Capítulo catorce

MÚSICA DE CUERDAS INUNDABA la oficina de la soberana. Tensa con conmovedora añoranza, el concierto era una investigación en el Caos y el genio, tan antiguo como las emociones humanas que una vez arruinaran el mundo. El padre de Feyn, ex gobernante mundial, habría condenado a cualquiera que poseyera o escuchara tal música. Su medio hermano había traído la música a la fortaleza personal de él para disfrutarla. Ella ahora la escuchaba solo para esto, pues la música seria de los compositores amomiados se sentía repetitiva y muerta en comparación.

Porque ellos estaban muertos.

Feyn se había puesto aretes ámbar y ónix. Quince piedras talladas colgaban de cada oreja, engastadas en oro, reluciéndole como fuego negro casi hasta los hombros, enmarcadas por la oscura caída de su cabello. El vestido de terciopelo era de su acostumbrado color negro, las mangas como guantes le pasaban las muñecas, terminando en punta cónica sobre los dedos. Caía en el suelo detrás de ella, un derrame de tinta a través de cuentas de oro, el dobladillo ribeteado en hilo dorado del antiguo valle Indus.

Por primera vez en años ella permaneció delante de la gran ventana, no mirando hacia afuera sino para ver su propio reflejo.

¿Soy hermosa?

Nunca le había interesado, porque eso nunca había importado. La belleza no podía darle más de lo que ya tenía: la lealtad del mundo, el tributo de los tesoros continentales, la incesante devoción de los habitantes a la mano del Creador en la tierra.

Ya no les importaba que ella disolviera el senado y abandonara el Libro de las Órdenes junto con sus visitas semanales a la basílica. El Libro, la basílica… representaban muletas de vidas que se debían estructurar… una férrea hoja de ruta hacia la felicidad, o al menos hacia la esperanza de esa felicidad.

Feyn sabía de sobra que no debía esperar la próxima vida. Nadie sabía qué pasaría con el alma después de la existencia. No había garantía ni siquiera para el más devoto. Todos vivían en temor hasta el último aliento, ¿y qué se había ganado con esto alguna vez sino la desdicha de la incertidumbre?

Ella había visto cosas que no podía explicar, más recientemente hace seis años, a manos del mismo Jonathan cuando él le había oscurecido los ojos, revelándole el interior de su alma. No obstante, ¿qué había resultado de esta pequeña lección?

Nada.

Eso la entristeció un poco. Feyn se había descubierto casi deseando que hubiera algo más en cuanto a él que la extrañeza de su sangre y la mutación que esta trajera. La muerte en esa sangre solo había devuelto a Rom y a los de su clase a una experiencia menor de vida, y sin embargo afirmaban ser superiores. Un engaño tan peligroso como fascinante.

Ella inclinó la cabeza. Su antigua criada, Nuala, nunca se había adaptado a los cosméticos más intensos que Feyn prefería últimamente. Por suerte, la sirvienta había experimentado un accidente durante su seroconversión, error que provocó una infección suficientemente grave como para enviarla a la Autoridad de Transición. Feyn había tenido una cena privada a solas en la alcoba de Nuala en su honor. Caviar, si recordaba correctamente.

Se suavizó el borde del delineador oscuro debajo de los ojos con la yema de un dedo. Ahora atendía sola estos asuntos. Preferible a permitir la mirada directa de alguien más, lo cual ella encontraba ofensivo. En todo caso, la belleza se había vuelto mucho menos interesante para ella.

Hasta ahora.

Qué extraño no sentirse como una caricatura de sí misma. Sentirse realmente entendida.

Examinó la separación de venas negras que le subían por el cuello hasta la mejilla. La sombra de las pestañas, la mancha oscura de los labios.

¿Soy hermosa?

¿Suficientemente hermosa para ganar el corazón y la confianza de un hombre con la voluntad de rechazarla? ¿Un hombre y un hereje en desacuerdo con todo lo que Feyn representaba?

Por primera vez en años Feyn tenía bastante cerca un oponente digno de interés en rango con quién engranar. El primer reto personal que había enfrentado en años. Iba a saborear el día en que jugara de igual manera con Roland, pero ese sería un juego mucho más letal con mayores riesgos.

Un toque a la puerta.

—Adelante.

La criada entró con un carrito, detrás del cual se arrodilló mientras los aromas de carne asada, cebollas y champiñones exóticos inundaban el salón.

—Mi señora. ¿Dónde le gustaría…?

—En la mesa.

Feyn dejó que la mirada de la mujer la recorriera desde el cuello hasta el ancho escote de su vestido. ¿Era alguien hermoso si lo llamaban así quienes le temían? ¿Llegarían finalmente a creerlo, si no lo habían creído antes?

La criada aún estaba terminando, cuando otro toque sonó en la puerta del salón.

Feyn se volvió de la oscura ventana.

—Abre la puerta —le ordenó a la criada, quien salió corriendo y lentamente movió el muy pesado portón.

Feyn cruzó las manos.

De rodillas en el umbral había dos siluetas conocidas. Seth, con su divina estatura, y la figura del hombre que ella había conocido desde hace mucho, muchísimo.

Feyn pasó a la criada y se detuvo delante de Rom.

Él estaba vestido con una túnica sencilla y pantalones, usaba un par de botas finas que sin duda eran las más costosas que se hubiera puesto alguna vez. El pelo aún húmedo, perfectamente atado a la nuca. Y como siempre, la miraba directo a los ojos.

¿Por qué la agitación dentro de ella?

Feyn sonrió y extendió una mano.

—Ven.

Él se levantó, y la soberana lo guio hacia la mesa.

—Gracias, Seth.

Por el rabillo del ojo, ella vio el breve titubeo antes de que el sangrenegra se levantara y cerrara la puerta. Por un instante sintió bastante aversión hacia Seth, la criatura de su propia creación, mientras sentía renovada intriga por el hombre que tenía a su lado. La criada terminó, Feyn la despidió con un ademán, luego se volvió hacia Rom, quien levantó la cabeza, escuchando con asombro.

—Ah, la música —expresó Feyn—. ¿Te gusta?

—Es… —balbuceó él, y por un instante pareció el joven impulsivo que ella conociera una vez, la mirada extraviada como para ver la música en forma física—. Es hermosa.

—Todavía el artista de espíritu —comentó ella sonriendo.

—Aun como amomiado sentía que la música que yo componía era la más pálida sombra de algo más —explicó él, la última palabra se redujo a un susurro.

—Los muertos, como los llamas, no pueden producir ese fruto.

—No —concordó él, volviendo la atención hacia ella.

—¿Vienes conmigo? —inquirió Feyn dirigiéndose hacia el diván ubicado cerca de la mesa—. Ordené carne de venado. Es probable que no hayas comido mucha en estos últimos años.

Rom miró la mesa baja en que la criada había dispuesto la comida. Feyn caminó alrededor hasta el extremo del diván antes de sentarse, luego se deslizó un poco a fin de hacer espacio para él.

—En otra vida podrías haber venido a la Fortaleza conmigo ese día. Habríamos cenado de este modo durante el resto de nuestra existencia.

—Nunca te tomé por alguien sentimental —comentó él sentándose a su lado.

—De estos últimos quince años hemos pasado solo unos pocos días juntos. Por extraño que parezca. Y sin embargo es verdad.

—Tal vez porque en los ojos de mi mente he pasado muchos días contigo —afirmó él.

—¿De veras? ¿Cuántos?

—Muchos —contestó Rom únicamente después de titubear.

Ella se quedó en silencio por un momento.

—Me amaste una vez, creo —exteriorizó ella levantando el pesado cuchillo y un tenedor de tres dientes, y comenzando a cortar la carne de venado, que fue a parar más allá del cuchillo, tierna hasta el hueso—. Creo que esa es la razón para esa misión tuya.

Rom no contestó nada mientras Feyn le ponía una porción grande en el plato, al que le añadió vegetales cocidos al vapor y champiñones goteados con mantequilla en su propio jugo. Partió un pedazo de pan de la hogaza envuelta en el centro de la mesa y lo colocó en el borde del plato, luego lo miró de soslayo.

—Sin duda, no todo se trata de Jonathan.

—No —contestó él tranquilamente, mientras ella le ponía una servilleta en el regazo.

—He pensado en lo que dijiste —expresó Feyn, sirviéndose—. Y quiero saber algo.

—Por supuesto.

—Viniste a mí para salvarme. ¿Por qué ahora?

Rom permaneció en silencio por un momento.

—Porque pronto podría ser demasiado tarde.

—¿No fue demasiado tarde el día en que Saric me resucitó con su sangre?

—No, no lo creo. Y no creo que lo sea ahora.

—Tu sangre mata a los sangrenegras. Pero tú crees que yo viviría debido a que tomé la antigua sangre hace quince años.

—Estoy apostando mi vida en ello al venir aquí.

—¿Por qué eso te importa tanto? —indagó ella levantando el tenedor y mirando a Rom.

El hombre tomó un bocado de carne de venado, y aunque ella sabía que debía ser la mejor carne que él habría comido en mucho tiempo, pareció demasiado distraído para notar su sabor.

—Porque nunca he creído que estuvieras destinada a ser lo que eres —contestó él después de tragar el primer bocado.

—Jonathan claramente lo creyó.

—Soberana, quizás. Pero no esto. No una sangrenegra.

—Eso es un poco intolerante, ¿no crees? ¿Eres el Creador para decidir?

—No. Pero sé lo que el corazón siempre me dijo.

—¿Por qué? Somos muy parecidos en muchas maneras. Sentimos. Tenemos deseos. Vivimos más a plenitud que cualquier ciudadano común. Pero no crees que nos parezcamos en nada, ¿verdad? Y puesto que tú crees algo, también lo deben creer todos los demás.

—Sé que te debe parecer de ese modo. Si yo estuviera en tu posición ahora, podría creer lo mismo. Sencillamente lo sé, Feyn.

—Y por tanto esperas que cambiándome cambiarás al mundo.

—Solo sé que ahora mismo estoy aquí por ti. Después de eso… —manifestó él, haciendo un movimiento leve de cabeza y mirándola—. No sé.

—No es el mejor plan expuesto, si pretendes poner al mundo a los pies de Jonathan —objetó ella con una tranquila sonrisa.

—Mis planes no han equivalido a nada. Todo lo que creí saber… estaba equivocado. Pero en este instante sé esto: Vine aquí a salvarte. Y también con la esperanza de salvar a mi pueblo, y sí, al legado de Jonathan.

Feyn lo había dejado en el salón hexagonal en un estado más flexible que este. Él parecía haber recuperado algo de su antigua resolución. Ella no debió haber esperado el día.

—No soy más que una mujer de lógica. Sabes que no puedo permitir que tu pueblo socave la lealtad de mis súbditos.

—Lo sé.

Comieron en silencio durante un minuto.

—Aún eres apuesto —comentó ella tranquilamente.

Y lo era, en su escabrosa manera. Más que por la dureza tallada en el rostro y las rayas canosas en las sienes. Algo al respecto expresaba devoción. Eran celos, desde luego, ¿pero qué era el celo sino devoción fanática? Seth y cualquiera de los sangrenegras morirían por ella, perderían un brazo, dejarían que les desollaran la piel del cuerpo por ella. Porque no tenían alternativa.

Pero aquí estaba un hombre que había elegido su camino y no se salía de él, por equivocado y sedicioso que fuera ese camino. Al menos eso podía admirar ella.

Feyn bajó el tenedor y se recostó en el espaldar del diván.

—Aún estoy esperando, Rom.

—¿Qué?

—Tu gran persuasión. Tu truco inteligente. Tu punto de vista sobre cómo me convencerás, sobre cómo me seducirás, me culparás o tratarás de llevarme a tu manera de pensar. Es lo que siempre has hecho, ¿no es así?

Él bajó tranquilamente el tenedor y el cuchillo y se volvió hacia ella.

—Solo sé que te amo —confesó él tiernamente, y aunque ella esperó un instante, no añadió nada más.

—Y así que esto es amor —expresó Feyn—. ¿Querer que yo sea como tú?

—No. Esto es amor: que mi vida no signifique nada para mí al lado de la tuya.

—Y tú escogerías mi vida por sobre la de tu gente.

—No. Porque mi vida tampoco es nada para mí al lado de la de ellos.

—Ah. Y por eso no me dirás dónde están, incluso por el bien de los tuyos.

Él bajó la mirada, y después de un momento deslizó los dedos de la mano buena a través de los de ella.

—Por el bien de ellos, no puedo —declaró.

Feyn inclinó la cabeza contra el respaldar del diván. El olor de Rom era molesto en las fosas nasales de ella, amenazando ahogarla con cada respiración. ¿Era él consciente del perfume de loto que ella usaba, que le emanaba del cálido pulso en la garganta?

—Permíteme ponerlos bajo mi protección, Rom. Vivirán en mejores condiciones y sabré que no representan ninguna amenaza. Contenerlos es lo único que me importa. Pueden vivir sus días, y no me importará de quién sea la sangre en sus venas mientras no conviertan a otros. Y tú vivirás aquí, conmigo, si lo decides.

—Por mucho que me gustaría hacerlo, no puedo.

—¿Qué? ¿Dejarme proteger a tu gente o vivir conmigo?

—La sangre de Jonathan es mucho más importante que tú o yo. No puedo permitir que se extinga.

—Yo podría convertirte —declaró ella, sintiendo que los ojos se le estrechaban levemente.

—Solo podrías intentarlo.

—Te podría convertir en sangrenegra —expuso ella jugueteando con los dedos de él, bastante ásperos entre los suyos—. Como uno de mi clase, hecho por mí, desearías solamente lo que yo desee. ¿Sería tan malo preferir mis deseos por sobre los tuyos si de veras me amas?

—Cuando dije que vine sabiendo que podrías matarme sabía que eso incluía intentar cambiar la vida de mis venas.

Hablar en tan tranquilos tonos, la mano de él en la suya… el momento era más surrealista que cualquier otro que Feyn pudiera recordar. Pero su frustración iba en aumento. Si él se diera cuenta, el juego terminaría.

—Yo esperaba que me hablaras de tu propia decisión.

—No puedo. Lo siento.

¿Por qué era él tan testarudo? Ella soltó la mano, temerosa de que él sintiera la agitación.

—¿Preferirías que te convierta, a aceptar lo que te pido a cambio? Tengo el poder de decidir si tu gente vive o muere; no te equivoques, todo se reduce a eso. No dejes que eso suceda. Yo tengo riqueza. Comodidad. ¡Emoción! No estoy muerta. No soy amomiada.

—No, no lo eres —replicó él en voz baja después de mirarla a los ojos por un momento bastante largo—. Pero tampoco eres sangrenegra. No del todo. Esta es tu única esperanza de sobrevivir. El resto de tus sangrenegras no tienen esperanza. Por favor, Feyn, te lo suplico. Una vez confiaste en mí. La única manera de que puedas vivir es convirtiéndote en quien Jonathan quiere que seas.

Ella lanzó una carcajada suave de incredulidad.

—Jonathan. Todo tiene que ver con Jonathan. ¿Te sirve él en su vida muerta de manera tan atenta como lo has servido todos estos años? Jonathan te dejó, Rom. ¡Se fue! Tú afirmas que no es así; sin embargo, ¿dónde está? Ya le has dado tu vida, no a mí sino a él. ¿Y qué tienes a cambio? Vida, dices. ¿Estás seguro? Así que no eres amomiado. Tampoco eres mucho más. Renunciaste a la inmortalidad. Tu gente disminuye cada vez más. Has desperdiciado la vida… ¿para qué?

Feyn ya no pudo ocultar la frustración en su voz. Se levantó del diván, se alejó de la mesa, y se volvió.

—No seas estúpido. El hecho es que necesitas tanto la salvación como crees que yo la necesito. Te has destruido, Rom. Pudiste haberte ahorrado todo esto y quedarte en tu nido de ratas. Al menos entonces tu pueblo podía haber vivido un poco más. Pero ahora me obligas a actuar. Eres tan bueno que mataste a tu propia gente.

Rom la miró fijamente, pero era preocupación y no temor lo que llenaba sus ojos.

—Te equivocas, Feyn. Son los sangrenegras, no los soberanos, quienes morirán.

—Sí, sí, por supuesto. Aunque afirmes que ya estamos muertos. Lo he escuchado mil veces.

—No has escuchado esto. Estoy aquí para salvarte, como aseveré. Hay un alquimista entre nosotros que ha hecho un intento desesperado de salvar a todos los soberanos.

—Por favor, ahórrate el melodrama.

—Él tuvo éxito al crear un virus que en cuestión de días matará a todo sangrenegra que respira —explicó Rom levantándose del diván y parándose frente a ella, al mismo nivel—. Tu amante, el sangrenegra Seth, es prácticamente un muerto. Igual tú. Espero persuadirte sin amenazas, pero se nos está acabando el tiempo.

Feyn sintió que el calor le abandonaba las yemas de los dedos y que luego se le drenaba del rostro.

—No te creo. Es un truco. Otra de tus manipulaciones.

—¿Qué razón tengo para mentirte? ¿Por qué me arriesgaría a dejar a mi pueblo sin líder?

—Y si existiera un virus, ¿no matará también a los amomiados? ¿A los inmortales? ¿A ustedes?

—Matará a los inmortales. Podría afectar a algunos amomiados, pero a pocos. Podría afectar también nuestras emociones, pero no, no nos matará.

Ella sintió que de la garganta le brotaba risa. Esta salió y se derramó en una melódica carcajada. Pero ella solo sentía temor, no diversión.

—¿Piensas que yo creería tan desesperada mentira? Qué ironía. El mundo volvería al gobierno de amomiados, y los soberanos sin emoción total no serían mejores que ellos. ¡Todo aquello por lo que has dado tu vida quedaría en nada!

—Sí. Lo sé —expresó Rom, con urgencia ahora, y ella supo que él creía cada palabra que articulaba—. Mi gente supondrá que ya me habrás convertido en sangrenegra, sujeto a muerte igual que tú si liberan el virus. Esta fue mi mejor jugada para mantenerlos a raya. Estoy totalmente comprometido a mantener pura la sangre de Jonathan.

Feyn se alejó, la mente le rugía como una furiosa tormenta. Rom la había superado. Y esta vez sin misericordia, si lo que él decía era verdad.

Y lo era, ¿verdad? Rom no sabía mentir.

—Te das cuenta de que la sangre negra te podría matar —advirtió ella dándole la espalda—. Nunca se ha hecho con un soberano. Corban está indeciso respecto a las consecuencias. Pero si lo hago y tú sobrevives… dices que el virus te matará de todos modos. Así que de cualquier manera estás muerto. ¿Era este tu gran juego?

—Si tomas mi sangre, ambos estaríamos seguros, y Mattius no liberaría el virus.

—¿Eres tan tonto? ¡Yo nunca tomaría tu sangre muerta para vivir en infortunio como vives tú! La única manera de deshacer al mundo de esta amenaza es aplastar el virus. ¡Ahora! Antes de ser liberado. ¿No lo ves?

—Si atacas, él soltará el virus.

—Ese es un riesgo que deberé tomar. Tienes que ayudarme.

—¡Estoy intentándolo! —gritó Rom.

—¡Dime dónde está él!

—No puedo —dijo Rom mirándola, con la mandíbula tensionada.

—Entonces me estás obligando a actuar —advirtió ella después de mirarlo por un prolongado momento.

Las manos de la mujer temblaban, pero ya no le importaba. A grandes pasos se dirigió hacia las enormes puertas de la oficina y las abrió. Seth se hallaba de pie ante ella, con las manos cruzadas, y levantó la cabeza.

—Llévalo al laboratorio. Dile a Corban. Lo convertiremos esta noche.