Capítulo veinte

BIZANCIO YACÍA BAJO UN cielo nocturno negro como el carbón, una ciudad en crecimiento inconsciente de que el destino del mundo pendía de una cruel armonía, un juicio final a punto de declararse en solo cuestión de horas.

Jordin se hallaba sentada en lo alto de su caballo entre Roland y Michael, mirando a la capital desde la elevación. Cuarenta de los más diestros magníficos de Roland montaban a la par, silenciosos e inmóviles, encapuchados y vestidos de negro. Cualquiera que mirara fuera de la ciudad los confundiría con un grupo de segadores que salieron para arrastrar al infierno a los inconscientes.

Y podrían tener razón.

Detrás de las puertas cerradas de cien mil casas e igual cantidad de apartamentos, los amomiados preparaban una cena nocturna que constaba principalmente de fécula, carnes enlatadas y verduras añejas. No se aventurarían a salir, demasiado conscientes de las masacres que visitaban sus calles después del anochecer. Así que permanecían prisioneros tanto por el miedo como por el toque de queda nocturno de la ciudad, orando en sus cenas porque el Creador le concediera a Feyn el favor contra la plaga de inmortales de rostro blanco a quienes temían aun más que a los sangrenegras de ella.

Ochenta mil de los guardias de Feyn patrullaban la ciudad en un perímetro cada vez más amplio alrededor de la Fortaleza, rondando en grupos por las calles vacías, ávidos por asesinar. Llevarle a Feyn la cabeza de un inmortal lanzaría incluso a un sangrenegra de más bajo rango a una elevada posición en las filas.

Al menos, eso era lo que se suponía. La hazaña aún no se había logrado.

Los magníficos de Roland nunca habían entrado en la ciudad en tales cantidades como lo harían esta noche. La suya era una campaña de guerrillas, dependiendo del sigilo y de las agudas percepciones que los convertían en objetivos valiosos para los sangrenegras más fuertes y más rápidos.

Jordin había aceptado guiar a Roland al interior; ella lo necesitaba, fin de la historia. Él fue inflexible en sus condiciones, sabiendo que a la joven no le quedaba más remedio que aceptar. Incluso había establecido una hipótesis razonable para su habilidad en impedir que Mattius liberara el virus. Aún tenían dos días completos, ¿no era así? Con sus habilidades inmortales el príncipe podría detener al anciano soberano antes de que este pudiera activar la liberación. ¿No era mejor aniquilar al alquimista antes de ir tras Feyn y confrontar a sus formidables sangrenegras?

Habían cabalgado duro y llegaron una hora antes del anochecer. Pero ahora que el momento había llegado, Jordin no podía calmar los nervios. Había repasado cien veces todas las estrategias posibles para entrar al santuario. Con la superioridad de la vista y el sentido del olfato de Roland, la mejor opción podría ser que él penetrara primero, pero ella tendría la ventaja de entregar al príncipe si este aceptaba entrar como cautivo. Jordin estaría cumpliendo parte de su trato, lo que podría al menos hacer que Mattius se detuviera y así obtener más tiempo.

Ella aún no le había sugerido la estrategia a Roland.

Él se quitó la capucha de la cabeza. El cabello le cayó sobre los hombros.

—Dinos ahora el camino —indicó él, sin molestarse en mirar a Jordin; su atención estaba fija en las lejanas barreras a lo largo de la entrada a la que ella los había llevado en el extremo este de la ciudad.

La joven miraba, apenas viéndolos en la oscuridad, sintiéndose prácticamente ciega en comparación con la criatura que había sido solo horas antes, sin dejar de preguntarse si podría haber servido mejor en esta misión siendo inmortal.

Era difícil hacer caso omiso al llamado de esos sentidos embriagadores, tan ricos y llenos de toda la vida sensual a los que los soberanos renunciaran. Jordin difícilmente podía culpar a Kaya por negarse a renunciar a ellos a cambio de un futuro incierto y menos vibrante, afanándose bajo la desdicha de la soberanía.

¿Desdicha? ¿Menos? Ella hizo de lado los insensatos pensamientos y enfocó la mente en la tarea a la mano.

—¿Qué garantía tengo de que no me matarás en el momento en que te lo diga?

—El virus es nuestro enemigo común —opinó él volviéndose hacia ella—. Compensa mi fe en tu advertencia confiando en mí.

—Mattius no es imbécil. Si se las arregla para soltar el virus, este viajará por el aire. Una vez que esto ocurra no tenemos motivo para creer que se pueda detener. Tengo una mejor manera.

—Dímela.

—Te llevaré como mi rehén. Atado y amordazado.

El príncipe arqueó una ceja. Uno de los caballos lanzó un silencioso resoplido.

—Puedo entender que preferirías atarme y amordazarme. Y si yo fuera cualquier otro podría aceptar —comentó él fríamente—. Dime, ¿has oído alguna vez de un inmortal muerto en batalla en el último año?

—No.

—No —repitió él en tono grave y totalmente seguro—. Existe una razón para eso. Y tendrías mejor resultado si confías más en mis habilidades que en cualquier plan astuto. Créeme cuando te digo que entraré y saldré de tu santuario antes de que este Mattius comprenda que no está soñando.

Tal vez ella lo estaba subestimando. Jonathan simplemente había dicho: Guíalo.

—Hazlo a tu manera. Pero yo dirijo.

Él asintió con brusquedad.

—Cabalga firme por las calles —ordenó él entonces volviéndose a Michael—. Aporrea al infierno desde los adoquines. Quiero que todo sangrenegra a quince kilómetros oiga. Que corra a la pelea. No los enfrentes, solo llama su atención lejos de nosotros.

Entonces se dirigió a Jordin.

—Necesito saber la dirección.

—Al sureste —contestó ella.

Roland examinó la oscura ciudad y luego se volvió otra vez hacia Michael.

—Envíalos al noreste bajo la guía de Marten —indicó—. No más de una hora dentro de la ciudad. Que después salga por el norte, hacia el basurero occidental. Nos reuniremos en el valle Bethelim.

Jordin sabía del valle solo por rumores, llamado así por los antiguos nómadas que tenían sus propios nombres para cualquier punto en el mapa. Se trataba del valle más yermo en la tierra, una vez exuberante, pero ahora pura tierra porque en realidad no había Creador, como decían aquellos que habían desafiado al Orden. Allí, armas divinas habían convertido la tierra en polvo durante la Guerra Fanática cinco siglos antes. Ninguna vida había regresado. Ninguna alma viajaba allí. Nunca.

Nadie más que inmortales, evidentemente.

—Cain —llamó Roland mirando a su izquierda.

—Mi príncipe —contestó el magnífico.

El hombre que había abordado a Jordin con tan deliberado afecto solo dos noches atrás estaba enfocado ahora solo en tratar con la muerte. De los cuatro caudillos militares entre los espectros de Roland, solo Michael había venido, pero sin duda en algún momento Cain sería uno de ellos… si vivía suficiente tiempo.

—Tus hombres conmigo y Michael.

—Como digas —expresó él inclinando la cabeza.

—Ahora, Michael.

Ella espoleó su semental con los talones y salió al trote hacia el extremo derecho donde Marten esperaba.

—Guíanos —le pidió Roland a Jordin—, pero yo me pondré al frente. No permitiré que alguien nos ponga en peligro por falta de visión. Dirígeme desde atrás.

—De acuerdo.

Sin una palabra, veinte caballos a la derecha de Jordin salieron de la línea y bajaron la pendiente, los jinetes echados para atrás en la silla, enfocados singularmente en su misión. Los cascos resonaban, pero los magníficos vestidos de negro parecían flotar como fantasmas colina abajo.

Jordin sintió que el pulso se le aceleraba mientras los guerreros se internaban en la noche. ¿Cuántas veces los inmortales habían ingresado a la ciudad de este modo? ¿Con qué frecuencia habían obrado por su cuenta para maldecir al nuevo y fatídico Orden de Feyn? La joven estaba presenciando una maravilla… nada desprovisto de magia, y sin embargo tenebroso.

¿Podía una especie tan sepulcralmente hermosa, dada a luz por el mismo Jonathan, estar tan equivocada?

El sonido de atronadores cascos se volvió distante, dejando otra vez la noche en silencio. No se dijo ninguna palabra más mientras esperaban la orden de Roland. Cien pensamientos comenzaron a correr por la mente de Jordin.

Ninguno de ellos bueno.

La orden del príncipe llegó por medio de una acción silenciosa. Adelantó su caballo cinco pasos y se detuvo. Se volvió, clavó la mirada en Jordin, y luego salió, espoleando su montura colina abajo a todo galope.

A la vez, Michael, Cain y los fantásticos bajo la orden de Roland se pusieron en camino, dejando a Jordin sola por un instante. Entonces ella clavó los talones en su corcel y lo dirigió hacia delante.

El animal conocía bien su lugar entre los otros y la llevó tras ellos a todo galope. La tranquila noche cobró vida, el polvo en las fosas nasales y el viento en el rostro, llevándose los pensamientos de lo que estaba por venir.

A Roland no pareció importarle que ella se quedara atrás, pues su misión estaba creada y su objetivo era claro. Soberana o no, ella lo alcanzaría, ¿no había sido así siempre? Y ella lo hizo así, tronando a través del pelotón para cabalgar exactamente detrás y a la derecha de él.

Jordin esperaba que él aminorara la marcha antes de llegar a las barreras, pero no lo hizo. Se inclinó en la silla y aumentó la velocidad, directamente hacia el muro de concreto de la altura de las ancas de un caballo.

Su corcel despegó del suelo con gallardía, como si se burlara de su aplastante peso. Sin necesidad de orientación, la montura de Jordin siguió, levantándola hacia el cielo en un poderoso salto que la dejó sin aliento.

Aterrizaron con tremendo sacudón y galoparon sin perder el paso.

Solo cuando Roland llegó al centro de la calle vacía desaceleró hasta trotar, la cabeza hacia adelante y la atención fija.

Se hallaban en territorio sangrenegra. Jordin se colocó al lado del príncipe, consolada por su fuerte presencia en tan peligroso terreno. No había brisa… si algún sangrenegra venía en un radio de un kilómetro, él lo sabría solo por el olor.

—La dirección es tuya—manifestó él mientras los demás llegaban directamente detrás.

—A la izquierda en la próxima intersección —dijo ella.

—¿Y después?

—Entonces te lo diré —contestó Jordin tras titubear.

Roland la miró. Solo él estaba sin capucha, como para dejar en claro que su lugar como líder significaba ser visto por todos.

—Entonces es mejor que mantengas el paso, mi pequeña soberana. Iremos por estas calles como el viento.

—Nos oirán.

Él no se molestó en contestar sino que puso a galopar su montura, escudándose en la noche.

Jordin siguió firme, y veinte magníficos detrás de ella. El estruendo de cascos resonaba en los edificios, anunciando la tormenta venidera.

La joven presionó su caballo para alcanzarlo. Al girar, el príncipe no intentó bajar la velocidad para buscar dirección sino que siguió derecho por la mitad de la calle.

Guíalo, Jordin.

—¡Izquierda al final! —gritó ella.

En lugar de eso él viró en un callejón y cortó detrás de la calle que Jordin había indicado. De manera natural los inmortales conocían sus terrenos de cacería tan bien como quienes habían construido la ciudad. Tal vez mejor que la misma Feyn.

Roland siguió el callejón a lo largo de dos cuadras antes de cortar a la derecha y retomar la calle que Jordin indicara primero. Ella supuso que él simplemente evitaba posible contacto, alertado por sus sentidos. Esta noche él no estaba cazando secuaces de Feyn.

Aunque seguramente incontables amomiados habían oído el alboroto que se avecinaba y miraban por sus ventanas para ver pasar volando a los magníficos, solo se toparon con un amomiado en la media hora que les llevó llegar al borde de las ruinas. Habían dejado al anciano mirando boquiabierto debajo de una farola. Siguieron corriendo, haciendo tanto ruido como para convocar a los muertos.

Y luego estuvieron solo a cien metros del borde de las ruinas.

Roland lo supo antes de que Jordin se lo dijera; cómo, ella no tenía idea. De repente él jaló las riendas y levantó una mano. El caballo de la joven se paró en dos patas, casi lanzándola por detrás.

—¿Qué pasa?

Él miró la calle vacía. La cerca que rodeaba las abandonadas ruinas estaba a la vista… ella no le había dicho nada del lugar. ¿Podía Roland oler a los soberanos debajo de las ruinas?

El rostro del príncipe estaba tenso; los ojos muy abiertos con evidente preocupación.

—¿Qué pasa?

Roland hizo un ademán, y la mitad de los inmortales se colocaron a su flanco derecho mientras él ponía su caballo a un rápido trote. Jordin mantuvo el paso, la mente dándole vueltas con preguntas. ¿Sangrenegras?

Llegaron al borde del recinto, y Roland examinó las ruinas, cabalgando paralelo a la cerca. Ninguna señal de movimiento ni de sangrenegras. Un rápido vistazo… todos los inmortales fijos intensamente en el perímetro.

Solo cuando Jordin vio que una sección de tres metros de la cerca del perímetro había sido cortada supo que algo andaba mal. Ella siguió adelante, con el alma en vilo, con la esperanza de que sus temores fueran infundados. Podría haber motivos para la brecha en la cerca. Eso no significaba nada.

Pero Roland parecía saber algo más.

Él guio a su montura a través de la abertura, seguido por los otros que se desplegaron a lo ancho una vez que pasaron, doblando hacia el seto que ocultaba la entrada del santuario.

Pero allí también había un problema, uno mucho más revelador: el seto delante de la entrada estaba pisoteado.

Jordin apresuró su caballo, saltando sobre montones de escombros y grandes bloques de piedra.

La entrada había desaparecido. Había piedras apiladas en su lugar. Quizás Mattius había ordenado cerrar la abertura por protección. Pero eso no explicaba el seto pisoteado.

Ella se apeó del caballo y corrió frenética los diez pasos hasta el montón de piedras. La mayoría de ellas del tamaño de cabezas humanas, ninguna más grande que la de un caballo, y se desprendían fácilmente en medio del pánico de ella.

—¡Ayúdenme!

Roland se enderezó en la silla, examinando el perímetro con cautela.

—Háganlo —ordenó.

Tres de los hombres de Cain se apearon, y sacaron suficientes piedras para revelar la oscuridad más allá. Jordin dio un paso atrás, jadeando, con el temor alojado en la garganta.

Roland se apeó y caminó hacia ella, mirando el hueco en la pared.

—Michael y Cain, conmigo —ordenó, y pasó a Jordin—. Los demás quédense aquí. Ustedes saben qué hacer.

—No, no pueden entrar —susurró ásperamente la joven—. Si Mattius…

—Estamos más allá de eso, querida.

Se metió en el túnel, seguido por Michael y Cain, quienes simplemente le lanzaron a Jordin una mirada al pasar.

Ella miró por sobre el hombro y vio que los demás estaban formados en un amplio arco, los caballos de espaldas a la entrada, centinelas del príncipe.

Jordin se acercó a la grieta sin luz, consciente de la profunda oscuridad más allá. Roland ya había desaparecido con Michael y Cain detrás. Ella conocía de memoria la escalinata.

La joven llegó al rellano inferior y estaba a punto de llamar en la oscuridad cuando una luz tenue inundó la caverna. Roland estaba parado ante una antorcha de pared que al parecer había encendido para beneficio de ella, y miraba hacia atrás para ver que ella lo lograra.

—¿Dónde está el virus? —averiguó él.

Incapaz de formar palabras, Jordin corrió hacia la antorcha, se la arrebató al príncipe, y salió corriendo, fuera de sus cabales. Bajó por el túnel que llevaba al salón principal.

En el momento en que ella ingresó a la enorme caverna donde normalmente se reunían, vio que ellos habían desaparecido. Habrían dado batalla aquí. Habrían caído tanto sangrenegras como soberanos. Pero no había ninguno, ni señal de sangre que se pudiera ver.

¿Los capturaron entonces?

Jordin corrió, buscando en los rincones cualquier señal perdida en la tenue luz.

—¡Revisen todas las puertas! —ordenó Roland, sus palabras resonaron a través de la caverna.

La joven corrió de nuevo, pensando ahora solamente en un salón: la cámara del consejo. Llegó hasta la enorme puerta, movió la manija, y abrió la puerta de un empujón.

Espirales de humo flotaron hacia ella, inundándole las fosas nasales con un olor tan molesto y pútrido como ninguno que pudiera recordar. Dos lámparas de petróleo estaban ardiendo, una en cada muro. Pero el humo no provenía de ellas…

Sino de los cuerpos carbonizados en el suelo.

Jordin retrocedió tambaleándose. El corazón se le paralizó; los pulmones dejaron de respirarle.

Más de diez cuerpos. Más de veinte.

¡Todos ellos!

—¡Aquí, Roland! —gritó Michael—. ¡El laboratorio!

Jordin pestañeó ante la vista, luchando por comprender, sabiendo que no había nada qué comprender más allá de lo que sus ojos ya le decían. No supo qué hacer, su mente ya no estaba procesando adecuadamente los pensamientos.

—¡Jordin!

Roland. Su voz apremiante.

La joven salió tambaleándose de la cámara. Roland estaba en la entrada del laboratorio a treinta pasos por el pasillo.

—Ven.

Los pies de Jordin se negaron a moverse.

—¡Ven! —vociferó él.

Jordin tropezó con algo en el suelo, se apoyó con una mano, y se lanzó hacia Roland, apena consciente de sus pies.

Entonces allí estaba el príncipe, agarrándola del brazo para afirmarla, jalándola y llevándola al laboratorio.

Un delgado velo de humo oscurecía parcialmente los instrumentos y las ampolletas rotas de alquimia esparcidos por las mesas de trabajo. Pero la mirada de Jordin fue atraída al instante por lo que vio en el suelo.

No podía confundir el cuerpo parcialmente quemado de Mattius, con los ojos muertos mirando al techo, la ampollada y retorcida boca en su último grito de horror.

Sus dedos ensangrentados aferrados a una ampolleta sellada con corcho y resina.

El virus, seguramente. Mattius no iría por ninguna otra ampolleta en una situación tan desesperada; aquello por lo que habían tomado medidas tan desesperadas. Por lo que todos los demás habían perdido sus vidas.

Roland pasó junto a ella, se agachó ante el cuerpo quemado, y despegó los rígidos dedos de la ampolleta atascada en la palma. Los inmortales tenían aquello por lo que habían venido. Si Rom era sangrenegra, Jordin era ahora la única soberana viva. Y entonces Roland la convertiría en inmortal, y no quedaría rastro de sangre soberana en la tierra.

El legado de Jonathan había conocido un final horrible.

Roland se paró lentamente y retrocedió, con la mirada fija en la ampolleta en la mano de Mattius. Ensangrentada. La palma del alquimista estaba cortada. No por una espada de sangrenegra, sino por vidrio.

La ampolleta yacía en dos pedazos, quebrada por la mitad. Mattius la había roto en su propia mano. Había una «R» marcada en la parte superior de la ampolleta destrozada. Recolector.

Jordin levantó la mirada hacia Roland. Los ojos de él perforaron un hoyo en la misma alma de ella. Él sabía tan bien como la joven: el príncipe de los inmortales, reluciendo con vida ahora mientras se mantenía erguido, ya era un hombre muerto. Junto con todos esos bajo su mando que se jactaban de inmortalidad.

Mattius había liberado el virus.