Los hombres planean.
El destino se ríe.
DE LOS ESCRITOS DE GAIUS QUARTUS
PRIMER SEÑOR DE ALERA
Tavi formó una torre con los dedos y se quedó mirando el tablero de ludus. Las casillas blancas y negras se disponían en filas de once por once, y las figuritas de plomo pintadas también en blanco y negro se disponían encima de ellas en formación. Un segundo tablero, de cinco por cinco casillas, descansaba sobre una pequeña varilla de metal, cuyo centro encajaba con el punto central del tablero inferior. Las bajas de guerra se encontraban en la mesa situada junto al tablero.
Ya se había llegado al ecuador de la partida y las piezas se estaban acercando al punto en el que habría que realizar intercambios y sacrificios que conducirían a su final. Esa era la naturaleza del ludus. Las legiones negras de Tavi habían sufrido más pérdidas que las de su oponente, pero disfrutaba de una posición fuerte. Sus perspectivas de victoria eran excelentes, siempre que consiguiera que el juego se desarrollara a su favor y su oponente no estuviera disponiendo algún tipo de trampa muy astuta que Tavi hubiera pasado por alto.
Tomó uno de sus señores y levantó la pieza hacia el tablero superior, que representaba los cielos por encima del campo de batalla, con lo que aumentaba la presión sobre las posiciones asediadas de las tropas del enemigo blanco.
Su oponente dejó escapar un gemido relajado que parecía el gruñido de un depredador grande y somnoliento. Tavi sabía que aquel sonido indicaba la misma emoción que una risita divertida habría mostrado en un ser humano, pero no olvidó ni por un segundo que su oponente no era humano.
El cane era una criatura enorme; superaba los dos metros y medio cuando se ponía de pie. Tenía un pelaje oscuro y denso, que formaba un abrigo basto y pesado que le cubría todo el cuerpo, excepto las manos, que eran como garras, y las zonas donde se podía ver el tejido nudoso de las cicatrices que recorrían la piel por debajo del pelo. La cabeza era la de un lobo enorme, aunque un poco más ancha y corta: tenía el morro coronado por una nariz amplia y negra, y una mandíbula llena de dientes blancos y afilados. Las orejas triangulares estaban erguidas e inclinadas hacia delante, concentradas en el tablero de ludus. La cola ancha se movía de un lado a otro, marcando la reflexión intensa e inquieta, y los ojos escarlata y dorados estaban entrecerrados. El cane olía como ninguna otra cosa con la que Tavi se hubiera encontrado nunca, almizclado, húmedo, oscuro y algo parecido a metal y óxido, aunque hacía dos años que le habían retirado las armas y la armadura al cane.
Varg estaba sentado sobre las patas traseras frente a Tavi, al otro lado del tablero, porque había desdeñado la silla. Aun así, los ojos del cane se ubicaban casi medio metro por encima de los del joven. Estaban sentados en una habitación amueblada con sencillez en la Torre Gris, la prisión impenetrable y a prueba de fugas de Alera Imperia.
Tavi se permitió una sonrisita. «Casi impenetrable… y de la que no es imposible escapar».
Como siempre, los recuerdos de los acontecimientos de Final del Invierno de hacía dos años llenaban a Tavi con la oleada habitual de orgullo, humillación y tristeza. Aun después de tanto tiempo, los monstruos aulladores y ríos de sangre seguían visitándolo en sueños.
Se obligó a abandonar los recuerdos de remordimientos dolorosos.
—¿Qué es lo que te parece tan divertido? —le preguntó al cane.
—Tú —respondió Varg sin levantar la vista del tablero de ludus. La voz del cane era lenta y baja, como si masticara unas palabras que su boca y sus colmillos pronunciaban de manera extraña—. Agresivo.
—Así es como se gana —replicó Tavi.
Varg alargó una pesada mano y empujó la figura de un Gran Señor blanco con una garra larga y afilada. El movimiento contrarrestaba el que acababa de realizar Tavi hacia el tablero del cielo.
—La victoria es algo más que ferocidad.
Tavi empujó hacia delante la figura de un legionare y juzgó que le faltaba muy poco tiempo para iniciar el asalto.
—¿Cómo es eso?
—Debe estar controlada por la disciplina. La ferocidad es inútil, a menos que se utilice en el lugar adecuado… —Varg levantó la mano y retiró la figura de un estatúder del tablero superior, capturando al legionare. Después se retiró del tablero y cruzó las manos— y en el momento oportuno.
Tavi frunció el ceño hacia el tablero. Había previsto que el cane realizara aquel movimiento, pero lo había considerado demasiado heterodoxo y poco práctico como para preocuparse por él. Pero las sutiles maniobras del juego habían alterado el equilibrio de poder en ese punto del tablero de ludus.
Tavi pensó en cómo responder, consideró inútiles las dos primeras posibilidades y las descartó. Entonces descubrió, para su desesperación, que a duras penas podría aceptar la siguiente docena de opciones. Los intercambios tardarían unos veinte movimientos en dejar al cane y a sus fuerzas con superioridad numérica sobre el tablero de ludus, lo que le permitiría perseguir y capturar a placer al Primer Señor de Tavi.
—Cuervos —exclamó el muchacho en voz baja.
Varg despegó los negros labios de los dientes blancos; imitaba una sonrisa alerana, aunque ningún alerano podría tener nunca un aspecto tan… descaradamente carnívoro.
Tavi negó con un gesto, sin dejar de ponderar sus posibilidades sobre el tablero de juego.
—Llevo jugando al ludus con vos casi dos años, señor. Creía que había captado bastante bien vuestras tácticas.
—Algunas —asintió Varg—. Aprendes deprisa.
—No estoy tan seguro —replicó Tavi con tono seco—. ¿Qué se supone que estoy aprendiendo?
—Mi mente —contestó Varg.
—¿Por qué?
—Conoce a tu enemigo. Conócete a ti mismo. Solo entonces podrás lograr la victoria.
Tavi ladeó la cabeza hacia Varg y arqueó una ceja sin decir nada.
El cane mostró más dientes.
—¿No resulta obvio? Estamos en guerra, alerano —le explicó, sin dejar traslucir ningún rencor, pese a su pronunciación inquietante. Movió una garra hacia el tablero de ludus—. Por ahora la guerra es cortés. Pero no se trata de un simple juego. Nos medimos el uno contra el otro. Nos estudiamos el uno al otro.
Tavi levantó la mirada y le frunció el ceño al cane.
—De manera que sepamos cómo matarnos cuando llegue el día —comentó.
Varg dejó que su silencio expresase su asentimiento.
En cierto modo, a Tavi le gustaba Varg. El antiguo embajador siempre había sido honrado, al menos en su trato con Tavi, y el cane se atenía a un sentido del honor sombrío pero rígido. Desde su primer encuentro, Varg había tratado a Tavi con una mezcla de respeto y diversión. En sus partidas con Varg, Tavi había dado por hecho que el conocerse mejor conduciría a una especie de amistad.
Varg no estaba de acuerdo.
A Tavi le tranquilizó aquel pensamiento al menos durante cinco segundos. Pero después lo asustó hasta los tuétanos. El cane era lo que era. Un asesino. Si cortarle el cuello a Tavi le resultaba de utilidad para su honor y sus objetivos, no dudaría ni un instante en hacerlo, pero se contentaba con mostrar una tolerancia cortés hasta que llegase el momento de reanudar la guerra abierta.
—He visto jugadores muy dotados hacerlo bastante peor durante sus primeros años —murmuró Varg—. Quizás algún día seas un jugador competente.
Todo eso, por supuesto, suponiendo que Varg y los canim no lo hicieran trizas. Tavi sintió una necesidad repentina e incómoda de cambiar de asunto.
—¿Cuánto tiempo hace que jugáis?
Varg se puso en pie y cruzó la habitación con las zancadas inquietas de un depredador enjaulado.
—Seiscientos años, según los cuenta vuestra especie. Cien años, según los contamos nosotros.
Tavi se quedó con la boca abierta, antes de que pudiera cerrarla.
—No sabía… eso.
Varg dejó escapar otro gruñido divertido.
Tavi se cerró la boca empujando con la mano e intentó encontrar algo importante que decir. Volvió la mirada al tablero de ludus y tocó la casilla donde se había producido el envite de Varg.
—Hum. ¿Cómo habéis conseguido establecer esta táctica?
—Disciplina —contestó Varg—. Has dejado las piezas en grupos irregulares. Dispersos. Eso limita su capacidad para apoyarse entre ellas, comparado con una posición más compacta sobre el tablero.
—No estoy seguro de comprenderlo.
Varg volvió a colocar las piezas como estaban antes de la confrontación, y Tavi pudo ver lo que quería decir el cane. Sus fuerzas estaban dispuestas en filas bien organizadas unas al lado de las otras. A Tavi le parecían extrañas y apelotonadas, pero las habilidades de combate se solapaban, a pesar de lo difícil que resultaba colocarlas todas en esa posición, mientras que sus propias piezas estaban dispersas por todas partes, porque cada movimiento suyo se había guiado por la búsqueda de una ventaja única y concreta encaminada a dominar el tablero.
Varg volvió a colocar las piezas sobre el tablero tal como estaban durante la partida, y movió la cola para remarcar sus palabras.
—Se trata del mismo principio que utilizan vuestras legiones cuando se enfrentan a las partidas de asalto. La disciplina compensa la debilidad física. No hay rabia suficiente capaz de igualar a la disciplina. La agresión utilizada de manera irreflexiva es más peligrosa para uno mismo que para el enemigo, cachorro.
Tavi le frunció el ceño al tablero y gruñó.
—¿Te rindes? —preguntó Varg.
—La partida no ha terminado todavía —respondió Tavi.
No era capaz de ver la manera de derrotar la posición de Varg, pero si seguía presionando podría encontrar una oportunidad, o Varg podría cometer algún tipo de error del que Tavi fuera capaz de aprovecharse. Empujó un caballero hacia el estatúder de Varg, tomando la pieza e iniciando un intercambio letal.
Después de una docena de movimientos, Tavi no encontró manera de batir al cane. Su derrota parecía inevitable, sonrió y levantó la mano para derribar su Primer Señor en señal de capitulación.
Alguien golpeó la puerta de la celda —en realidad, Tavi pensaba que era más un apartamento espartano que una celda, una habitación grande que contaba con una cama tan enorme que incluso podía acomodar a un cane, con una sala de estar y una zona de lectura—, y un guardia abrió la puerta de madera que cerraba la prisión.
—Perdonadme, joven. Ha llegado un correo de la Ciudadela con asuntos de la Corona. Desea hablar con vos.
—Ah —exclamó Tavi, y le lanzó una sonrisa a Varg mientras bajaba la mano—. Me llama el deber. Supongo que lo tendremos que dejar en tablas.
Varg dejó escapar otro gruñido divertido y se puso en pie al mismo tiempo que Tavi. El cane ladeó ligeramente la cabeza. Tavi imitó el gesto aunque lo exageró un poco más.
—Entonces, hasta la próxima semana. Por favor, excusadme, señor.
—El deber ni ofrece ni necesita excusas, cachorro —replicó Varg, y le mostró los dientes al guardia con una sonrisa.
El hombre no se encogió, pero a Tavi le pareció que tuvo que hacer un gran esfuerzo para permanecer impasible.
Tavi se retiró hacia la puerta de barrotes que limitaba la celda, sin volverle la espalda a Varg. Se deslizó a través de la abertura en cuanto la abrió el guardia, y bajó con él dos tramos de escaleras hasta una pequeña oficina privada. Se trataba de un espacio sencillo. Tenía las paredes cubiertas de estanterías con libros, una mesa sin adornos y sillas de una madera oscura magníficamente pulida, un escritorio y una mesita para llevar la contabilidad. Sobre la mesa se encontraba una jarra sencilla de porcelana blanca, salpicada con gotas de agua.
En una de las sillas se sentaba un hombre bajo, robusto y un poco miope. Vestía la túnica adornada de rojo y azul que lo señalaba como un funcionario importante de la Ciudadela. El guardia saludó con la cabeza al hombre y se retiró al pasillo. Cerró la puerta a sus espaldas.
Tavi frunció el ceño mientras estudiaba al mensajero. Había algo familiar en él. Tavi no reconocía su rostro, pero eso no tenía mucha importancia debido a la gran cantidad de personas que pululaban por la Ciudadela de Alera Imperia.
La cabeza del mensajero se ladeó ligeramente mientras seguía en silencio.
Entonces Tavi sonrió y se dobló en una reverencia formal.
—Vuestra Majestad.
El mensajero dejó escapar una carcajada, que se convirtió en un sonido complacido. Mientras lo hacía, su forma cambió, y adquirió una constitución más alta y delgada, hasta que Gaius Sextus, Primer Señor de Alera y el artífice de las furias más poderoso, estuvo sentado delante de Tavi. Su cabello era espeso, bien peinado y de un blanco plateado, única señal que, junto con sus patas de gallo, hacía suponer que su edad superaba los cuarenta años bien llevados que aparentaba. Había algo distante y lobuno en su porte, que irradiaba confianza en su poder, su inteligencia y su experiencia. A Tavi le dio por pensar, de manera ociosa, que el Primer Señor había alterado su ropa al cambiar, porque le seguía cayendo bien aunque había añadido más de quince centímetros a su estatura.
—¿Cómo lo has sabido? —murmuró Gaius.
Tavi frunció el ceño.
—Los ojos, sire —respondió al fin.
—Los había cambiado —replicó Gaius.
—No se trata de la forma ni del color —explicó Tavi—. Solo que… eran vuestros ojos. Eran los vuestros. No estoy muy seguro de cómo lo he sabido.
—El instinto, supongo —musitó Gaius—. Aunque me gustaría que no lo fuera. Si tuvieras algún tipo de talento innato que pudiéramos definir, quizá podríamos enseñarle la técnica al resto de los cursores. Podría ser extremadamente valiosa.
—Trabajaré en ello, sire —asintió Tavi.
—Muy bien —zanjó el tema Gaius—. Quería hablar contigo. He leído tu análisis de los informes que has estado realizando.
Tavi parpadeó.
—¿Sire? Pensé que eran para el capitán Miles. Estoy sorprendido de que os hayan llegado.
—En otras condiciones, no lo habrían hecho. Si intentase leer todos los papeles que circulan por la Ciudadela, moriría asfixiado al cabo de un día —explicó Gaius—. Pero Miles estuvo pensando en tu razonamiento y me los pasó.
Tavi respiró hondo.
—Oh.
—Has defendido con convicción la propuesta de que ha llegado el momento de actuar contra los Grandes Señores más ambiciosos.
—Sire —protestó Tavi—. Esa no es necesariamente mi opinión. Miles quería que escribiera para oponerme a sus estrategias preferidas. Solo pretendía ayudarle a encontrar las debilidades de sus propios planes.
—Soy consciente de ello —replicó Gaius—. Pero eso no resta credibilidad a tus conclusiones. —Frunció el ceño y se quedó mirando uno de los sencillos estantes con libros—. Creo que tienes razón. Ha llegado el momento de hacer que los Grandes Señores bailen por una vez a mi son.
Tavi volvió a fruncir el ceño.
—Pero… sire, eso podría desencadenar una escalada que acabara en un verdadero desastre.
Gaius negó con la cabeza.
—La escalada se va a producir con independencia de lo que hagamos. Tarde o temprano, Kalare o Aquitania se volverán contra mí con todas sus fuerzas. Es mejor moverse ahora, con arreglo a mis propios planes, que esperar a que estén preparados.
—Es una opción, sire —señaló Tavi—. Pero también podría darse el caso de que no hubiera ninguna reacción.
Gaius sonrió y negó con la cabeza.
—Eso es imposible.
—¿Cómo lo sabéis?
El Primer Señor arqueó una ceja.
—Instinto.
Tavi soltó una risita que no pudo controlar.
—Sí, sire. —Se puso firmes—. ¿Cuáles son mis órdenes?
—Aún tenemos pendiente tu formación militar —contestó el Primer Señor en voz baja—, pero ninguna de mis legiones preferidas va a empezar un ciclo de instrucción hasta el año que viene. —Gaius sacó un sobre de cuero del interior de la túnica y se lo lanzó a Tavi—. Necesitarás algo con lo que ocupar el tiempo, así que te vas a ir de viaje.
Tavi frunció el ceño mientras miraba el sobre.
—¿Adónde?
—Al Valle —contestó Gaius—. A las ruinas de Appia, para ser más exactos. A estudiar con el maestro Magnus.
Tavi parpadeó y se lo quedó mirando.
—¿Qué?
—Has terminado tu segundo curso como academ, y solo las grandes furias saben con qué te entretendrás si te quedas aquí librado a tus instintos. He leído tu ensayo sobre las artes románicas. Magnus también lo ha hecho, y necesita un ayudante de investigación —explicó Gaius—. Sugerí tu nombre, y le entusiasma la idea de tenerte durante seis meses.
Tavi jadeó.
—Pero… sire, mis deberes…
Gaius negó con la cabeza.
—Créeme, no te estoy entregando ningún regalo, Tavi. Es posible que te necesite en ese puesto, dependiendo de cómo se desarrollen las cosas. Al menos, por supuesto, que no quieras ir.
Tavi sintió cómo la boca se le curvaba en una sonrisa lenta e incrédula.
—¡No, sire! Quiero decir…, eeeh…, ¡sí, sire! Será un honor.
—Excelente —concluyó Gaius—. Entonces, haz el petate. Saldrás antes del amanecer. Y dile a Gaele que entregue esas cartas por ti.
Tavi respiró hondo. Gaele, alumna y compañera de clase de Tavi, nunca había sido realmente Gaele. La verdadera estudiante había sido asesinada, desaparecida y sustituida con frialdad antes de que Tavi tuviera la oportunidad de conocer a la verdadera Gaele. La espía que lo había hecho, una cuervo de sangre de Kalare llamada Rook, había sido amiga de Tavi durante dos años antes de que descubriera su verdadera y cruel identidad.
En lugar de eliminarla, Gaius había decidido que le permitiría continuar con su papel, con el objetivo de alimentar a su amo con desinformación.
—¿Creéis que se las entregará a Kalare?
—¿Estas? Desde luego —reconoció Gaius.
—¿Puedo preguntar…? —empezó Tavi.
Gaius sonrió.
—El sobre contiene correo rutinario, y una carta para Aquitania, en la que le informo de mi intención de adoptarlo legalmente y nombrarlo mi heredero.
Tavi alzó las cejas de manera abrupta.
—Si Kalare se entera de eso, y lo cree de verdad, creéis que lo empujará a actuar antes de que Aquitania consolide sus aspiraciones al trono.
—Reaccionará —asintió Gaius—. Pero no estoy seguro de cómo lo hará. Está ligeramente loco, y es difícil de predecir. Por eso quiero tener en el sur todos los ojos y oídos de los que pueda prescindir. Asegúrate de que no te desprendes de mi moneda en ningún momento.
—Comprendo, sire —asintió Tavi, tocando el viejo toro de plata que le colgaba de una cadena alrededor del cuello. Se detuvo mientras un recuerdo amargo le envenenaba la boca—. ¿Y Gaele?
—Si esto sale bien, habrá dejado de ser útil para la Corona —respondió Gaius con una voz tan tranquila y dura como una piedra.
—Sí, sire —asintió Tavi con una reverencia—. ¿Y Fade, sire?
El gesto de Gaius se ensombreció de manera casi imperceptible.
—¿Qué pasa con él?
—Ha estado conmigo desde… desde que puedo recordar. Supongo que…
—No —le cortó Gaius en un tono que no admitía réplica—. También tengo una tarea para Fade.
Tavi se encontró con la mirada inflexible de Gaius durante un largo momento silencioso, y a continuación asintió ligeramente.
—Sí, sire.
—Entonces no pierdas más tiempo. —Gaius se puso en pie—. ¡Oh! —exclamó con tono distraído—, ¿por casualidad no te habrás estado acostando con la embajadora marat, Tavi?
Tavi sintió cómo se le volvía a abrir la boca. Las mejillas se le ruborizaron tanto que creyó que literalmente iban a estallar en llamas.
—Hum, sire…
—Supongo que comprendes las consecuencias. Ninguno de los dos tenéis un artificio de las furias que pueda prevenir la concepción. Y créeme si te digo que la paternidad le complica inmensamente la vida a uno.
Tavi deseó con desespero que se abriese la tierra, lo engullese y lo aplastase hasta dejarlo reducido al grosor de un pergamino.
—Nosotros… Eeeh… No estamos haciendo eso —explicó Tavi—. Hay… eh…, bueno, otras cosas. Cosas. Que no…
Los ojos de Gaius chispearon.
—¿Relaciones sexuales?
Tavi se puso las manos sobre la cara, mortificado.
—Oh, malditos cuervos. Sí, sire.
Gaius dejó escapar una carcajada.
—Recuerdo vagamente el concepto —reconoció—. Y como la gente joven siempre ha tenido y siempre tendrá problemas para contenerse, en el mejor de los casos, supongo que me debo sentir satisfecho con tus… eh… actividades alternativas. —La sonrisa desapareció—. Pero tenlo en cuenta, Tavi. Ella no es humana. Es marat. Disfruta con ella si te complace, pero si quieres mi consejo, no te sientas demasiado unido a ella. Tus deberes serán cada vez más exigentes.
Tavi se mordió el labio y bajó la mirada. En su excitación, no se había dado cuenta del hecho de que si lo enviaban lejos se pasaría medio año sin ver a Kitai. No le gustaba la idea. En absoluto. La mayoría de los días encontraba tiempo para pasarlo con ella. Y la mayor parte de las noches.
Tavi sintió que se volvía a sonrojar, solo de pensar en ello. Pero se sorprendió ligeramente por lo mucho que le disgustaba la idea de alejarse de Kitai, y no solo porque aquello significaría que sus… eeeh… actividades alternativas se verían reducidas a su mínima expresión. Kitai era una joven bella y fascinante, ingeniosa, de lengua rápida, honrada, leal, feroz y con una empatía innata que Tavi solo había visto antes en artífices del agua como su tía, Isana.
Kitai era su amiga. Pero más que eso, estaba unido a ella por un lazo invisible, por algún tipo de unión que cada marat compartía con su criatura tótem. Todos los marat que Tavi había visto estaban siempre en compañía de su tótem, que Kitai llamaba chala. Su padre, Doroga, el jefe del clan de los gargantes, nunca se alejaba de la compañía de su enorme gargante negro llamado Caminante. Podía contar con los dedos de una mano las veces que había visto andando con sus propios pies a Hashat, la jefa del clan de los caballos.
Tavi abrigaba en secreto el temor de que si se separaba de Kitai pudiera caer sobre ella algún tipo de aprensión, o que la pudiera dañar de alguna manera. Y después de esa visita al sur tendría que incorporarse al servicio obligatorio de tres años con las legiones. Podría acabar en los extremos más alejados del Reino, y desde luego no iba a estar cerca de Alera Imperia y de Kitai, la embajadora de su pueblo ante la Corona.
Tres años. Y después de eso, llegaría otro destino. Y otro. Los cursores al servicio de la Corona raras veces pasaban mucho tiempo en el mismo lugar.
Ya la echaba de menos. Peor aún, no le había hablado a Gaius acerca de aquel lazo, ni de lo que temía que le pudiera hacer a Kitai. Nunca le había explicado al Primer Señor sus sospechas sobre el lazo. Además de experimentar una ansiedad inconcreta cuando planteaba la idea, no sabía muy bien cómo explicarlo, pero su instinto le decía que debía cuidarse mucho de revelar nada que Gaius pudiera considerar una posibilidad de influir o manipular a uno de sus cursores. Tavi había crecido en las fronteras del Reino, unas tierras peligrosas en las que se había pasado casi todo el tiempo aprendiendo a confiar en su instinto.
Gaius contempló el rosario de expresiones que pasó por su cara y asintió, quizá confundiendo las preocupaciones de Tavi con remordimientos románticos.
—Estás empezando a entender.
Tavi asintió, sin levantar los ojos, y con mucho cuidado controló sus emociones.
Gaius soltó un suspiro, recuperó su disfraz y se encaminó a la puerta.
—Haz lo que quieras, Tavi, pero confío en tu buen juicio. Empieza a hacer el equipaje, cursor. Y buena suerte.
Un tiempo incomprensiblemente desapacible enlenteció el ritmo de los caballeros Aeris que llevaban a Rook a ver a su amo en el sur, de modo que tardaron casi cinco días en realizar el viaje. Semejante lapso había sido una tortura para ella. Carecía de talento para el artificio del viento, lo que significaba que solo podía quedarse sentada en la litera cerrada que transportaba el viento y mirar los documentos ensobrados que descansaban en el asiento que tenía ante sí.
La asaltaron unas náuseas que no guardaban ninguna relación con el movimiento de la litera, aunque los vientos la bamboleaban de un lado a otro. Cerró los ojos para no tener que mirar el fajo de misivas que había copiado en secreto de los documentos oficiales en la capital. Algunas de las copias procedían de miembros del personal de palacio codiciosos y con pocos escrúpulos. Otros los había adquirido entrando en oficinas vacías y habitaciones cerradas. Todos ellos contenían información de algún valor, migajas y fragmentos que apenas tenían significado por sí solos, pero que adquirían mayor coherencia con la ayuda de informes similares que aportaban sus compañeros cuervos de sangre.
En última instancia, todos ellos eran irrelevantes. Todos. El documento que encabezaba la pila haría que todos los demás quedasen obsoletos. Cuando el amo supiera lo que había descubierto, se vería obligado a actuar. Tendría que iniciar la guerra civil que todo alerano con un poco de sentido común sabía que estaba a punto de estallar. Aquello iba a significar la muerte de decenas de miles de aleranos, como mínimo. Aunque eso ya era bastante malo de por sí, no era lo que más le revolvía el estómago.
Había traicionado a un amigo para conseguir ese secreto. No era la joven inocente que fingía ser, pero no era mucho mayor que el muchacho de Calderon. Desde que lo conocía se había acostumbrado a su presencia y había aprendido a respetarlo, y también a aquellos que lo rodeaban. Había sido una tortura saber que su amistad y sus risas solo eran una fachada, y que si sus amigos conocieran los verdaderos propósitos que la llevaban a la capital, ninguno de ellos dudaría en saltar sobre ella y meterla en prisión.
O incluso matarla, directamente.
Eso hacía que fuera más duro interpretar el papel. La camaradería y la facilidad de trato eran seductoras. Había fantaseado con desertar, pese a sus firmes propósitos de concentrarse en otras cosas. De no haber sido una habilidosa artífice del agua, habría derramado lágrimas en la almohada todas las noches, pero incluso eso habría puesto en peligro su disfraz. Así pues, las había ahogado.
Y justo eso era lo que estaba haciendo en ese momento, mientras la litera emprendía el descenso final hacia el calor sofocante e hirviente de finales del verano en Kalare. Debía tener un aspecto tranquilo y profesional delante de su amo, y el temor ante la simple idea de fallarle hizo que la recorriera un marea agria y aterrorizada. Apretó las manos, cerró los ojos y se recordó con un ritmo constante que era su herramienta más valiosa y demasiado exitosa como para prescindir de ella.
No ayudó demasiado, pero al menos le proporcionó algo que hacer durante los últimos instantes del vuelo, hasta que el rico hedor de Kalare, que recordaba vagamente a verdura podrida, se abrió paso por su nariz y garganta. No necesitaba mirar por la ventanilla para ver la ciudad, tan ajetreada al anochecer como al alba. Las nueve décimas partes eran sucias, embarradas y decadentes. La litera cerrada descendió sobre la otra décima parte, la esplendorosa Torre del Gran Señor, y aterrizó sobre las almenas, como hacían las literas similares muchas veces al día.
Respiró hondo, se tranquilizó, recogió los papeles, se puso la capucha para ocultar su identidad ante cualquier posible observador, y bajó corriendo las escaleras. Acto seguido, cruzó el patio y entró en la Torre propiamente dicha, la residencia del Gran Señor. Los mayordomos de servicio reconocieron su voz y no le pidieron que se quitara la capucha. Kalarus les había dejado clara su voluntad ante las visitas de Rook, y ni siquiera sus guardias querrían correr el riesgo de desatar su ira. La condujeron directamente al estudio del Gran Señor.
Kalarus estaba sentado ante su escritorio. Leía. No era un hombre alto, ni demasiado fornido, aunque quizá fuera un poco más alto que la media. Lucía una camisa de una seda ligera de un gris diáfano, y pantalones del mismo material pero de color verde oscuro. Cada uno de los dedos lucía un anillo con una variedad de piedras verdes, y una diadema de acero le cruzaba por encima de las cejas. Tenía el cabello y los ojos oscuros, como la mayoría de los sureños, y era guapo pero sin darse aires, aunque lucía una perilla con la que ocultaba su mentón sin firmeza.
Rook conocía su papel. Se quedó un momento al lado de la puerta en un silencio total hasta que Kalarus la miró.
—¿Y bien? —murmuró—. ¿Qué te trae de vuelta al hogar, Rook?
Se quitó la capucha, hizo una reverencia con la cabeza y avanzó para dejar las misivas sobre el escritorio de su amo.
—La mayoría son rutinarias. Pero creo que querréis leer sin demora el documento que está encima del todo.
Kalarus gruñó y alargó cansinamente la mano para coger el papel, jugando con él sin desplegarlo.
—Será mejor que sean noticias de gran alcance, Rook. Cada instante que pasas lejos de tus deberes con Gaius pone en riesgo tu tapadera. Me sentiría desgraciado si perdiera una herramienta tan valiosa debido a una decisión errónea.
Rook hervía de rabia, pero la mantuvo confinada en su interior y volvió a inclinar la cabeza.
—Mi señor, según mi opinión, esa información es de tal magnitud que resulta más valiosa que cualquier espía, por buena que sea su posición. De hecho, apuesto mi vida en ello.
Las cejas de Kalare se levantaron un poco.
—Lo acabas de hacer —reconoció en voz baja, antes de abrir el papel y empezar a leer.
Cualquier hombre con el poder y la experiencia de Kalare solía ocultar sus emociones y reacciones, lo mismo que Rook le ocultaba las suyas al Gran Señor. Cualquiera que fuese lo suficientemente hábil con el artificio del agua podía descubrir muchas cosas de una personas a través de dichas reacciones, tanto físicas como emocionales. Los señores más poderosos de Alera solían entrenarse para ocultar sus emociones con el objetivo de engañar al artificio de los demás.
Pero Rook no necesitaba esforzarse en utilizar un artificio para leer a aquel hombre. Se le daba bien leer a los demás, habilidad cultivada durante años de un servicio muy peligroso, y eso no tenía nada que ver con el artificio de las furias. No había podido descubrir ni un solo cambio en sus rasgos, pero estaba totalmente segura de que Kalare estaba sorprendido y profundamente disgustado por las noticias.
—¿Dónde has conseguido esto? —le preguntó.
—De un paje de palacio. Se quedó dormido y tuvo que salir corriendo hacia la plataforma del viento. Como somos amigos, me pidió que entregara los mensajes por él.
Kalare movió la cabeza.
—¿Crees que es auténtico?
—Sí, mi señor.
Los dedos de la mano derecha iniciaron un movimiento rápido y tembloroso, y golpearon la mesa con suavidad.
—Nunca habría pensado que Gaius haría las paces con Aquitania. Odia a ese hombre.
—Gaius lo necesita —murmuró Rook—. Por ahora. La necesidad puede sobreponerse incluso al odio.
El corazón le dio un vuelco cuando la última frase abandonó sus labios teñida con un ligerísimo tono de amarga ironía. Kalare no se dio cuenta, y sus dedos aceleraron el ritmo.
—Otro año de preparativos y los podría haber aplastado en una sola campaña.
—Tal vez sea consciente de ello, mi señor, e intenta obligaros a emprender una acción prematura.
Kalare frunció el ceño mirándose los dedos, que se fueron calmando poco a poco. Entonces empezó a doblar el mensaje una y otra vez con los ojos entornados. A continuación, separó los labios y mostró los dientes en una sonrisa de depredador.
—Desde luego. Soy el oso que quiere cazar. Gaius es arrogante, y siempre lo ha sido. Estoy seguro de que lo sabe todo.
Rook asintió, y no añadió nada más.
—Está a punto de descubrir que este oso es mucho más grande y peligroso de lo que se imagina. —Se puso en pie y tiró del cordón de la campanilla para llamar al servicio antes de hacer un gesto y obligar a sus furias a abrir un arcón cercano y sacar una docena de mapas enrollados que había en su interior—. Avisa a mis capitanes de que ha llegado el momento. Movilización general, y partimos dentro de una semana. Ordena a tu gente que vuelva a aumentar la presión sobre los cursores.
Rook hizo una reverencia.
—Sí, mi señor.
—Y para ti… —Kalare sonrió—. Tengo una misión especial para ti. Había pensado en ocuparme yo en persona, pero parece que me voy a tener que vengar a través de un intermediario.
—¿La estatúder? —preguntó Rook en voz baja.
—La puta de Calderon —le corrigió Kalare, con un filo peligroso en la voz.
—Sí, mi señor. Se hará. —Rook se mordió los labios—. Mi señor… ¿Puedo?
Kalare hizo un gesto hacia una puerta al otro lado del estudio, una sala soleada para leer y entretener a amigos íntimos. Rook cruzó la habitación y abrió la puerta que daba a una habitación espaciosa cubierta de gruesas alfombras y ricamente amueblada.
Una niña pequeña con cabello negro y brillante estaba sentada en el suelo con una doncella muy joven y jugaba con unas muñecas. Al abrirse la puerta, la niñera levantó la mirada y saludó con la cabeza a Rook, antes de retirarse sin pronunciar palabra.
—¡Mamá! —chilló la niña llena de emoción. Se puso en pie y corrió hacia Rook, quien recibió a su hija con un fuerte abrazo—. Te he echado de menos, mamá.
Rook apretó el abrazo y se le escaparon unas lágrimas de amargura a pesar de su determinación de no llorar.
—Yo también te he echado de menos, Masha.
—¿Ha llegado el momento, mamá? —le preguntó la niña—. ¿Podemos irnos al campo y tener ponis?
—Aún no. Pero muy pronto, pequeña —le susurró—. Muy pronto, te lo prometo.
La niña la miró con unos ojos enormes.
—Pero te echo de menos.
Abrazó de nuevo a la niña para huir del dolor que se reflejaba en sus ojos.
—Yo también te echo de menos. Te echo mucho de menos. —Rook sintió la presencia de Kalare a su espalda, en la puerta que daba al estudio. Ella se dio la vuelta y se encaró con él sin mirarle a los ojos—. Lo siento, pequeñina. Esta vez no puede ser. Ahora me tengo que ir.
—¡P-pero acabas de llegar! —gimió Masha—. ¿Y si te necesito y no te puedo encontrar?
—No te preocupes —le dijo Kalare a Rook con un voz suave y amable que contrastaba con la dureza de sus ojos—. Yo garantizo la seguridad de la hija de mi fiel sirviente. Tienes mi promesa. Tengo en gran estima tu lealtad.
Rook se dio la vuelta, colocando su cuerpo entre Masha y Kalare. Abrazó a la niña, que estaba llorando, mientras un reguero de lágrimas amargas, furiosas y aterrorizadas le cubría el rostro.
Oyó cómo Kalare se daba la vuelta y regresaba al estudio, riendo en voz baja.
—Más de lo que se merece. Mucho más.
Ehren estaba sentado ante un escritorio desvencijado en la casita de paredes abiertas, mientras el sudor le goteaba por la nariz y caía sobre el libro de contabilidad que tenía delante. Las gotas formaban un reguero sobre el collar de cuero que lo identificaba como un esclavo y le bajaban hasta lo más hondo por el interior de la camisa fina que vestía. Las islas del Alba podían ser terriblemente cálidas durante el verano, aunque daba gracias a las grandes furias de que estuviera empezando a refrescar por fin. Los insectos revoloteaban alrededor de la cabeza de Ehren, y unas golondrinas muy delgadas entraban a través de los enormes ventanales abiertos para devorarlos. La mano se le agarrotaba a cada instante y lo obligaba a dejar de lado la pluma que utilizaba para escribir. La acababa de soltar cuando entró por la puerta un hombre de una delgadez cadavérica.
—Ehren —pronunció el nombre con un tono malévolo—, por todos los cuervos sangrientos, no te he comprado para que estés sentado mirando por la ventana.
Los nervios crispados de Ehren hicieron que la idea de romperle el cuello al idiota le resultase realmente tentadora, pero un cursor no permitía que un tema tan personal pudiera interferir en su deber. Su misión consistía en permanecer invisible en las islas del Alba, mirando y escuchando, y enviando informes al continente. Cogió la pluma, agachó la cabeza y dijo con una voz sumisa:
—Sí, maese Ullus. Lo siento. Solo estaba descansando los dedos.
—Los descansarás en la horca como te vuelva a ver vagueando —replicó el hombre, y se acercó a una vitrina baja llena de vasos sucios y botellas de ron barato.
Ullus se puso de inmediato a la tarea de ensuciar aún más los vasos y aguar aún más el ron, como hacía casi a diario, mientras Ehren continuaba con su labor en unos libros de contabilidad imposibles e incompletos.
Un poco más tarde entró otro hombre en la sala. No era grande, pero tenía la apariencia magra y vil que Ehren había llegado a asociar con los piratas que aterrorizaban a los barcos mercantes antes de desaparecer en la multitud de escondites en las islas del Alba. Su ropa estaba muy desgastada y mostraba una gran exposición a la sal, el viento y el sol. Lucía algunas prendas elegantes, que no combinaban entre sí y que eran los trofeos visibles de un pirata a quien le iban bien las cosas.
Pero a pesar de eso… Ehren frunció el ceño y mantuvo la mirada sobre el libro de contabilidad. Aquel hombre no se comportaba en absoluto como un pirata. La mayoría de ellos eran sucios, harapientos e indisciplinados, tanto en comportamiento como en apariencia. Ese hombre parecía serio y precavido. Se movía como los mejores luchadores profesionales, todo él contención y atención relajada. Ehren llegó a la conclusión que no era un pirata sino un sicario, un asesino capaz de intercambiar muerte por oro si el precio era correcto.
Ullus se puso en pie y se meció vacilante sobre los talones.
—Señor… —empezó—. Bienvenido a Westmiston. Me llamo Ullus, y soy el director comer…
—Eres un perista —le interrumpió el hombre con voz tranquila.
Ullus abrió la boca en una interpretación que no habría convencido a un niño inteligente.
—¡Bueno, señor! —exclamó—. No sé dónde habrá oído semejante infamia, pero…
El hombre ladeó un poco la cabeza y miró fijamente a Ullus. El amo de Ehren era un idiota borracho, pero ni tan borracho ni tan idiota como para no reconocer el peligro que brillaba en los ojos del recién llegado. Se calló, cerró la boca y tragó saliva, nervioso.
—Eres un perista —continuó el extraño con el mismo tono tranquilo—. Soy el capitán Demos. Tengo bienes que liquidar.
—Desde luego —reconoció Ullus, balbuceando las palabras—. ¿Por qué no los traéis aquí? Estaré encantado de daros un precio justo por ellos.
—No me preocupa el que me vayas a engañar —le replicó. Sacó un trozo de papel del bolsillo y lo lanzó a los pies de Ullus—. Esto es una lista. Los venderás a mi precio o los comprarás en persona antes de que vuelva, dentro de tres semanas. Te pagaré una comisión del diez por ciento. Desvía un solo aries de cobre y te Corto el cuello.
Ullus tragó saliva.
—Entiendo.
—Ya me pareció que lo entenderías.
Ullus recogió la lista y la leyó con un gesto de dolor.
—Capitán —sugirió con un tono cauteloso—, más al este obtendríais un precio mucho mejor por estas cosas.
—Yo no navego hacia el este —replicó el hombre.
Ehren suspiró y mojó la pluma, concentrándose en aparentar aburrimiento, miseria y malhumor para ocultar su interés y excitación repentinos. Westmiston era el asentamiento humano más occidental de las islas del Alba. El único occidente civilizado a partir de allí pertenecía a los canim. Su principal puerto comercial se encontraba a diez días de navegación desde Westmiston, y en esta época del año el viaje de vuelta llevaría unos once días.
Tres semanas.
El capitán Demos le llevaba algo a los canim.
—Ven —ordenó el capitán Demos—, trae a tu esclavo y un carro. Largo velas dentro de una hora.