en el borde antes de sentarse lentamente en la gran silla detrás de él. Se agarró de los brazos de la silla hasta que los nudillos se le pusieron blancos.
Los soberanos estaban muertos, su grupo herético purificado por fuego. Ella habría estado profundamente satisfecha menos por algo: el inquietante informe de que habían derribado a un alquimista soberano en el laboratorio subterráneo.
La mirada en el rostro de Corban cuando recibieron la noticia había reflejado el propio temor de Feyn, la propia ira de que ni siquiera la soberana del mundo pudiera saber qué acontecimientos habían ocurrido en los momentos antes de que lo encontraran.
¿Había él liberado el virus ante la primera alarma? ¿O los sangrenegras lo habían matado antes de que los enviaran a todos a una sentencia de muerte?
La mujer permanecía totalmente enmudecida, como se hace en el ojo de una tormenta. Pero esa tormenta era nada comparada con el chubasco en el corazón de la regente mundial, que empeoraba por el conocimiento de que ella, el ser más poderoso sobre el planeta, no podía hacer nada más que esperar mientras Corban intentaba desentrañar el virus y crear un antivirus antes de que fuera demasiado tarde. Cada minuto que pasaba era uno menos que ella podría haber tenido en esta vida. Uno menos que Corban podría tener para crear un antídoto. Uno menos antes de que ella conociera la verdad, por sí misma, de la felicidad o el infierno.
Extraño… ella no había creído en lo uno o lo otro cuando salió de la estasis. No había cavilado en la muerte ni siquiera en el momento antes de que la tajaran quince años atrás. Pero ahora se preguntaba por primera vez en años con relación a aquellos que habían ido a la otra vida, suponiendo que esta existiera.
Su mirada se levantó hacia el frasco de cristal parado otra vez en el centro de su escritorio. Una vez perteneció a los vivos. ¿Dónde estaba ahora su propietaria?
Un toque sonó en la puerta lateral. La adrenalina se le disparó en las venas, pinchándole su cultivada calma. Inclinó la cabeza, se tocó las yemas de los dedos, los codos en la silla, y exhaló lentamente por las fosas nasales. Podría haber orado en esa postura, pero el único Creador que reconocía era ella misma.
—Adelante —dijo al fin levantando la cabeza cuando sintió que el pulso se le calmaba.
Se levantó del escritorio mientras el hombre entraba y se dirigió hacia la figura que se había arrodillado. Un sangrenegra, joven, el cabello como una catarata negra sobre los hombros.
Así que Corban seguía trabajando.
—¿Sí?
—Mi señora —expresó el hombre, levantando la cabeza lo suficiente para mirar las puntas de las botas femeninas.
—¿Y bien?
—Un ciudadano desconocido para nosotros ha venido con un mensaje urgente. La espera en la sala del senado.
—¿Qué quieres decir con que me espera en la sala del senado? —inquirió ella, mientras una molestia le encendía la nuca—. ¿Un amomiado?
—Sí, mi señora.
—¿Y tiene nombre este amomiado?
—No, mi señora.
—Amomiados desconocidos no entran así no más a la Fortaleza, mucho menos a la sala del senado.
—No, mi señora.
—Mis sangrenegras regresan de su misión en el sur de la ciudad, ¿y tú vienes para decir que un extraño espera reunirse conmigo? —cuestionó ella mirándolo, luego extendió la mano, lo agarró del hermoso cabello y lo levantó de las rodillas—. ¿A quién obedeces? ¿A mí o a él?
—¡A usted, mi señora! Él dijo que le dijera que ha venido para ver a la paloma blanca.
El significado de la frase le entró en la mente. ¿Paloma blanca?
Feyn bajó al hombre y dio un paso atrás, asombrada por las implicaciones de esas dos palabras.
Por un momento permaneció inmóvil. El salón pareció girar en torno a ella por voluntad propia, como si el tiempo se rebobinara. No pudo dejar de pensar en las palabras.
Un amomiado.
No podía ser.
—Ve a buscar a Seth —pronunció ella al fin, apenas oyendo las palabras por sobre el estruendo de su corazón.
—¿Mi señora?
—¡Seth! —gritó ella—. ¡Tráelo inmediatamente!
—Seth… pero Seth está muerto, mi señora.
Muerto. A manos de ella.
—Vamos.
La mujer pasó junto al hombre y caminó por el pasillo, seguida rápidamente del sangrenegra. Atravesaron una puerta lateral que descendía hacia los laboratorios y las antiguas cámaras subterráneas, e ingresaron al corredor público.
Paloma blanca. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que ella oyera estas palabras?
Feyn hizo un gesto a uno de los guardias de turno en el corredor, uno de los cerca de treinta ubicados a intervalos regulares. Los oficiales y sus asistentes, los administradores y visitantes reales, se detuvieron al verla, retrocedieron instintivamente debajo del dorado techo en forma de arco, y se pusieron de rodillas desviando la mirada. Ella pasó junto a ellos, a paso cada vez más veloz, sin molestarse con las pretensiones de decoro. El guardia descendió tras ella.
La gobernadora mundial abrió la gran puerta de la antecámara del senado y cruzó el salón a paso rápido mientras el joven sangrenegra se apuraba para jalar la enorme puerta de la cámara misma.
Estaba iluminado adentro. Habían prendido las luces eléctricas del invisible panel.
Ella entró, caminando lentamente a lo largo de la última fila del teatro político, el pulso le resonaba contra las sienes.
Entonces lo vio: un personaje solitario sentado detrás de la mesa de piedra sobre el estrado. En la silla del soberano.
Tenía la cabeza inclinada debajo de una capucha, el rostro oscurecido en una sombra.
Feyn se obligó a caminar y hasta a correr mientras recorría el enorme pasillo, recordando el paso de una soberana, la verdadera soberana, gobernadora del mundo. No podía sino sentir la moldura dorada de su corpiño debajo de la luz artificial, el oro pesado del anillo que le hacía doler los dedos que tenía empuñados.
Recorrió el camino hasta las escaleras, subió al borde del estrado, sin dejar de mirar una sola vez al personaje. Se acercó a la mesa de piedra y se detuvo, enfrentándolo directamente.
Las manos del hombre estaban cruzadas delante de él. Secas, rajadas y arrugadas. La túnica que usaba era gruesa y estaba desgastada a lo largo de la manga. Una barba entrecana y sucia caía exactamente hasta el escote de la túnica. La boca del hombre estaba reseca y los labios pelados.
—Solo hay un hombre vivo que sabe cómo mi padre solía llamarme —expresó ella con arriesgada serenidad.
Sus sangrenegras habían subido al estrado, listos para derribar al hombre a una orden. A detenerlo para siempre si se movía demasiado rápido.
—La paloma blanca —indicó el hombre con voz ronca pero suave—. Aunque ahora sus plumas parecen ser negras.
—Descúbrete —dijo ella, muy suavemente.
Por un momento el hombre no se movió. Y entonces una de sus manos se levantó hasta la cabeza y echó hacia atrás la capucha para dejar al descubierto una cabeza de enmarañado cabello largo y canoso. Un rostro endurecido como el cuero por el sol. Un rostro que ella conocía demasiado bien.
—Hola, hermana.
Saric.
Ella lo miró, las costillas esforzándose por respirar contra el corpiño de su vestido.
La última vez que lo había visto, su piel era de alabastro. Sus venas tan negras como las de ella, sus ojos tan negros como si no tuviera pupilas. Pero ahora… aquí se hallaba un amomiado.
¿Cómo era posible? Pero también… el bronceado de su piel, una vez tan pálida, desprendiéndose en varios lugares debido al sol. Sus ojos, el color azul claro de la realeza, tan pálidos… casi como los de ella fueran alguna vez. No había rastros de las venas negras en ninguna parte, ni siquiera la sombra azul que la realeza apreciaba debajo de la pálida piel.
Él era totalmente el mismo que había sido mucho tiempo atrás. Y totalmente sorprendente.
—¿Cómo sobreviviste? —exigió saber ella.
No brindó respuesta.
—Eres un tonto si crees que puedes reclamar ese trono.
—No tengo interés en tronos.
Ella rio, el sonido quebradizo como esquirlas, haciendo eco hasta el techo abovedado.
—Entonces eres un impostor. Al hermano que conocí no le interesa nada más que el poder.
—El hombre que conociste está muerto.
—Y sin embargo aún está demasiado vivo.
Feyn estaba temblando con la ira del pasado. De la sangre de él dentro de ella. Del dominio que había ejercido sobre ella. De las maneras en que él la había arruinado y la había creado.
—Pero quizás tengas razón. No veo a un hombre muerto, sino algo mucho más patético —declaró Feyn poniendo las manos sobre la mesa e inclinándose hacia su hermano—. Veo a un amomiado.
La mirada de él se topó con la de ella.
—¿Y tú? —replicó él con voz vacía de emoción.
—No sé por medio de qué alquimia renunciaste a ser sangrenegra, pero te favorece. Siempre fuiste un necio.
Saric no ofreció explicación. Todos estos años Feyn había supuesto que él había muerto. Y sin embargo aquí estaba.
—¿Cómo entraste aquí?
—Olvidas que conozco la Fortaleza tan bien como te conozco a ti.
—¡No sabes nada de mí! —exclamó ella sintiéndose perpleja—. ¿Qué quieres esta vez? Tus años de seducirme y doblarme a tu voluntad quedaron atrás. ¿Viniste a pedir limosna? ¿Has visto mi ejército?
Feyn extendió el brazo.
—¿Has visto la gloria de ellos inundando las calles de la ciudad? Soy diez veces la soberana que tú jamás habrías sido.
Él permaneció inmóvil, sin mostrar emoción, los pálidos ojos azules fijos en ella. Feyn podía entender la falta de ambición de su hermano como amomiado, pero no había temor en sus ojos. Quizás el desierto le había achicharrado el cerebro.
—No puedes dejar de representar el papel de tonto patético, ¿verdad? Siempre queriendo lo que es mío.
Feyn comenzó a alejarse, pero luego giró hacia atrás y lo escupió en el rostro.
Saric parpadeó una vez, pero por lo demás no mostró ninguna reacción, aunque la saliva le bajaba por la mejilla.
—Llévatelo a los calabozos que tanto amó —ordenó ella al joven sangrenegra.
—Hermana.
El sangrenegra comenzó a avanzar.
—Tengo noticias que te salvarán la vida —expresó Saric.
—¡Agárralo!
El guardia titubeó. Pestañeó una vez, como confundido.
—Hermana.
Feyn se pudo haber encolerizado por el titubeo del guardia, pero lo hizo debido a la segunda vez que Saric pronunciara la palabra: hermana. El odio le inflamó las venas.
Ella levantó la mano súbitamente para detener al sangrenegra.
—No. El calabozo es demasiado bueno para ti. Si prefieres ser amomiado, debo tener la misericordia de matarte aquí.
—Si te niegas a oírme, pronto estarás muerta.
El hielo la inundó. ¿Sabía él acerca del virus? ¿Sería posible?
—Ellos están viniendo por ti ahora. Estarás muerta antes del amanecer. ¿Cómo puedes ser soberana si estás muerta?
—No seas ridículo.
—Ellos están viniendo por ti ahora.
Él la miraba, inflexiblemente.
—¿Quiénes? —exigió saber Feyn—. Decenas de miles están en guardia.
—Ellos han encontrado un camino. Si quieres sobrevivir la noche debes detenerlos antes de que irrumpan en la Fortaleza.
Ellos. Los soberanos están aniquilados. Solo se podía referir a los inmortales.
Roland.
—Estás loco —exteriorizó ella emitiendo una frágil risa—. Hablas lo imposible. ¿Cómo se las arreglaría alguien para cruzar mis defensas?
—Del modo que hice yo.
Esa afirmación la paralizó. En realidad los sangrenegras habían dicho que él simplemente había aparecido. Nadie conocía los túneles subterráneos de la Fortaleza como Saric.
—¿Dónde? ¿Cómo?
—A través del antiguo laberinto.
—No conozco ningún laberinto.
Saric retrocedió poco a poco. El sangrenegra a su lado dio un paso atrás, claramente sin saber cómo portarse en presencia de un antiguo soberano, el sucesor del padre de Feyn.
—Lo hallarás en el Libro de Soberanos encerrado en la bóveda posterior del archivo.
—¿De qué Libro de Soberanos hablas?
—Si hubieras sucedido a nuestro padre según lo decretado, él te lo habría dado, en secreto, la noche de tu toma de posesión.
—¡Nadie me ha hablado nunca de ese libro!
—Cuando maté a papá y me convertí en soberano, tomé su llave —confesó él sacando del bolsillo de su túnica una antigua llave y poniéndola sobre la mesa—. Mi regalo para ti, de modo que realmente puedas ser soberana. Considera mi deuda pagada.
Pero desde luego. Cuando él la resucitó a la vida negra, él no pretendió que ella gobernara. Se había guardado los secretos del cargo para sí.
Feyn estiró la mano a través de la mesa y tomó la llave mientras él se levantaba de la silla de soberano.
—Rápido. Ellos vendrán.
Saric se dirigió tranquilamente hacia la puerta detrás del estrado. Y luego desapareció.
Feyn tardó un momento en recuperar la compostura. Entonces se le ocurrió que Saric había hallado una manera de convertirse en amomiado por medio de alguna clase de alquimia. Como tal, la sangre de él podría contener otra clave, una que podría brindarle un antídoto para el virus.
—¡Tras él! ¡Tráiganmelo vivo!
Feyn se dirigió rápidamente a los calabozos. Encontró el libro. En el interior, un mapa del antiguo laberinto. En una hora había enviado a mil sangrenegras a los jardines para grandes reuniones. La muerte no la reclamaría tan fácilmente una segunda vez.
Ahora mientras descendía, con el objeto de cristal curvado en el hueco de su brazo, descubrió que la tormenta de su ansiedad se había ido y que la había reemplazado una rabia impávida por la aparición decidida de Saric.
Y su desaparición.
Los primeros dos sangrenegras lo habían perseguido hasta el archivo, todo el camino hasta el laboratorio y los antiguos calabozos, pero habían subido con las manos vacías. Ella había enviado a otros para cazarlo abajo.
¿Cómo había sabido él que Roland venía?
—¿Por qué los guardias habían titubeado?
Feyn se contestó que se debió a la conmoción, que el sangrenegra que se hallaba al lado de Saric no había sabido a quién hacer deferencia: a la soberana actual o al exsoberano.
La propia indecisión de ella le molestó aun más. Le incomodó incluso que ahora Saric tuviera esa influencia en ella, aunque en sus propias venas ya no fluyera la sangre que ahora corría por las de Feyn. Le molestó que por medio del insignificante regalo de una llave se hubiera enterado de que la soberanía que ejercía no había sido completa.
Una vez más, Saric había desaparecido sin consecuencias.
¿Por qué su hermano le había advertido? Sin duda para volver a ganarse su confianza. Él tendría más sorpresas guardadas para ella, siempre lo hizo. Esta vez estaría lista.
Suponiendo, desde luego, que sobreviviera.
Ni una noticia de Corban en todo este tiempo. Ammon solo reportó que él trabajaba febrilmente todo el tiempo, hasta ahora sin éxito. Había vuelto a ocuparse en muestras de la sangre de Rom antes de su seroconversión, pero Feyn temía que ya fuera demasiado tarde. La sangre de un soberano vivo podría brindar una clave para un antídoto. Pero no había ninguno.
Feyn pasó al guardia hacia el antiguo laboratorio y estuvo tentada a entrar al salón privado de Corban, pero su presencia solo sería una distracción. Él no necesitaba más acoso; la propia vida del alquimista estaba en juego.
En vez de eso, Feyn se dirigió a la parte trasera de la cámara cavernosa, hacia las antiguas celdas, directamente hacia la cámara de Rom.
Él estaba sentado a lo largo de la parte posterior del muro, una sombra más allá de la luz de antorcha.
—Tengo un regalo para ti.
Rom levantó la cabeza.
Feyn alzó el frasco de vidrio que había tenido sobre su escritorio por horas, mórbido y repugnante a la vez. La mujer vio cómo los blancos de los ojos de él se dilataban mientras ella lanzaba el frasco al suelo. Se rompió con un ruido estrepitoso de vidrio haciéndose añicos, el corazón rodando por el sucio suelo.
El corazón de Avra.
Rom se puso de pie. De una patada, Feyn metió el corazón en la celda. Él miró, con el rostro pálido, sabiendo muy bien la implicación.
—Encontramos tu santuario. Ya no hay soberanos.
Rom levantó lentamente la mirada hacia ella.
—Dime si tengo razón —exigió saber la mujer—. Ya no hay soberanos vivos.
La mirada de Rom se agitó, tratando de contener la emoción.
—Habla.
—No murieron todos —contestó él.
Feyn hizo una pausa, sintió que se le enfriaban las venas. ¿Mentía Rom? No, no era posible.
—¿Qué quieres decir? —inquirió ella con tono peligrosamente tranquilo.
—Hay uno más.
—Ah sí, por supuesto —objetó ella—. Tu precioso Jonathan, a quien te niegas a reconocer como muerto.
—No. Otro.
Feyn se acercó a las barras, agarrándolas con dedos blancos. Lo miró directamente en la oscuridad.
—¿Quién?
—La que está viniendo por ti.
—¿Quién está viniendo por mí?
—Jordin.