LA MESA ESTABA DISPUESTA en el antiguo salón hexagonal. Perforada dos pisos debajo de la sala del senado, la cámara había sido antes un depósito de muchas cosas: antiguos artefactos como las armas que el mundo olvidara por un tiempo. Libros, escritos para los sórdidos viajes emocionales, incluso copas de una época en que las antiguas basílicas de Bizancio llamaban al Creador por un nombre más arcaico: Dios.
Esos artículos habían sido juguetes de Saric. El hermano de Feyn había venido aquí en los primeros días de su sombrío renacer, atraído por los artefactos del Caos después de que hubiera descubierto emociones por medio de la alquimia.
Feyn había despojado al salón de sus reliquias y tapices mohosos. Pero aunque habían limpiado a fondo las paredes y las habían cubierto con lino de Abisinia, nada podía detener la humedad de las piedras, como si albergaran secretos demasiado terribles incluso para que la tierra los soportara.
Aquí se había concebido el Orden. Aquí su fundador fue martirizado por el primer soberano del mundo.
La mesa estaba puesta en medio del salón, con la presencia de dos sillas. Dos bandejas servidas yacían perfectamente situadas en lo alto de la mesa: frutas, nueces y delgadas rebanadas de carnes frías dispuestas en cada una.
Feyn se acercó al gran candelero, se inclinó lo suficiente hasta prácticamente sentir en la mejilla el calor de la llama cercana, e inhaló a fondo. Jazmín. Un homenaje de Asiana.
La pesada puerta de madera se abrió. Un ruido metálico de cadenas. Pasos arrastrando los pies… unos con botas, los otros casi en silencio.
—Quítale las cadenas —ordenó ella, inclinándose otra vez hacia el candelabro como se hace con un arbusto aromático.
Pudo oler el ofensivo olor. Él.
—Mi señora…
—Ahora.
El sonido de una llave metálica, de cadenas recogidas. Ella miró por sobre su hombro y se volvió lentamente.
Seth arrodillado al lado de Rom sobre la gruesa alfombra abisinia que con anterioridad Feyn había ordenado que le trajeran. La cabeza del apuesto sangrenegra estaba inclinada. Ella estaba acostumbrada, entre otras cosas, al juego de sombras a lo largo de la mejilla cincelada del joven desde ese ángulo. Al lado de él se arrodilló Rom, cabeza erguida, mirándola.
¡Por supuesto! Él nunca había respetado el rango de ella desde la primera vez que irrumpiera en sus habitaciones muchos años atrás con fin de reclutarla para la desesperada misión de este hombre. Y en los años de vigilia de ella desde entonces, él no había dejado de insistir en llevarla hacia sus propios propósitos.
El momento para eso había llegado a su fin. Ella ya no era la joven ingenua que una vez fuera; también podía seguirle el juego.
Feyn se quitó los zapatos de brocado y caminó en silencio más allá de la mesa hasta ponerse delante de Rom.
Los ojos de él eran sorprendentes, no solo por su vibrante color sino también por su falta de temor. Ella no veía gratitud en ellos por salvarle el ojo, ni enojo por el dedo amputado, ahora vendado. Parecía seguro. Pero había algo nuevo. ¿Arrogancia? No. Algo más.
—Por favor. Levántate. Ya no es tiempo para eso. Dejó de serlo hace mucho.
Rom se inclinó hacia delante, con una mano en una rodilla, y se levantó sin hacer ningún sonido, aunque con rigidez. Seth, a su lado, no se movió. Ni siquiera un tic muscular. Permanecería allí todo el día si ella se lo permitiera. ¡Qué contraste entre estos dos hombres!
—Seth, espera afuera.
La mirada del sangrenegra no se enfocaba tanto hacia arriba como hacia adelante, a lo largo de la alfombra. A Feyn le conmovía y le irritaba esta vacilación. Ella sabía que él no querría dejarla sola con el soberano. Por proteccionismo, sin duda. Por celos, quizás. Pero después de un instante se levantó, fijó la mirada significativamente en Rom, se paró y salió, cerrando en silencio la puerta.
Feyn no tenía duda de que él estaría allí en la misma posición, escuchando con atención, listo para agarrar a Rom por la garganta si ella levantaba la voz.
—Ven, siéntate conmigo. Debes estar muerto de hambre —expresó la mujer, moviéndose hacia la mesa y sacando una silla; ¿cuándo fue la última vez que ella hiciera eso?
—Feyn…
—Por favor.
Todos los demás hombres que ella conocía se habrían sentado rápidamente.
—No acudí a ti por comida.
—Entonces compláceme. Tengo hambre.
Él asintió con una leve inclinación de cabeza y en su lugar le hizo señas de que se sentara.
—Eso está mejor —declaró ella sentándose, con una sonrisa en los labios mientras él agarraba la silla adyacente.
Sin embargo, en vez de comer, Rom se volvió hacia Feyn, con los codos en las rodillas. Ahora ella pudo ver las señales de fatiga a través de los hombros masculinos. En la maraña de cabello… en las sombras debajo de los ojos. Ella había ordenado que no lo dejaran dormir.
—Dispondré un baño para ti. Ropa limpia. Pero por ahora debes comer algo. Y mientras lo hacemos, puedes decirme claramente a qué has venido —expuso cruzando una pierna sobre la otra, la larga abertura en el vestido le dejaba al descubierto el muslo.
La mirada de él se dirigió al regazo de Feyn.
Ella escogió una rara fresa fresca de su plato y la tendió hacia él.
—Ya te dije a qué he venido —respondió Rom, y después de un instante de vacilación agarró la fresa.
—Ah, es verdad. Viniste a hacerme soberana.
Rom mordió la fresa, y ella inclinó la cabeza, observándolo. Él se puso a masticar más despacio y cerró los ojos… pocos estaban acostumbrados a platos frescos de esta calidad. Su demacrado cuerpo expresaba la realidad: los soberanos apenas lograban sobrevivir. Feyn se preguntó cuándo había tenido él algo fresco para comer.
—En ese caso —continuó ella soltando una suave risita y moviendo el plato hacia él—. Si vas a hacerme soberana deberás tener energía.
—No soy yo quien hace soberanos. Es Jonathan.
—Su sangre, quieres decir.
—Sí. Pero también él.
—Me pregunto qué te poseyó para tomar la sangre de un muerto en tus venas. He oído las historias, y mis fuentes son confiables.
Feyn se echó para atrás y lo observó. Las fresas eran su comida normalmente favorita, pero el apetito se le había arruinado por el fuerte hedor de Rom.
—Una visión —respondió él bajando la fruta—. Un sueño, de Jordin, la chica que lo amaba.
—Y ahora él está muerto.
—Jonathan no está muerto.
—¿Está su cuerpo en la tumba?
—Sí. Pero él vive.
—Qué paradoja. Explícamelo.
—No puedo. Solo sé que es verdad.
Había algo en los ojos del hombre…
—¿Quieres de veras que yo sea como tú, correcto? —inquirió Feyn con un poco de asombro.
—No como yo. Como Jonathan quiso que fueras.
—Una soberana, lo cual ya soy. No del tipo de soberano de sangre muerta… sino gobernante. Nací para ello. Y sin embargo tú estás aquí, pidiéndome una vez más que adopte otra vida. ¿No te cansarás nunca de este juego?
—No.
Helo ahí de nuevo, el fervor de un fanático en esos ojos.
—¿Qué fue lo que Jonathan te trajo, exactamente?
—Vida.
—Dices eso una y otra vez, y aun así vives como una rata en la clandestinidad. Estás medio muerto de hambre. Estás acosado, no solo por mis sangrenegras sino por los inmortales de Roland. ¿No tuvo él alguna vez la misma sangre que tú? ¿Y ahora se destrozan entre sí? ¿Es esto lo que esperabas?
—No —respondió él, ya sin celo en los ojos.
—Y por eso te vuelvo a preguntar: ¿qué te ha traído la sangre? ¿Paz? ¿Significado?
—No sé las respuestas. Solo sé que esto es lo que estoy destinado a ser. Y que aquí es donde estoy destinado a estar ahora. Aquí, contigo.
—Y si yo siguiera tu camino… ¿qué ganaría? ¿Te ha traído alguna vez paz esta vida?
Él la miró, en silencio.
—Nada de paz, entonces.
—Todavía no.
—Todavía no. Es evidente. Mírate.
—¿La tienes tú? Tú posees el mundo. ¿Te ha traído paz?
Feyn soltó una risita frágil.
—Hay poca paz para mí. El más humilde de los artesanos duerme mejor que yo —confesó ella, inclinando la cabeza y examinándose las manos—. Debes recordar algo de eso. Una vez fuiste un humilde artesano.
—Sí. Una vez —respondió Rom asintiendo con la cabeza.
—¿Ya no?
—Ahora tengo poco tiempo —expresó él cambiando la mirada hacia un tapiz en la pared.
—No. Estás demasiado ocupado tratando de mantenerte vivo. Por favor, come más. ¿No tienes hambre?
—Puedo comer más tarde —contestó volviendo a mirarla.
Rom, el que siempre está enfocado.
Feyn agarró una fresa, pensó comerla, y luego la depositó en el plato.
—¿Te has preguntado alguna vez si hubiéramos estado juntos en caso de que las cosas hubieran sido diferentes?
Rom parpadeó, y otra vez a Feyn le sorprendió el color de esos ojos. Ella debió esforzarse para armonizar al hombre canoso delante de ella con el muchacho de quince años atrás, pero allí… lo veía en destellos, en el rictus del labio.
La mirada de él se deslizó de su brazo a la mano de ella.
—Tal vez.
—Una vez te pedí un poema. ¿Recuerdas? Ese día, en la pradera. Entonces eras poeta y muy joven. Pero muy listo. Me habías engañado, haciéndome beber la sangre. Y vine a la vida. Tú fuiste lo primero que vi, y me enamoré. ¿Recuerdas?
—Sí —susurró él.
—Juntos en la noche raudos cabalgamos. Tras el amor corriendo, y la luz buscando —declaró ella, recitando las palabras que Rom le compusiera años atrás.
Él levantó la mirada, con ojos sorprendidos.
—Ahora para ti y para mí ya todo ha cambiado…
Separando los labios, él había comenzado a expresar las palabras antes de que el sonido le saliera incluso de la boca.
—Tú eres una reina, ¿y yo, quién soy? —recitó él tiernamente, mirándola ahora a los ojos—. Vivamos a plenitud, pues lo demás no es vida.
El aire pareció estancarse entre ellos; la mesa, la comida, olvidadas.
—Si tan solo hubiéramos podido eternizar ese momento —comentó ella—. Si lo hubiéramos conservado, olvidándonos del mundo.
Rom interrumpió la mirada y la bajó al sencillo vestido de seda. Hebras amarillas y negras entrelazadas que lo hacían brillar tanto en la oscuridad como en la luz.
—Lo siento —expresó él.
Sus palabras la sorprendieron.
—Debí haberte dado esa vida —continuó él mirándola otra vez—. Quise hacerlo. No pude, no tenía suficiente sangre.
Mientras lo decía, el hombre que era hoy desapareció, y allí estaba él, aquel impetuoso joven de veinticuatro años que ella conociera muchos años atrás.
—De haber podido, te habría evitado la muerte… que volvieras a ella. Habrías venido con nosotros. Nunca habrías tenido que renunciar a tu vida. Si yo hubiera podido salvarte entonces, lo habría hecho. Pero no tenía suficiente sangre.
No era frecuente que Feyn se sorprendiera. Pero ahora con la admisión de él, y su aparente angustia, ella se encontró mirándolo fijamente.
—Me estaba preparando para venir por ti mientras dormías en estasis —continuó Rom—. Mi rostro sería lo primero que verías al despertar. Y Creador, ¡cómo oraba porque me volvieras a amar!
Ella alejó la mirada.
—Pero entonces Saric te encontró primero y te convirtió en sangrenegra. No sabes cuántas veces me arrepentí. Lo que él te hizo… me consumió vivo.
—Y sin embargo —interrumpió ella con obligada benevolencia—, aquí estás de nuevo.
—Sí —asintió él de manera más ecuánime—. La historia nos trajo aquí, al lugar donde te puedo traer vida, finalmente. No la mía, y no por medio de engaño. No estás perdida para los sangrenegras. La antigua sangre aún permanece en tus venas.
—Y por eso has venido a salvarme definitivamente.
—La sangre de Jonathan lo hará.
¡Jonathan! ¡Jonathan! ¡Siempre Jonathan!
Ella respiró lentamente por la nariz. Deseó mantener uniforme la respiración.
—Entonces… si lo que afirmas es cierto, dame una muestra de fe. Sin duda me debes eso.
—¿Qué quieres? Estoy aquí por mi propia voluntad, sabiendo que fácilmente podías matarme. Tu alquimista me desmembró, dada la oportunidad, y se lo permití. ¿Qué más prueba necesitas?
—Tal vez si me dices dónde está el resto de tu gente vería a los de tu clase como menos que rebeldes en clandestinidad.
Él quedó paralizado.
—Ellos no te conocen como yo. Te conocen como la que traicionó a Jonathan.
—Di mi vida por Jonathan.
—Se trató de una tú diferente.
—Es verdad. Se trató de una yo distinta —asintió ella—. Ahora soy soberana. Una vez di mi vida por tu causa. No supongas que soy tan diferente.
—Estoy aquí, a tu merced. ¿No es suficiente eso para ganar tu confianza?
—Quizás —expresó Feyn asintiendo con la cabeza—. ¿Pero es que no ves, Rom? Todo es como Jonathan lo habría tenido. Él creía que estaba cumpliendo algo. Creía que debía morir. Si no hubiera querido que yo gobernara como sangrenegra, no habría abierto el camino. Pero aquí estoy. Tal vez esta es la manera en que siempre debió ser, y la manera en que Jonathan siempre quiso que fuera. Pregúntate quién lo ha honrado mejor. ¿Tú, quien lo quiso a él en este trono, o yo, a quien él quiso en este trono?
Rom se quedó mirando, perplejo.
—Él me hizo soberana de este mundo. ¿Ahora socavas tú mi autoridad rechazando mi gobierno?
Él siguió sin responder.
Feyn había logrado bastante por ahora… viéndolo suavizarse y cambiar tanto como podía en tan poco tiempo. El razonamiento de la mujer había sido calculado cuidadosamente, y la reacción de él era la que ella había esperado. Pero al final el corazón de Rom, no los argumentos de ella, serían la perdición de él.
Rom todavía la amaba.
Se compadeció de él. Quizás era algo más, otra razón para dejarlo ahora. Feyn no tenía interés en que él influyera en ella.
—Ayúdame y te ayudaré, Rom. Soy soberana, ¿ves? Debo saber dónde viven mis súbditos. Prometo pensar en lo que has dicho; confío en que harás lo mismo. Nos volveremos a ver pronto.
Ella se levantó y salió del salón, dejándolo solo con sus pensamientos.
Y con su corazón.