EPÍLOGO

Isana se despertó con el sonido de trompetas distantes y con un clamor en el pasillo que había delante de la puerta. Se incorporó, desorientada. Se encontraba en su cama. Alguien la había bañado y llevaba un camisón blanco y suave que no era suyo. En la mesa al lado de la cama había tres cuencos y una taza sencilla. Dos de los cuencos estaban vacíos. El tercero estaba medio lleno de algún tipo de caldo.

Se sentó, una tarea que resultó sorprendentemente difícil, y se apartó el cabello de la cara.

Entonces recordó. La bañera de sanador.

Fade.

La bañera no estaba, y no veía al esclavo desfigurado.

Si no hubiera estado tan cansada, el corazón se le habría desbocado temerosa por el destino del hombre. Pero en esas circunstancias, sus preocupaciones solo eran un ligero acicate. Isana bajó de la cama, aunque necesitó toda su voluntad porque se sentía muy débil. Uno de sus sencillos vestidos grises estaba colgado en el respaldo de una silla y se lo puso por encima del camisón, antes de caminar cuidadosamente hasta la puerta.

En el pasillo exterior se oían gritos y los golpes secos de pasos a la carrera. Abrió la puerta y encontró a Giraldi que estaba de pie en el pasillo, mirando hacia la puerta medio abierta de la habitación que se encontraba en frente de la suya.

—Puede que sea así —estaba gruñendo el viejo soldado—, pero no eres tú quien va a decir si estás bien o no. —Se calló mientras pasaban corriendo tres jóvenes, tal vez pajes—. Lady Veradis dice que tienes suerte de estar vivo. Te vas a quedar en la cama hasta que ella diga lo contrario.

—No veo a lady Veradis por ninguna parte —replicó un hombre con túnica y botas de legionare.

Estaba de pie en el quicio de la puerta, mirando por el pasillo, de manera que Isana lo vio de perfil. Era guapo, aunque curtido por los elementos, y el cabello marrón, que llevaba corto al estilo de las legiones, estaba marcado de gris. Era delgado, pero con una constitución que era todo fibra y músculo, y se comportaba con una confianza relajada. La mano descansaba con una familiaridad inconsciente sobre la empuñadura del gladius que le colgaba de la cadera. Tenía una voz suave y profunda.

—Por eso, obviamente, no puede decir lo contrario. ¿Por qué no vamos a preguntárselo?

El hombre se volvió hacia Giraldi e Isana vio que el otro lado de la cara estaba horriblemente desfigurado con cicatrices de quemaduras, labradas en la piel con la marca de cobardía de las legiones.

Isana se dio cuenta de que había abierto la boca.

—Araris —dijo en voz baja.

Giraldi gruñó sorprendido y se volvió hacia ella.

—Estatúder. No sabía que estuvierais despierta…

Isana se encontró con la mirada tranquila de Araris. Intentó decir algo, pero lo único que le salió de la boca fue:

—Araris.

Él sonrió y le ofreció una pequeña reverencia formal.

—Os doy las gracias por mi vida, mi señora.

Y ella lo sintió. Entonces lo sintió en él, lo sintió cuando se encontró con sus ojos. Nunca lo había sentido en el pasado, ni en todos los años en el transcurso de los cuales había servido a su hermano y después a ella. Estaba en sus ojos. Durante todos esos años, con el cabello largo y descuidado, nunca había llegado a ver toda su cara, nunca había visto los dos ojos a la vez. Él nunca le había permitido que lo viera. Nunca le había dejado saber lo que sentía por ella.

Amor.

Abnegado, tranquilo, fuerte.

Había sido el amor lo que le había sostenido durante los años de trabajo y aislamiento, el amor lo que le había impulsado a desprenderse de su identidad, a marcarse, a disfrazarse, aunque le había costado su posición, su orgullo, su carrera como soldado… y su familia. Había asesinado por voluntad propia todo lo que era en nombre del amor, y no solo por el que sentía por Isana. Eso también lo podía sentir en él, la pena y el amor agridulce y profundo por su amigo y señor, Septimus, y, por extensión, por la esposa e hijo de su amigo.

Por su amor había luchado por proteger a la familia de Septimus, y había soportado una vida de trabajo duro en la herrería de una explotación agrícola. Por su amor había destruido su vida y, si las circunstancias lo requerían, gastaría el último aliento y derramaría la última gota de sangre para protegerlos sin vacilar en ningún momento. Su amor no podía aceptar menos que eso.

Los ojos de Isana se nublaron con lágrimas repentinas cuando la inundó la calidez y el poder de ese amor, un océano silencioso cuyas olas se movían con los latidos de su corazón. Isana se sentía sobrecogida —y humilde— ante ese amor. Y en respuesta, algo se agitó en su interior. Durante veinte años solo lo había sentido en sueños. Ahora, algo se había roto dentro de ella, destrozado como un bloque de hielo bajo el martillo, y su corazón se disparó de exaltación con una carcajada pura, dorada y burbujeante que creía que había desaparecido para siempre.

Por eso no lo había sentido nunca en él. Nunca había sentido como crecía en su interior durante los largos años de trabajo, pena y remordimientos. Nunca se permitió comprender la semilla que había arraigado y empezado a crecer. Se había quedado tranquila y paciente, esperando el final del invierno de luto, dolor y preocupación que le había helado el corazón. Esperaba una calidez nueva. Esperaba la primavera.

Su amor había matado a Araris Valeriano.

El amor de ella le había devuelto la vida.

No confiaba en sus piernas para andar, así que le tendió una mano.

Araris se movió con cuidado, señal clara de que aún no estaba recuperado del todo. Isana no podía ver nada más que un borrón, pero su mano tocó la de ella, cálida y suave, y sus dedos se entrelazaron. Ella empezó a reír a través de las lágrimas y oyó cómo él se unía a la risa. Sus brazos la entrelazaron y se sostuvieron sin dejar de reír y llorar.

No dijeron nada.

No era necesario.

Amara levantó cansada la vista del libro cuando giró el pomo de la puerta de su habitación en el ala de invitados de lord Cereus. La puerta se abrió y entró Bernard con una bandeja cargada de comida.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó con una sonrisa.

Amara suspiró.

—Podrías pensar que en estos momentos ya me he acostumbrado a los calambres. Los he tenido cada mes desde que era una niña. —Movió la cabeza—. Al menos ya no estoy hecha un ovillo y gimoteando.

—Eso es bueno —reconoció Bernard en voz baja—. Ten. Té de menta, tu favorito. Y un poco de pollo asado…

Se acercó al sitio donde Amara estaba encogida en un sillón delante del fuego. A pesar del calor estival, el interior de los gruesos muros de piedra de la ciudadela de Cereus proporcionaba un frescor que le resultaba incómodo, en especial durante los calambres. Entre el cansancio del viaje, los golpes, los arañazos y los moretones que había recibido, el hombro dislocado y los recuerdos nuevos y horribles de violencia y muerte, la desilusión de que su ciclo continuase impertérrito había adquirido unas proporciones monstruosas. De hecho, había llegado hasta tal punto que había aceptado el ofrecimiento de Bernard de asistir en su lugar a la reunión con el Primer Señor y los Grandes Señores Cereus y Placidus.

Quizás eso había sido poco profesional por su parte. Pero tampoco habría sido muy profesional que prorrumpiese en lágrimas a causa del peso de tantos dolores con sabores tan diferentes. Sin duda, tendría que analizar esa decisión y tomar medidas en el futuro, cuando el recuerdo del dolor se hubiera suavizado, pero donde se encontraba en ese momento, bajo la sombra del peor tormento físico y emocional que había sentido nunca, no se iba a escatimar el tiempo necesario para recuperarse.

—¿Cómo ha ido la reunión? —preguntó.

Bernard depositó la bandeja en el regazo de Amara, descubrió el pollo y vertió unas gotas de crema en el té.

—Come. Bebe.

—No soy una niña, Bernard —replicó Amara, que no había tenido intención que la voz le sonase tan petulante, pero Bernard sonrió cuando vio su expresión—. No lo digas —le advirtió.

—No me atrevería. —Se acercó a un sillón y se instaló en él—. Ahora, cómete el almuerzo y bébete el té, y te lo explicaré todo.

Amara le lanzó otra mirada reluciente y cogió el té. Estaba a la temperatura perfecta, adecuada para beberlo sin abrasarse, y saboreó el calor que se extendió desde el cuello al vientre.

Bernard esperó para empezar hasta que mordió el primer bocado de pollo.

—El resumen general es que las fuerzas de Kalarus están en retirada. Eso está bien porque ya no se dirigen hacia aquí y está mal porque siguen siendo legiones capaces de retirarse y combatir otro día.

»Aquitania ha aplastado a las dos legiones que guardaban los pasos de las Colinas Negras, aunque se han podido retirar en un orden razonablemente bueno.

Amara esbozó una sonrisa hueca.

—Probablemente está negociando con sus oficiales e intentará sobornarlos para que abandonen a Kalarus. ¿Por qué vas a destruirlos cuando los puedes reclutar?

—Has pasado demasiado tiempo con lady Aquitania —respondió Bernard—. Termínate el pollo y haré algo agradable por ti.

Amara arqueó una ceja, se encogió de hombros con timidez y volvió a comer. Bernard prosiguió.

—En cuanto la hija de Aticus estuvo libre y estuvo seguro de que Kalarus no lo iba a emboscar en el momento en que se pusiera en marcha, Aticus heló la maldita llanura aluvial hasta que se convirtió en una enorme placa de hielo. Entonces la atravesó con sus legiones para aislar a las tropas más orientales de Kalare y atraparlas en las fortalezas que habían tomado. Ahora las tiene asediadas, y Gaius ha enviado a la Segunda Imperial para que le ayude.

—¿Y las nubes? —preguntó Amara.

—Parece que se empezaron a romper sobre las ciudades más alejadas en el interior el día antes de que llegamos a Kalare. Al cabo de dos o tres días se han disuelto por completo.

Amara sorbió el té pensativa.

—¿Sabemos cómo lo hicieron los canim?

—Aún no.

Amara asintió.

—¿Cómo han conseguido llegar tan rápidamente a Ceres las legiones de Placida? Llegaron antes que nosotros y nosotros llegamos por el aire. Creía que tendrían que marchar toda la distancia desde su ciudad de origen.

—Sospecho que todo el mundo supuso lo mismo —explicó Bernard—. Pero en lugar de eso, las tres se situaron en la frontera de su territorio el día después de que Kalarus secuestrase a su esposa. En cuanto Gaius le dijo que Aria estaba a salvo, acudieron a marchas forzadas hasta Ceres. Tardaron menos de un día por las calzadas.

Amara arqueó una ceja.

—¿Las tres legiones?

Bernard asintió.

—Supuso que o bien liberaban a Aria, en cuyo caso podría ayudar a Ceres a la primera oportunidad, o bien la matarían, en cuyo caso iba a reunir a todos los soldados a su disposición para perseguir al malnacido que lo había hecho. —Bernard movió la cabeza—. No me parece el tipo de hombre que pueda vivir y dejar vivir a alguien que haya tocado a su esposa.

—No —reconoció Amara en voz baja—. No lo es. Pero siempre habrá idiotas que crean que si a un hombre no le gusta la violencia y hace todo lo posible por evitarla, está dando señales de debilidad y vulnerabilidad.

Bernard negó con la cabeza.

—En general existe una cantidad ilimitada de idiotas. Lord Kalarus sirve de ejemplo. ¿Recuerdas que me dijiste que debía estar compinchado con los canim?

—Estoy bastante segura de que nunca utilicé la palabra «compinchados» para describirlo —murmuró Amara.

—Calla y come —le reprendió Bernard—. Gaius me ha pedido que te explique que, al parecer, se ha producido una incursión canim muy significativa, que se inició más o menos al mismo tiempo que la rebelión de Kalarus.

Amara contuvo la respiración.

—¿De verdad? ¿Qué ha ocurrido?

—Los detalles aún no están muy claros —respondió Bernard—. Los cursores de la zona fueron atacados por los cuervos de sangre de Kalarus. Muchos han muerto, muchos más están desaparecidos, y cabe suponer que han pasado a la clandestinidad. Pero parece que Gaius tiene algunos medios para ver lo que está ocurriendo por allí una vez que han desaparecido las nubes. Los canim desembarcaron cerca de… —Frunció el ceño—. Se trata de un puente enorme sobre el Tíber. No puedo recordar el nombre y no lo había oído antes.

—El Elinarch —le aclaró Amara—. Es el único punto por el que una fuerza considerable puede cruzar el río con seguridad.

—Eso es —asintió—. Envió a la Primera Alerana para defender el puente.

—¿La Primera Alerana? ¿Esa… legión decorativa? Existe una porra entre los cursores sobre cuántos años van a pasar antes de que ese circo entre realmente en combate.

—¿Hummm? —replicó Bernard—. Espero que no hayas apostado mucho.

Amara alzó las cejas.

—Parece ser que han conseguido resistir ante unos sesenta mil canim.

Amara casi se atraganta con un trozo de pollo.

—¿Qué?

Bernard asintió.

—Desembarcaron cerca del puente, pero se desplazaron hacia el sur para ocupar muchos pueblos fortificados en la zona y a lo largo de la costa.

—Los canim nunca han hecho algo así —replicó Amara—. Ni han llegado en esa cantidad. —Se mordió el labio inferior—. Sesenta mil…

—Aproximadamente diez de sus legiones, sí —aclaró Bernard.

Llamaron a la puerta. Bernard se puso en pie y se dispuso a abrir. Su voz profunda habló en un murmullo mientras Amara terminaba de comer y regresó seguido de Placidus Aria.

Lady Placida tenía de nuevo una apariencia majestuosa y tranquila, y lucía un vestido de seda gris inmaculado. El cabello de un color castaño profundo iba suelto y le enmarcaba el rostro, que sonreía con calidez a Amara mientras se acercaba y la saludaba con una ligera reverencia con la cabeza.

—Conde, condesa.

Amara empezó a dejar a un lado el té para ponerse en pie, pero lady Placida levantó una mano.

—No, Amara, por favor. Sé que estáis herida. Por favor, descansad.

Bernard le lanzó a lady Placida una mirada de agradecimiento y le ofreció su sillón.

—No, muchas gracias, conde —lo rechazó—. No voy a quedarme mucho tiempo. Solo os quería ver a los dos, para daros las gracias por sacarme de un lugar tan horrible. Me pueden considerar profundamente en deuda con los dos.

—Vuestra Gracia —replicó Amara negando con la cabeza—. No hay ninguna necesidad de…

—Muchas gracias —la cortó lady Placida—, porque solo estabais cumpliendo con vuestro deber y mi agradecimiento debería ir por derecho propio al Primer Señor, sí, sí. Ahorraos el discurso, Amara. Lo que hicisteis fue algo más que un trabajo. En especial, si tenemos en cuenta la turbia dinámica de grupo de vuestros asociados, que, hablando de todo un poco, manejasteis muy bien. —Sus ojos brillaron con una alegría maliciosa—. En particular cuando les quitasteis la ropa.

Amara negó con la cabeza.

—Tal vez lo mejor habría sido no hacerlo —comentó.

—No temáis, querida —la tranquilizó lady Placida—. Sois demasiado decente como para buscar su favor, demasiado inteligente como para creer todo lo que os dijo y demasiado leal al Reino como para implicaros en sus jueguecitos. Nunca podréis ser nada más que la enemiga de Invidia. —Sonrió—. Solo que… lo habéis empezado un poco pronto. Con estilo.

Amara sintió cómo se le escapaba una risita.

La expresión de lady Placida se puso seria.

—Fuisteis más allá de la llamada del deber. —Giró la cabeza hacia Bernard y volvió a inclinarla—. Los dos lo hicisteis. Y mi señor esposo y yo estamos en deuda con vos. Si alguna vez tenéis alguna necesidad, solo tenéis que pedirlo.

Amara le frunció el ceño y después miró a Bernard.

—¿Rook…?

—He hablado con Gaius en su favor —respondió Bernard en voz baja—. Perdonada y libre.

Amara sonrió, un poco sorprendida por la sensación de satisfacción que le proporcionaban sus palabras.

—Entonces, lady Placida, hay algo que os querría pedir.

—Solo —replicó tozuda—, si dejáis de utilizar el título. Tengo un nombre, querida.

Amara sonrió de oreja a oreja.

—Aria.

—Hablad.

—Rook y su hija no tienen adonde ir, y ni siquiera son dueñas de la ropa que visten. Ella no quiere seguir en el juego porque tiene que cuidar a su hija. Si no es mucho pedir, quizá conozcáis alguna explotación donde pueda encajar. Un lugar tranquilo y seguro.

Aria frunció los labios, mirando a Amara pensativa.

—Es posible que conozca un lugar así.

—Y… —Amara le sonrió a Bernard—. Otra cosa.

—¿Qué? —preguntó Bernard, antes de que su expresión cambiase al comprender, y sonrió—. Oh, de acuerdo.

Amara volvió a mirar a Aria.

—También necesita un poni. Su hija quiere uno. Rook se lo ha prometido, y me gustaría que pudiera cumplir su promesa.

—Necesitará dos —intervino Bernard. Le sonrió a Amara, miró a Aria y añadió—: Mi favor puede ser el otro poni.

Lady Placida los miró a los dos, movió la cabeza y volvió a sonreír de oreja a oreja.

—Creo que me gustáis cada vez más —comentó en voz baja, antes de hacer otra reverencia, esta vez más profunda, y añadir—: Me ocuparé de ello. ¿Si me perdonáis?

—Por supuesto —replicó Amara inclinando la cabeza—. Y muchas gracias.

Bernard acompañó a lady Placida hasta la puerta y regresó al lado de Amara. Se detuvo un momento para contemplarla, con el orgullo reflejado en los ojos. Entonces se inclinó y la besó en la frente, en los ojos y en los labios.

—Te quiero mucho, ¿sabes?

Amara le devolvió la sonrisa.

—Yo también te quiero.

—Ha llegado el momento de algo agradable —anunció y la cogió en brazos, la levantó casi sin esfuerzo y la llevó a la cama.

—Bernard… —empezó Amara—. Me vuelves loca de deseo, pero hoy no es el mejor día…

—Ni se me había pasado por la imaginación —la interrumpió Bernard—. Pero todos esos vuelos con el vestidito de seda roja no le han sentado nada bien a tu piel.

La tendió en la cama y con suavidad le quitó la ropa. Entonces cogió una jarrita del cajón de la mesilla y la abrió. Un aroma cálido, parecido a la canela, se elevó en el aire. Bernard se sentó en la cama a su lado y vertió en la palma de la mano una parte del contenido de la jarrita, una especie de aceite aromatizado, y se frotó las manos durante un momento.

—El sanador dijo que es lo mejor para que la piel se cure sola —murmuró—. Creo que empezaremos por las piernas.

Entonces sus manos fuertes y cálidas se empezaron a deslizar sobre las piernas de Amara, extendiendo el aceite sobre la piel irritada, sensible y seca. Amara sintió cómo se derretía en un charquito el cansancio contenido y durante la hora siguiente se dejó llevar por sus manos. De vez en cuando movía sus extremidades para ocuparse de ellas. La calidez del aceite, la sensación de sus manos suaves sobre los músculos agotados y la calidez satisfecha y pesada de la comida en el estómago se combinaron para infundirle calor y mantenerla en un sopor lánguido, en el que se hundió sin vergüenza.

Amara se despertó más tarde abrazándose y con la mejilla apoyada en el hombro de Bernard. Estaba oscuro. La única luz procedía de los últimos rescoldos del fuego.

—¿Bernard? —susurró.

—Estoy aquí —contestó él.

Se le cerró la garganta y susurró:

—Lo siento mucho. Nunca me había retrasado. —Cerró firmemente los ojos—. No quería desilusionarte.

—¿Desilusionarme? —murmuró Bernard—. Esto solo significa que lo tenemos que intentar con más decisión. —Sus dedos dibujaron una línea en la garganta de Amara y el roce hizo que le recorriese un escalofrío de placer—. Y con más frecuencia. No puedo decir que me sienta desilusionado por eso.

—Pero…

Bernard se volvió y la besó suavemente en la boca.

—Calla. No hay nada que perdonar. Y no ha cambiado nada.

Ella suspiró, cerró los ojos y se acarició la mejilla con la piel cálida de Bernard. Los diversos dolores se habían suavizado y podía sentir cómo el sopor empezaba a llenar el vacío que había en su interior.

Se le ocurrió una idea justo al borde del sueño y la conciencia, y oyó cómo murmuraba soñolienta:

—Falta algo.

—¿Hummm?

—Lady Aquitania. Se llevó como ayudantes a Aldrick y Odiana.

—Tienes razón. Yo estaba presente.

—¿Por qué no se llevó a Fidelias? Es su vasallo con más experiencia, y ha realizado misiones de rescate similares en una docena de ocasiones.

—Hummm —respondió Bernard con una voz espesa a causa del sueño—. Quizá lo haya enviado a otro sitio.

«Quizá —pensó Amara—. Pero ¿dónde?».

Era tarde, y Valiar Marcus estaba solo en el centro del Elinarch, contemplando el río en silencio.

Habían pasado diez días desde el final de la batalla. Las murallas meridionales del pueblo se habían reconstruido hasta levantarse como una defensa aún más formidable, anticipándose a un ataque canim que no acabó de llegar. Los trabajos se habían realizado con rapidez en cuanto limpiaron los restos calcinados de los edificios que el capitán había destruido y los ingenieros habían reconstruido en piedra esta parte del pueblo, diseñando las calles como una fuerte red defensiva que permitiría una retirada de pesadilla si volvían a superar las murallas.

Las nubes antinaturales se habían vaciado durante muchos días de una lluvia constante y el nivel del río había subido casi un metro. Las aguas seguían llenas de tiburones que se habían dado un festín con los restos de los canim caídos, que habían ido tirando durante más de una semana.

Muy pocas lámparas de furia habían sobrevivido a la batalla, y las piras funerarias de los aleranos caídos proporcionaban las únicas luces mortecinas que Marcus podía ver. Las últimas piras seguían ardiendo en la zona funeraria al norte del puente: había demasiados cuerpos para enterramientos individuales y dignos, mientras que la lluvia había complicado por un igual las piras y las fosas, y Marcus estaba contento que el trabajo más difícil, que era dar reposo a los caídos, hubiera terminado por fin. Caras muertas y desaparecidas desde hacía días o décadas le perseguían en sus sueños, pero no perturbaban su descanso como había ocurrido tres años antes.

Marcus sentía pena por ellos y lamentaba su sacrificio, pero también sacaba fuerzas de su recuerdo. Esos hombres podían estar muertos, pero seguían siendo legionares, formaban parte de una tradición que se hundía en el pasado y se desvanecía en las nieblas de la historia de Alera. Habían vivido y muerto en la legión, como parte de algo que era más grande que la suma de sus partes.

Marcus también era así. Siempre lo había sido, aunque lo había olvidado durante algún tiempo.

Suspiró, levantando la vista hacia las estrellas y disfrutando del aislamiento y la soledad de la oscuridad en el punto más alto del puente, donde la brisa nocturna se llevaba el último hedor de la batalla. Aunque la acción había sido difícil y peligrosa, Marcus estaba muy contento de volver a vestir el uniforme.

De librar un buen combate por una causa que valía la pena.

Movió la cabeza y se rio de sí mismo. Ridículo. Esas eran ideas que pertenecían a corazones mucho más jóvenes y mucho menos amargados que el suyo. Lo sabía. Aun así, no perdían su poder.

Oyó un leve susurro a su espalda, provocado por una tela movida por el viento.

—Bien —dijo en voz baja—. Me preguntaba cuándo ibais a aparecer.

Un hombre alto con una sencilla capa de viaje gris con capucha apareció al lado de Marcus y también apoyó los codos en las piedras que formaban el pretil del puente y contempló el río que fluía por debajo.

—¿Y bien?

—Ha dado la talla —respondió Marcus en voz baja.

Gaius lo miró de reojo.

—¿De verdad?

—Siempre os lo he dicho, Gaius. Un buen disfraz no consiste en parecer diferente. Se trata de ser otra persona. —Movió la cabeza—. El artificio del agua es el principio, pero no es suficiente.

—Es posible —reconoció el Primer Señor y contempló el río durante un rato—. ¿Y bien?

Marcus soltó pesadamente el aire.

—Cuervos sangrientos, Sextus. Cuando lo vi de uniforme, impartiendo órdenes en la muralla, durante un momento creí que me había vuelto senil. Podría haber sido Septimus. La misma mirada, el mismo estilo de mando, la misma…

—¿Valentía? —sugirió el Primer Señor.

—Integridad —concluyó Marcus—. El valor solo es una parte de ello. Y la manera como ha jugado sus cartas… cuervos. Es más inteligente de lo que era Septimus. Tiene más voluntad y muchos más recursos. —Miró de reojo al Primer Señor—. Me lo podríais haber dicho.

—No. Lo tenías que ver por ti mismo. Siempre lo haces así.

Marcus dejó escapar una carcajada seca y corta.

—Supongo que tenéis razón. —Se giró para mirar a Gaius de frente—. ¿Por qué no lo habéis reconocido?

—Conoces la razón —respondió Gaius con voz baja y dolorida—. Sin artificio de las furias, sería lo mismo que si me cortase el cuello, convirtiéndolo en el objetivo de hombres y mujeres contra los que posiblemente no se podría defender.

Marcus lo evaluó durante un momento.

—Sextus. No seáis idiota.

Se produjo un silencio breve y sorprendido.

—¿Perdón? —reaccionó el Primer Señor.

—No seáis idiota —repitió Marcus recalcando las palabras—. Ese joven acaba de manipular a sus enemigos para que salgan huyendo y ha destrozado a un ritualista con cincuenta mil seguidores fanáticos. No solo lo ha derrotado, Sextus. Lo ha destruido. Él en persona. Ha luchado hombro con hombro con los legionares, ha sobrevivido a la hechicería canim que ha matado al noventa por ciento de los oficiales de esta legión, dos veces, y ha empleado el artificio de las furias de sus caballeros con unos efectos devastadores. —Marcus se volvió y movió las manos hacia el campamento de la legión que había en el lado sur del puente—. Se ha ganado el respeto de los hombres, y sabéis lo raro que es eso. Si ahora mismo le dice a esta legión que se ponga en pie y en marcha para acabar con los canim, lo harán. Le seguirán sin dudarlo.

Gaius se quedó en silencio durante un buen rato.

—No se trata del artificio de las furias, Gaius —prosiguió en voz baja—. Ese nunca ha sido el tema. Se trata del valor personal y de la voluntad. Él los tiene. Se trata de la capacidad de liderar. Él la posee. Se trata de inspirar lealtad. Él la inspira.

—Lealtad —repitió Gaius, con una ligera ironía en la palabra—. ¿Incluso en ti?

—Me ha salvado la vida —respondió Marcus—. No tenía ninguna necesidad de hacerlo. Casi lo matan por ello. Se preocupa.

—¿Estás diciendo que estás dispuesto a trabajar para él?

Marcus se quedó en silencio durante un momento.

—Estoy diciendo que solo un loco lo descartaría por la simple razón de que no tiene artificio de las furias. Cuervos, acaba de detener una invasión canim, ayudó a forjar una alianza con los marat, y evitó personalmente que os asesinaran durante el Final del Invierno. ¿Qué más malditos exámenes tiene que superar?

Gaius lo asumió en silencio durante un momento.

—Te gusta ser Valiar Marcus —comentó.

Marcus bufó.

—Cuando acabé con él y se retiró de las legiones en la Muralla del Escudo… olvidé lo mucho que me gustaba ser él.

—¿Cuánto tardaste en elaborar la cara?

—Tres semanas, más o menos, muchas horas cada día. Nunca he sido muy hábil con los artificios de agua. —Los dos se quedaron en silencio. Marcus suspiró—. Cuervos, Sextus, si lo hubiera sabido.

Gaius soltó una risita sin demasiado humor.

—Si yo lo hubiera sabido…

—Pero no podemos volver atrás.

—No —reconoció el Primer Señor—. No podemos. —Se volvió hacia Marcus—. Quizá podamos seguir adelante.

Marcus frunció el ceño.

—¿Qué?

—Lo reconociste cuando le pudiste echar una buena mirada. ¿No crees que le ocurrirá lo mismo a cualquiera que sirviese bajo el mando de Septimus? —Gaius movió la cabeza—. Se está convirtiendo en un hombre. No podrá pasar desapercibido durante mucho más tiempo.

—No —asintió Marcus—. ¿Qué queréis que haga?

Gaius lo miró.

—Nada, Marcus.

Valiar Marcus frunció el ceño.

—Ella lo descubrirá muy pronto, tanto si se lo digo como si no.

—Es posible —reconoció Gaius—. Pero también es posible que no. En cualquier caso, no hay ninguna razón para que no te hayas dado cuenta como le ha ocurrido a todos los demás. Y difícilmente se sentirá enfadada de tener un agente como la mano derecha de confianza de Octavio.

Marcus suspiró.

—Es cierto. Y supongo que si me niego, adoptaréis las medidas habituales.

—Sí —asintió el Primer Señor con un ligero remordimiento en la voz—. No lo deseo. Pero sabes cómo se juega la partida.

—Hummm —replicó Marcus, y los dos se quedaron en silencio durante unos diez minutos, antes de que volviera a hablar—. ¿Sabéis lo que es el muchacho?

—¿Qué?

Marcus oyó el ligero asombro en su propia voz cuando habló.

—Esperanza.

—Sí —reconoció Gaius—. Destacable.

Gaius extendió la mano y colocó varias monedas de oro sobre el pretil de piedra al lado de la mano de Marcus. Entonces cogió otra más, un antiguo toro de plata, una moneda desgastada por el tiempo, y la colocó al lado de las demás.

Marcus recogió el oro y se quedó mirando durante un buen rato la moneda de plata, el símbolo de autoridad de un cursor.

—Tú y yo no nos podremos reconciliar nunca.

—No —reconoció Gaius—. Pero quizás Octavio y tú sí podáis.

Marcus se quedó mirando la moneda de plata, el símbolo de la alianza de un cursor con la Corona. Entonces la cogió y se la guardó en el bolsillo.

—¿Qué edad tenía Septimus cuando empezó a realizar artificios con las furias?

Gaius se encogió de hombros.

—Creo que unos cinco años. Incendió la guardería. ¿Por qué?

—Cinco. —Marcus movió la cabeza—. Mera curiosidad.

El hombre con la capa gris se dio la vuelta para irse.

—No teníais que mostrarme esto —le dijo Marcus a su espalda.

—No —replicó Gaius.

—Muchas gracias, Sextus.

El Primer Señor se giró e inclinó la cabeza ante el otro hombre.

—De nada, Fidelias.

Marcus contempló cómo se alejaba. Entonces sacó la vieja moneda de plata y la levantó para que los fuegos distantes relucieran en su superficie.

—Cinco —musitó.

—¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, alerano? —preguntó Kitai.

—Este otoño hará cinco años —respondió Tavi.

Kitai caminaba al lado de Tavi cuando abandonaba el hospital, el primer edificio que Tavi había ordenado que reconstruyeran los ingenieros de la legión. Un lugar limpio y seco para atender a los heridos y a los enfermos, que era muy necesario teniendo en cuenta el número de los heridos y el cansancio de Foss y sus sanadores, en especial durante las horas finales de la batalla, cuando los sanadores casi no habían podido hacer nada más que estabilizar a los moribundos y en ningún caso devolverlos a la acción.

Tavi había pasado la tarde visitando a los heridos. Siempre que encontraba un momento libre, visitaba a algunos más de sus hombres, preguntándoles sobre su estado y animándoles todo lo que podía. Era agotador ver a un legionare herido detrás de otro, todos ellos heridos mientras obedecían sus órdenes.

Durante las visitas siempre se traía a Kitai… de hecho, iba con ella a todas partes, incluso a las reuniones de estado mayor. La presentó como la embajadora Kitai y no ofreció ninguna explicación sobre su presencia y su actitud sugería que pertenecía a ese lugar y que cualquiera que tuviera preguntas o comentarios lo mejor que podía hacer era guardárselos. Quería que los hombres se acostumbrasen a su presencia y a hablar con ella hasta que se convenciesen de que no era ninguna amenaza. Se trataba de un método adaptado de las lecciones de pastoreo de su tío. Tavi había pensado con cierta diversión que era lo mismo que entrenar a las ovejas para que aceptasen la presencia de un pastor o un perro nuevos.

Ella había abandonado su vestimenta de mendiga por una de las túnicas de uniforme de Tavi, pantalones de montar de cuero y botas altas de jinete. Se había rapado el cabello largo al estilo de la legión, y lo que quedaba era de su color natural blanco plateado.

Kitai asintió mientras andaban

—Cinco años —repitió—. Durante ese tiempo, ¿alguna vez he intentado engañarte?

Tavi puso un dedo sobre la fina cicatriz blanca que le recorría una mejilla.

—La noche en que te conocí me hiciste esto con uno de esos cuchillos de piedra. Y creía que eras un chico.

—Eres lento y tonto. Los dos lo sabemos. Pero ¿alguna vez te he engañado?

—No —respondió—. Nunca.

Ella asintió.

—Entonces tengo una idea que le deberías presentar al Primer Señor.

—¿Oh?

Kitai volvió a asentir.

—Nos vamos a enfrentar a Nasaug y a su pueblo durante un tiempo, ¿cierto?

Tavi asintió.

—Hasta que el Primer Señor pueda aplastar a las fuerzas de Kalarus, nos tendremos que quedar para contenerlos y hostigarlos con la esperanza de que el mayor número posible quede confinado en esta zona y no puedan ayudar a Kalarus; pero evitando otra batalla campal.

—Entonces vas a necesitar muchos exploradores. Fuerzas para acciones en grupos reducidos.

Tavi sonrió y asintió.

—Sí, y no va a ser nada divertido.

—¿Por qué no?

—A causa de su rapidez —respondió Tavi—. Resulta demasiado fácil ver o seguir a los exploradores y después acabar con ellos, en especial durante la noche. Pero no hay caballos suficientes para que puedan ir montados. Si no puedo encontrarle una solución al problema, vamos a perder un montón de buena gente.

Kitai ladeó la cabeza.

—Entonces, ¿seguirás siendo el capitán?

—Por ahora —contestó Tavi—. Foss dice que Cyril va a perder la pierna izquierda. La Corona no permite que haya ningún oficial en las legiones que no pueda marchar y luchar al lado de sus hombres. Pero estoy casi seguro de que seguirá vinculado a la legión como delegado de la Corona o lo nombrarán cónsul Estrategica de la región.

Kitai arqueó una ceja.

—Y eso ¿qué significa?

—Significa que me dará órdenes y consejos sobre cómo y dónde moverme. Pero yo tomaré las decisiones al entrar en combate.

—Ah —asintió Kitai—. Un maestro de guerra y un maestro de campamento, los llama mi pueblo. Uno toma decisiones fuera de la batalla. El otro dentro de ella.

—Más o menos —reconoció Tavi.

Kitai frunció el ceño.

—Pero ¿tú no estás sometido a la misma ley? Tú no puedes marchar con tus hombres. No puedes usar el artificio de las furias de las calzadas de tu pueblo.

—Es cierto —respondió Tavi con una sonrisa—. Pero ellos no lo saben.

Las cejas de Kitai salieron disparadas hacia arriba por la sorpresa.

—¿Qué? —preguntó Tavi.

—Tú… tú no estás… —frunció el ceño— amargado. Triste. Siempre lo estás cuando hablas de tu falta de hechicería. Eso te causa dolor.

—Lo sé —reconoció Tavi y se sintió un poco sorprendido de escuchar como lo decía con tranquilidad, sin el deje habitual de frustración y tristeza a causa de la injusticia de la situación—. Supongo que ahora ya no es importante para mí. Ahora sé lo que puedo hacer, incluso sin artificio de las furias. Durante toda mi vida he estado esperando que ocurriera. Pero si no va a ocurrir nunca, así sea. No me puedo quedar sentado conteniendo el aliento. Ha llegado el momento de dejarlo de lado, de seguir viviendo.

Kitai lo miró fijamente antes de ponerse de puntillas y besarlo en la mejilla.

Tavi sonrió.

—¿Y eso a qué ha venido?

—Por forjar tu propia sabiduría —respondió Kitai y sonrió—. Es posible que aún haya esperanza para ti, chala.

Tavi bufó mientras se acercaban al segundo edificio de piedra que habían construido los ingenieros: un centro de mando. Lo habían construido con las piedras más pesadas que habían podido sacar de la tierra y habían hundido la mayor parte del edificio a tanta profundidad en la tierra que las salas más profundas, entre ellas su sala de mando, se encontraban en realidad por debajo del nivel del río. Tavi no había querido que el edificio fuera prioritario, pero Magnus y el resto de los oficiales habían ignorado en silencio su autoridad y lo habían construido de todas formas. Los ingenieros le habían asegurado que los canim iban a necesitar más de uno de sus rayos letales para destruir el edificio.

Tavi tenía que admitir que había resultado de gran ayuda tener a su alrededor un lugar sólido para organizar la legión. El resto de la legión había dispuesto las tiendas alrededor del edificio de mando y el hospital, siguiendo el orden habitual, y aunque se echaba mucho en falta a los heridos y a los caídos, una sensación de normalidad y de continuidad había regresado a la Primera Alerana. Tavi resolvía los problemas a medida que iban surgiendo, aunque la mayor parte de los días se sentía como una especie de loco que apagaba al azar incendios con una manta antes de salir corriendo hacia el siguiente punto humeante.

Si hubiera sabido que iban a construir en el edificio de mando un apartamento completo con baño privado, les habría dicho que no lo hicieran. Pero tan solo lo habían llevado allí al final de la visita de inspección. Tenía una sala de estar pequeña, un cuarto de baño y un dormitorio, que habría sido de unas dimensiones bastante modestas en cualquier otro sitio que no fuera un campamento de la legión. Con sus dimensiones, habría podido levantar en su interior una tienda reglamentaria sin ningún problema, y la cama era lo suficientemente ancha como para estirarse sin inconvenientes, a diferencia del camastro plegable y el atillo de dormir que eran reglamentarios en la legión.

Los guardias estaban de servicio a la entrada del edificio de mando y saludaron a Tavi cuando llegó a él con Kitai a su lado. Les devolvió el saludo con un gesto. Los dos eran Cuervos de Batalla.

—Milias, Jonus. Descansen.

La joven cohorte había asumido con una determinación silenciosa el deber de proteger el edificio del capitán y los hombres de guardia siempre tenían mucho cuidado de que el uniforme estuviera inmaculado y que el símbolo del cuervo, que la cohorte había adoptado como propio, estuviera bien visible en el peto y, de manera mucho más estilizada, en el yelmo y el escudo. El estandarte quemado se había duplicado muchas veces, siempre con el cuervo negro en lugar del águila de la Corona y uno de esos estandartes colgaba sobre la puerta del edificio de mando.

Tavi entró y se dirigió a la zona posterior de la primera planta: su apartamento. Estaba amueblado con sencillez y buen gusto, con muebles sólidos y funcionales. A primera hora del día había dejado numerosos objetos en él, pero sería la primera vez que pasase la noche.

—¿Cuál es la idea?

—Me parece que tienes un problema —respondió Kitai—. Tus exploradores no son lo suficientemente rápidos como para escapar del enemigo si los descubren. Ni pueden ver en la oscuridad, cosa que el enemigo sí puede hacer.

—Eso acabo de decir.

—Entonces, lo que necesitas son exploradores rápidos que puedan ver en la oscuridad.

Tavi se quitó la capa y la dejó sobre una silla.

—Sería estupendo, sí.

Kitai prosiguió.

—Resulta que la hermana de mi madre es la persona indicada. De hecho, creo que conoce a algunas más que comparten esas cualidades.

Las cejas de Tavi salieron disparadas hacia arriba. La tía de Kitai era Hashat, jefa del clan marat de los caballos, y posiblemente la segunda más influyente de los jefes del clan marat.

—¿Traer una fuerza marat hasta aquí? —preguntó.

—Las pruebas sugieren que pueden sobrevivir —respondió Kitai con tono seco.

Tavi bufó.

—Creía que Doroga necesitaba a Hashat para controlar las cosas en casa.

—Es posible —reconoció Kitai—. Pero no vas a necesitar a todo el clan. Una manada o dos de jinetes serán suficientes para tus necesidades. Si es necesario se puede prescindir de esa fuerza con el objetivo de asegurar la estabilidad de tu Reino de locos. El orden de Alera es tan importante para los marat como nuestra estabilidad para vosotros.

—Eso es cierto.

—Y la colaboración entre tu pueblo y el mío, aunque solo sea a pequeña escala, puede ser un paso importante para fortalecer nuestra amistad.

—Lo podría ser —asintió Tavi—. Deja que piense en ello y se lo tendré que preguntar al Primer Señor.

—Y salvará vidas que en caso contrario te verás obligado a sacrificar.

«Lo haría», pensó Tavi. Pero en ese momento se le ocurrió una idea, arqueó una ceja y ladeó la cabeza hacia Kitai con una sonrisa.

—Solo lo dices para poder montar a caballo con mucha más frecuencia.

Kitai le dedicó una mirada altiva.

—Quería un caballo. Pero te obtuve a ti, alerano. Tengo que sacar todo lo que pueda.

Tavi se acercó a ella, la empujó contra la pared con cierta cantidad de fuerza bruta, la atrapó con el cuerpo y la besó. La respiración de la chica marat se aceleró y se fundió en el beso, levantando las manos para tocar y moviendo el cuerpo con una tensión lenta y sinuosa contra el de Tavi.

Tavi dejó escapar un gruñido grave cuando el beso provocó que ardiese de deseo por ella. Levantó el dobladillo de la túnica y deslizó las manos sobre la piel suave y enfebrecida de su cintura y la parte baja de la espalda.

—¿Podríamos probar el baño?

Ella rompió el beso el tiempo suficiente para decir:

—Aquí. Ahora. Baño luego.

Entonces agarró con las dos manos la túnica de Tavi con unos ojos verdes rasgados intensos y ansiosos, y empezó a empujarlo hacia el dormitorio.

Tavi se detuvo en el quicio de la puerta y dejó escapar un gruñido.

—Espera.

La mirada en los ojos de Kitai le hizo pensar en una leona hambrienta a punto de saltar, y sus caderas se movieron contra las suyas, pero se detuvo y esperó.

—La lámpara de furia —suspiró Tavi—. Mientras esté encendida, el centinela sabrá que estoy disponible y puedo recibir visitas.

Los ojos de Kitai se entornaron.

—¿Y?

—Y no puedo hacer nada para evitarlo. Tendré que buscar a Max o a alguien.

—¿Por qué?

—Porque no le puedo decir a la luz que se apague.

La oscuridad cayó sobre la habitación.

Tavi cayó al suelo de culo a causa de la sorpresa.

Se quedó sentado sintiendo una sensación extraña y trémula en el vientre y sentía en la cabeza como si algo con muchas patitas le estuviera corriendo por encima. Se dio cuenta de que tenía el vello de punta.

—¿Alerano? —susurró Kitai en tono bajo e incluso sobrecogido.

—Yo… —respondió Tavi—. Solo he dicho… que quería que se apagase. Y…

Las enormes implicaciones de aquel hecho lo golpearon con súbita dureza. Se dio cuenta de que estaba jadeando, incapaz de respirar a pleno pulmón.

Le había dicho a la lámpara de furia que se apagase.

Y lo había hecho.

Había conseguido que se apagase.

La había apagado con un artificio.

Había realizado un artificio de las furias.

—Luz —consiguió susurrar un momento después—. Necesito que se encienda.

Y lo hizo.

Tavi miró a Kitai con los ojos muy abiertos y ella le devolvió la misma mirada de incredulidad.

—Kitai. Lo he hecho. ¡Yo!

Ella solo lo podía mirar.

—¡Luz, apagada! —exclamó Tavi y se apagó. Inmediatamente ordenó—. ¡Luz, encendida! —Y se encendió—. ¡Cuervos sangrientos! —maldijo con una carcajada burbujeando en la voz—. ¡Apagar! ¡Encender! ¡Apagar! ¡Encender! ¡Apagar! ¿Lo has visto, Kitai?

—Sí, alerano —respondió con el tono de alguien que se sentía de repente profundamente ofendido—. Lo he visto.

Tavi volvió a reír y golpeó el suelo de piedra con los talones.

—¡Encender!

La luz se encendió y descubrió a Kitai de pie delante de él con las manos en las caderas y el ceño fruncido.

—¿Qué? —preguntó Tavi.

—Todo este tiempo —contestó Kitai—, lloriqueando. Triste. Seguro que ha sido terrible. ¿Para esto?

—Bueno. Sí. ¡Apagar!

Kitai suspiró.

—Típico.

Se oyó el susurro de la ropa.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Tavi—. ¡Encender!

Cuando la lámpara cobró vida, ella seguía de pie delante de él, desnuda y hermosa, y Tavi casi explotó de deseo cuando una oleada de lujuria, alegría, amor y triunfo lo atravesó.

—Lo que quiero decir, alerano —respondió en voz baja—, es que durante todo este tiempo has estado actuando como si se tratara de una tarea monumental. Cuando es tan sencillo. —Volvió la cabeza lo suficiente como para mirar la lámpara de furia y ordenó con firmeza—: ¡Apagar!

La lámpara se apagó.

Y antes de que Tavi pudiera pensar en la enorme sorpresa que se había llevado, Kitai lo aplastó contra el suelo y le tapó la boca con un beso.

Tavi decidió que la maldita lámpara podía esperar.

Había cosas mucho más importantes.