Capítulo diecinueve

FEYN CRUZÓ LOS BRAZOS dentro del salón de observación. Más allá del vidrio, Rom se hallaba desplomado en la silla de madera dura. No había necesidad de ataduras, aunque por el aspecto que él tenía tal vez pudo haberlas necesitado, aunque solo fuera para mantenerlo erguido.

Una hora, había dicho Corban.

Demasiadas habían pasado.

Feyn se acercó a la puerta y entró al salón interior. Rom no se movió, la cabeza le colgaba sobre el pecho. Ella se preguntó si él estaba durmiendo. Echó un vistazo a Corban, quien solo asintió con la cabeza, entonces caminó alrededor de la silla y quedó delante de Rom.

—Buenos días. Oí que tuviste una noche difícil.

No hubo respuesta.

—Siento que tuvieras que soportar este lento comportamiento, solo una rendición total te puede traer paz. ¿La tienes, Rom? ¿Sientes paz?

Él levantó la mirada, los círculos de fatiga debajo de un ojo tan negro como el moretón ennegrecido debajo del otro. La piel se le había emblanquecido en una palidez horrible desde que ella lo viera en la sala del senado. El negro racimo de venas que le subía por el cuello y le trepaba hacia la mandíbula, y que le recorría sobre el dorso de las manos, se parecía menos a la entintada elegancia de las propias venas de Feyn, y más a las negras fisuras en algo que está a punto de romperse.

Rom levantó la cabeza, luchando para evitar que se le bamboleara hacia atrás. La mirada nunca le llegó a subir más arriba de las rodillas de ella.

—En cierto modo —contestó él.

Feyn dirigió una mirada a Corban, quien le devolvió un gesto tranquilizador. De pie cerca de la mesa, el alquimista parecía agotado, aunque sin duda en mucha mejor condición que Rom. Se había cambiado de túnica, observó Feyn.

Ella volvió la atención hacia Rom. Una de sus manos temblaba de vez en cuando, como quien padece parálisis. ¿Sería consecuencia de la conversión o de no haber podido dormir?

—Bien. La paz total vendrá cuando te sometas del todo. Dime, ¿estás complacido en cuanto a este nuevo cambio en ti?

—Yo…

Él tragó hondo, miró alrededor, un extraño desconcierto en la mirada. Feyn le dio tiempo.

—Estoy teniendo problemas en recordar el cambio —expresó él con la mirada fija en ella.

—¿Qué pasa con tu cambio que no te quede claro?

—No… no lo sé. Cómo eran las cosas antes.

—¿Te das cuenta, Rom Sebastian —preguntó ella con una ligera sonrisa—, que esta es la primera vez que somos de la misma especie?

—No sé qué quieres decir…

—Esta es la primera vez que tú y yo tenemos la misma sangre. Yo tu creadora, tú mi esclavo. Ayer señalaste que me amabas, un sentimiento apropiado para un esclavo. Dijiste que querías que yo fuera como tú. Ahora te he concedido ese deseo.

Ella hizo una pausa.

—Recuerdas que me amas, ¿verdad que sí?

—No… no recuerdo la conversación.

¿Qué otra cosa tal vez no recordaba el hombre? Era evidente que él había renunciado a su estado de resistencia tras la conversión, pero si no podía recordar los detalles de su antigua vida, todo se habría perdido.

—¿Es una treta? —inquirió Feyn con una ceja arqueada, mirando a Corban.

—No lo creo. Su conversión está completa: cuerpo y voluntad. Quizás no su mente o su emoción. Esas seguirán, estoy bastante seguro.

—Sí te amo —afirmó Rom; su mirada se detuvo en el rostro de ella—. Sí… sí, te amo.

—Como deberías. Entonces harás todo lo que te pido.

Él no contestó a esto.

—¿Estoy equivocada? —preguntó ella más bruscamente.

—No —respondió Rom en tono extraño, como si no entendiera las palabras… o como si estas no pudieran salir de él.

Pero en ese momento Feyn supo que tenía a Rom Sebastian, el líder de los supuestos soberanos. Lo tenía de veras, a pesar de que él no hallara paz total. ¿Qué era la paz, de todos modos? Ella misma la sentía muy poco, y sus sangrenegras la conocían menos. Lo único que necesitaba de ellos era lealtad y servicio incuestionable, no su gozo o paz. Necesitaba el amor de ellos, no el placer.

—Entonces muéstrame tu devoción y dirígete a mí correctamente.

Él miró a Corban, luego volvió a mirar a Feyn.

—Baja la mirada —ordenó ella suavemente.

Él hizo como la mujer le indicaba.

—¿Quién soy?

—Mi señora —respondió Rom con calma.

—¿Y?

—Mi creadora.

—¿Y?

—Aquella a quien amo.

—Bien. Dime ahora dónde se esconde el resto de soberanos.

Las cejas de Rom se juntaron.

—Ahora.

—No puedo.

—¡Ahora!

Su lucha por recordar parecía auténtica. Ella no podía culparlo por eso.

—En las ruinas —reveló él.

—¿Ruinas? ¿Dónde?

—En la ciudad…

—La ciudad está llena de ruinas. Tendrás que decirme cuáles. Ahora.

—Ruinas… al sur. En la parte sur de la ciudad. No puedo… —titubeó levantando la mirada, el rostro demacrado.

—¡Baja la mirada!

Él lo hizo al instante.

—Perdóname, mi señora.

—¿Qué ruinas? ¡Piensa!

—No logro recordar… —titubeó él con sudor en la frente.

—¡Concéntrate!

Permaneció callado, con la mirada examinando el piso entre sus pies. El recuerdo estaba más allá de él.

—Envía mil hombres —ordenó Feyn volviéndose hacia Corban—. Barre el sector sur de la ciudad. Escudriña toda ruina que encuentres.

—Mi señora, eso podría llevar días. Y el virus, si lo que él ha dicho es verdad, será liberado dentro de tres.

—¡Entonces envía diez mil! ¡Ya!

Ella se volvió con un chasquido de la seda negra.

—Y mantente trabajando en nuestro nuevo amigo. La información está oculta en alguna parte de esa cabeza dura.