—DEBES RECIBIR HONRA —OPINÓ Feyn, caminando junto a la pesada mesa de piedra sobre el estrado—. Fue en este mismo lugar que obtuve nueva vida.
El hombre sobre la mesa no dijo nada. Corban le había atado una mordaza alrededor de la cabeza y lo había asegurado como un sacrificio: amarrado de pies y manos, la camisa destrozada, la cabeza asegurada con gruesas bandas a la superficie de la mesa. Pero la mujer tenía la sensación de que él no habría reaccionado. Le había dado por callar en esta última etapa de fanatismo. Pronto colapsarían las falsas ilusiones en que se apoyaban todas las creencias ingenuas de él.
Feyn le mostraría el sufrimiento. Y también la perfecta paz.
—Comprendes que es un acto de bondad que te hago —expresó ella volviéndose; la voz se extendió perfectamente por todo el salón.
Las luces eléctricas de la antigua sala del senado estaban encendidas, e iluminaban tenuemente las pinturas de otros milenios en el techo. Exactamente sobre el estrado, una gran mancha oscura sobre el lugar donde antes la antorcha del senado ardió día y noche oscurecía lo que de otra manera había sido una obra invaluable. Feyn había pensado a menudo que lograba ver una imagen que asemejaba una mano, con el dedo índice extendido, emergiendo del borde de la falla negra que con los años solo se había ennegrecido. Se suponía que esa antorcha debía arder para siempre.
Hasta el día en que Feyn la extinguió.
Ella se volvió mientras Corban terminaba los preparativos, apuntalando los ojos bien abiertos de Rom con instrumentos metálicos que perversamente parecían abrazaderas pero que tenían el efecto contrario. Rom yacía boca arriba, con los ojos muy abiertos en los marcos de acero inoxidable. Las manijas como tijeras le brillaban sobre las sienes. Corban había pedido estudiar los cambios en los ojos de Rom durante su conversión, y Feyn le había concedido la petición.
La respiración de Rom era dificultosa, aunque firme. Controlada, aunque bastante audible para traicionar lo que debían ser latidos acelerados. Él creyó saber lo que estaba a punto de ocurrir.
No tenía idea.
Feyn no había tocado la mesa desde que entrara al salón, quedándose atrás mientras Seth y otros sangrenegras depositaban encima a Rom. A pesar de que ella no cambiaría quién era hoy, por lo que definitivamente agradecía a Saric, nunca había podido reprimir la repugnancia al ver la mesa de piedra desde el día de su propia conversión. Habría destruido ese mueble si no hubiera sido el símbolo de la presencia de los regentes en el teatro del gobierno mundial. Se trataba de un recordatorio tangible de la supremacía de la jefatura soberana sobre el Orden, del modo que la soberana era la mano visible del Creador en la tierra.
Nadie sabía que la mesa era la razón principal de que ella dejara de asistir a las audiencias del senado. Después de eso, no había sido difícil dar el paso para disolver por completo al senado.
—Muy pronto la carga de lealtad de tu gente, en realidad de cualquier conocimiento que te atribule, habrá desaparecido —comentó Feyn—. No vivirás en desdicha, escondiéndote del sol como lo has hecho. Comerás de mi mesa. Hasta dormirás en mi cama, si lo deseo. Y conocerás la paz carente de lucha, leal solamente a una voluntad: la mía. Piensa en eso en las horas venideras. Necesitarás algo a qué aferrarte.
Corban cruzó las manos detrás de la mesa, esperando. Cuando ella asintió, él levantó una sencilla endoprótesis vascular adherida a una manguera transparente de caucho con una segunda endoprótesis en el extremo opuesto. Feyn reprimió un temblor por pura fuerza de voluntad, en conflicto por la necesidad de besar el instrumento de su propia conversión.
—Mi señora —dijo Corban, haciendo un gesto hacia el espacio a su lado.
—Comprende que este es un honor que no le di ni siquiera a Corban —juzgó ella acercándose al costado de la mesa—. Pero Corban no te envidiará, ¿verdad, Corban?
—Su voluntad es perfecta, mi señora —contestó el alquimista.
Pero por supuesto que el hombre estaba celoso. ¿Cuál de ellos no se habría mordido su propio brazo por la oportunidad de recibir lo que Rom estaba a punto de tomar: una dosis completa de la sangre de su creadora directamente de ella?
Feyn se levantó el dobladillo de la pesada manga. Sangre roja, adornada en oro y ónice negro resplandeció a lo largo del borde. Doblado hacia atrás, dejando al descubierto la vena negra exactamente debajo de la superficie de la piel.
El factor atenuante de la envida de Corban, aparte de su deseo inherente de agradarla, era su propia curiosidad. Parecía consciente solo de sus movimientos exactos a medida que envolvía un torniquete en la parte superior del brazo de Feyn y le aplicaba astringente a la vena. Ella pudo sentir la fría mordedura del acero mientras él le deslizaba la endoprótesis dentro del brazo.
—No puedo garantizar que él sobreviva —advirtió Corban, recordándoselo una vez más.
—Lo sabremos muy pronto —respondió ella.
Al observar a Corban, Feyn se preguntó si estaba lista para que Rom muriera. Tanta historia… Pero al mirarlo, los curiosos ojos abiertos, ella supo que él ya estaba muerto para ella.
La mujer no dijo nada mientras Corban deslizaba con cuidado el otro extremo directamente en la yugular de Rom, sin otro indicio de dolor de parte de este que un movimiento de ojos.
Ella asintió secamente y el alquimista la miró. Bajando la mirada, giró la pequeña válvula. Sangre negra se apresuró a llenar la manguera.
Sangre de Feyn. Sangre de creadora.
Lo único que la mujer sintió fue un leve tirón contra su vena mientras abría la mano, con la mirada fija en Rom. Él respiraba con dificultad, los puños cerrados, una gruesa vena le vibraba a lo largo del cuello.
Feyn miró a Corban, quien parecía estar vigilando el flujo a través de la manguera, mirando cada pocos segundos al gran reloj en la parte trasera del senado. El tiempo pareció detenerse.
—¿Está funcionando? —preguntó ella.
Al principio creyó que Corban no la había oído.
La mujer miró a Rom. La vena a lo largo del cuello empezó a temblar.
—Sí —contestó Corban.
El temblor se convirtió en un espasmo visible. Los ojos de Rom miraban el cielo, abiertos a causa de los aparatos de acero, pero Feyn sabía que sin los aparatos estarían abiertos con horror.
¿Qué veía él?, se preguntó Feyn. Para ella, había sido desgarramiento del alma. Su propia conversión la había arrancado de las entrañas de la estasis, de un hermoso vacío que no era felicidad ni temor, que no contenía sueños ni recuerdos. Un lugar donde ella estaba consciente de las mismas moléculas en su piel. Allí había sentido más que oído el silencio de un mundo invisible por medio de ojos naturales, como si tuviera un dedo en este mundo y otro en su imagen reflejada.
Saric la había arrancado de todo. De la única plenitud que alguna vez conociera de veras.
Ahora, mirando a Rom, ella recordó la negrura y la asquerosa brea de temor que la había jalado desde ese lugar. De dolor. De comprensión de vida tenebrosa. Ella había entrado allí como alguien apretándose hasta quedar plana a fin de entrar a un mundo plano, como a través de la rendija de una puerta. Insoportable y terrible a la vez.
El sudor le perlaba y le goteaba a Rom por los costados del pecho, sobre las costillas, a lo largo de la frente. Él se estremecía y gruñía ferozmente dentro de la mordaza. Los brazos rígidos contra los costados, las muñecas luchando contra las cuerdas.
Feyn miró a Corban, quien estaba inclinado sobre la cabeza de Rom, mirándole los ojos.
Rom se arqueó sobre la mesa, los talones clavados en la piedra, la espalda increíblemente inclinada. Se arqueó aun más, los músculos contraídos, los atados brazos apretados y rígidos. Las caderas muy elevadas, dobladas en un ángulo tan agudo que Feyn se preguntó si era posible que al hombre se le rompiera la espalda. Estaba segura de que si la banda no le hubiera mantenido abajo la cabeza, él se habría torcido tanto que ella podría haber oído el chasquido de las vértebras.
La mordaza ahogaba un grito espantoso.
—¿Qué está sucediendo? —exigió saber ella.
—La transformación, mi señora. Usted reaccionó de igual modo.
Rom volvió a gritar, jadeando contra la mordaza, ante el esfuerzo de sus músculos, ante el obvio sufrimiento. El sonido degeneró en una prolongada serie de gritos.
Feyn nunca había oído a Rom de este modo, tan más allá de sí. Atrás quedó el hombre dueño de sí mismo. Uno demoníaco yacía en su lugar; monstruos luchaban en sus venas.
—Está matándolo —comentó Feyn, y el sonido de sus propias palabras la dejó helada.
—Dele tiempo, mi señora. Venga, ¡venga a ver! —exclamó Corban, moviéndose hacia un lado.
Por primera vez desde su propia conversión ella se agarró del borde de la mesa, acercándose más para inclinarse sobre la cabeza de Rom.
—Los ojos. ¿Los ve? ¡Los ojos!
El verde, una vez tan reluciente, había comenzado a extinguirse hasta llegar a ser un color avellano lechoso. Feyn observó embelesada mientras esos ojos palidecían hasta quedar blancos, rodeados de globos oculares inyectados de sangre. Durante varios segundos permanecieron pálidos. Un remolino de tinta se enroscó en el iris del ojo izquierdo, como tinta negra derramada en agua. Le inundó el iris, a lo largo del anillo interior, y luego apareció en el derecho, como si una serpiente negra se le hubiera deslizado a través de la cabeza. Se nublaron, como el cielo agitado de Bizancio antes de una tormenta, y luego se ennegrecieron. Oscurecieron como la obsidiana y parecieron endurecerse delante de la mirada de Feyn.
Los apretados dientes de Rom habían sofocado sus gritos, reemplazándolos con desesperadas aspiraciones de aire a través de sus fosas nasales. Marcas negras le aparecieron en el pecho. No, marcas no, sino las venas arrastrándosele debajo de la piel. Hasta el cuello, sobre la mandíbula y hacia la mejilla, como rajaduras en cristal antes de romperse.
Rom cayó hacia atrás en la mesa y comenzó a estremecerse. La convulsión comenzó desde los pies a través de las piernas y hacia el torso. Él tembló a la par, más y más violentamente hasta que la mesa también se sacudió.
—¡Está matándolo!
Corban le lanzó a Feyn una mirada en blanco. En su opinión, la pérdida de Rom podría ser una lástima solo por razones intelectuales y científicas, pero Feyn se dio cuenta de que por un momento le importó si Rom vivía o no.
Pero por supuesto que le importaba. Si él moría, no podría decirle la ubicación de los soberanos escondidos.
La sangre manchó la mordaza. Rom se había mordido la lengua. Una gota se deslizó por la mejilla hacia la mesa. No sangre roja.
Casi negra.
La mirada de Feyn se clavó en el iris de Rom, en busca de algún centelleo…
Una débil luz detrás de las negras órbitas creció rápidamente. El pulso de la mujer se aceleró ante la conocida vista de nueva vida, que iluminó y resplandeció por un instante, haciendo que esos ojos parecieran brillar, antes de retirarse dejando tan solo un anillo dorado alrededor de los iris.
El temblor amainó. El cuerpo quedó inerte. La respiración se detuvo. Los globos oculares se retorcieron y después quedaron quietos, fijos en el techo.
Feyn y Corban se miraron por un momento, el alquimista con la cabeza inclinada.
—¿Está muerto? —exigió saber ella.
—Tal vez él no era suficientemente fuerte.
—Ahora no me es útil para nada —comentó Feyn alejándose de la mesa y lanzando una última y dolorosa mirada a Corban.
—Mi señora, perdóneme.
Ella se volvió, estaba a punto de decirle a Corban que se lo llevara, que muy bien podría realizar todos los experimentos que quisiera mientras el cuerpo aún estaba fresco, cuando la figura sobre la mesa aspiró aire a través de la ensangrentada mordaza.
Feyn se dio la vuelta.
Rom estaba inmóvil, como acostado en reposo. Corban se le inclinó encima, mirándolo a los ojos.
—¡Quítale la mordaza! —ordenó ella, acercándose.
Los ojos dentro de los agarres vagaron hacia Feyn cuando Corban quitó primero la mordaza y después los instrumentos que mantenían abiertos aquellos ojos.
—Rom pestañeó. La miró de manera extraña. Era la mirada de alguien a punto de hacer una pregunta o de reconocer un rostro.
—Bájalo de la mesa.
—Mi señora, no estoy seguro si…
—Seth. Radus —llamó ella chasqueando los dedos—. Bájenlo.
Los sangrenegras corrieron por el pasillo central y subieron la escalera lateral del estrado. Desataron a Rom y lo levantaron.
—En la silla —pidió ella, señalando el asiento detrás de la mesa ocupado una vez por quien gobernaba todo el mundo.
Rom no tenía estabilidad en los pies mientras la pareja lo arrastraba hasta la silla y lo dejaba caer.
Una vez más, miró a los sangrenegras, a Corban, y a ella, en quien fijó la mirada.
—Baja la mirada —ordenó Feyn.
Rom titubeó y luego miró al suelo.
Durante bastante tiempo ella examinó la figura inclinada, los brazos colgados como mangas vacías sobre los brazos de la silla.
—Así que… —balbuceó la mujer rodeando la mesa para estar delante de Rom—. Ahora has experimentado lo que yo viví una vez. ¿Sabes dónde estás?
Él permaneció callado. Sin duda no era capaz de resistirse a ella.
—¡Respóndeme!
—Sí —contestó él con una voz profunda y ronca.
—¿Y quién soy yo?
—Feyn.
La respuesta llegó tardía, apenas más que un susurro.
—¿Y qué eres ahora?
—Yo…
Feyn vio parpadear otra vez los ojos de él, todavía fijos en el suelo.
—Voy a ser más específica. ¿De quién eres?
Él levantó la mirada.
—¡Mira hacia el suelo! —ordenó ella bruscamente.
Rom volvió a mirar el piso.
—¿A quién le perteneces?
—A ti —respondió Rom.
—¿Qué soy entonces para ti?
Lento otra vez. Demasiado lento. Ella sintió que el pulso se le aceleraba. Quizás su conversión no estaba completa.
—Mi creadora —dijo él finalmente con voz grave y ronca.
—Tu creadora. Y como tal estás obligado a mi palabra sin chistar.
Feyn miró a Corban, quien tomaba la escena con interés. Seth y Radus estaban a un lado.
—Dime ahora —continuó ella, dando tres pasos delante de Rom y deteniéndose—. ¿Dónde está el resto de soberanos?
Ella pudo ver que él movía los ojos a un lado y otro, como si observara a un roedor escurriéndose por el suelo. Un ligero temblor le sacudía las manos.
—Te lo vuelvo a preguntar. ¿Dónde está el resto de tu gente?
El temblor le subió al hombre por los brazos hasta los hombros, como si estuviera luchando contra un gran peso, los músculos fatigados.
Feyn inclinó la cabeza.
—¡Habla!
Permaneció en silencio.
Ella lanzó una dura ojeada a Corban, quien bajó la mirada.
—¿No tuvo éxito esto?
—Sin lugar a dudas, lo tuvo. Pero nunca habíamos convertido a un soberano. Su sangre se ha convertido, pero tal vez su mente tarde algún tiempo en perfeccionarse, mi señora.
—¿Cuánto tiempo?
—Quizás una hora. Quizás más tiempo.
—¿Más tiempo? ¡No tenemos más tiempo!
—Él asegura que el virus será liberado…
Feyn lo interrumpió con una mano medio levantada y volvió su atención otra vez a Rom. El virus sería liberado en tres días si él había estado diciendo la verdad. Pensar en eso le provocó un escalofrío desde el cuello hacia la espalda.
—De modo que te resistes. Resistes a la misma sangre en tus venas.
No hubo respuesta.
Feyn se acercó a Rom, lo agarró del cuello con una mano y lo puso de pie. Luego más alto, hasta que sus pies colgaron a centímetros del suelo. Ella lo miró al rostro, con el brazo temblando de ira más que por el esfuerzo. La mujer casi nunca exteriorizaba de manera tan abierta su propia fuerza.
Saric había creado mucho más de lo que él previera el día que la formó.
—Que te quede muy claro esto, Rom Sebastian. Ahora soy tu creadora. Tu lealtad es para mí. Me obedecerás sin pensar ni titubear. Es necesario que entiendas esto, y rápidamente. Te será muchísimo menos doloroso.
Le soltó el cuello con un ligero empujón. Él se deslizó por el borde de la silla y se estrelló en el suelo, demasiado débil para impedir la caída.
Feyn se abalanzó, lo agarró por las mejillas, y lo giró hacia los dos guerreros parados cerca.
—¿Los ves? ¿A esos dos?
—Sí —logró contestar Rom a través de una respiración agitada.
—Radus, dale la espada a Seth.
El sangrenegra extrajo la espada corta con un silbido de acero y se la pasó a Seth, quien la agarró.
—Seth, mata a Radus.
Los ojos de Radus se abrieron un poco… y después de par en par mientras Seth le clavaba hacia arriba la espada debajo de la caja torácica, hasta la empuñadura.
El sangrenegra cayó de rodillas, con las manos en la espada hundida profundamente en su pecho.
—Hermoso, ¿verdad? —susurró Feyn al oído de Rom—. ¿Comprendes que mi poder es absoluto?
Ella lo oyó tragar. Lo sintió temblar.
—Seth.
—Sí, mi señora —respondió el sangrenegra con voz como de ronroneo.
La mujer sabía que Seth estaba dispuesto a hacer cualquier cosa que la complaciera; que él en realidad disfrutaba obedeciéndola.
—Saca tu espada.
Él deslizó el arma de su funda, los ojos fijos en Rom, entrecerrados como rendijas felinas a la expectativa.
—Córtate la garganta.
Seth levantó bruscamente la cabeza. Por primera vez al servicio de ella la miró fijamente, con un indicio de duda. Pero su lealtad no se podía transar.
Levantó la espada y lentamente, con la mirada fija en su creadora, se arrastró la hoja a través de la garganta. Por un momento permaneció allí, con asombro y devoción en conflicto en la expresión del rostro. La sangre salió a borbotones de la herida y salpicó el estrado entre ellos.
Ah, ¡pero él era magnífico! Feyn había tenido razón al creer que Seth había sido el pináculo de su creación.
El sangrenegra se tambaleó solo un paso antes de caer al suelo, drenado del obscurecido líquido que le daba vida.
—Te daré un poco de tiempo para calmarte —advirtió, alejando el rostro de Rom—. La próxima vez que yo hable, obedecerás.
Feyn se puso de pie, se alisó la ropa, y miró la figura caída de Seth con una ligera mueca de arrepentimiento.
—Corban —llamó; el alquimista temblaba visiblemente.
—¿Mi señora?
—Llévalo abajo. Avísame cuando su transformación sea total: cuerpo, mente y alma.