RISLON HABÍA DEVUELTO A Jordin a la celda y, a pesar de su súplica de ser oída en el momento en que llegara a una decisión, sin ninguna ceremonia el hombre había cerrado y trancado la puerta, dejándola en la oscuridad.
—¡No tenemos tiempo para esto! —gritó ella a través de la puerta.
Las pisadas alejándose fueron su única respuesta.
El juego de Roland se le hilvanó en la mente. Jordin había pedido tiempo, y él se lo había concedido, pero solamente bajo sus propias condiciones, sabiendo que la mantendría firmemente en una posición de menos poder si la obligaba a preocuparse mientras las horas corrían.
Mientras tanto, el príncipe manipularía a Kaya con la esperanza de conocer la ubicación del santuario. Él fracasaría, pues sin duda Kaya no conocía suficientemente la ciudad como para entregar la ubicación exacta. Y en caso de que le diera suficientes detalles a Roland, él esperaría hasta el oscurecer para utilizar la ventaja de la vista inmortal.
Kaya había estado fuera del santuario solo una vez, siguiendo a Jordin por calles desconocidas. Había muchas ruinas parecidas a aquella bajo la cual se enclaustraban los soberanos que quedaban. Con tan poco tiempo antes de la liberación del virus, Roland querría estar seguro de su destino, suponiendo que creyera la advertencia de Jordin. Extrañamente, a él no pareció alarmarle demasiado lo uno o lo otro.
Pronto tendría suficiente preocupación.
Según Rislon, Jordin había despertado al mediodía. Debía anochecer al menos en seis horas, tal vez hasta en ocho. Cuatro días estaban a punto de convertirse en tres. ¡Se le estaba acabando el tiempo!
Se había paseado en la oscura celda durante lo que parecía una eternidad, analizando su difícil situación, destrozada por la insoportable dicotomía que se le desarrollaba en la mente. Ahora tenía dos amos: Roland, su príncipe (y por extensión su creador) asentado en incuestionable poder, lleno de la misma vida que fluía por las venas de la joven.
¿Y quién era el otro amo? Ya no podía identificar fácilmente su vínculo con Jonathan. Un recuerdo lejano… una voz que la llamaba en sueños desde el más allá. ¿O era Rom su amo, a quien había jurado lealtad? ¿O quizás su propia conciencia, que le susurraba en las más profundas cavernas de la mente?
Jordin estaba dándose por vencida, pero en alguna parte más allá de sus pensamientos y emociones inmortales debía creer que seguía siendo soberana.
Sin embargo, ¿qué era la soberanía sino desgracia? ¿Qué poder o plenitud había hallado después de que pasara la euforia inicial del renacimiento?
Y he aquí la verdad: los caminos de los dos amos estaban atados a desventura y sufrimiento. A este paso tal vez sería mejor encontrar la muerte y arriesgarse a cualquier cosa que esperara más allá. Sin embargo, Jonathan insistió en que su reino era de esta tierra, aquí y ahora entre todos ellos. ¿Dónde estaba entonces?
Los pensamientos se le arremolinaban en una niebla gris. Ella sabía esto: el destino del mundo descansaba ahora en las decisiones que tomara, y ninguna de ellas parecía prestarse a un resultado sin algo de fatalidad.
Si se negaba a decirle al príncipe dónde se ocultaban los soberanos, ella seguiría siendo inmortal y se perdería toda esperanza de rescatar a Rom. Suponiéndola muerta, Mattius liberaría el virus. Ella moriría junto con todos los sangrenegras y los inmortales, dejando a todo soberano sobreviviente despojado de su existencia plena y bajo el control de Mattius.
Si le daba a Roland información errada para ganar tiempo, él rápidamente se enteraría del engaño y no volvería a confiar en ella. Sin la confianza de él, Jordin fracasaría en todos los frentes.
Si le confesaba la ubicación del santuario, él enviaría a Cain con sus magníficos y mataría o capturaría a todos los soberanos vivos que quedaban. Incluso si ella guiaba con éxito a Roland en una misión para rescatar a Rom y matar a Feyn, el príncipe aún estaría en posición de matarlos a todos sin dejar rastro de sangre soberana que sobreviviera al virus. Si ella intentara mudar a los soberanos a un nuevo escondite, él rastrearía los movimientos y los encontraría… pero no había ningún sitio a dónde llevarlos; desde hacía mucho tiempo los soberanos se habían quedado sin lugares donde esconderse en la ciudad.
La desesperanza que le presionaba la mente no se sentía más variable que las toneladas de rocas por encima de la cueva diminuta y hueca en que se hallaba. Jordin no encontraba salida, ni luz ni alternativa que pareciera capaz de liberarlos a todos de una muerte segura. La historia estaba condenada a repetirse, y ella era impotente para detenerla.
El aire frío de la cueva le secaba el sudor de la frente tan pronto como le aparecía en la piel, sin brindarle alivio al horno que le quemaba la mente. Las manos le temblaban a medida que se paseaba. Y luego los pensamientos comenzaron a fallarle totalmente.
Jordin tendría que decirle a Roland todo lo que sabía, tan pronto como lo supiera. Decirle y confiar en él. No tenía otra alternativa.
Se dejó caer en la estera y permaneció de espaldas, con los brazos cruzados en el pecho, mirando la oscuridad de lo alto. Lágrimas le inundaban los ojos y le bajaban por las sienes, humedeciéndole el cabello.
—Jonathan…
El susurro pareció irresistiblemente vacío y lejano aquí, en las profundidades debajo de la superficie de los cañones.
—Jonathan, ¿por qué me dejaste? Te suplico. Por favor… me dejaste una vez. Encuéntrame. Sálvame.
Este fue su último pensamiento deliberado.
La chica se desligó de sus pensamientos como si hubiera caído en una fisura en el suelo de la cueva. El silencio la calmó, dejándole solo tinieblas… y paz.
Permaneció separada del tiempo. Respirando. En reposo. No había nada más que oscuridad y el sonido de su respiración.
No supo cuándo quedó consciente del débil sonido, solo supo que estaba allí exactamente detrás de su mente: un suave zumbido que parecía como si hubiera estado allí desde el principio, reprimido y silenciado hasta ahora por su incesante mente.
No había palabras, solo un tono prolongado y suave. La voz de un niño, quizás, que gradualmente cambiaba de zumbido a tono, una palabra entonada a través de labios entreabiertos. La voz de un niño clamando en el desierto. Haciéndole señas a ella. Compases perfectos de notas encantadas desde una solitaria garganta, que le fluían directamente hacia los nervios.
Las tinieblas comenzaron a dividirse. ¿O era su propia mente dando paso al suave gris de la luz? Jordin podía verla realmente, como si se hubiera abierto un camino en el silencio, un camino que había estado nublado hasta ahora.
¿O se trataba de un sueño?
La voz del niño estaba acompañada por un coro de cuerdas, tan débil al principio que Jordin no estaba segura de oírlo. Ese sonido estaba allí y no lo estaba… había estado allí, tal vez, todo el tiempo.
Hermoso. Muy hermoso. Aquí, sin posibilidad de elegir. Sin ansiedad, sin mundo que salvar. Aquí ya había salvación, totalmente alcanzada y llevando los acordes musicales que parecían haber existido desde el principio del mundo.
Justo cuando ella creyó que el sonido podría arrastrarla, el niño dejó de cantar, como de pronto consciente de haber sido descubierto. Las cuerdas se silenciaron. Pero la paz permaneció, suspendida en alguna parte más allá del pensamiento.
Guíalo, Jordin.
La joven contuvo el aliento. La voz de Jonathan. Como un hombre o un niño, ella no estaba segura, pero era la voz de él; Jordin la habría reconocido en cualquier parte.
La muerte no es el final.
Entonces la presencia de esa voz desapareció, y ella supo una vez más que estaba sola.
Los ojos se le abrieron de par en par. Estaba despierta, tendida sobre la espalda, con las manos cruzadas sobre el pecho.
Y respirando con dificultad.
—¿Jonathan?
Su voz resonó suavemente en la cueva. Jordin se levantó en medio de la oscuridad.
—¿Jonathan?
De repente la puerta se abrió, inundando de luz la alcoba. Por segunda vez ese mismo día, Rislon estaba en el marco de la puerta.
—El príncipe pregunta cuál es tu decisión —informó.
—¿Es de noche? —inquirió ella.
—Si no lo fuera, él no estaría preguntando.
La mente de Jordin dio vueltas, en busca de una respuesta a las preguntas que la acosaban. Pero no había otra opción real que tomar ahora. Ella ya sabía qué hacer.
—Dile a mi príncipe que si me permite convertirme en soberana, yo misma lo guiaré a nuestro santuario. Mi vida y las vidas de todos los soberanos estarán en sus manos. Dile que lo llevaré esta noche.
Los guerreros inmortales a las órdenes de Roland sumaban dos mil, y solo a trescientos de ellos los llamaban magníficos, la fuerza élite que ocupaba la cueva conocida sencillamente como la guarida de Roland. De ellos, doscientos llenaban ahora el salón principal, todos adornados en trajes negros de batalla y botas. Se podría llegar a creer que Roland los había convocado para atestiguar grandeza.
Pero Jordin sabía que él solo deseaba que todos ellos vieran lo que sucedía cuando sangre soberana entraba en venas de un inmortal y lo convertía en algo menor.
Rislon había dado al príncipe la respuesta de Jordin y en el trascurso de una hora volvió por ella. Indicó que todos estaban listos. ¿Dónde había ocultado ella la sangre soberana? En su cantimplora, que cuando llegó había lanzado al heno en el establo abierto. Él le había arrojado una dura mirada, y luego le dijo a la joven que regresaría.
Ahora Jordin se hallaba de pie junto una antigua mesa de madera que habían puesto en el centro del gran salón, directamente debajo de una de las enormes arañas. No menos de cien velas iluminaban el recinto, irradiando un resplandor ámbar pálido sobre los fantasmales rostros inmortales que parecían flotar sobre hombros vestidos de negro, cada uno de ellos observando con esos ojos negros iluminados por su propio fuego dorado. Se hallaban de pie en misterioso silencio, unos apoyados en la barandilla a lo largo del nivel superior, otros formados a lo largo de ambas escaleras, otros más en el nivel principal.
Rislon y Sephan eran ahora dos entre muchos, sus rostros fríos. Cain estaba de pie sombríamente en presencia de su príncipe, mientras la reina Talia miraba inexpresiva desde una silla de terciopelo rojo y respaldo alto. Kaya estaba justo detrás y a la derecha de Roland (Jordin reconocería sus grandes ojos dondequiera) engalanada con un sencillo vestido negro que le dejaba al descubierto las pálidas piernas hasta la mitad de los muslos. Si la chiquilla hubiera dado algo ante Roland, esto no debió incluir información sobre la ubicación del santuario; era evidente que él aún necesitaba ese conocimiento.
A Jordin no le interesaba suponer qué otra cosa Kaya pudo haberle dado a Roland. Una punzada de celos se le clavó en el corazón. ¿Cómo había llegado a sentir tal afecto por el príncipe? Y si la misma Jordin sentía atracción por él, ¿cuánto más habría sentido Kaya? La criatura era una fruta intacta, ansiosa por amar con nueva pasión sensorial. Si la chica sentía algún anhelo por recuperar su soberanía, su rostro no lo demostraba de ninguna manera. Se veía total y descaradamente inmortal, y muy consciente de haber sido elegida para estar al lado de Roland.
En cualquier otro grupo tan grande, Jordin esperaría señales de individualidad: una tos aquí y un susurro allá mientras la curiosidad sacaba lo mejor de los espectadores. Variados y coloridos vestidos, y cabelleras de diferentes longitudes y colores.
Pero todos los magníficos de Roland parecían extrañamente iguales. El contorno de sus rostros era blanco, el largo cabello principalmente trenzado y sin adornos. Vestidos del mismo negro que su líder con solo la ocasional pieza de joyería, un collar alrededor del cuello de guerrero o un anillo en un dedo pálido; Jordin no lograba hallar en ellos ningún indicio nómada, ni de la anarquía del color, ni del alboroto de individualismo con que habían celebrado la vida bajo las estrellas del desierto.
Excepto, desde luego, por Talia, quien se destacaba en verde azulado, una sencilla gota de océano en un mar de negro.
Solo otros cuatro sobresalían en la reunión, todos enfundados en largas túnicas con bandas rojas alrededor de sus mangas largas. Dos hombres, una mujer y Michael. Espadas con empuñaduras doradas colgaban de sus cintos; medias lunas colgadas de cadenas alrededor de sus cuellos. Rislon había mencionado a su cacique, Lydia, durante el largo viaje hasta la guarida. ¿Eran entonces estos los caciques guerreros?
Roland se había puesto una holgada camisa color azul oscuro metida en la cintura debajo de una larga túnica similar que le colgaba hasta las pantorrillas. Tenía el cabello recogido en cola de caballo. Sus uñas negras estaban perfectamente cuidadas y sus mangas nítidamente abrochadas. Los labios color vino tinto no brindaban ninguna sonrisa, solo taciturna resolución.
Pero Creador, él es apuesto, ese siniestro príncipe. La misma imagen de la perfección mortal.
El hombre levantó una mano y señaló hacia un lado, sin dejar de mirar a Jordin. Seriph salió del círculo exterior de espectadores, portando una bolsa negra.
Los instrumentos de seroconversión.
Depositó la bolsa en la mesa y extrajo un sencillo tubo traslúcido fijado a una delgada aguja de acero inoxidable, y los colocó sobre una tela blanca junto al frasco de sangre que hallaran en la cantimplora de Jordin.
El temor se deslizó por la columna vertebral de la joven. Darse cuenta de que estaba a punto de perder la vida inmortal la llenó repentinamente de pavor y de extraña afrenta. La respiración se le complicó.
Roland se había colocado a su lado, las manos cruzadas a la espalda, un esbozo de sonrisa se le formaba ahora en los labios.
—Conseguirás tu deseo, querida. Pero no te equivoques, harás como dijiste. Y si me fallas aun en lo más mínimo, te devolveré a tu actual estado y sabré lo que debo saber de un modo u otro. Tengo formas de lograr lo que deseo. Si tienes alguna duda, podrías preguntarle a Kaya. Traérmela fue algo muy sensato. Supongo que te debo mi gratitud.
Él la estaba provocando, apelando al deseo de Jordin de estar con su creador como una de sus crías. El hecho de que el juego de él sobre los celos de ella tuviera un efecto tan dulzón en su mente la aterraba, incluso ahora ante todos estos rostros.
—Como dices… —balbució ella apretando la mandíbula—. Mi destino ahora está ligado al tuyo. Acabemos esto.
Roland hizo una seña con la cabeza a dos inmortales detrás de Jordin. Estos se acercaron y pusieron las manos sobre el vestido de seda de ella, como para quitárselo. Jordin los rechazó.
—¿Quieres también humillarme?
—¿Humillarte?
Entonces ella comprendió que los inmortales no albergaban temor a la desnudez.
Pero los soberanos sí lo sentían. ¿O no?
—Perdóname, pero cuando me vuelva soberana podría sentirme extraña. Déjame vestida.
Los rostros que flotaban en la asamblea reunida se miraban atónitos; los inmortales no le hablaban de este modo a su príncipe. El mismo oído de Jordin se ofendió por su propio tono.
—Por favor —continuó ella—. No quise ofender. Pero los soberanos no son tan libres.
—Quizás eso también es parte de tu desgracia —expresó él—. ¿No nos liberó Jonathan de todas esas tonterías?
¿De veras? Jordin no lo recordaba exactamente.
—Déjala vestida —ordenó él a Seriph—. Pero manos a la obra, no tenemos toda la noche.
—Sobre la mesa —expresó Seriph frunciendo el ceño sin ningún indicio de aprobación.
Jordin rodó sobre la superficie de madera y quedó de espaldas, mirando a lo alto la enorme araña. El tenue silbido y el chisporroteo de cien velas se unió a la firme respiración de los inmortales. La chica no pudo evitar la sensación de que se habían congregado alrededor de la mesa para un festín.
La helada mano de Seriph le agarró la muñeca, y ella cerró los ojos.
Guíalo, Jordin. La muerte no es el final.
¿Quería él decir que ella iba a morir?
El recuerdo de la música se apoderó de ella y por un momento le tranquilizó la mente, pero la paz la abandonó mientras el inmortal le ataba un torniquete por sobre el codo izquierdo y le palmeaba la vena en el brazo para hacerla brotar.
Por favor, no me dejes morir.
La aguja el perforó la piel. Jordin contuvo la respiración, esperando más dolor o calor, algo que indicara el cambio en el tipo de sangre que le entraba a las venas.
No sintió nada. Ninguna oleada de energía, ni marejada de emoción, dolor ni asombro, ni siquiera el más ligero estremecimiento más allá del pinchazo de la aguja misma.
Nada.
Pero ella ya había vivido esta experiencia, transformándose de mortal en soberana, e igual que ahora, la conversión en ese entonces había tardado algún tiempo. ¿Por qué el cambio sería diferente ahora?
Entonces llegó. La tristeza se asentó sobre ella como una sábana sofocante. ¿Y si estaba equivocada y la reconversión sencillamente la mataba? ¿Y si Jonathan quiso decir que ahora ella moriría de veras?
Los inmortales no hacían ningún sonido; y si lo hacían, los sentidos resaltados de ella ya le estaban fallando, dejándola sorda a los susurros de ellos. ¿Dónde estaba ahora la música de su sueño? Se esforzó por escuchar, pero solo había silencio, total y asfixiante.
Pequeños puntos de luz flotaban en la oscuridad, cayendo hacia un negro horizonte como estrellas fugaces, titilantes. ¡No era demasiado tarde! ¡Aún podía detenerlos! Se llenó de pánico, y le salió sudor por los poros. En su mente, ella extendió la mano a través del pecho, agarró la aguja y la extrajo lanzando un grito.
El cuerpo comenzó a temblarle.
El último pinchazo de luz se apagó. La oscuridad, más profunda que cualquiera que conociera antes, entrándole en la psiquis como una densa niebla negra. Ella sintió que se le complicaba la respiración, que se le disminuía el pulso y se le enfriaba el cuerpo.
Estaba muriendo.
Cuando lo comprendió, era demasiado tarde. Trató de abrir la boca y pedir auxilio a gritos… ellos la ayudarían, ¿verdad que sí? Pero los músculos no le respondieron. Los brazos permanecían a los costados, temblando con los últimos vestigios de vida.
Jordin sintió que le sacaban la aguja. Luego no sintió nada. Solo perfecta paz.
Oscuridad.
Silencio.
Muerte.
Entonces, sin previo aviso, una luz salió de aquella oscuridad que era su inexistencia. No se le filtró en la conciencia ni surgió de la explosión de un átomo; explotó con un destello blanco. No cambió el mundo muerto de Jordin, le creó uno nuevo. Hágase la vida. No había nada, y al instante hubo todo.
La joven era vagamente consciente de que tenía un cuerpo que reaccionaba a la repentina erupción de vida, distorsionada más allá de lo que ocurría de manera natural, porque al momento nada era natural. Todo era nuevo.
Un zumbido le inundó los oídos, suave y persistente. Notas largas y tonos formados, llevados por una sola voz, ¡la misma que ella había oído en su sueño anterior! Música. La luz era música, que la llamaba desde el desierto.
Ven a mí, amada mía. Despierta de tu letargo y conoce que eres una conmigo.
El mismo aire era la música de Jonathan, y Jordin lo respiró como una droga que aguzaba la sinapsis hasta el punto álgido. Una sensación tan vivificante y hermosa que la hizo sentir impotente de resistir su implacable poder.
¿Sientes mi vida, Jordin?
El susurro de Jonathan resonó a través del nuevo mundo de la joven, delicado pero cargado con tanto poder como la luz y la música juntas.
¿Por qué te resistes a lo que es real? ¿Por qué olvidas quién eres?
Y con esas palabras susurradas ella oyó un lejano grito. El suyo.
Encuéntrame, Jordin. Encuéntrate. Ven a mí.
Temblaba violentamente, lloraba de manera incontrolable, la boca abierta. Quería decir: Lo haré. Te encontraré, pero lo único que salían eran gritos.
Jordin no supo cuánto tiempo duró esa primera explosión de vida, la sintió eterna. Estaba viva. Estaba en casa. Y luego la luz y la música se desvanecieron, dejándola en silencio una vez más.
Ella sintió que su cuerpo se distendía sobre la mesa de madera, agotado. Deshecho. Restaurado.
Vivo.
El sonido de su propia respiración era como oleadas en sus oídos; Jordin abrió los ojos. Su primer pensamiento fue: ¿qué pasó con la música?
Había desaparecido.
El corazón se le aceleró, le dio un vuelco, luego volvió a recuperar su pulso rítmico. La música era para despertar de sueños, no para la vida. En la existencia real, ella estaba aquí en la guarida de Roland, rodeada por sus magníficos con rostros demacrados. Ella había gritado como moribunda… si alguno de ellos había tenido alguna vez la más leve curiosidad respecto a convertirse en soberano, sin duda ahora la había perdido.
Jordin levantó la mano y se miró los dedos. La piel ya se había oscurecido.
Se sentó y miró a Roland, quien estaba de pie con los brazos cruzados, la mirada cautelosa. Por algunos instantes nadie habló. Kaya miraba con ojos negros opacos, evidentemente asustada.
—De modo que eso es morir —comentó Roland—. Aterrador. Siempre me he preguntado por qué harían ustedes algo así.
Él se acercó a ella y le tomó la mano con gesto curioso. La volteó, le sobó la piel con el pulgar. Luego olfateó el aire.
—¿Qué es ese olor?
—Vida —respondió ella.
—Lo conozco… acacia.
La mente de Jordin aún estaba preocupada con el poder de la vida que le llevaran los acordes de aquella música. La tristeza le comprimió el corazón. ¿Iba a ser este siempre el modo de actuar de Jonathan: susurrar vida y luego desaparecer, dejándola sola?
—Los amomiados y los sangrenegras lo detestan —expresó ella, refiriéndose al olor.
Roland la examinó con evidente fascinación. Le tocó la barbilla con la mano y con suavidad le hizo girar la cabeza, como si inspeccionara el cambio en el rostro y los ojos femeninos. Sus miradas se encontraron. La de él persistió.
—Así que tenemos una soberana en nuestra compañía —manifestó Roland soltándole el rostro—. Dime por favor que recuerdas lo que viniste a decirme.
Jordin no podía recordar de qué hablaba él. Su mente aún estaba atrapada en la telaraña de muerte, de vida y del eco cada vez más débil de la voz de Jonathan. Ella estaba aquí por una razón, sabía eso, pero los detalles se le habían escapado.
—¿Decirte qué?
—¿Te estás burlando de mí?
—No. Solo que no estoy segura de qué estás hablando.
—Eres soberana. Dime dónde están escondidos los demás.
Ahora ella recordó que se había vuelto soberana a fin de guiarlo hacia los demás, pero no recordaba ninguno de los detalles que la vinculaban con el sitio donde se escondían.
—En Bizancio.
—¿Dónde en Bizancio?
Jordin pestañeó. Era todo lo que sabía.
Miró alrededor del salón. Como uno solo, todas las miradas estaban fijas en ella, sentada en la mesa, desorientada y perdida.
—Yo… —balbuceó, y miró a Roland—. No estoy segura. Pero sin duda lo recordaré.
La mandíbula del príncipe se flexionó con desagrado.
—Eso has dicho —decretó, giró hacia la derecha y se dirigió a las escaleras.
Los inmortales desaparecieron como lluvia llevada por un fuerte viento.
—Llévenla a mis habitaciones inmediatamente. Michael, reúne un grupo de incursión.
Y luego desapareció.