JORDIN SE AGAZAPÓ ENCIMA de la bodega en el perímetro oriental de Bizancio; el cabello negro se le levantaba con la ráfaga de una tormenta venidera, y con la mirada exploraba las oscuras calles abajo en busca de alguna señal de Triphon. Solamente podía haber un motivo para que él dejara de vigilar en la puerta.
Sangrenegras. Huestes del infierno.
Más de ochenta mil de los sanguinarios guerreros acosaban a través de la ciudad, protegiendo la Fortaleza desde donde su creadora, Feyn Cerelia, gobernaba al mundo con mano dura, decidida a librarlo de los de la clase de Jordin.
Sin duda Triphon había seguido el protocolo y había intentado alejar el peligro del banco de provisiones, uno de los pocos en los límites de la ciudad de donde los soberanos «prestaban» alimentos.
Relámpagos irregulares iluminaron el horizonte oriental, dejando al descubierto las bajas colinas apenas a cien metros de distancia. Más allá se extendía el desierto, hogar de los inmortales de Roland.
Inmortales. Rara vez los avistaban los de la clase de Jordin, y solo a distancia. Por cualquier juicio de valor, ellos eran letales tanto para los sangrenegras de Feyn como para los pocos soberanos que aún vivían. Fantasmas en la noche.
La mayoría de los mortales había rechazado contundentemente la súplica de Jordin de seguir a Jonathan en su muerte, y se había ido al norte con Roland, adoptando de modo desafiante la promesa de inmortalidad. Solo un puñado había permanecido para buscar nueva vida, nueva sabiduría, como soberanos.
Pero ahora, seis años después, esa vida casi se había erradicado por la guerra sangrienta entre los sangrenegras de Feyn y los inmortales, ninguno de los cuales mostraba ninguna clase de tolerancia para los soberanos. El amor desinteresado de Jonathan solo había generado odio y derramamiento implacable de sangre que había mantenido a Bizancio en sus garras durante el último año.
Solo treinta y siete soberanos aún respiraban, ocultos en las profundas y extensas cavernas debajo de Bizancio. Antes eran más de setecientos en número, ahora se habían reducido a un remanente en extrema necesidad de alimentos y pertrechos. Bajo perpetua amenaza de muerte, emergían encubiertos en la oscuridad y solo entonces en parejas. Ser atrapados estando solos era demasiado peligroso; más de dos presentaban la posibilidad de una pérdida demasiado grande si enfrentaban problemas.
Jordin se volvió y corrió agachada a lo largo del muro de hormigón de sesenta centímetros de ancho que bordeaba la parte superior del edificio, sin que sus botas con suela de caucho sonaran sobre el techo de asfalto. No había señales de Triphon, ningún otro sonido excepto los truenos que se agitaban hacia el este.
La joven examinó las calles hacia el sur. Vacías. Había un puesto de sangrenegras dos calles más allá, lejos de la línea de visión de ella, uno de los miles situados a lo largo de Bizancio.
Giró hacia el oeste. A ocho kilómetros de distancia las siniestras torres de la Fortaleza se elevaban sobre la ciudad. Círculos tremendamente fortificados de patrullas de sangrenegras se habían posicionado, saliendo de las edificaciones de la capital del mundo para proteger a Feyn de los ataques cada vez más agresivos de los inmortales de Roland. Pero los sangrenegras y los inmortales no eran la única preocupación de Jordin.
Más de dos millones de amomiados atiborraban la capital, cada uno de ellos leales al nuevo Orden de Feyn. Aunque los amomiados no poseían más emoción que el miedo, ese miedo incluía un terror santo a los de la clase de Jordin. Feyn se había encargado de eso. Y aunque los amomiados nunca levantarían una mano en señal de violencia, estaban prestos a reportar cualquier contacto con un soberano. A cualquiera que agarraran por no reportar a un soberano lo enviaban de inmediato a la Autoridad de Transición… a la muerte.
Ocultarse de dos millones de amomiados no era tarea fácil. Aunque los soberanos no parecían diferentes en apariencia a excepción de los ojos, los cuales se habían vuelto verdes brillantes, los amomiados podían olerlos. Al parecer, los de la clase de ella despedían el olor acre del incienso. Soberanos: Amaban a todos, pero nadie los amaba. Por otra parte, no tenían problema en amar a los sangrenegras con una espada. ¿No había hecho Jonathan lo mismo?
Jonathan. Jordin moriría por él sin pensarlo dos veces. Algunos decían que él estaba allá afuera esperando en la carne, otros afirmaban que solo existía en la sangre de los soberanos. Lo único que ella sabía con certeza era que los sentidos mortales expandidos que había perdido al volverse una soberana, sentidos que presumiblemente aún conservaban los inmortales de Roland, serían ahora mismo un regalo bien recibido. Con esos sentidos ella sabría la posición exacta de los sangrenegras más cercanos con solo oler el aire. Escucharía una riña en cualquier calle cercana… incluso una palabra susurrada desde cien metros.
En vez de la percepción mortal, los de su clase poseían el convencimiento de la verdadera vida y la precognición ocasional del futuro, lo cual, aunque intrigante, resultaba limitado: ellos solamente podían ver algunos segundos o minutos adelante, y aun entonces de forma irregular. La «vista», que se había convertido en la herencia de todos los soberanos, no se podía comparar con la fuerza bruta de los sangrenegras ni con las asombrosas habilidades de los inmortales.
Sus enemigos los estaban cazando para extinguirlos.
Jordin recordó que ellos eran como estaban destinados a ser: transformados por la sangre de Jonathan. Esa fue la manera de Jonathan de brindar vida; cómo, aún no lo sabían. Pero había un profundo misterio en esa transformación, y se aferraban a ese misterio con reverencia junto con el conocimiento de que los soberanos eran como Jonathan en formas que los amomiados ni los inmortales nunca podrían ser.
Ella sabía esto, pero no le impedía estar despierta en la noche, acosada por preguntas sin respuestas… preguntas que no podía expresar a nadie más que a Rom, y solo entonces cuando la frustración se le desbordaba. Ella dirigía a los soberanos, junto con Rom. Los demás no podían saber cuán profundamente sufría la joven. Ser soberana era estar rebosante de amor en un nuevo reino, así lo aseguraban todos. Jonathan lo había dicho. Pero decirlo no cambiaba la realidad de que vivían como ratas moribundas debajo de la ciudad, mientras sangrenegras e inmortales prosperaban bajo el sol.
¿Era posible lo que Roland dijera seis años atrás: que Jonathan los había abandonado a todos?
Jordin cerró los ojos y dejó que la horrible pregunta se le fuera de la mente. No. Ellos vivían para llevar la sangre de Jonathan a la tierra… un último vestigio de esperanza para un mundo repleto de muerte. Treinta y siete soberanos quedaban, y ahora parecía haber desaparecido uno más de ellos. No se podían permitir el lujo de perder otro, mucho menos uno de sus guerreros. Triphon era el único que podía empuñar un arma de manera tan eficaz como ella o Rom.
Un grito cortó la noche hacia el este, y Jordin dio media vuelta, con los oídos atentos. Había oído un grito seguido por un inconfundible gruñido.
Sangrenegras.
Jordin llegó a la escalera de incendios en tres rápidas zancadas, agarró la barra con la mano enguantada y lanzó las piernas por sobre el bajo muro perimetral. Sus pies aterrizaron en el quinto peldaño y descendió al vuelo. Solo medía un par de centímetros por sobre el metro cincuenta con botas puestas, y su cuerpo era más liviano que cualquiera de las grandes bolsas de arroz que había dejado en la entrada del almacén, pero su velocidad y habilidad compensaban su falta de peso en cualquier pelea.
Se soltó de la escalera desde tres metros, aterrizando suavemente sobre las puntas de los pies, y luego salió corriendo hacia el este a lo largo del muro sur, con el arco en la mano.
—¡Jordin!
La conocida voz de Triphon voló con el viento, inundando a la muchacha con adrenalina. Él la llamaría solo si su situación fuera tan grave como para arriesgarse a atraer sangrenegras.
Jordin rodeó el almacén hasta hallar un callejón vacío y luego voló por la estrecha vía. Detrás del último edificio la calle se ampliaba dentro de un terreno abierto que se extendía hacia las colinas. El hecho de que el grito de Triphon hubiera venido desde esta dirección solo significaba una cosa: al haberlo descubierto una patrulla itinerante, él los había llevado hacia el desierto. Los sangrenegras desconfiaban del desierto, no por la extensión de la tierra en sí sino porque los inmortales se materializaban en la oscuridad sin previo aviso. Estos se adueñaban de la noche con su visión singularmente aguda.
Pero esos mismos inmortales representaban una gran amenaza para Triphon.
Ella corrió más rápido.
Un pedacito de luna se asomó por debajo de las nubes sobre el horizonte oriental, dando a Jordin una clara vista de la calle. La escena tomó forma en un abrir y cerrar de ojos.
Triphon, con la espada empuñada, se apoyaba de espaldas en una farola apagada. Se había vestido para la noche con pantalones negros, un abrigo corto y botas con suela de caucho iguales a las de Jordin. Tenía la capucha echada hacia atrás, y la escasa luz de la luna le iluminaba los ojos verdes y radiantes aun a cien pasos.
Siete sangrenegras lo cercaban, intrépidos a pesar de saber que seguramente algunos morirían. No eran estúpidos. Los soberanos quizás no tenían la genética superior de los sangrenegras, pero por la manera que Triphon sostenía la espada fácilmente en una mano, inclinada hacia el concreto, cualquiera podía ver que estaba entrenado en la forma nómada de los mortales… los mismos seiscientos mortales fuertes que seis años atrás habían permanecido firmes contra los doce mil sangrenegras de Saric.
Jordin había matado innumerables sangrenegras ese día; hoy, ella y Triphon podían encargarse de siete.
Todos por igual se elevaban casi treinta centímetros por sobre Triphon, creados como toros: músculo y fuerza. Pero se movían con asombrosa velocidad y lanzaban golpes como si estuvieran hechos de hierro. Cualquiera que fuera la alquimia que había creado tan fuertes especímenes de brutalidad, no podía deshacerse. No se les podía volver a la vida como amomiados comunes. La sangre soberana los mataba.
La mayoría aún usaba el cabello en rizos enmarañados, pero en los últimos años habían evolucionado. Sus retinas eran tan negras como sus pupilas, pero ahora estaban bordeadas de color dorado. Así de bien proporcionados, eran especímenes de perfección; esclavos leales, sus deseos insaciables mantenidos a raya solo por la misma Feyn. Se sabía que maltrataban a voluntad a los amomiados.
Aún no habían visto a Jordin. Ella se dejó caer sobre una rodilla, ensartó una flecha, y atrajo hacia sí la cuerda del arco.
Los sangrenegras acosaban a Triphon, y el cabecilla dio un paso adelante, haciendo oscilar su pesada espada como si fuera una vara de madera de balsa. Sus confusas palabras estaban repletas de aspereza, y Jordin no podía entenderlas. Sin embargo, sí entendió la súbita aproximación de los dos guerreros a la izquierda del cabecilla.
Estaban dispuestos a matar.
Ella estabilizó la respiración y soltó la cuerda del arco. El viento se había calmado, y la flecha voló en línea recta. Se incrustó en la cabeza del cabecilla mientras la joven ensartaba rápidamente su segunda flecha.
El sangrenegra que recibió la saeta se tambaleó hacia atrás, lanzando un grito que paralizó momentáneamente a los otros. Triphon se movió mientras ellos desviaban la atención, arremetiendo contra el guerrero más cercano, levantando la espada hacia la barbilla del desprevenido sangrenegra.
Jordin envió otra flecha a un tercer guerrero y luego se puso de pie.
—¡Triphon!
Cuatro cabezas giraron ante la amenaza a sus espaldas. Sin detenerse, Triphon giró la espada hacia el estómago del quinto, falló, pero la incrustó en el hombro de uno de los que habían girado.
Otra flecha, enviada rápidamente al interior del grupo de sangrenegras, golpeó a uno de ellos en el costado. En el transcurso de diez segundos habían eliminado a tres y herido a dos más. Juntos habían luchado una vez al lado de Roland con gran precisión, antes de que el príncipe diera la espalda al legado de Jonathan.
La chica corrió a vertiginosa velocidad, poniéndose el arco en la espalda y sacando dos cuchillos mientras avanzaba. Sin cabecilla y aturdidos por tan letal ataque por detrás, de pronto los sangrenegras se vieron en desventaja.
Con un movimiento horizontal del brazo, ella lanzó la hoja de dieciocho centímetros que tenía en la mano derecha desde diez pasos de distancia, pero el sangrenegra al que había destinado la hoja le dio una manotada en el aire. Los tres guerreros restantes retrocedieron, más cautelosos ahora.
Tres contra dos… derribarían a esos demonios donde se hallaban. Correr más que ellos sería mucho más difícil, y no se podían arriesgar a llevarlos de vuelta a la caverna. Si Feyn supiera dónde vivían, todos serían aplastados en un solo golpe y no habría más sangre soberana.
—Los acabamos —expresó Jordin.
—Los acabamos —repitió Triphon esbozando una sonrisa.
El sangrenegra a la izquierda de Jordin asintió con la cabeza y se enderezó poco a poco. Una repugnante sonrisa se le extendió por el rostro.
—¿A todos nosotros?
—A todos ustedes —advirtió Jordin.
La mirada de la muchacha se elevó por sobre su hombro. Triphon comprendió, y niveló el rostro. Jordin lanzó una rápida mirada detrás de ella. Tres sangrenegras habían salido del mismo callejón por donde la joven viniera.
—Jordin…
Ella giró hacia atrás. Más. No menos de diez sangrenegras se habían aparecido en las esquinas de ambos edificios al final de la calle. Los tenían cercados, encerrados a ambos lados por muros de ladrillos, al frente y atrás por sangrenegras.
El corazón de Jordin se le subió a la garganta. Se movió hacia un lado, desaparecieron todos los pensamientos de una manera fácil. Una fresca ráfaga de viento levantó un polvoriento torbellino desde el montículo que había más allá de la calle. Si lograban llegar corriendo al desierto, quizás los sangrenegras no los seguirían. Pero atravesar la línea marchando hacia ellos sería difícil si no imposible: los atacantes eran cualquier cosa menos lentos.
—Lo siento, no oí tu respuesta —declaró el sangrenegra—. ¿Estás segura? ¿A todos nosotros?
Jonathan, ¿dónde estás ahora?
El sentimentalismo que acompañaba la pregunta se había vuelto más amargo que inquisitivo en los últimos tiempos. Pero ella no siempre necesitó a Jonathan para sobrevivir. Una vez había sido su guardiana, cuando su habilidad como luchadora no la había cuestionado ni siquiera el mismo Roland. Las venas de la joven se llenaron de nueva resolución, alimentadas por la ira. El afán que la consumía por seguir a Jonathan y por brindar vida no podía terminar aquí, independientemente de las posibilidades.
La espada de un sangrenegra muerto yacía en el suelo a pasos de distancia. Jordin aún tenía nueve flechas en la aljaba a su espalda. Dos cuchillos más estaban enfundados en sus muslos. Y si no se le presentaba ninguna vía de escape, allí estaba la espada.
La tranquila planificación que había servido a la chica tan bien al lado de Roland se le fue por un instante mientras una imagen le llenaba la mente: Jonathan con los brazos extendidos, gritando a Saric que lo matara mientras Jordin chillaba, impotente, desde el precipicio en lo alto. La hoja de Saric arqueándose dentro del pecho del único hombre al que alguna vez ella había amado, antes o desde entonces.
Tragó saliva, tenía la boca seca. ¿Era este también su destino?
Pues que así sea.
Giró el cuchillo que tenía oculto en la mano izquierda y lo observó clavarse profundamente en el ojo del sangrenegra que había hablado. La sonrisa le explotó en un chorro de sangre. Gritando a todo pulmón, la chica agarró arco y flecha de su espalda.
El rugido de Triphon se unió al grito de Jordin, y voló hacia los sangrenegras que lo habían atacado primero. Ella volteó a mirar a los recién llegados, se dejó caer en una rodilla, ensartó una flecha, y la clavó en uno de los tres que ahora corrían desde la misma dirección por donde la joven había venido. Una segunda y una tercera flecha, en veloz sucesión.
Las flechas encontraron cuerpos, pero no derribaron a dos de los sangrenegras.
Jordin enfrentaba una decisión crítica. Tendrían que separar a los sangrenegras… rodeados no tenían ninguna oportunidad. Ella tendría que tratar con los dos que se le acercaban por detrás, pero también tenía que hallar una manera de pasar la línea detrás de Triphon.
Hizo volar una última flecha hacia los dos sangrenegras que iban tras ella, extrayendo ya sus hojas. Parecían totalmente ajenos a la amenaza de muerte… ¿qué era la muerte para los muertos?
Sin esperar a ver que su flecha diera en el blanco, Jordin giró y se puso de pie. Le quedaban cinco flechas.
Tensó una sobre la marcha y comenzó a avanzar, curvando a la izquierda. Triphon había derribado a uno de los dos sangrenegras que enfrentaba y arremetía contra el otro como un toro. Si Jordin lograba atravesar la línea de sangrenegras entre ellos y el desierto más allá, obligándolos a entrar en dos frentes, aún tendrían una oportunidad.
Los diez adversarios se habían convertido en doce, todos veloces a cincuenta pasos de distancia y acercándose, menos en la izquierda que en la derecha.
—¡Sepáralos! —gritó ella y salió corriendo hacia delante, disparando mientras corría. Envió sin precisión cuatro flechas hacia los tres guerreros más lejos a la izquierda, preocupándose solo de detenerlos lo suficiente para superarlos.
Le quedaba una flecha. Se colocó el arco en la espalda y corrió a toda velocidad hacia los dos que se movían torpemente en el extremo izquierdo. Tenía que alcanzarlos. Quitarles una de las espadas y atacar por detrás. Era la única manera.
Pero esa manera fue cortada por un terrible sonido detrás de ella. Un húmedo golpe seco seguido de un horrible gruñido.
La chica sabía que el golpe seco era una hoja clavándose profundamente en la carne. Fue el gruñido el que la sobresaltó. Ella conocía la voz.
Giró la cabeza hacia atrás. Triphon había matado a los dos sangrenegras a los que había atacado, pero un tercero lo alcanzó por detrás. La flecha de ella sobresalía del costado del sangrenegra, pero no lo había derribado.
Los brazos de Triphon estaban abiertos de par en par; su contorsionado rostro se inclinaba hacia el cielo.
Una espada le sobresalía del pecho.
Jordin se levantó con fuerza, aturdida. La noche se estancó, desgarrada más allá de las fronteras del tiempo. Triphon casi estaba cortado en dos, sostenido solo por el sangrenegra que le había enterrado la espada en el pecho.
Jonathan había caído ante un golpe similar.
El sangrenegra liberó la espada, y Triphon se derrumbó sobre la calle de concreto. Muerto.
El tiempo se negó a regresar. Triphon muerto. A manos de uno que ella no había podido matar.
Jordin no supo por qué corrió hacia él, perdiendo la ventaja final que tenía al atravesar la línea de sangrenegras. Quizás podía tan solo ver a Jonathan allí en el suelo, muerto porque ella también le había fallado. Tal vez en la parte más profunda del alma la muchacha deseaba unirse a Triphon en un charco de su propia sangre.
El sangrenegra parado sobre Triphon con la espada ensangrentada sonrió de manera malvada.
La ira le sacó la razón de la mente. Con un grito salvaje la chica agarró su última flecha de la aljaba, la ensartó en la cuerda con dedos temblorosos, se detuvo a escasos cinco pasos, y disparó contra la cabeza del sangrenegra.
La flecha se clavó en la boca del guerrero, destruyéndole la dentadura y cortándole limpiamente la columna vertebral. Cayó muerto en la sangre de Triphon, los ojos aún abiertos en estado de shock.
En la mente de Jordin este era Saric. Saric, a quien despreciaba más que a Roland, a quien odiaba más que a la muerte misma por matar al hombre que ella amaba.
Los sonidos de persecución por detrás habían aminorado. Estaban cerca. Demasiado cerca. No habría oportunidad de escapar. Incluso con un arco y una docena de cuchillos, su arma favorita, no podía defenderse sola de diez sangrenegras. Tampoco podía huir de ellos.
Solo podía honrar a Triphon tomando la espada de él y matando a tantos mientras se les unía en la muerte.
Esta noche ella se reuniría con Jonathan. Al fin.
Oyó el roce de botas detrás de ella. A su derecha. A su izquierda. No tenían prisa.
La joven caminó hasta el cuerpo de Triphon, cayó sobre una rodilla, y le besó los ensangrentados labios.
—Te veré pronto, amigo mío.
Aflojó la espada de los dedos de Triphon y se puso de pie. Para los sangrenegras ella solo sería una víctima más entre las tantas que estaban tomando. No podían saber que ahora tenían en sus manos a una de los dos soberanos comandantes. Lo único que importaba era que los habían creado para vencer la sangre que corría por las venas de la muchacha.
Sangre de Jonathan.
Se volvió. Se habían ubicado en un amplio arco alrededor de ella. Tranquilízate ahora. Estaban aquí para matarla, y eso seguramente era tan pesado como el aire que todos ellos respiraban.
—Peleaste bien —dijo uno de ellos, dando un paso al frente.
—No he terminado —oyó ella diciéndose.
—No, espero que no. Es honorable morir con una espada en la mano. Pero al final la muerte sigue siendo muerte —expresó él con una sonrisa superficial jugueteándole en los labios—. ¿Qué dices si nos divertimos con la muerte?
—No estoy aquí para divertirme.
—Sería una pena morir sin ofrecernos algo de placer.
—El único placer en el que estoy interesada viene al final de esta espada.
Varios de ellos rieron. El disgusto atravesó el estómago de Jordin.
—No todas las espadas producen muerte —anunció el comandante—. ¿Puede algo tan pequeño como tú manejar una espada tan bien como lanzas flechas? Tu peso detrás de ella estaría en apuros para derribar a un perro.
—Y veo a diez delante de mí.
—Bien dicho —replicó él con una amplia sonrisa—. Si no fueras la enemiga de mi creadora yo podría alcanzar algunos perros contigo.
La sonrisa del guerrero desapareció, y dio un paso adelante. Los hombres al extremo izquierdo de Jordin se acercaron. También lo hicieron dos más a su derecha. No tenían intención de matarla de una vez. Esto era, entonces.
Jordin dio un paso atrás, pensando que podría ser mejor tratar de huir. Echó una rápida mirada por detrás. Dos sangrenegras más al extremo de la calle, mirándola de modo indolente. No había escapatoria.
Demasiados acercándose. De no poder huir, ¿no sería mejor cortarse la garganta antes de que ellos pudieran dominarla? La idea se apoderó de ella, profana y atractiva a la vez.
Retrocedió otro paso y giró para enfrentar al comandante. El brillo en los ojos de él era inconfundible. La idea anterior de matar a tantos como le fuera posible solo le traería más sufrimiento. No la dejarían morir rápidamente.
—Suelta la espada y seremos amables —informó el sangrenegra—. Lo juro por mi creadora.
Jordin levantó la mirada hacia la luna que brillaba a través de una abertura en las nubes sobre el horizonte. Había danzado una vez debajo de esa luna, que ahora tenía la cara fría y extraña. El montículo de arena ya parecía como algo de otro mundo, de otra vida, distorsionado y áspero en el horizonte.
El montículo se movió. Solo entonces comprendió lo que estaba viendo, y la conciencia de ello la dejó sin respiración. Una línea de caballos se hallaba en lo alto, recortada por la fresca luz de la luna.
Caballos negros. Siete de ellos en línea, montados por siete guerreros encapuchados vestidos de negro. Mirando la escena delante de sí.
Esta era la primera vez que Jordin veía un inmortal en años. Sus rostros estaban cubiertos de negro. Como fantasmas que llegaban a recoger almas antes de desaparecer otra vez en el desierto. El sangrenegra frente a ella debió haber visto cómo a la joven se le abrieron los ojos. Este giró completamente. Le tomó solo un instante saber lo que estaba viendo.
—¡Alinearse! Inmortales.
Como uno solo, los sangrenegras giraron hacia el este. La línea de caballos comenzó a descender la arenosa colina, lentamente al principio y luego a galope tendido, los jinetes agachados. Intrépidos. Silenciosos.
La vista de ese brutal y sigiloso poder era tan convincente que Jordin no reconoció al instante que se le acababa de conceder su medio de escape. Los sangrenegras se olvidaron de su única presa, y ahora era evidente que ellos eran la presa.
Jordin giró justo cuando los dos sangrenegras que se habían colocado detrás de ella se adelantaron, y los esquivó fácilmente. Entonces estos pasaron de largo y lucharon por ubicarse a cada lado de la calle con los otros.
Jordin se agachó, arrancó el amuleto del cuello de Triphon, se volvió hacia la calle vacía, y salió corriendo.