LA VOZ ERA UN simple susurro, expresado desde más allá, llamando a Jordin en su sueño como un recuerdo lejano que ella no lograba recordar bien. Como algo en el viento, invisible y no muy bien escuchado. Sin embargo, más que el viento. Alguien… era alguien…
El susurro terminó. Una neblina densa se le asentó en la mente.
Nadie.
Jordin abrió los ojos, consciente únicamente de que estaba perdida. Tenía vacío el corazón, pero no recordaba qué podría llenarlo. Lo profundo podía llamar a lo profundo, pero en ese momento lo profundo solo se sentía como ausencia.
Podía sentir la estera de paja debajo de ella, sorprendentemente suave. ¿Dónde se hallaba? En un vientre oscuro, tallado en la roca. No en Bizancio…
La guarida de Roland.
El pulso de Jordin se aceleró, y pestañeó cuando los acontecimientos de la noche se le presentaron en la memoria, presionando forma e identidad a su ser. La habían capturado cuatro inmortales. Entró luego a la guarida. La mirada tentadora de Cain. La fiesta, demasiado cargada de vino…
La amante de Cain se lo había llevado súbitamente, lo que había llegado como un alivio para Jordin, no solo porque no tenía deseos de estar con él, sino también porque ella pudo ver la posesividad en los ojos de la amante del hombre.
Poco después Rislon se llevó a Jordin de la mesa. La guio escaleras arriba, a través de un laberinto de pasajes, hasta este cuarto, donde ella había cerrado los ojos y permitido que el mundo se desvaneciera.
Jordin se sentó y miró la oscuridad que la rodeaba. ¿Estaba sola? No podía oír ninguna respiración en el pequeño espacio. Sí, estaba sola. Extrañamente perdida. Y sin embargo en casa.
Era inmortal, renacida a un estado de pertenencia que no había sentido en años. Al principio no lograba recordar por qué había renacido, solo que la conversión se había realizado rápidamente en su cuerpo. Su mente había seguido pronto. ¿Le consumiría ahora el corazón? Al volverse inmortal se había injertado en un linaje que sentía de su propiedad.
Pero otra cosa le pinchaba la mente: una espina de comprensión que la aterrorizó. Se había vuelto inmortal para salvar a Rom.
Mattius. El virus.
Su profundo sueño le había robado momentáneamente la memoria, pero ahora esta regresaba con alarma.
Solo tenía cuatro días.
No obstante, de pronto no tuvo claridad acerca de cómo salvar a Rom y matar a Feyn. ¿A dónde iba a guiar a Roland? A la Fortaleza a través de un laberinto virtual de túneles subterráneos que ella y Rom habían dibujado una vez con el custodio. Sí. Pero no lograba recordar bien el camino a través del laberinto. Su mente estaba en estado de fuga, nublado por la seroconversión.
Jordin rodó de la estera y se obligó a ponerse de pie. ¡Tenía que pensar! Si no lograba recordar el pasaje, todo se habría perdido.
¿Cuánto tiempo había dormido?
A través del salón vio en la oscuridad el débil perfil de una pesada puerta enclavada en la piedra.
La manija se negó a ceder. La habían encerrado allí dentro.
Ella se volvió y examinó la poco profunda cueva sin necesidad de luz. Nada más que la sencilla estera en el suelo. El lugar era un calabozo.
¿Dónde estaba Kaya? ¿Se la había llevado Cain después de todo?
La idea era a la vez natural y profundamente ofensiva. Inexperta en rechazar las insinuaciones de los hombres, y floreciéndole pasiones sensoriales inmortales, la chica sería fácilmente seducida. Sin embargo, Kaya era soberana hasta la médula.
Y con una fe sencilla que incluso superaba a la de Jordin.
El pensamiento se apoderó de Jordin como un peso muerto. Ella también era leal a Jonathan. Él la había amado, y ella a él, en maneras que pocos lo sabrían. Pero ese amor se sentía muy extraño con cada día que pasaba. Y hoy día…
Jordin fue liberada de sus ataduras, a la deriva en un mar de tenebrosidad. Soberana. Inmortal. Y ahora estaba olvidando por qué la vida como soberana tenía algún atractivo.
Jonathan…
El sonido de una llave en la cerradura la volvió a lanzar al presente, y se dio vuelta. Un momento después una luz amarillenta llenó el marco mientras la puerta se abría más allá a un túnel. Rislon se hallaba parado en el umbral.
—Vístete —ordenó él lanzándole un paquete de ropa.
—¿Qué hora es?
—Mediodía.
¡Así de tarde!
—¿Dónde está Kaya?
—Apúrate.
Cualquier amistad o satisfacción que él hubiera mostrado en el desierto había desaparecido. Aquí en la guarida, una invisible tensión los mantenía en esclavitud.
—No es prudente dejarlo esperando —concluyó él.
A él. A Roland.
Jordin se hizo a un lado y rápidamente se desnudó, consciente de la mirada atenta de Rislon. La ropa consistía solo de un vestido negro corto que le llegaba hasta la mitad del muslo y de un lazo dorado para atarlo alrededor de la cintura. No había zapatos.
Pero por supuesto que Roland estaría más interesado en inspeccionar a una nueva esclava que en la absurda historia de cómo podría ganar una guerra… de parte de una extraña que se negaba a dar su nombre, nada menos.
Eso cambiaría en el momento en que la reconociera.
—Por acá.
Rislon se hizo a un lado para que Jordin tuviera que caminar delante de él. El largo túnel estaba iluminado por una sola antorcha. El agua goteaba en alguna parte detrás de ellos. El olor a almizcle de tierra húmeda le llenó las fosas nasales. Ningún aroma de inmortales. ¿Vivían de noche y dormían durante el día?
—¿Cuántos viven aquí? —inquirió ella.
No recibió respuesta.
El túnel cruzó otro túnel.
—A la derecha —ordenó Rislon.
Al extremo del pasaje había una puerta, a través de la cual él la condujo.
Jordin se detuvo, sorprendida por el cambio. El pasillo más grande al que entraron estaba iluminado por seis antorchas, tres a cada lado. A diferencia del túnel oscuro detrás de ellos, la piedra aquí estaba cubierta desde el techo hasta el piso con tapices y cortinajes de terciopelo. Corredores alfombrados de metro y medio de ancho recorrían toda la longitud del corredor, terminando en una majestuosa puerta abovedada iluminada por dos candeleros, con una docena de velas blancas en cada uno.
Jordin no necesitó que le dijeran que el príncipe estaba detrás de esa puerta.
Su difícil situación de pronto le pareció increíblemente surrealista. ¿Cuántas veces en las últimas veinticuatro horas había dejado un mundo y entrado en otro?
La chica respiró con calma, y el pulso se le intensificó cuando Rislon agarró la enorme manija metálica y abrió la puerta de un empujón. Luego ella ingresó al salón más grade y al instante sintió el aire quieto.
Al salón lo iluminaba una docena de candelabros que emitían un inquietante color ambarino, dejando al descubierto todos los detalles a la vista ampliada de Jordin de manera tan clara como la luz del día. Gruesas cortinas de terciopelo color púrpura cubrían las paredes, acentuadas por tapices con imágenes de lobos y halcones. Viejos baúles atados con bandas metálicas se apilaban a lo largo de la pared trasera. Alfombras de seda ocultaban cada centímetro del suelo, colocadas de a dos y hasta de a tres en algunas partes, con sus borlas doradas echadas hacia afuera como dedos anillados de manos aplastadas. En una mesa lateral había una jarra de vino y un plato de exóticas frutas frescas.
Jordin captó todo esto a primera vista en una manera que solo un inmortal podía hacer, con conciencia sensorial sin límites. Pero fue Roland, el príncipe, quien le cautivó la atención.
Cuatro escalones de piedra cubiertos con alfombra de color vino tinto llevaban a una plataforma en la que había una gran silla metálica forrada de piel plateada. Lobo. Él estaba más recostado que acostado en la silla, el brazo derecho descansando en el codo, y la barbilla apoyada en la palma de la mano. Las piernas cubiertas en cuero negro, alargado hasta las rodillas. No usaba camisa. Negros tatuajes tribales de los nómadas se extendían a través de los gruesos hombros y hasta la mitad de los brazos, resaltándole la palidez de la piel.
El cabello negro desprovisto de trenzas o cuentas le colgaba hasta los pálidos hombros enlazados con la fuerte musculatura de un guerrero. Gruesas bandas de cuero con bordes dorados alrededor de ambas muñecas; tres pesadas cadenas unidas al esternón cargaban un enorme pendiente de plata repujada con una media luna que brillaba a la luz de las velas.
Para un amomiado, él habría sido terriblemente magnífico. Pero para los ojos inmortales, él era nada menos que supremo. Creador y gobernante. Dador y tomador de inmortalidad.
El hombre devolvió el embelesado interés de Jordin con ligero aburrimiento.
La mujer que había atravesado el salón principal reposaba sobre un sofá bajo cercano, con las piernas dobladas hacia un lado. Con una mano acariciaba al león que Jordin viera la noche anterior, tendido en la alfombra exactamente debajo de su ama. Unos anillos le brillaban en la mano, cuarzo pálido del color del cielo. La mujer estaba totalmente adornada en blanco, la única en la guarida de Roland que parecía usar algo que no fuera negro.
El león levantó la cabeza en el momento en que Jordin entró, observándola con interés mucho más agudo que Roland o su reina. El collar dorado opaco brillaba a la luz de las velas.
La única otra persona en la habitación era una sierva, parada al extremo de la mesa lateral, manos cruzadas, los pálidos brazos en agudo contraste con la simple seda negra de su vestido, igual al de Jordin. Detrás de ella, una gruesa puerta de madera llevaba ostensiblemente a las profundidades de la guarida.
—¿Es esta? —preguntó Roland, barbilla en mano, uñas negras tan marcadas como los labios color vino tinto contra esa carne pálida.
—Sí, mi príncipe —respondió Rislon inclinando la cabeza.
—¿La mujer sin nombre que asegura que la envié a una misión de la que no sé nada?
Jordin se sintió inexplicablemente atraída por la voz. Por el hombre que una vez la rescatara de la miseria y la entrenara como campeona. Quien había elegido la inmortalidad y que según parece había alcanzado su máximo poder.
Pero también había en él un aire de insatisfacción. Tenía el aspecto de un hombre que ya no le interesaba su propio mundo, impulsado por conquistar uno más importante.
El que Feyn controlaba.
El acceso a Feyn era la única ventaja que Jordin tenía, y en el mejor de los casos esa ventaja era una esperanza fragmentada.
—¿No reconoces a la chica que una vez trajiste a tu tribu? —inquirió ella—. Te serví una vez junto a tus mejores guerreros.
Las palabras trajeron una oleada de recuerdos con ellas. Roland, su príncipe, como un mortal recién convertido una década atrás, cabalgando por el campamento, el color encendido en los pómulos, el cielo en los ojos. Danzando alrededor del fuego nocturno, sus trenzas desenfrenadas en la espalda, un semental de príncipe, entre los demás guerreros. Él había sido el deseo de toda jovencita nómada. Roland, quien se topara con ella fuera del campamento un día al final de su niñez y le preguntara si era feliz entre el pueblo de él. Jordin había estado nerviosa y halagada de que Roland incluso recordara su nombre, ¿qué era ella sino una niña huérfana que él había tomado como una desechada de una tribu vecina? Pero entonces el príncipe había observado la honda en la mano de ella, el montón de piedras cercanas, los rastros de lágrimas frustradas en el rostro infantil. Ese día él le había enseñado a lanzar correctamente… nadie más había creído que valía la pena dedicarle tiempo a una huérfana. Un año después, él le puso la primera espada en la mano.
Jordin lo había adorado una vez. Pero al mirarlo ahora no podía armonizar este líder melancólico con ese hombre. El príncipe que ella conociera había desaparecido… y pronto también se iría el inmortal en que se había convertido.
Roland la miró. El reconocimiento llegó con lentitud, pero cuando lo hizo, toda su actitud cambió.
Poco a poco bajó el brazo y se levantó. Por varios segundos observó, el rostro demacrado, cauteloso.
—Recuerdo a una chica a quien una vez hice una de los míos… solo que depuso su lealtad y se volvió soberana —expresó él con mirada tan dura como ónix engastado en oro.
—Ahora inmortal —corrigió ella; y antes de que él pudiera enunciar un juicio, añadió—. Era inmortalidad o muerte. Mi lealtad a aquel que una vez servimos los dos es muy fuerte, pero no veo ningún propósito en morir por él.
—Y sin embargo acudiste a mí. El que trae muerte a todos los soberanos.
—¿Te parezco soberana? Me sorprende que uses ese nombre para describir a cualquiera menos a ti mismo. O a Feyn, quien ahora ocupa ese cargo.
Roland le recorrió el cuerpo con mirada inquisitiva. Otra vez ella se sintió poco más que una esclava a quien se inspecciona en búsqueda de mérito. Sin embargo, ¿no tenía derecho él? No solo era príncipe, sino su príncipe ahora.
El pensamiento debió causarle repugnancia. No fue así.
Un toque de temor le recorrió la columna vertebral. Él era Roland, aquel a quien ella había venido a matar. Pero al estar delante de él ahora, la misma idea se sentía traicionera. Absurda. No podría matarlo más que matarse ella misma.
Entonces le vino a la mente: sin duda todos los magníficos habían llegado a vivir por medio de la sangre de Roland, no directamente por la sangre de Jonathan como la tuvo el mismo Roland. Y por extensión, ella la tenía ahora.
—Acércate más —pidió él.
Jordin dio un paso rígido hacia el centro de la habitación.
—Más cerca.
Ella vaciló y luego dio tres pasos más, obligada ahora a mirarle el rostro.
Roland descendió los escalones con musculosa fluidez. Jordin lo había conocido en su anterior estado como un guerrero extremadamente despiadado, capaz de vencer a diez hombres en combate mano a mano, perfecto en el uso de su sentido mortal. Ella no albergaba ilusiones de que él fuera ahora menos cruel o habilidoso. Al contrario, esos brazos y esas manos que movía con tan engañosa facilidad serían más mortales que nunca. Si él sacara su espada ahora, ella quizás ni siquiera se daría cuenta de que la había golpeado hasta que la hoja le hubiera atravesado medio cuello.
El pensamiento le hizo acelerar el ritmo cardíaco, pero no por temor.
—Si yo no supiera que los de tu clase se oponen tanto a matar, podría creer que viniste aquí en un vano intento por asesinarme —manifestó Roland.
—Como puedes ver tú mismo, soy inmortal. No tengo reparo en matar sangrenegras o soberanos, quienes no tienen esperanza de redención. Pero no mato a los de mi propia clase.
Él cruzó los brazos y dio un paso a su derecha. Cualquier aburrimiento que lo poseyera antes había desaparecido. La reina, Talia, observaba a Jordin a través del velo con la mirada en otra parte, acariciando distraídamente la melena de su joven león.
—¿Por qué has venido, chica linda? —preguntó Talia en tono suave que pareció más un ronroneo que una voz—. ¿Si no a atentar contra la vida de mi príncipe?
—A darle las llaves del reino que él desea —contestó Jordin.
—¿Y cuáles son esas llaves?
—Puedo mostrarle una forma de entrar a la Fortaleza donde él podría quitarle a Feyn la cabeza de los hombros y el anillo de la mano —replicó Jordin mirando directamente a Roland a los ojos.
—Qué declaración más audaz —expresó el príncipe sonriendo ligeramente, sin ninguna calidez.
—Sin embargo sabes que yo, a quien entrenaste tú mismo, nunca le he mentido a mi príncipe.
—Si conocieras una manera de acercarte a Feyn, ya la habrías usado.
—Los soberanos no poseen las mismas habilidades de los inmortales. Tampoco tienen las cantidades. Son tres docenas de viejos y niños, ocultos, hambrientos y acosados tanto por Feyn como por tus magníficos. La sangre soberana se habrá extinguido pronto.
—¿Y Rom? —exclamó el príncipe como se pregunta por alguien a quien no se ha nombrado en años—. ¿Conoce tu complot para infiltrarte en mi guarida?
—Lo tienen cautivo en los calabozos de Feyn. Pero sí, él sabe que es la única manera.
Roland arqueó una ceja.
La examinó por un momento y luego caminó alrededor de ella, recorriéndola otra vez con la mirada. La dureza había desaparecido del rostro masculino, sustituida por curiosidad. Jordin le había ofrecido acceso directo a su único enemigo verdadero, pero no tenía motivos para tomarla en serio.
—Así que mi enemigo viene a entregarme en bandeja la cabeza de Feyn —dijo él por fin—. Sabiendo muy bien que si me apodero del trono no habrá nada que me impida exterminar a los soberanos. No logro imaginar a un Rom como ese.
Entonces tocó el cabello de Jordin mientras pasaba detrás de ella.
—Mi reina tiene razón —concluyó—. Eres más hermosa de lo que recuerdo.
—No conoces a Rom —manifestó la joven con la garganta repentinamente reseca—. Él solo habla bien de ti.
—Por supuesto que lo hace. Él está a mi merced —declaró Roland volviendo a rodearla, los ojos negros centelleándole con la dureza de quien no conoce el miedo—. Igual que tú.
—Igual que yo —asintió ella en voz baja.
—Tengo tu incuestionable lealtad, ¿no es así? No somos sangrenegras, lo sabes. Los inmortales son totalmente susceptibles de traición.
—No he visto nada más que lealtad aquí —objetó Jordin.
—Me he ganado la lealtad de ellos. Y se han ganado la mía. Pero tú no lo has hecho.
—¿Cómo quieres que te la demuestre? —preguntó ella con el corazón golpeándole las costillas, lo que sin duda él podía oír.
—Tendrás que enseñarme ahora el camino a Feyn.
Jordin vaciló, sabiendo que la verdad podía terminar con su vida. En este instante.
—No puedo —contestó por fin.
—¿No? ¿Por qué no?
—Porque no logro recordar.
—No logras recordar —repitió Roland con una sonrisa irónica—. ¿Oíste eso, mi reina? Ella afirma que no puede recordar lo que vino a decirnos.
El rostro se entenebreció, la sonrisa se desvaneció.
—¡No juegues conmigo!
Jordin pestañeó, sorprendida por la dureza y la absoluta amargura en el tono del príncipe. Y constató que debajo de esa apariencia de poder y pasión, Roland vivía en desdicha. Estaba rodeado de lujos, de belleza, y por mucho que poseyera, no podía disfrutar la inmortalidad a la que se aferraba con garras de hierro. A pesar de toda la aparente lealtad de sus magníficos, ¿podía él creer en el amor de uno solo?
En ese momento Jordin supo que él no tenía ventaja. El hombre que tenía delante no había encontrado vida más abundante que ella desde la muerte de Jonathan.
—¿Te molesta, no es verdad? —expresó ella—. Tener tanta vida y aún sentir tanta impotencia para agarrar lo que buscas.
—Tengo más vida de la que podrías imaginar —exclamó él, frunciendo los músculos de la mandíbula.
—¿Qué es la vida si no puedes hallar paz en ella?
Los ojos del hombre se entrecerraron.
—Solamente los cadáveres descansan en paz —concluyó.
—Así decíamos una vez. Debe ser algo terrible vivir mil años en desdicha. Quizás sería mejor llamar infierno a la inmortalidad.
Roland le lanzó una mirada tétrica, y Jordin pensó en la posibilidad de que él montara en cólera y la hiciera pedazos.
—Tienes todo lo que este mundo puede ofrecer —continuó ella—. Todo menos el trono. Y cuando lo tengas, seguirás siendo desdichado porque en realidad lo que buscas es verdadera vida y paz. El poder tampoco te dará eso.
—¿Hablas de la clase de paz que has conocido? —exigió saber él—. ¿Escondiéndote mientras a los de tu clase los agarran uno por uno? ¿Es este el gobierno de amor de Jonathan en los corazones de ustedes?
Jordin no supo qué decir. Las palabras de Roland resonaron tan ciertas como las de ella. Así que declaró lo único que sabía: la verdad.
—Los soberanos son tan desdichados como ustedes parecen serlo.
La confesión pareció deprimirlo.
—Por eso es que estoy aquí —continuó ella rápidamente—. Una vez comíamos juntos ante la misma hoguera y luchábamos contra un enemigo común para salvar la vida que Jonathan nos había traído. He hecho todo lo que creí correcto, ¿y qué me trajo? Una desdichada existencia, rodeada de muerte. No tengo nada más que perder. Por tanto acudo al mismo príncipe que una vez me salvó del desierto.
—Para pedir algo a cambio de una promesa que no puedes cumplir.
—Sí puedo cumplirla.
—¿Cómo?
—Convirtiéndome otra vez en soberana.
Creador, ella esperaba que esto fuera cierto.
En ese momento la puerta se abrió detrás de Jordin y ella oyó las pisadas de dos personas entrando al salón. La joven no se volvió. Su mirada permaneció fija en Roland.
Los ojos del príncipe se movieron rápidamente sobre el hombro de Jordin. Giró hacia la mesa lateral y agarró con calma la copa de la sierva, quien al parecer ya se había asegurado de que estuviera llena, y tomó un largo trago a espaldas de ellos. Los recién llegados caminaron hacia él en la mesa con solo una superficial mirada en dirección a ella.
—No hay señales —manifestó uno de ellos… una mujer.
Jordin conocía esa voz; intentó identificarla…
—Fueran quienes fueran, deben haber escapado al interior de la ciudad —siguió hablando la mujer, una guerrera con la vestimenta negra de los magníficos.
Había algo en la posición que ella adoptó, en la facilidad con que se conducía que era más real y casual que los demás alrededor de Roland.
El hombre a su lado era mayor, con cabello negro largo y una barba tan blanca como su piel, vestido con túnica negra en vez de atuendo de batalla. Alguien con autoridad. Cuando habló, Jordin reconoció al instante su voz ronca.
—Si los herejes se han atrevido a atacarnos abiertamente, debemos eliminarlos. No necesitamos a este aguijón de nuestro lado. Debimos haberlos exterminado hace un año cuando los teníamos a nuestro alcance.
Quien habló fue Seriph, el miembro del consejo al que Jordin sirviera cuando todos ellos eran mortales.
—Seriph tiene razón, mi príncipe —adujo la mujer—. Yo enviaría a Cain y sus veinte a cazarlos. Uno por uno si es necesario.
—Eso no será necesario, hermana —indicó Roland—. Los soberanos ya no son un problema.
Jordin se sorprendió. Michael. La hermana de Roland.
—Así dijiste cuando exigiste que los perdonáramos la última vez —objetó Michael—. Y ahora han matado a Jalarod. Su hermana está furiosa por el dolor.
Jalarod. El nombre del inmortal que Jordin había matado. Un momento de terror la invadió, quizás porque ahora compartía la sangre de Jalarod. El anónimo inmortal tenía nombre y familia. Ellos lloraban a sus muertos como los sangrenegras no podían hacerlo.
Siempre se habían preguntado por qué los inmortales se retiraron antes de matarlos a todos. Ahora Jordin lo sabía: Roland había ordenado que perdonaran a algunos. Los quería lisiados e inmovilizados, no derrotados.
—Ya tengo a la asesina de Jalarod —comunicó Roland volviéndose y lanzándole a Jordin una mirada poco entusiasta—. Es una de nosotros.
No había duda de la ironía en sus palabras.
Michael y Seriph se volvieron al unísono para mirarla. Michael se quedó pasmada mientras el rostro se le llenaba de reconocimiento.
—Jordin.
—¿Qué significa esto? —exigió saber Seriph.
—Jordin ha desertado —explicó Roland—. Y siendo la guerrera que le enseñé a ser, hizo lo que se debía hacer para adquirir nuestra sangre. Lamentable, pero bastante ingenioso. Más importante, ella puede llevarnos a los demás. Su lealtad ahora reposa conmigo. ¿No es así?
Ella siempre había sabido que Roland podría probarla de este modo. Así que jugaría la única carta y dejaría que el destino siguiera su curso.
—Me da gusto verte, Michael. No puedo decir lo mismo de ti, Seriph. Siempre fuiste aquel en quien menos podíamos confiar. Me sorprende que Roland no te hubiera eliminado ya.
Un atisbo de sonrisa apareció en la boca del príncipe. Eso fue lo único que a ella le importó ver.
—Ustedes saben que los soberanos no toman las vidas de inmortales, así que tienen que preguntarse por qué me sentí obligada a matar a uno de ustedes —comentó rápidamente Jordin, beneficiándose del momento—. ¿Simplemente para convertirme en inmortal?
La chica levantó una mano y observó cómo se movían sus dedos.
—Lo admito, me gusta la piel —continuó—. Sentir y ver igual que ustedes me muestra cuánto he perdido.
Ella bajó la mano.
—Pero lo que ninguno de ustedes sabe es que a menos que triunfe en mi misión, todos ustedes estarán muertos dentro de cuatro días. La sobrevivencia de todo inmortal está totalmente en mis manos. Inclina tu orgullo mezquino, Seriph. Mátame ahora y con ello te llevarás la vida de todo inmortal vivo.
La joven hizo una pausa para que ellos procesaran la declaración.
—¿Crees que puedes engañarnos con esta ridícula amenaza? —protestó Seriph, con el rostro ahora más cerca del color de sus labios que de su barba.
Roland levantó una mano para acallarlo. Examinó a Jordin por varios instantes. Quizás por primera vez encontró verdad en el rostro femenino. ¿Y cómo podía no hacerlo? Ella estaba hablando sin reservas.
—Continúa.
—Uno de nuestros alquimistas ha creado un virus aerotransportado que infectará rápidamente a toda la población mundial. Lo liberará a menos que yo mate a Feyn y devuelva a Rom en cuatro días.
Jordin se paseó, sintiendo por fin libertad para moverse, para respirar. Ella, no Roland, tenía ahora el mando en el salón.
—El virus obviará a todos los amomiados y en pocos días matará tanto a sangrenegras como a inmortales. Como pueden ver… yo tenía una buena razón para hacer todo lo necesario a fin de ubicarme aquí. Si ustedes no estuvieran tan ansiosos por eliminar a todo soberano que se les cruza por delante, yo podría haber venido en paz. La muerte de Jalarod es consecuencia de su odio, no del mío.
—¿Y los soberanos? —exclamó Roland.
—Sobrevivirán —expresó Jordin—. Después de todo, fue uno de nuestros alquimistas el que creó el virus. Podría acallar la emoción soberana. Pero sobrevivirán.
—Por lo cual te convertirías otra vez en soberana —objetó él de manera misteriosa—. Mejor existir en paz, despojada de la emoción que motiva nuestra locura, que estar totalmente viva. ¿No es eso lo que Megas dijo una vez antes de convertir al mundo en un cementerio lleno de cadáveres ambulantes? Y así la historia cierra el círculo.
—¡Herejía! —gritó Seriph, señalando a Jordin con un dedo torcido y acusador—. Es lo que beber la sangre muerta de Jonathan ha traído a nuestra puerta. Herejía y muerte.
Por un instante las palabras del hombre le parecieron a la chica nada más que la verdad. La misma idea de acallar todo aspecto de vida parecía blasfema. Renunciar a la misma inmortalidad parecía demencia. ¿Quién abandonaría el regalo de vida extendida que ella sentía ahora?
Y sin embargo, los inmortales no eran menos desdichados que los soberanos. Por tanto, ¿dónde estaba entonces la vida abundante de Jonathan?
—¿Por qué volverías a tu sangre soberana? —preguntó Michael—. Acabas de obtener vida plena.
—Porque es la única manera en que les puedo guiar a Feyn.
—¿De qué se trata esto?
—Ella asegura que no puede recordar lo que vino a decirnos —contestó Roland, una vez más con incredulidad en el rostro—. Es evidente que recordará si se convierte en soberana.
—Más mentiras —se burló Seriph.
¿Estaba ella mintiendo… incluso a sí misma? La mente le estaba retrocediendo a un abismo de olvido, y apenas recordaba por qué debía convertirse otra vez en soberana. Pero eso era lo importante, ¿verdad? Debía volver a convertirse en soberana, y pronto, antes de estar irremisiblemente perdida.
Además debía darles más a ellos, o nunca tendría la oportunidad de encontrar su camino de regreso.
—Ustedes tendrán que preguntarse por qué estoy aquí para advertirles. ¿Qué más tendría yo que ganar al acudir a ustedes? Necesitaba que me oyeran, por lo que me volví inmortal. Ahora debo guiarlos, y para eso debo convertirme en soberana.
Ahora andaba a tientas en la oscuridad.
—La soberanía quizás no sea un regalo para mí con los sentidos extendidos que ustedes conocen muy bien, pero hay más en juego que simple memoria. Como soberanos, sabemos más. Tal vez por eso es que ahora no puedo recordar la manera de entrar en la Fortaleza. Estos sentidos aumentados parecen robar otras habilidades a la mente.
—¿Nos crees estúpidos? —rebatió Michael con una risa de incredulidad.
—No. Pero los soberanos tienen una clase diferente de vista. A veces podemos ver vislumbres del futuro. Esto podría ser de gran valor en una misión para eliminar a Feyn.
El don nunca había sido previsible, y declararlo quizás solo establecería una expectativa que más tarde podría dañar la credibilidad de Jordin, o lograr que todos murieran; sin embargo, ella necesitaba todos los medios para persuadirlos ahora.
Debía volverse soberana otra vez o todo estaría perdido. Todos los inmortales morirían, y Jordin junto con ellos.
—Más insensatez —comentó Seriph con el ceño fruncido—. Si ese don fuera remotamente valioso, lo habrían usado para permanecer vivos. Ella nos está llevando a un juego sucio.
—Todo lo que he dicho es cierto —aseguró Jordin.
Roland la observaba con mucha atención.
—Entonces te daré la oportunidad de mostrarme cuán cierto es —declaró él dirigiéndose hacia los escalones que se levantaban hasta su trono.
Subió, se sentó tranquilamente y se inclinó hacia delante, con los codos sobre los brazos de la silla.
—Dime dónde se oculta el resto de los soberanos. Demuestra tu lealtad, y permitiré que te conviertas en soberana. Niégate a hacerlo y morirás con nosotros, suponiendo que haya algo de verdad en lo que aseveras.
Jordin no había previsto el ultimátum. Al oírlo ahora sintió que se le enfriaba la sangre. Revelar la ubicación del santuario a los inmortales de Roland era tan bueno como sentenciar a muerte a los soberanos.
—¿O también has olvidado eso?
—Soy leal, mi príncipe. Pero… mi lealtad final reposa con Jonathan.
—Jonathan está muerto.
—¡Él vive en la sangre de los soberanos!
—Quienes son desdichados y demuestran tener una vida mucho menor de la que Jonathan tuvo alguna vez. Si te niegas, y el virus del que hablas realmente existe, entonces todos moriremos, incuso tú. Feyn morirá. Si Feyn convierte a Rom en sangrenegra, lo cual indiscutiblemente hará, él también morirá. ¿Qué queda entonces? Un puñado de herejes que se llaman soberanos, prolongando su propia clase de desdicha.
Jordin se sintió en espiral hacia un pánico total.
—Si te lo digo, ¡simplemente me matarás y los masacrarás a todos! Mattius ha tomado las precauciones necesarias: liberará el virus antes de que puedas detenerlo.
—No los masacraré a todos. No todavía.
—¿Y yo?
—Tu destino estará ligado al mío —decretó él con los labios torcidos en una mueca amenazante—. Es la única oportunidad que te doy.
Jordin se quedó inmóvil, aparentando tranquilidad, esperó, pero su mente gritaba traición y abatimiento, presionada a tan terrible elección.
La única elección y, sin embargo, para nada una opción.
—Necesito algo de tiempo —pidió ella.
—Del que afirmas que no tenemos —expresó él, e hizo una pausa para examinarla—. Tienes hasta que el sol se ponga.
—Quizás no necesite tanto tiempo.
—¿Eres la guardiana del tiempo en mi mundo? —inquirió él y no esperó la respuesta de ella—. No, creo que no.
Entonces se volvió hacia Rislon.
—Llévala otra vez a su celda. Déjala en la oscuridad.
—Sí, mi príncipe.
—Y tráeme a la otra —ordenó Roland volviendo a mirar a Jordin.