Capítulo dieciséis

JORDIN ESTABA DE PIE en la habitación de Roland, con el pulso acelerado. Rislon y Sephan casi la habían arrastrado escaleras arriba, por el pasillo, y a través del salón del trono donde ella se encontrara por primera vez con Roland, y luego hasta su alcoba interior. Si el tratamiento que le dieran antes había sido indulgente, este era ahora intolerante. Haciendo una reverencia habían cerrado la puerta detrás de ella.

Apenas quedó a solas con él, Jordin contempló los alrededores. El príncipe se había reservado su mobiliario más lujoso para este, su enclave privado, donde al parecer gobernaba con tanta pasión como en cualquier campo de batalla. El calor parecía emanar de las pesadas pieles que cubrían el suelo y de las cortinas oscuras de terciopelo que cubrían las paredes y encerraban el otro lado de la gran cama con toldo en el centro de la habitación.

No menos de seis almohadas de color vino tinto y de seda dorada se hallaban colocadas contra la negra cabecera de madera, la misma que estaba tallada con arcos góticos parecidos a los que Jordin había visto en las antiguas basílicas de la ciudad. Cruces igualmente antiguas en lo alto de los doseles, sus centros insertados en ámbar. Al lado de la cama se hallaba una pila de libros sobre una mesa baja, el desteñido dorado de los títulos oscurecido en la tenue luz, las velas en el soporte metálico al lado ardían hasta consumirse.

Al otro lado de la alcoba un sofá extendido en el suelo, otra pila de libros al pie se levantaba hasta la altura de un candelero con no menos de una docena de velas. Jordin nunca había creído que Roland fuera del tipo erudito, pero sobre el diván uno de los libros estaba vuelto hacia arriba, abierto, como si lo hubieran dejado allí a toda prisa, igual que un amante abandonado en medio de la noche.

Roland se había quitado la túnica y arremangado la camisa, y estaba vertiendo vino en una de las dos copas de peltre colocadas sobre una mesa ornamentada de madera. Levantó la copa, bebió de un trago la mitad de su contenido, luego la bajó, la volvió a llenar, y también llenó la segunda copa. Sin volverse hacia Jordin se desató la cola de caballo. El cabello le cayó sobre los hombros. Ella nunca lo había visto sin las cuentas, las trenzas y las plumas del guerrero nómada. Pero ahora, sencillo como estaba, podría haber sido la envidia de cualquier mujer.

Tomó otro trago antes de apoyar una mano fornida en la cadera y respirar por las fosas nasales. Jordin no podía verle la expresión del rostro, pero lo adivinó bastante bien por el movimiento impulsivo del príncipe. Al ofrecerse a estar a su servicio, ella se las había arreglado para despertar la bestia dentro de él.

Guíalo, Jordin.

¿Guiarlo a dónde? Sentía a Jonathan tan lejano como sus sentidos inmortales, lo que la dejó sintiéndose entorpecida. Ella no podía entender por qué su memoria era tan frágil. Por qué no lograba recordar lo que significaba ser soberana, y mucho menos los detalles relacionados con dónde había vivido o qué específicamente debía hacer. Esos pormenores le revoloteaban en la mente, tan esquivos como espectros.

No obstante, otros recuerdos resonaban con inconfundible claridad.

¿Por qué te resistes a lo que es real?

¿A qué se estaba resistiendo? ¿Era real esta habitación? ¿Era real la distinción entre soberano e inmortal? ¿Cómo podía aceptar lo que era real si no lograba recordar?

¿Por qué olvidas quién eres?

¿Quién era ella? Una soberana, sí, ¿pero qué era un soberano? ¿Estaba su memoria tan atada a su sangre como para recordarle únicamente lo que era importante en cuanto a la naturaleza de esa sangre?

Jordin había muerto y luego había vuelto a vivir, era todo lo que sabía. La prueba había sido fantástica, llenándola de alegría apenas controlable. Pero cuando el éxtasis de ello se desvaneció, su memoria también se esfumó; y ahora, sin un contexto claro, se sentía despojada de identidad.

Cómo deseaba volver al vientre de ese renacimiento para, con tanta claridad como lo había sabido entonces, saber quién era. No recordaba haberse sentido así la primera vez que había tomado sangre soberana, seis años antes. ¿Por qué esta vez?

¿Por qué olvidas quién eres?

Quiso gritar: No quiero olvidar. ¡Quiero saber quién soy! En vez de eso se quedó sin palabras, respirando deliberadamente por las fosas nasales como si pudiera obligar a la memoria a entrar en la mente igual que el aire en los pulmones.

Roland bajó la copa y se volvió hacia Jordin, con las dos manos en la cadera. Durante mucho tiempo solamente la miró, con ojos negros. Se suponía que ella lo odiara, ¿verdad? Sí, había llegado a odiarlo.

Había venido a matarlo. Eso era correcto… había venido a usarlo para algo y luego a matarlo. La joven recordó eso muy bien ahora.

¿Lo odiaba realmente?

—¿Por qué estoy aquí? —inquirió ella.

Roland la observó indeciso.

Jordin miró alrededor del cuarto, deslumbrada otra vez por la riqueza allí. Estaba lleno de objetos de consuelo, paz, luz. Toda prueba de vida abundante. Y sin embargo ella sabía de alguna manera que Roland también había olvidado quién era. Por más que la habitación estuviera diseñada para exudar calor, no se podía evitar el frío de sus paredes de piedra, ni sacar la oscuridad de los rincones. Así como el vino sobre la mesa no podía garantizar descanso.

—No sé qué me ha ocurrido —declaró ella enfrentándolo—. Lo siento… sé que no estás complacido, pero simplemente parece que no recuerdo las cosas.

—¿Es esto lo que significa ser soberano? —objetó él—. No asombra que te hayas vuelto tan desdichada.

—¿Desdichada?

—Quizás ahora más que antes de que tomaras la sangre muerta.

Desdicha. Ahora lo recordaba muy bien.

—Basta de juegos —añadió Roland—. Acudiste a mí con afirmaciones disparatadas de que un virus mortal para todos los inmortales sería liberado a menos que entregáramos la cabeza de Feyn a tu alquimista. Mi gente parece creer que las intenciones de ustedes son menos que nobles. Que no tienen la fortaleza para sobrevivir, así que recurren al engaño con nuestra supuesta desaparición. Que esta tontería relacionada con tu memoria no es más que una farsa.

Poco a poco las piezas del rompecabezas, la mente de Jordin, empezaron a caer en su lugar.

—Tu gente está equivocada —manifestó ella—. Juro por mi vida que mi muerte y mi resurrección me despejaron la mente.

—¿Es así?

—Creo que sí.

Una ligera sonrisa irónica suavizó el rostro del príncipe. Su mirada recorrió el cuerpo de la joven hasta los dedos de los pies. Parecía verdaderamente curioso, pero ella sospechó que la muestra de interés solo era su forma de manipularla. Él se dirigió a la mesa y agarró dos copas en las manos.

—Si solo pudiera leerte la mente y saber, Jordin —sugirió, volviéndose—. Sinceramente, no sé si tomarte en serio. Los soberanos en nada se parecen a lo que yo imaginaba.

—¿Y qué esperabas?

Roland se acercó a ella y le ofreció una de las copas.

—No sé. Algo menos interesante. Ellos afirman que tú estás conspirando. Pero solo veo una chiquilla confundida en mi alcoba.

Él intentaba ablandarla. Ganarse su confianza. Quizás más… Jordin sintió que el pulso se le aceleraba, pero no sabía por qué. Ella sabía que lo odiaba, pero el corazón aún no había alcanzado a la mente en cuanto al tema, lo que en sí servía como una advertencia.

Ella lo odiaba. La de Feyn no era la única cabeza que había prometido entregar.

—No tienes que estar asustada —comentó Roland mientras se llevaba la copa de peltre a sus manchados labios y tomaba un sorbo—. A decir verdad, tengo más fe en ti que en mi gente. Espero que me des la razón.

—Por supuesto que lo haré.

—Bebe. Arrebatamos este vino de un transporte con destino a la Fortaleza. Vino robado de la mesa de la soberana, que ella muera de la infelicidad.

Jordin tomó un primer sorbo aunque solo para apaciguarlo antes de que él le quitara la copa y pusiera las dos sobre la pila de libros en la mesa junto a la cama.

—Podrías demostrarme tu pérdida de memoria.

—Ya sabes que te estoy diciendo la verdad —expuso ella—. Si yo supiera lo que deseas saber, te lo diría. Los soberanos no son nada si no son confiables.

—Ah, estoy seguro de eso —afirmó él tomándole la mano, levantándola y girándola lentamente—. Dime, ¿es también verdad que los soberanos aman a los inmortales a pesar de nuestras diferencias? ¿No era ese el camino de Jonathan?

Jordin no estaba segura de qué contestar. Amor, sí, supuso. Sin embargo, ¿amar?

—¿No? —inquirió él mirándola fijamente a los ojos.

—Sí —contestó ella.

—Me siento extrañamente encantado contigo —comentó el príncipe enredando los dedos en el cabello femenino.

—Tienes a la reina.

—Ella no comparte mi cama.

La confesión sorprendió a Jordin. Incluso en su estado de desorientación no podía confundir las intenciones del hombre. Él la estaba probando para ver si recordaba que lo odiaba.

—Tal vez mi mente no esté tan clara como debería —expresó ella—, pero sé que no estoy aquí por amor.

—Y yo que creía que el amor era lo único que importaba a los soberanos, estando tan saturados de él. Tú debes conocer el placer como pocos.

La joven pudo oír el corazón que se le aceleraba como un caballo desbocado. Pudo sentir el calor que le brotaba en la piel. Olerse su propia transpiración. Roland podría confundir esto con deseo.

¿Lo era?

Él no podía ser sincero. Y si lo fuera, ella no caería en la trampa.

¿Y si él fuera sincero?

Jordin no podía devolverle el afecto que el príncipe le mostraba.

Otro pensamiento tras el anterior: rechazarlo solo socavaría la confianza de él. Ganarse su afecto, por otra parte, podría obtener esa confianza.

—Nunca imaginé que encontrara tan atractiva la vista de la piel que dejé atrás —opinó Roland acariciándole la mejilla con el dorso del dedo índice.

—Fuimos iguales una vez —contestó ella después de titubear.

—Éramos iguales hace una hora —corrigió él con voz tranquilizadora—. Tú fuiste quien cambió, igual que hace seis años. Por tanto, muéstrame lo que significa ser soberana.

—¿Cómo, si no lo recuerdo?

—¿Has olvidado cómo amar? —quiso saber el príncipe rozándole el cabello con los labios, lanzándole aliento caliente al oído—. Entonces déjame mostrártelo.

Jordin se sintió como un animal acorralado. Peor aun, una parte de ella no quería alejarlo. Y eso la asustó.

El poder bruto de él la excitaba como una droga, aterrándola y seduciéndola a la vez. Su salvación vino en un simple pensamiento: sea que él se sintiera atraído o que estuviera jugando con ella, era evidente que a Roland le gustaban las mujeres fuertes.

—El destino de los de tu especie está en juego, ¿y en lo único que piensas es en tu cama? —objetó ella retirando la mano de la de él, alejándose y enfrentándolo—. ¿Soy solo una flor para ser arrancada?

—¿Es eso lo que crees? —cuestionó él verdaderamente asombrado.

—¿Cómo no podría hacerlo?

El rostro de él, muy pálido, en realidad había adquirido un sutil tono rosáceo.

—Lo que necesitas está encerrado aquí, y no por debajo de mi cintura. Ayúdame, ¡no me seduzcas!

—¡Estoy ayudándote! —replicó el hombre, y Jordin se sorprendió por la facilidad con que lo hizo retroceder.

—¿Cómo?

—Estoy tratando de liberar tu mente.

—¿Junto con mi vestido?

—Tal vez alguna liberación de tu cuerpo también liberaría tu mente.

—¿Y eso es en lo único que estabas pensando?

—No del todo, no —dijo Roland cediendo y riendo suavemente.

—Tú me encuentras atractiva —exclamó Jordin mirándolo de soslayo.

—Si estuviera presionado a hacerlo —contestó él, y añadió como en una confesión forzada—. Sí.

—¿Solo si estuvieras presionado? ¿Así como alguien obligado a considerar las migajas en el suelo?

—Manifesté que encontraba atractiva tu piel, ¿no es así?

—Mi piel.

—Cada vez más —contestó él, titubeando.

—Entonces un poco más es demasiado. Soy soberana, alguien a quien matarías, no con quien te acostarías. ¿O también perdiste la memoria?

El rostro masculino se puso tenso.

¿Qué estaba haciendo ella? Había ido muy lejos. Este era Roland, príncipe de los inmortales. Su enemigo.

A quien Jonathan había amado.

Guíalo, Jordin.

Jordin lo necesitaba tanto como él a ella. No se podía dar el lujo de hacerlo sentir rechazado, pues había demasiado en juego. Él ya se estaba alejando como si fuera a llamar a Rislon o a despedirla.

Jordin respiró rápido y profundo, y estiró la mano hacia el hombro de él.

—Roland. Por favor. Estoy aquí porque los riesgos son muchos como he dicho. Desde el día en que te fuiste desprecié tu decisión. Nunca acudiría a ti a menos que fuera mi última opción. ¿Quieres la verdad? Eso es. Hay más, estoy segura, pero necesito tu ayuda para recordarlo.

El príncipe se alejó, y la mano de ella se le deslizó del hombro. Pero entonces llegó.

—¡Las claves hacia la guarida soberana! La Fortaleza —espetó ella.

Él hombre rechazó el resto del vino, bajó la copa y, lanzándole una mirada sombría, comenzó a irse con las manos en las caderas. Parecía más un león enfurruñado que un príncipe inmortal. Pero entonces, su situación era tan incierta como la de ella, ¿verdad? Por un instante Jordin quiso consolarlo.

¿Consolarlo? ¡A este hombre que había asistido a la masacre de tantos soberanos apenas un año atrás! ¿Qué le impediría tomar de un golpe las vidas de aquellos que quedaban?

Nada.

Y aquí estaba él, envuelto en comodidades. Pero por magnífico que pareciera, exudaba infelicidad.

Igual que ella.

¿Por qué te olvidas?

Un tremendo peso se asentó en el corazón de la joven. Estaba llena de la sangre de Jonathan pero sin paz, un recipiente hueco, algo vacío.

Jonathan los había abandonado a todos.

El mismo aire se sentía demasiado espeso como para respirar. La desesperación le penetró en la mente. Su único pensamiento convincente era que no debía permitir que Roland se diera cuenta.

Pero ya era demasiado tarde. Ella no pudo contener las lágrimas que le inundaban los ojos. Se quedó helada, odiándose, mientras una lágrima le bajaba por la mejilla.

Y luego fluyeron en silencio y sin restricciones. Nada podía detenerlas.

Roland había dejado de caminar y la estaba observando, pero la visión de ella estaba demasiado borrosa como para ver la reacción masculina.

—Lo siento… —balbució ella, dando media vuelta—. No sé qué me está pasando.

—Está bien.

La voz de él era profunda y suave, y le arrancó a ella un sollozo desde lo más profundo del corazón. Jordin debía controlarse. Su muestra de emoción era impropia, si no para un inmortal, entonces sin duda para una soberana recién convertida. ¿Qué pensaría cualquier inmortal, por no decir el mundo entero, de tal reacción de parte de alguien que aseguraba tener el amor, el gozo y la paz de la sangre de Jonathan?

Roland se le acercó, le colocó una mano en el brazo y la miró fijamente. Ella levantó la mirada y vio el rostro de un hombre tierno, no del poderoso guerrero que había cazado soberanos y conquistado mujeres. Él le enjugó las lágrimas con el pulgar.

—No quería lastimarte.

Jordin finalmente encontró aparente control.

—Estoy perdida —musitó.

Roland la miró por varios segundos, le acarició la mejilla y la acercó a su pecho. Permanecieron inmóviles, la respiración de ella demasiado acalorada en el aire entre ambos, sus lágrimas demasiado humillantes sobre la seda negra de la camisa del hombre.

Los brazos masculinos demasiado dispuestos a ser fuertes alrededor de ella.

El príncipe la soltó, y ella contuvo una agobiada respiración mientras él caminaba hacia la puerta, donde se volvió, la mano en la manija.

—Dormirás aquí esta noche, sola y tranquila. Encuéntrate, Jordin. Si lo que dices acerca del virus es verdad, la vida de mi pueblo depende de ello.