Capítulo once

LOS INMORTALES LLEVARON A Jordin y Kaya hacia el noreste, al interior de los cañones conocidos una vez solo por los primeros nómadas, siglos antes de que escaparan al norte de Europa Mayor, para vivir allí libres de los estatutos del Orden. Al calor de fogatas Jordin había oído historias de serpenteantes y profundos recodos y de enormes precipicios. Se decía que si alguien no conocía el laberinto de cañones tan bien como la propia palma de la mano, podía perderse dentro de ellos para nunca ser encontrado.

El aire se enfrió mientras la oscuridad se asentaba alrededor de los cuatro caballos y sus jinetes. Los inmortales habían conservado el gobierno de sus pensamientos, caracterizado tanto por el silencio como los mortales por la frivolidad. Quizás se debía solo a que estaban preparados para el combate y a que eran cautelosos para exponerse, pero Jordin sintió que se trataba de algo más. Ellos no perdían palabras ni movimientos. Hasta su respiración parecía excepcionalmente controlada, como si no fuera para nada un acto inconsciente.

Ella comprendía esto. Su propia respiración se había dilatado, y cada bocanada de aire que le entraba en los pulmones estaba cargada de significado sensorial.

Cabalgando detrás de Rislon, al principio Jordin se vio desanimada por la proximidad imposiblemente estrecha al poderoso inmortal y la piel pálida que imaginaba detrás del negro sudario que le cubría el rostro y la cabeza. Ella se preguntó cuántos soberanos habría matado él, y si la suya era la espada que había tajado a alguien que la joven alguna vez llamara amigo. Pero a medida que serpenteaban entre los cañones, sus rostros, una vez muy claros para ella, eran sombras delante del ojo de la mente femenina; los recuerdos lejanos contra la textura del cañón de piedra y los poderosos músculos del semental debajo de ella. Aun como segunda jinete, Jordin se sintió unida al poderoso animal y a las ensordecedoras palpitaciones del enorme corazón equino. Incluso con el mismo Rislon.

Kaya cabalgaba con los brazos alrededor de Sephan, la mejilla pegada contra la espalda, observando a Jordin con ojos redondos. No parecía ni asustada ni incómoda, sino sin poder salir del asombro.

Jordin pensó que no reconocería a ninguno de sus captores entre una multitud de otros inmortales, pues vestían uniformemente ropa oscura y tenían los rostros envueltos en muselina negra. Uno de los otros dos desconocidos podría ser el mismo Roland y ella nunca lo sabría.

No, a menos que lo supiera.

Sin embargo, la propensión de esta raza por cubrirse aún estando lejos de la civilización era un misterio.

Habían viajado tres horas y entraron a un profundo cañón para cuando Rislon disminuyó el ritmo de su montura hasta ir al paso, inclinándose hacia una fisura de no más de cinco pasos de ancho en la pared del precipicio. Jordin siguió la línea de roca escarpada… hacia donde el abismo se encontraba con el cielo. Centinelas, siete a un costado, perfilados entre titilantes estrellas. Tan imperceptibles como sombras, y que la joven nunca habría visto sin agudo sentido inmortal.

Cuando se acercaban a la brecha, una docena de inmortales montados se unieron a los centinelas a cada lado. Luego cien más. Miraban hacia abajo en perfecto silencio. Seguramente no expresarían tal interés en la llegada de una inmortal sin rumbo rescatada del desierto. El mensaje debió haber viajado mediante algún correo invisible para ella.

Durante la última hora, Jordin había olvidado su misión. Ahora la recordó con pavor morboso. Había venido en un intento por obtener las cabezas de sus dos mayores enemigos: Feyn y Roland. Pero ahora, ante la vista de los inmortales alineados en el precipicio, supo que cualquier intento por obtener la cabeza de Roland resultaría en nada menos que una muerte segura: la suya. La de Kaya. Aunque se las arreglara para convencer al príncipe de que unieran fuerzas en la misión de matar a Feyn, miles de leales inmortales se hallaban entre ella y el mismo Roland.

Uno de los caballos relinchó. El sonido resonó en el estrecho pasaje. En lo alto, una docena de jinetes se ponía a la par en cada borde del abismo andando a sabía cansino. Una mala jugada, un movimiento sospechoso, y ella sabía que una docena de flechas le perforarían el corazón por la espalda. Oiría la vibración de las cuerdas de los arcos, vería la perezosa aproximación de cada saeta, se movería en la silla para evitar los proyectiles. Pero no podría evitarlos a todos.

Las paredes verticales a lado y lado se abrieron, dando paso a una gran meseta natural redonda esculpida en los precipicios. De cien metros de diámetro, iluminada por antorchas espaciadas de manera uniforme. Desde el cielo, la estrecha fisura que penetraba en la gran meseta podría parecer una llave. ¿Qué secretos yacían encerrados en los elevados farallones de esta guarida inmortal?

Solo uno que importaba: el mismísimo príncipe inmortal, el corazón de la sangre que ahora bombeaba a través de las propias venas de la joven.

A la izquierda, escaleras como asientos en media luna de un anfiteatro excavado en la roca bajaban hasta un estanque alimentado por una pequeña cascada cercana. Agua, ¡en medio del desierto! Tres árboles caducifolios surgían de la playa de arena cerca del agua. Por encima, uno crecía directamente de la roca.

Hacia la derecha, dos entradas abiertas en la pared rocosa. Una luz de antorchas resplandecía desde el interior, dando la apariencia de dos ojos centelleantes. Un largo establo abierto se ubicaba en medio.

Según los cálculos de Jordin, allí había solo unas pocas docenas de caballos. Sin duda había más en las cercanías. Los soberanos habían calculado en miles la fuerza local de Roland, y quién sabía cuántos inmortales podrían vivir más allá del alcance de Bizancio, esparcidos como dedos tenebrosos que intentan agarrar el resto de Europa. ¿Podrían las cuevas en estos acantilados albergar a tantos? Seguramente no.

Así que entonces aquí estarían los guerrilleros más mortíferos y otros considerados necesarios para la misión que tenían. Y sin embargo, la vista delante de Jordin no era la de un campo normal de guerra.

Un humo se escapaba en grises mechones desde dos fisuras en el suelo del cañón. Un olor a carne asada flotaba a través del enclave, recordando a la chica que habían pasado dos días sin una comida apropiada.

La sombra de un cuerpo apareció en el borde del anfiteatro, habiendo emergido de una entrada oscurecida en la roca cerca de lo alto de la escalera. Unos dedos blancos sujetaban el frente de una capa que se arrastraba como una mancha de tinta por la piedra esculpida. Una mujer, por sus movimientos… confirmada en el momento en que echó para atrás la capucha y dejó caer por completo la capa sobre la escalera. La luz de la luna le dio de lleno en el rostro, y Jordin apenas contuvo la necesidad de lanzar un grito; esta era la primera vez que veía el rostro de un inmortal, y mucho menos un cuerpo sin su vestimenta. La mujer era sorprendentemente hermosa. Aun desde aquí Jordin le podía ver la mancha oscura de los labios, las descoloridas mejillas que reflejaban más las mismas estrellas que el cálido resplandor de la antorcha cercana. El largo cabello de color negro azabache le caía casi hasta la cintura.

A su lado, Jordin sintió más que vio la embelesada atención de Kaya. La mujer inmortal se detuvo y levantó la mirada hacia la línea de centinelas a lo largo del precipicio, como quien percibía un nuevo olor en el aire, antes de asentir de manera casi imperceptible con la cabeza. Y ahora Jordin vio que estas no eran las ágiles piernas de la mayoría de las mujeres, sino que eran esbeltas y talladas. Tenía los hombros cableados con músculos que solo vienen de vigoroso acero.

La mujer descendió los peldaños que ingresaban al estanque y luego entró al agua hasta que solamente los hombros le quedaron por encima de la superficie, y el cabello negro se extendió como aceite sobre el agua. La superficie se onduló, reflejando la luz de las antorchas, y Jordin casi se estremeció: por un instante el agua pareció tan roja como la sangre.

La misteriosa dama no hizo ningún sonido, pero se deslizó con los ojos abiertos debajo del agua durante un momento increíblemente largo antes de emerger en el otro lado. Lo hizo dos veces más, y a Jordin se le ocurrió que la mujer no se bañaba en aras de la higiene, sino como si hiciera un ritual de pureza.

Más allá del estanque la delgada cascada emergía por una fina hendedura en la roca, caía libremente siete metros hasta una plataforma de piedra y se deslizaba en la roca antes de alimentar de lleno al estanque. Un hombre podría estar de pie bajo esa cascada mientras el agua le caía a raudales. Por un extraño momento Jordin pensó en la imagen de Roland haciendo precisamente eso, desnudo, con el pecho extendido y los brazos abiertos, mientras los inmortales descendían al estanque en comunión allá abajo.

¿Era este un vestigio del conocimiento soberano o la mente se le estaba escapando con ella misma?

—Permanece callada a menos que se te hable —comunicó Rislon dirigiéndola hacia los establos donde los otros dos de los cuales no se sabía sus nombres ya desmontaban.

—No necesitas decirme cómo comportarme entre los míos —replicó Jordin mientras entraban en fila.

—Los magníficos no son de los tuyos, o yo lo sabría. No sé a qué misión afirmas haber sido enviadas por el príncipe sin mi conocimiento. A menos que se diga lo contrario, considérate prisionera. Desmonta.

Jordin se deslizó del lomo del semental y aterrizó suavemente sobre la arena. Tenía los muslos adoloridos por el viaje, pero recibió con gusto la molestia. Ella había nacido para cabalgar, nómada hasta la médula. Había pasado demasiado tiempo.

Por otra parte, Kaya había nacido amomiada y solo había pasado días entre los nómadas mortales antes de que Rom y Roland tomaran caminos separados. Sephan parecía muy dispuesto a ayudarla a bajar antes de quitarse hábilmente el negro envoltorio de la cabeza para dejar al descubierto una larga cabellera negra y una pequeña barba contra la piel pálida. Guiñó un ojo cuando Kaya lo observó.

—Esa recomendación también va para ti, preciosa —le expresó Rislon a Kaya.

Fue entonces, con la atención de los dos hombres puesta en Kaya y cuando el caballo sacudía la cabeza con un tintineo de arreos, que Jordin dejó caer la cantimplora dentro de un montón cercano de heno. Le dio una patada suave con la suela de caucho. El recipiente se deslizó inclinado dentro del establo cercano, detrás de la pared del frente. Era lo mejor que Jordin podía hacer ahora; no se atrevía a llevarla consigo a algún espacio cerrado con agudas narices inmortales cerca. Aquí al menos el olor a estiércol podría camuflar el contenido de la cantimplora.

—Síganme —ordenó Rislon volviéndose hacia la entrada de la cueva más lejana a la derecha.

Las paredes labradas de la cueva formaban un corto túnel que terminaba en una puerta grande de madera con tres pesados pasadores, y que podía abrirse por ambos lados, pero que solo se cerraba desde uno: por dentro. Rislon deslizó los pasadores de arriba abajo y luego jaló la pesada puerta con la manija del último. Jordin observó que se abrió hacia afuera, hacia los visitantes y no hacia adentro sobre quien podría estar atendiendo el otro lado, un testimonio de su historia como un antiguo reducto.

Ella quiso que el corazón le latiera a un ritmo constante mientras seguía a Rislon dentro del amplio pasaje interior. La joven sabía que él estaba aquí en alguna parte.

Pero había algo más. Al entrar al cada vez más ancho corredor, ya no de roca toscamente labrada, sino compuesto de una serie de arcos tallados dignos de cualquier basílica antigua, la joven tuvo la extraña sensación de que había llegado a un lugar al cual pertenecía.

Aunque Jordin nunca había estado en este sitio, la sangre dentro de ella había llegado a casa. Su agitación interior era tanto euforia como pánico. De nuevo quiso que el pulso se le calmara, que se le aquietara antes de que lo escucharan oídos inmortales.

La luz de antorchas adelante. Entonces los arcos desaparecieron mientras el corredor se abría en una sofocante caverna de tres pisos de alto.

Kaya, a su lado, contuvo el aliento.

El espacio estaba iluminado por una lámpara de araña de hierro macizo. Con un diámetro de por lo menos tres metros estaba cargada con docenas de velas, y sus mechas ardían débilmente a esta hora tardía. Una amplia escalera se enroscaba a lo largo del muro y llegaba hasta una plataforma suficientemente grande como para cincuenta personas antes de descender por el otro lado, en el cual el último peldaño terminaba justo frente a otro corredor. En la plataforma, que se apoyaba en gigantescos puntales de madera, dos inmortales se apoyaban en la barandilla, mirando perezosamente al grupo que entraba. Las velas en la araña, prácticamente al nivel de ellos, irradiaban su brillo en los pálidos rostros de los hombres. Ahora Jordin vio que la baranda no se componía de barrotes de hierro, sino de una asombrosa colección de espadas, con las puntas hacia abajo, algunas con piedras preciosas incrustadas en las empuñaduras.

El piso debajo de la plataforma estaba cubierto con gruesas y exóticas alfombras y con sofás de terciopelo, divanes y sillas de respaldo alto, varias de las cuales las ocupaban hombres y mujeres en varias etapas de búsqueda romántica o intoxicación lánguida. Un hombre yacía de costado sobre los brazos de una pesada silla, y seguía con la mirada los movimientos de una mujer que danzaba al son de música que solo ella oía.

En medio de la parte más espaciosa de la cámara se extendía una mesa de madera extraordinariamente grande cargada con tres candeleros gigantes que ardían débilmente, varias jarras de vino (ella podía oler los taninos) y siete inmortales. Estos reposaban contra sillas talladas, y de los apoyabrazos de algunas colgaban pesadas copas de madera.

Más allá de la mesa, que la rodeaban por lo menos treinta sillas, pesadas cortinas de seda oscurecían parcialmente la entrada a por lo menos otros tres corredores en el nivel más bajo y otro en la plataforma superior. Más sedas y tapices cubrían las paredes ya no toscamente talladas, sino esculpidas en lo alto con relieves de serpientes en medio de una noche llena de estrellas y, más cerca del suelo, asientos adornados con cojines debajo de la luna fría de piedra.

Toda la cámara estaba ocupada por casi treinta inmortales, y la mayoría de las miradas se voltearon hacia los recién llegados.

Al lado de ella, Kaya miraba como hipnotizada.

El pulso de Jordin se le aceleró mientras hacía un rápido y arrollador inventario de las personas presentes. Pero no, no reconocía ninguno de estos rostros como aquellos que había conocido antes, mortales del campamento nómada donde ella se criara desde niña. ¿Era posible que Roland hubiera extendido tanto su grupo? ¿O que quienes ella conociera antes, guerreros todos, hubieran muerto y fueran reemplazados?

La joven se dio cuenta de lo acelerado de su respiración, agravada al comprender que cualquier inmortal familiarizado con las nuevas costumbres de Roland nunca reaccionaría con asombro tan aparente como el de ella y Kaya. Miró a Rislon, que parecía muy consciente de la reacción visceral de ella.

Él no necesitaba hablar; su mirada inexpresiva decía bastante.

—Espera aquí —ordenó Rislon y se volvió hacia Sephan—. No permitas que los otros las lastimen.

El hombre se dirigió hacia las escaleras a la derecha. Las miradas de los demás estaban fijas en las recién llegadas.

Jordin se dijo que no importaba lo que pensaran de su presencia allí. Roland la reconocería en el momento que la viera y de plano la mataría o la oiría, aunque fuera solo por curiosidad. Ella tendría una oportunidad si conseguía que la escuchara.

Ahora esto era evidente: el Roland que Jordin habían conocido como príncipe nómada no era el mismo hombre que comandaba a estos magníficos. Su nuevo mundo era tenebroso, aunque impresionante; ofensivo, aunque seductor. Ella se sintió al mismo tiempo extrañada y enajenada.

Uno de los hombres sentados a la gigantesca mesa salió de su silla y se acercó, con paso tan sinuoso como el de un gato. Mantuvo la mirada fija en Jordin, imperturbables órbitas negras bordeadas de luz.

El individuo tenía la camisa de seda abierta al frente, dejando ver el pecho musculoso y enjuto, y el estómago. En la mano sostenía una copa de vino. A primera vista se podría creer que era un tipo muy tranquilo, pero Jordin sabía que estaba mirando a un guerrero feroz.

Una sonrisa leve e irónica apareció en el rostro del hombre mientras se acercaba. Su mirada se posó como cera ardiente sobre Jordin antes de lanzar una larga mirada a Kaya… y entonces volvió a mirar a Jordin, como atareado con una decisión. Finalmente se decidió por Kaya, quien le devolvió la mirada con evidente inocencia.

—Vaya, vaya, querido Sephan, ¿qué tierno bocado me has traído hoy? —expresó el sujeto alargando la mano hacia Kaya y mirando luego a Sephan—. Espero no equivocarme al suponer que ella es un regalo.

—Eso lo decide el príncipe. Ellas vinieron por él —contestó Sephan, luego se volvió hacia Kaya—. No le hagas caso a Cain, preciosa. Es inofensivo. Son sus mujeres de las que debes mantenerte lejos. Se sabe que la amante de Cain destroza la garganta a sus rivales.

Kaya no pareció oír a Sephan. Levantó la mano y dejó que Cain la agarrara con dedos falsamente delgados.

¿Se había vuelto loca la chica?

—No estamos aquí para jugar —manifestó Jordin, tanto para Kaya como para el depredador que había enredado a la jovencita con nada más que palabras galantes y un ademán—. Solo para Roland.

—Solo Roland —afirmó Cain—. Por supuesto. Pero hasta que Roland llame, estoy seguro de que le gustaría que se entretenga adecuadamente a sus obsequios. ¿No es verdad eso, Sephan?

—Como dije, ella es para Roland. En cuanto al entretenimiento, confío en tu juicio.

Era evidente que Cain tenía un rango jerárquico superior que el inmortal que las había traído; tal vez se trataba de un famoso peleador acostumbrado a elegir entre el botín.

—¿Cómo se llama tu amiga, princesita mía? —preguntó Cain levantando la mano de Kaya y besándole los nudillos con labios tan oscuros que parecían casi negros en el salón tenuemente iluminado.

—Me llamo Kaya —contestó la chica con voz ausente.

—Así te llamas. Pero te pregunté por el nombre de tu amiga. La fierita que cree que soy una víbora —expresó el hombre, y cambió la mirada hacia Jordin—. ¿Tal vez a ella le gustaría ver mis colmillos? Esto podría hacer que valiera la pena vivir una noche en mi compañía.

A Jordin la tomó tan de sorpresa la desvergonzada evaluación del sujeto, que por un instante perdió la noción de sus pensamientos. El encanto de la innegable atracción del individuo hacia ella le llegó como la tirantez de una canción recordada, como un impulso que soplaba la llama una vez más. La joven había cavilado en la pasión mortal a la que los soberanos renunciaran en nombre de la sabiduría muerta en ella. Y así había sido. Pero esta pasión ardía en la sangre inmortal. En la sangre que ahora era suya… cauterizándole el interior de las venas, inflamándola y aterrorizándola a la vez.

—Erróneamente supones que yo tenga algún interés en si tú vives —advirtió ella—. Suéltale la mano.

Cain no le prestó atención a la advertencia.

—Ahora.

Todas las miradas estaban fijas en ellos.

—¿Da órdenes una prisionera a los magníficos? —objetó Cain haciendo una pausada demostración de soltar la mano de Kaya y dar un paso hacia Jordin—. Estás tentando mi apetito por mujeres fuertes. Ahora debo conocerte más.

El hombre bajó la cabeza y se inclinó.

—Considérame a tu servicio, querida señora —concluyó.

En ese momento Jordin se dio cuenta de que tenía la oportunidad de recibir más ofensas o de jugar la mano que tenía por delante. Ella era inmortal, ¿verdad? Así que solo se presentaría siendo inmortal, por ninguna otra razón que por el bien de su misión, por distante que ahora la sintiera.

Miró por sobre el hombro de Cain la mesa donde los demás miraban con interés inexpresivo. Entonces comprendió: cada superficie en el santuario de Roland goteaba vida sensual, pero los ojos oscuros que la miraban parecían tan duros como los muros tallados de piedra.

Solo Cain, aún esperando la respuesta de ella, parecía alimentar algún placer, y únicamente porque su lujuria estaba inmersa.

—Entonces sírveme —contestó Jordin—. Hemos tenido un largo viaje y necesitamos comida. Aliméntanos.

—¿Y cuál es el nombre de la que me ordena? —inquirió él arqueando una ceja y ofreciendo una sonrisa de aprobación.

—El de una luchadora que estuvo matando sangrenegras mientras tú aún eras un amomiado.

—Ella se hace cada vez más misteriosa —comentó Cain dando un paso hacia un costado y moviendo un brazo hacia la enorme mesa—. Tu comida espera.

Jordin caminó con él hacia la mesa, haciendo caso omiso a las miradas de los que estaban sentados allí, y consciente de que vestía ropa llena de polvo y mugre.

—Además quiero quitarme esta ropa de la ciudad tan pronto como pueda. ¿Supongo que puedes alojarnos a las dos?

—Sería un placer para mí. Yo mismo te vestiré. Preferiblemente a solas.

Jordin dio dos pasos más antes de detenerse, consciente de pronto de que todas las miradas en la mesa se habían desviado hacia la izquierda. Ella miró en la misma dirección hacia los lejanos corredores. Allí, una mujer había entrado al salón.

La dama no estaba vestida de negro sino del rojo más profundo, el vestido se arrastraba por el piso de piedra detrás de ella como un derrame de sangre. Los hombros no eran los de una luchadora, sino esbeltos y desnudos, las mangas largas cortadas para revelar brazos blancos. La mujer no reconoció a los demás en el salón; es más, ni siquiera pareció notarlos.

A su lado caminaba un joven león dorado que miraba por el salón con interés casual, sin apartarse ni una sola vez del lado de ella.

Por singular que fuera la vista del animal, todas las miradas estaban fijas en la mujer. Su llegada había eliminado todo sonido del salón. Donde un inmortal había estado reclinado, se enderezó; donde habían estado comiendo, las mandíbulas dejaron de moverse. La bailarina se detuvo y se metió en las sombras. El grupo que se había congregado alrededor del sofá cerca del pie de las escaleras se puso de pie y se dividió delante de la mujer.

Ella no los reconoció al pasar. Era como si no existieran.

La mujer subió las escaleras en silencio y con pies descalzos, con el vestido carmesí arrastrándosele por detrás. Los inmortales debajo no se movieron.

Había subido la mitad de las escaleras cuando se detuvo. Igual hizo el león a su lado.

Lentamente volvió la cabeza hacia Jordin. Por prolongados segundos se fijó en ella con una mirada indescifrable, como si tratara de recordar por qué la vista de Jordin le interesaba.

Entonces se dio vuelta, reanudó el silencioso ascenso de las escaleras, y atravesó uno de los trayectos de la plataforma. Más profundo en el santuario de los magníficos.

El silencio continuó por tres segundos más. Luego el salón regresó a su anterior estado. Cain retiró una de las sillas en la mesa.

—¿Quién era esa? —preguntó Jordin; Kaya seguía mirando el pasaje de la plataforma en lo alto.

—Talia —contestó Cain—. La reina de Roland.

El hombre hizo un gesto hacia las sillas.

Cien preguntas atravesaron la mente de Jordin. Había conocido a la esposa de Roland, y no era esta mujer.

Jordin se sentó, lejanamente consciente de la intensa atención que los inmortales sentados les prestaban. De la mirada de Cain sobre ella mientras sentaba a Kaya, acariciándole el brazo. De los cubiertos colocados delante de ella y del plato lleno de carne y pan crujiente… y de la copa al lado trascendiendo su dulzura.

Una mujer se acercó a Cain, ahora sentado frente a ellas, y se le colocó sobre los hombros. Él la sentó en su regazo, con la copa en una mano y la otra en la mujer, sin dejar de mirar ni una sola vez a Jordin.

Kaya comía en silencio, demasiada cantidad, con mucha voracidad, bebiendo muy profundamente, pero Jordin apenas tenía el aplomo para detenerla.

Estaba atónita por la seguridad de que había cometido una terrible equivocación al venir. ¿Con qué fin? Salvar a Rom. Matar a Roland. Matar a Feyn. Salvar a los soberanos de las emociones amortiguadas. Salvar a los inmortales aunque solo fuera por el legado de Jonathan, aunque todo en ella le gritara que los matara a todos.

Tal vez Mattius tenía razón. Que el virus se los lleve. Sin embargo, ¿cómo podría permitir voluntariamente que todos los inmortales murieran? ¿No era Roland quien ahora la había creado?

¿Qué le estaba pasando a ella?

La imagen de la reina, Talia, le vagó en la mente. La forma en que había volteado a mirarla. Tan callada, tan místicamente absorta… tan falsamente consciente. Jordin levantó la mirada hacia un goteo de cera desde un pabilo moribundo en la enorme araña que chisporroteaba sobre la madera de la inmensa mesa. En toda la guarida goteaba seducción. Inquietante belleza.

Y peligro.

Desesperadamente deseó espacio para pensar, pero las espirales de una niebla cada vez más espesa habían comenzado a oscurecerle la mente. Por la mirada de asombro en el rostro de Kaya, también esta había empezado a perderse en esa niebla.

La ansiedad en Jordin crecía con el transitorio silencio, y se encontró amortiguándolo con vino y orando porque la llevaran ante Roland. Se sentía cayendo dentro de un abismo. Como si los que la observaban la hubieran hechizado para atraerla a sus garras. Pero ya estaba en manos de ellos, aunque solo en virtud de la misma sangre que llevaba en las venas.

Tan sumida estaba en su propia introspección que no oyó a Rislon acercándosele. Él le tocó el hombro, y ella se echó hacia atrás, sobresaltada.

Rislon la miró, luego miró a los demás. Finalmente asintió una vez con la cabeza.

—Roland te verá. En la mañana —comunicó, luego se dirigió a Sephan, quien reposaba en una silla al lado de Cain—. Regresaré en una hora. Evita que tengan problemas.