Capítulo diez

FEYN PERMANECIÓ DELANTE DE la ventana con cristales espejados del salón de observación, nombre erróneo dado a lo que en realidad para nada era un salón, sino más bien una celda aislada del antiguo y profundo calabozo debajo de la Fortaleza. Tampoco se usaba para observación. Pocos tenían las agallas para observar las más íntimas investigaciones de Corban. Feyn notó que Ammon brillaba por su ausencia.

Un solitario accesorio eléctrico colgaba inactivo del manchado techo del calabozo. En momentos como este las antorchas eran más que eficaces. Dos de ellas iluminaban los extremos opuestos de la celda de tres metros, silbando ante las gotas de humedad que de vez en cuando caían del techo. Las barras metálicas de la celda habían sido reemplazadas por un muro con la única ventana de cristales espejados. La pesada puerta adyacente a la ventana servía como la única entrada al salón. Una sola entrada. Una sola salida. Por lo general mediante un carro con ruedas para quien se sentaba en la silla.

La silla tenía respaldo alto y pesado, con patas y brazos de resistente palo fierro. Su duro asiento y sus anchos brazos estaban acostumbrados a la lucha, a la cual eran indiferentes. Pero el personaje sentado en su implacable asiento aún no había luchado ni una sola vez.

Rom.

Dentro de la celda, y con una enorme jeringa en la mano, Corban se alejó de una mesa pequeña de acero situada exactamente debajo de la antorcha de la derecha. Hizo una reflexiva pausa delante de la silla, obstaculizándole por un instante la vista a Feyn.

—¿Cuántos de los de su clase todavía viven? —inquirió el alquimista.

—Suficientes.

—¿Suficientes para qué? ¿Para hacer más?

Rom no dijo nada a esto.

—¿Dónde se ocultan?

Silencio desde la silla.

—Tenemos los medios para hacer que usted nos diga todo, ¿sabe? Debe comprender eso.

Si Rom lo comprendió, no mostró ninguna señal.

—¿Le monitoreaba su viejo alquimista, a quien usted llamaba «el custodio», los cambios en su sangre de semana en semana, o una vez al mes? —preguntó Corban; la voz a través del altavoz sonó aguda al oído de Feyn, nasal y poco interesante.

Silencio desde la silla.

—Me ayudaría en gran manera saber qué cambios descubrió él en la sangre de usted y a qué intervalos específicos la analizaba. Supongo que acumuló un conjunto de investigaciones con tantas conversiones como usted asegura haber experimentado.

El alquimista se volvió, jeringa en mano, e hizo una pausa, sin molestarse por el silencio de Rom. Entonces se acercó, se inclinó sobre el brazo atado a la silla, e insertó la aguja en la vena de Rom. Las correas de cuero que rodeaban los brazos y las piernas de su ocupante habían sido reforzadas tiempo atrás con fuertes bandas de acero. Ni siquiera Seth había podido liberarse cuando lo abatieron a fin de probar su lealtad.

Por primera vez durante los quince minutos que Feyn había estado delante de la ventana, Rom levantó la cabeza, posando la mirada justo en la parte inferior de la pared debajo de la ventana.

El hombre tenía el rostro afectado, tanto por la lobreguez de la celda en la que lo mantenían, como por las bromas que los guardias le habían jugado. El cabello se le había soltado y le colgaba sobre el rostro; varios mechones entrecanos se le pegaban al cuello. Una cortada reciente se le había secado por encima del ojo. Un moretón ennegrecido le hinchaba la mejilla derecha.

—Admito para mi propia perplejidad —declaró Corban mientras la jeringa en su mano se llenaba de sangre—. No he visto ninguna diferencia asombrosa en la sangre de ustedes que explique el color de sus ojos. Quizás una muestra tomada de un espécimen vivo revelará algo más. Mientras tanto, estoy curioso. Si me lo permite… ¿por qué ustedes se hacen llamar «los del soberano»?

—Porque el nuestro es un nuevo reino —contestó Rom después de otro momento de silencio; la voz era ronca por la sed, pero sin actitud desafiante y extrañamente tranquila.

—Sin embargo, solo existe un reino —explicó el alquimista levantando la cabeza y mirándolo a los ojos.

—¿Cómo tú, siendo un hombre muerto, sabrías esto?

—Solo hay un mundo y un gobierno mundial. Un Creador de mi vida, un nuevo Orden mundial bajo ese Creador.

—Solo uno que puedes ver.

—¿Vive usted entonces en un reino diferente? —preguntó sutilmente el maestro alquimista, del modo en que se complace a quien está un poco desquiciado—. ¿Se han separado sus seguidores del gobierno de este reino?

—Por así decirlo —contestó Rom con una singularidad peculiar en la boca que Corban no pudo ver porque había bajado la mirada hacia la jeringa; pero Feyn sí se percató del gesto.

—¿Y considera usted a su líder, el niño muerto Jonathan, como su verdadero soberano?

—Lo fue y lo es.

—No lo parece, dado que está muerto y que nuestra señora es la soberana.

—Mi soberano vive.

—¿De veras? —replicó Corban arqueando una ceja.

—Tú lo crees muerto. Pero también crees que estás vivo.

—Yo estoy muy vivo, como usted puede ver. Por otra parte, su supuesto soberano está bien muerto. Sin embargo usted asegura estar vivo y que yo no lo estoy, y que un niño muerto es soberano y que nuestra señora no es quien reina. Claramente se ve la locura de su lógica distorsionada.

—Jonathan vino a traer un nuevo reino. No de poder político, lo sé ahora, sino un reino de vida. Soy parte de ese reino. En realidad soy más soberano que tu «señora».

—Con usted lo negro es blanco, y lo blanco es negro.

—¿Cómo sabes qué es negro y qué es blanco?

—Porque puedo ver realmente.

—¿De veras?

—Definitivamente la evidencia señala a mi favor. No hay nada en absoluto que sugiera vida superior en su sangre —declaró Corban sacando la aguja y haciendo una pausa—. Y sin embargo, se cree superior, ¿no es así?

—Me considero vivo —expresó Rom mirando al alquimista con el verde en los ojos vívido aun en las sombras de la cámara—. Vivo y en una forma que tú nunca podrás estarlo. Feyn, por otra parte, sí puede saborear la verdadera vida, y lo hará.

—¿Qué evidencia tiene usted de esta supuesta vida? —cuestionó Corban caminando hacia la mesa sin demostrar ni una sola vez alguna molestia por las afirmaciones de Rom—. Sin duda está el color de sus ojos, aunque los alquimistas han logrado tales variaciones durante siglos. Está su hedor. También hay una leve variación en su sangre, pero nada más. ¿Tiene usted alguna habilidad que yo ignore?

—Solamente la vida misma —contestó Rom en voz baja después de hacer una pausa de un par de segundos.

—Hemos observado que los inmortales tienen un sentido altamente evolucionado de percepción —comentó el alquimista como si no hubiera oído a Rom, y Feyn se preguntó si en realidad no lo había oído—. Le recuerdo que usted ha experimentado eso. Pero no he notado ninguno de tales atributos en quienes se hacen llamar soberanos.

No hubo respuesta.

—Usted no tiene las fuerzas, la velocidad, ni la extraordinaria genética de un sangrenegra. Incluso yo diría que ha envejecido en gran manera desde la última vez que lo vi —opinó Corban sacando el tubo del cuerpo de la jeringa y agarrando un bolígrafo para rotularlo—. ¿Tiene usted la esperanza de larga vida de los canallas inmortales?

—No.

—¿Qué entonces… le brinda exactamente esta… «vida»? —balbuceó mientras depositaba el tubo en un enrejado.

—Esperanza.

—Esperanza. ¿En la otra vida?

—La felicidad es un misterio que nadie ha entendido —contestó Rom después de titubear.

—Ya veo. Esperanza entonces para esta vida —dijo Corban mientras levantaba un pequeño par de tijeras y regresaba a la silla—. Y sin embargo en medio de esta vida usted ha pasado a la clandestinidad a fin de escapar al exterminio sistemático de su secta.

El individuo se inclinó hacia uno de los dedos de Rom y cortó un pedazo de uña.

—Según tengo entendido, todos ustedes han sido eliminados —continuó—. Su vida para nada se parece mucho a una vida.

Había satisfacción inconfundible en la voz del alquimista mientras se enderezaba. Entonces se volvió.

—Usted ha renunciado a mucho, ¿y para qué? ¿Qué ha ganado?

—Todo lo que tú has perdido.

—Y sin embargo no he perdido nada —objetó Corban volviendo a la mesa y depositando el pedazo de uña en un pequeño frasco en el estante.

Entonces el alquimista agarró otra jeringa, esta vez más pequeña, y pinchó la aguja a través del tapón de caucho del frasco. Lo llenó. Volvió hasta donde Rom y sin ningún preámbulo le deslizó la aguja en el hombro a través de la camisa.

El soberano no mostró señal de que sintiera el dolor, aunque debió ser insoportable.

—No encuentro ninguna ventaja notable sobre un amomiado común a no ser simples emociones —comentó, lanzando tranquilamente la jeringa al interior de un cajón y sacando luego del bolsillo de su bata de laboratorio un instrumento de plata—. Usted no presenta ninguna evidencia que me muestre que tenga esta nueva vida que afirma poseer.

Silencio. Pero la mirada de Rom era clara y la expresión inquebrantable… incluso mientras Corban se inclinaba con el instrumento, que se asemejaba a un cortapuros, y le cortaba el dedo meñique con un fuerte chasquido.

Ahora el rostro de Rom tembló y la respiración se le entrecortó.

—Una prueba solamente —expresó el alquimista—. Es lo único que pido.

—No puedo —respondió Rom a través de una mandíbula apretada; la sangre caía como suave lluvia del muñón del dedo hasta el piso, y visibles gotas de sudor le aparecieron en la frente—. Simplemente lo sé.

—¿Y qué es el conocimiento sino creer que eso es conocimiento? —inquirió el alquimista llevando el dedo de Rom a la mesa—. Nadie engañado cree alguna vez estar equivocado.

Otra vez no hubo respuesta. Tal vez las palabras de Corban se estaban asimilando.

—Le he inyectado un agente coagulante —comunicó el alquimista agarrando una bolsita plástica y poniendo dentro el dedo—. Debería ayudarle con el sangrado, aunque no con el dolor.

Feyn había pensado que aquello era alguna clase de anestésico. Y sin embargo en todo este tiempo Rom no había gritado ni llorado. La llovizna de sangre se redujo al mínimo, y el muñón del dedo se irritó y se puso rojo a pesar del corte limpio.

La mirada de Rom se dirigió hacia el vidrio a través del cual Feyn observaba. Una vena había comenzado a palpitar en la sien del hombre.

—¿Puedes desafiar a tu ama? —preguntó tranquilamente.

—¿Con qué fin? —respondió Corban, aún de espaldas.

—Aunque solo fuera para saber que puedes hacerlo.

—Nunca lo haré.

—Porque no puedes. Tú, mejor que nadie, lo sabes. No tienes alternativa. Eso está en tu naturaleza junto con la sangre que te formó.

—Una misericordia de mi soberana creadora. Nunca tendré la oportunidad de desafiarle su nuevo Orden.

—Únicamente los muertos no toman decisiones.

El alquimista hizo una pausa.

—¿La has amado por decisión propia? Por supuesto que no, no puedes, ¿verdad? Los muertos no pueden amar. Tu ama te ordena obediencia pero esto resulta sin amor. Te preguntas por qué nosotros haríamos lo que hacemos. La respuesta es el amor. En tu mente te dices que estoy loco. Sin embargo, ¿ves a un demente delante de ti?

—Los engañados siempre están locos —expresó Corban mirándolo con curiosidad.

—Sin embargo hasta tu ama sabe que no lo estoy. Ella sabe que nunca me he equivocado. ¿He sido temerario? Sí. ¿Fanático? Tal vez. Pero demente… nunca.

Rom hizo una pausa, respirando varias veces por la nariz. Cuando volvió a hablar tenía los ojos fijos en la ventana.

—Desde el día en que te saqué de tu habitación y te llevé fuera de la ciudad supiste que yo era portador de la verdad. El día en que vine por ti después de que despertaras de la estasis dijiste que no necesitabas salvación, pero en el momento en que conociste a Jonathan supiste que era cierto. Todo ello. Y lo que digo ahora es verdad.

Un escalofrío recorrió los brazos de Feyn. ¿Podía él verla? Pero no, él solo esperaba que ella estuviera observando.

—Y ahora he venido porque la verdad permanece. Morirás. He venido una última vez para salvarte. Por la verdad. Por amor.

Algo respecto a él… el hombre era ferviente. Magnífico, incluso en su demacrada condición. Antes la había ganado con su convicción. Con argumentos febriles y persuasivos. Ella supo entonces que él soportaría cualquier experimento, cualquier dolor que le provocara todo un equipo de alquimistas. Algo era cierto: él creía. Una convicción sin evidencia… sin siquiera un líder vivo. Esto maravillaba a Feyn. La desconcertaba.

La vena negra debajo de la superficie de la mano le picó, y ella se rascó; una de las uñas le sacó sangre.

Rom había tenido razón en muchas cosas, eso era así. Pero cuántas vidas había gastado en la búsqueda de esto… ¿de esta fe en algo como para entregar su vida a un propósito superior incluso al sueño de la felicidad o al temor al infierno? Sería un acto de misericordia matar ahora al hombre.

—Usted habla de amor —manifestaba Corban—. ¿Y produce menos dolor el amor? ¿Menos ira? ¿Más paz? Creo que los de su clase deben ser un manojo de nervios viviendo como vive usted ahora. Llenos de desdicha.

Rom no respondió. No había duda que los suyos conocían la desdicha.

Corban le levantó la cabeza por la barbilla, y la fijó al respaldo de la silla con una correa de cuerpo a través de la frente. Otra debajo de la barbilla.

La fe de él lo mataría, y él lo permitiría.

El alquimista agarró de la mesa un pequeño separador metálico y volvió a la silla. Abrió el ojo izquierdo de Rom y fijó los bordes del aparato a los párpados superior e inferior hasta que el color verde del glóbulo ocular resaltó bastante del cráneo.

Rom podría morir en un charco de su propia fe. ¿Para qué? ¿Para demostrar algo? ¿Para supuestamente salvar a Feyn? No. Porque creía, por equivocada que fuera esa creencia.

Como tal, representaba muchas veces la amenaza que ellos habían creído que él era. Los soberanos habían entregado sus vidas a manos de los inmortales. A manos de los sangrenegras de ella. No porque tuvieran más fortaleza, sino porque estaban dispuestos a morir por lo que creían. El sufrimiento o la amenaza de muerte resultarían insuficientes para obligarlos a someterse. La razón no podía disuadirlos.

Y eso los convertía en enemigos mortales. Aunque Rom y su banda de desadaptados no representaran un peligro inmediato para el gobierno de Feyn, podrían crear más de los de su especie, y todos poseían capacidad para rebelarse. Ella no podía tolerar tal amenaza a su soberanía.

Rom era la clave para su propia especie.

Si él no reaccionaba al dolor ni a la razón, ella se ganaría su confianza. ¿No había él hecho lo mismo por ella una vez?

Corban había vuelto a la silla con un instrumento único hecho a mano que asemejaba una garra redonda con un mango largo. Los bordes brillaron a la luz de la antorcha mientras el alquimista guiaba la hoja hacia el ojo izquierdo de Rom.

Feyn dio un paso al frente y accionó un interruptor. El dispositivo eléctrico farfulló con vida industrial e inundó la cámara con luz.

El alquimista se detuvo mientras Feyn pulsaba un botón junto al interruptor.

—Deja el ojo —ordenó ella—. Él ya está ciego.