9

Tavi se pasó el día y la mayor parte de la noche al lado de su amigo. Valiar Marcus lo había relevado durante el tiempo suficiente como para que pudiera bañarse y tomar una comida fría. El capitán Cyril en persona se había presentado a última hora de la madrugada, y Tavi tan solo se había dejado caer al suelo para dormir un rato, sin quitarse la armadura. Se despertó entumecido y dolorido a media mañana e intentó estirarse. Se las arregló lo mejor que pudo para hacer caso omiso de los quejidos de su cuerpo. El capitán no se fue hasta que Tavi estuvo completamente despierto, y lo dejó para que continuara la vigilancia de su amigo.

Foss entraba y salía de vez en cuando, para controlar a Max.

—¿No lo deberíamos trasladar a una cama? —preguntó Tavi.

Foss gruñó.

—Quítale la armadura. El agua es lo mejor, siempre que no coja frío.

—¿Por qué?

—Mi furia sigue dentro de él —respondió Foss—. Ella hace todo lo que puede por ayudarle.

Tavi sonrió.

—¿Ella?

—Bernice. Y te puedes ahorrar los comentarios, muchacho. Sé que los ciudadanos os burláis de los campesinos como yo que les damos nombres. En mi hogar les parece igual de divertido que digáis que no los necesitan.

Tavi movió la cabeza.

—No te estoy criticando, sanador. De verdad. Lo que importa es el resultado.

—Resulta que soy de la misma opinión —reconoció Foss con una sonrisa.

—¿Cómo has acabado aquí? —preguntó Tavi.

—Me presenté voluntario —respondió Foss, mientras añadía agua caliente a la bañera. Procuraba no quemar al hombre que estaba dentro.

—Todos somos voluntarios —aclaró Tavi.

Foss volvió a gruñir.

—Soy un legionare de carrera. La Muralla del Escudo. De Antillus a Frigia una y otra vez, luchando contra los hombres de hielo. Un período de servicio para una ciudad, y después, para otra. Así durante treinta años.

—¿Te cansaste del frío? —preguntó Tavi.

—Se podría decir así —asintió Foss, y le guiñó el ojo—. La esposa que tenía en Frigia supo de la existencia de la esposa que tenía en Antillus. Aunque también quería saber qué aspecto tenía el sur durante una ronda de servicio.

Tavi sonrió.

—No juegues con él a las cartas, Calderon. Hace trampas —comentó Max con un débil susurro.

Tavi derribó la silla de campaña y se acercó a su amigo.

—¡Eh! —le saludó—. ¿Al final has decidido despertarte?

—Tengo resaca —comentó Max con voz pastosa—. O algo así. ¿Qué me ha pasado, Calderon?

—Eh… Max —respondió Tavi con tono preocupado—, no intentes hablar. Espérate a estar un poco más despierto. Deja que el sanador te eche un vistazo.

Foss se arrodilló al lado de la bañera y escrutó los ojos de Max. Le pidió al joven que siguiera su dedo mientras lo movía de un lado a otro.

—¿Calderon? —preguntó—. Creía que eras de Riva.

—Sí —respondió Tavi sin darle importancia—. Mi primer destino fue en Riva. Formé parte de las cohortes recién reclutadas que enviaron a Guarnición.

Foss gruñó.

—¿Estuviste en la segunda batalla de Calderon?

—Sí —reconoció Tavi.

—He oído que fue bastante mal.

—Sí —asintió Tavi.

Foss miró a Tavi por debajo de unas cejas negras e irregulares que remataban unos ojos pensativos. Entonces gruñó y dijo:

—Maximus, sal de esta bañera antes de que te ahogue. Nunca he hecho trampas a las cartas en toda mi vida.

—No me obligues a pegarte —replicó Max con una voz que apenas era una sombra de la normal.

Empezó a incorporarse en la bañera, pero gimió al cabo de un instante y volvió a caer en ella.

—¡El cubo! —les indicó Foss a Tavi.

Tavi cogió un cubo que tenía cerca y se lo lanzó a Foss. El sanador lo depositó en el suelo justo en el momento en que Max se volvía de lado y vomitaba. El sanador sostuvo al legionare herido con su brazo fornido.

—Muy bien, hombre. No te avergüences. Casi lo consigues.

Max volvió a incorporarse al cabo de un rato, parpadeó varias veces y fijó la mirada en Tavi.

—Scipio. —Hizo énfasis en la palabra, pero con suavidad. Tavi supuso que Max había recuperado totalmente el conocimiento—. ¿Qué ha ocurrido?

Tavi miró a Foss.

—Sanador, ¿te importaría dejarnos a solas un momento?

Foss gruñó, se puso en pie y abandonó la tienda sin decir palabra.

—Sufriste un accidente de instrucción —le explicó Tavi en voz baja cuando se aseguró de que Foss ya no estaba presente.

Max miró fijamente a Tavi durante un buen rato, y Tavi vio algo parecido a la desesperación en los ojos de su amigo.

—Ya veo. ¿Cuándo?

—Ayer, más o menos a esta hora. A uno de los reclutas se le resbaló el gladius y te golpeó en el cuello.

—¿Quién? —preguntó Max. Su voz carecía de inflexiones.

—Schultz.

—Que me lleven los cuervos si se le resbaló —murmuró Max—. El chico tiene un poco de artificio del metal, pero no lo sabía hasta que se alistó. Tiene algo de experiencia y podría convertirse en caballero. No se le resbaló.

—Todo el mundo dice que se le resbaló —recalcó Tavi—. El capitán está de acuerdo en que, en ausencia de más pruebas, fue un accidente.

—Sí. Los capitanes siempre hacen lo mismo —replicó Max con tono amargo.

—¿Qué? —preguntó Tavi.

Max movió la cabeza y se incorporó con un movimiento lento y doloroso. El agua se escurría por los fuertes músculos de hombros y espalda, y formaba riachuelos que se dividían en las cicatrices largas y de la anchura de un dedo que zigzagueaban por su espalda. Se masajeó la nuca con la mano y tocó con cuidado la franja de piel rosada a causa del artificio de las furias donde le había golpeado la espada.

—Dame esa toalla.

Tavi lo hizo.

—No es la primera vez que te ocurre algo así, ¿verdad?

—La quinta —respondió Max.

—Cuervos —murmuró Tavi—. ¿Y es ella?

Max asintió.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Tavi.

Max se secó con movimientos lentos y descuidados.

—¿Hacer?

—Algo tendremos que hacer.

Max miró a su alrededor hasta que vio los pantalones y la túnica de su uniforme en un silla cercana. Estaban limpios y doblados. Dejó caer la toalla al suelo y se tambaleó hasta la ropa.

—No se puede hacer nada.

Tavi se quedó mirando a su amigo.

—¿Max? Tenemos que hacer algo.

—No. Déjalo.

—Max…

Max se quedó parado con la camisa en las manos. Tenía los hombros y la voz agarrotados.

—Cállate. Ahora.

—No, Max. Tenemos que…

Max se dio la vuelta y bufó:

—¿Qué?

Al hablar el suelo dio un respingo y lanzó a Tavi al aire y lo hizo caer de lado, aterrizando desmadejado.

—¿Hacer qué? —bufó Max, y movió la túnica como si fuera una espada contra uno de los postes de apoyo de la tienda, en un gesto de rabia impotente—. No puedo hacer nada. Nadie puede hacer nada. —Negó con un gesto—. Ella es demasiado lista. Demasiado fuerte. Puede hacer lo que quiera. —Apretó los dientes y la túnica estalló de repente en llamas. Unas lenguas al rojo blanco envolvieron a Max sin quemarle la piel. Tavi sintió el calor duro, intenso y casi doloroso—. Demasiado…

Max dejó caer los brazos con un gesto débil de impotencia, y las negras cenizas que habían sido su túnica empezaron a caer al suelo. Se sentó, apoyó la espalda en el poste y volvió a negar con un gesto. Tavi se puso en pie y vio cómo la cabeza de Max caía hacia delante. Se quedó en silencio durante un momento.

—Ella mató a mi madre —susurró—. Yo tenía cinco años.

Tavi se acercó a su amigo y se agachó a su lado.

—La gente como ella suele hacer lo que le place —prosiguió Max en voz baja—. No la puedo matar. Es demasiado lista como para que la atrapen. Y aunque lo hicieran, tiene familia, amigos y contactos, gente a la que controla y chantajea. Nunca se tendrá que enfrentar a la justicia. Y en algún momento acabará conmigo. Lo sé desde que tenía catorce años.

Y, de repente, Tavi comprendió un poco mejor a su amigo. Max se había pasado la vida envuelto en el miedo y la rabia. Había huido para unirse a las legiones y de ese modo escapar del influjo de su madrastra, pero sabía o, mejor dicho, estaba convencido de que tan solo había conseguido aplazar la ejecución. Max creía que ella acabaría matándolo, y lo creía de una manera tan profunda que aquello se había convertido en parte de quién y qué era. Por eso su amigo se había comportado de una manera tan entusiasta en la capital, por eso se había saltado la mayoría de las clases en la Academia, y por eso se había divertido con vino, mujeres y canciones a la menor oportunidad.

Creía que no iba a vivir lo suficiente como para morir de viejo.

Tavi puso la mano sobre el hombro de Max.

—Nadie es invencible. Nadie es perfecto. Se la puede derrotar.

Max negó con la cabeza.

—Olvídalo —ordenó—. Apártate. No quiero que te atrape en medio cuando ocurra.

Tavi dejó escapar el aire con un siseo de frustración y se puso en pie.

—Malditos cuervos, hombre. ¿A ti qué te pasa?

Max no levantó la mirada.

—Vete.

Unos pasos se acercaron a la tienda, y el maestro Magnus asomó la cabeza y lanzó una rápida mirada al interior.

—Ah —exclamó—. ¿Está despierto?

Foss pasó al lado de Magnus y le frunció el ceño a Tavi.

—Ya está. Todo el mundo fuera.

—¿Qué? —preguntó Tavi.

—Todo el mundo fuera. El paciente tiene que lavarse, vestirse y beber un poco, y tengo que examinarlo antes de que pueda salir de aquí. El que lo estéis mirando no va a servir de ayuda, así que fuera.

—En realidad es una idea estupenda —reconoció Magnus, y miró directo a Tavi.

Tavi asintió.

—De acuerdo. Te espero fuera, Max.

—Sí —asintió Max con un vago manotazo—, salgo en un momento.

Tavi salió de la tienda, caminando al lado de Magnus.

—¿Dónde os habéis metido? —le preguntó Tavi.

—Vigilando a nuestra tribuno Medica —contestó Magnus y condujo a Tavi en un corto paseo que los alejó de las tiendas. Pasaron de largo ante diversos grupos de reclutas que hacían la instrucción. Gritaban y recibían gritos de los instructores. Hacían tal ruido que hacía posible ocultar una conversación—. ¿Ha venido alguien?

—El capitán y el Primera Lanza —respondió Tavi en voz baja—. Esta mañana ha venido un caballero, Crasus, pero no ha entrado.

—¿Has conseguido averiguar algo sobre el mensajero que va y viene entre el tribuno Bracht y el pueblo? —preguntó Magnus.

—He estado con Max —contestó Tavi—. Maestro, esto es más importante que…

—¿Nuestro deber? —le interrumpió Magnus—. No, Tavi. La seguridad del Reino es más importante que ninguno de nosotros. Recuerda por qué estamos aquí.

Tavi apretó los dientes pero asintió con un gesto brusco.

—Lo podré averiguar en uno o dos días.

—Bien. Mientras te dedicas a ello, quiero que descubras todo lo que puedas sobre el maestro herrador y su gente. Y también sobre esa escuadra veterana de la quinta cohorte.

—Eso ya lo he hecho —replicó Tavi—. Son adictos a la afrodina. La compran en el burdel del campamento.

Magnus siseó.

—Los adictos pueden ser espías. Averigua quién es su contacto en el burdel. Con quién hablan.

Tavi tosió.

—En realidad eso se encuentra más en las aguas tradicionales de Max que en las mías.

—Grandes furias, muchacho. No voy a dejar que Maximus se acerque lo más mínimo a un antro de afrodina en un momento como este. Harán que lo maten.

—Señor, a Max le gusta perseguir a las damas y beber, y, furias, no sabéis lo bien que lo hace. A veces bebe demasiado vino. Pero no es… No deja que eso lo controle.

—No se trata de si es capaz o no de controlarse —aclaró Magnus—. Pero fingir un accidente mientras yaces drogado o borracho en un antro de placer es muy fácil. En vez de eso, deberías estar vigilando que no te apuñalen por la espalda.

—¿Tu madrastra, por ejemplo?

—Cuidado —advirtió Magnus mientras miraba a su alrededor—. ¿Max te ha hablado alguna vez de su familia?

—No —reconoció Tavi—. Pero siempre he pensado que las cicatrices de su espalda hablan por él.

Magnus negó con la cabeza.

—Maximus es el hijo ilegítimo, aunque reconocido públicamente, del Gran Señor Antillus. Tres años después del nacimiento de Maximus, el Gran Señor contrajo matrimonio como resultado de una alianza política.

—Con lady Antillus —recalcó Tavi.

—Y Crasus es el resultado de su unión —añadió Magnus.

Tavi frunció el ceño.

—¿Ella cree que Max es una amenaza para Crasus?

—Maximus es popular en las legiones del norte, y cuenta con las simpatías de al menos otro Gran Señor. Es un artífice de las furias dotado y poderoso, puede que algún día sea uno de los mejores espadachines de la historia de Alera, y ha hecho demasiados amigos en la Academia.

—Uf —exclamó Tavi—. Siempre ha sido amistoso, pero no sé si la mayoría de los que pasaban el tiempo con él se podrían considerar «amigos».

—Te sorprendería saber cuántas alianzas se han forjado entre antiguos amantes ocasionales —replicó Magnus—. Más aún, se sabe que es amigo del paje del Primer Señor, entre otros, y es de dominio público que no le gusta demasiado la autoridad.

—Max no quiere ser Gran Señor —comentó Tavi—. Saldría corriendo y gritando si se lo propusieran, y es consciente de ello.

—Aun así, ha hecho aliados —prosiguió Max—. Ha construido una base de poder aprovechando su influencia entre numerosas legiones y numerosos señores, entre ellos los que se encuentran al servicio personal de Gaius. Olvídate de lo que sabes de él de primera mano y piensa en ello como si de un ejercicio se tratase, muchacho. ¿Qué ocurriría si decidiera que sí quiere serlo?

Tavi quiso protestar, pero recorrió todos los recovecos de su mente y sopesó todas las posibilidades. Se guio por la lógica, el instinto y los ejemplos que mostraba la historia, como le habían enseñado los cursores.

—Lo podría hacer —concluyó Tavi en voz baja—. Si a Crasus le ocurriera algo, Max sería la única alternativa razonable. Y en caso contrario, si las legiones de Antillus se decantaran por Max en lugar de hacerlo por su hermano menor, siempre que contara con el apoyo de otros Grandes Señores y del Primer Señor, no habría nada más de que hablar, siempre desde el punto de vista práctico. No le costaría demasiado esfuerzo.

—Exactamente.

—Pero él no lo quiere, maestro. Lo sé.

—Eso lo sabes tú —reconoció Magnus—. Pero su madrastra, no. Y este no ha sido el primer accidente que sufre el joven Antillar.

Tras esta conversación completaron el breve circuito por el interior del campo de maniobras. Regresaron a tiempo de ver cómo lady Antillus y Crasus cruzaban la calzada de instrucción y se acercaban a la tienda enfermería.

—Max le tiene miedo —murmuró Tavi.

—Ha tenido toda una vida para enseñarle a temerla —replicó Magnus con un cabeceo—. Y es letal e inteligente, muchacho. Poderosa, malvada y cruel. A sus enemigos les han sucedido cosas terribles, y nunca se ha podido encontrar ni la más mínima prueba contra ella, ni una gota de sangre que manchase sus manos. Hay pocas personas en el Reino tan peligrosas como ella.

—Me resulta familiar —reconoció Tavi en voz baja—. Como si la conociera.

Magnus asintió.

—Muchos dicen que su sobrino Brencis es su viva imagen.

Tavi apretó los dientes.

—Kalarus.

—Hummm —asintió Magnus, con un murmullo—. La hermana pequeña de lord Kalare… y la única superviviente.

Tavi movió la cabeza.

—¿Y el padre de Max se casó con ella?

—Como he dicho antes, fue una alianza política. —Magnus contempló cómo se acercaban—. Dudo mucho que lord Antillus la quiera mucho más que Max. Y ahora, joven Scipio, me voy a atender al capitán y a hacer otro montón de cosas. Creo que deberías entretener a la señora y a su hijo hasta que Maximus sea capaz de tenerse en pie y enfrentarse a ella aquí fuera, con testigos.

Tavi sonrió a desgana.

—No se me dan nada bien las sonrisas y encantos.

—Vamos, vamos. Eres un servidor leal del Reino, Scipio. Estoy seguro de que lo conseguirás. —Magnus le sonrió, pero susurró—. Ten cuidado. —Lo saludó, y se desvaneció en el ajetreo habitual de un campamento de las legiones.

Tavi se quedó mirando durante un segundo como desaparecía, y centró la atención en lady Antillus y su hijo. Ella iba vestida con el azul celeste sobre azul marino de la ciudad de Antillus. Max había comentado una vez que los colores de la ciudad se inspiraban en el tono de la piel de… bueno, de las «partes» de uno, cuando se exponían al clima en invierno y otoño, respectivamente. Desde un punto de vista puramente estético, el vestido le realzaba el rostro, el cabello y la figura en todos sus aspectos. Tavi pensó que el azul hacía que su piel pareciera demasiado pálida, como si fuera el recubrimiento de un maniquí más que un ser humano.

Estaba hablando con Crasus en voz baja pero con vehemencia. Su hijo llevaba la túnica marrón con la que se instruían los legionarios, aunque lucía la armadura encima de ella: era una señal de respeto para alguien nuevo en las legiones. Solo los reclutas más destacados y prometedores podían vestir el acero antes que el resto de los recién incorporados. O los mejor relacionados, supuso Tavi. Pero le resultaba difícil criticar esa manera de actuar, dada su propia situación. El ceño fruncido de Crasus hacía que su cara pareciera más petulante que formidable.

—No comprendo por qué no podemos limitarnos a acabar con esto —estaba diciendo.

—Querido niño, tienes el sentido común de un chivo —replicó, cortante, lady Antillus—. Tengo un poco de experiencia en estos asuntos. No se puede correr. —Puso una mano sobre el brazo de su hijo, en un gesto que pretendía silenciarlo al ver cómo se acercaba Tavi.

—Buenas tardes, Vuestra Gracia —saludó Tavi, y lo acompañó con una reverencia a lady Antillus y un cabeceo dirigido a Crasus—. Caballero.

Crasus saludó a Tavi golpeando el peto con el puño.

—Subtribuno.

Lady Antillus le devolvió el saludo con una ligera inclinación de cabeza y le lanzó a Tavi una mirada dura como el pedernal.

—Tenía intención de preguntaros algo, Vuestra Gracia —prosiguió Tavi—. Me han informado de que el régimen de instrucción de nuestros caballeros novatos ha sido… eh… agotador para los implicados, y pensé que podríamos encontrar una manera de proporcionar más leche o queso a las raciones de los jóvenes caballeros, si es que se rompen los huesos con demasiada frecuencia.

—Lo más probable es que no sea una mala idea —reconoció lady Antillus, aunque el tono dejaba traslucir cierta reticencia.

—Os alegrará saber que Maximus se está recuperando bien —informó Tavi con una sonrisa amable—. De hecho, hace un momento se había levantado para vestirse.

Lady Antillus miró hacia la tienda, detrás de Tavi, con el ceño fruncido.

—¿De verdad? ¿Parecía él mismo?

—Esa impresión me ha dado, Vuestra Gracia —respondió Tavi—. Creo que el capitán también iba a acudir a comprobarlo.

Su tono se volvió neutro, y desapareció incluso la pretensión de ser cortés.

—En serio.

—Se toma con mucha seriedad el bienestar de sus hombres —comentó Tavi como quien no quería la cosa, intentando fingir que no se había dado cuenta de su reacción.

—Como una madre cuida de su hijo, supongo —murmuró, y miró a Crasus—. Quizá deberíamos entrar ahora mismo…

—También me gustaría preguntaros algo más —le cortó Tavi—. La herida de Maximus es en extremo infrecuente, sobre todo si se tiene en cuenta que no hemos entrado en combate. Los sanadores de mi última legión recomendaban el vino fuerte y la carne poco hecha para recuperarse de una herida con tanta pérdida de sangre, pero he leído que algunos son partidarios del té de hierbas y de tomar más verduras.

—¿Leído dónde? —preguntó lady Antillus.

—En el tratado de lord Placida sobre heridas militares frecuentes y sus complicaciones, Vuestra Gracia.

Lady Antillus hizo girar los ojos.

—Placida debería conformarse con atender a sus vacas y dejarles la curación de todo lo que no se come a los que saben más que él —replicó.

Tavi frunció el ceño y ladeó la cabeza.

—¿Cómo es eso, señora?

—Para empezar, Placida no ha tratado ninguna herida producida en campañas largas y duras —respondió—. Sus fuerzas suelen desplegarse durante períodos cortos, y su forraje es un reflejo de esa circunstancia. Sus hierbas están bien para hombres que comen carne fresca casi todos los días, pero para los hombres que marchan con tasajo y galletas, las necesidades dietéticas… —Le frunció el ceño a Tavi durante un momento, entornó los ojos y le dio un manotazo al aire para zanjar el asunto—. Me parece razonable pensar que Maximus será víctima de las privaciones invernales, ¿verdad? Dale lo que consideres más razonable teniendo en cuenta el coste.

—Sí, Vuestra Gracia —asintió Tavi con una reverencia—. ¿Hay algo que deba saber sobre cómo preparar los alimentos?

—¿Por qué lo dice, subtribuno? —preguntó lady Antillus—. Si no estuviera convencida de lo contrario, pensaría que estás intentando interferir en mi visita a mi hijastro.

Tavi alzó las cejas.

—¿Vuestra Gracia? Estoy seguro de que no sé a qué os referís.

Ella le dedicó una sonrisita final.

—Estoy seguro de que no sabes con qué estás jugando, Scipio. —Miró hacia la tienda y después a Tavi—. ¿Cuánto tiempo hace que conoces a mi Maximus?

Tavi la miró con la misma sonrisa alegre que utilizaba siempre que su tía Isana le planteaba preguntas con trampa, confiando en su empatía para obtener información de las respuestas. Había aprendido a engañarla antes de cumplir trece años, y desde luego no iba a permitir que esa criatura llegara hasta donde su tía no podía.

—Una estación, poco más o menos. Vinimos juntos desde la capital.

Ella frunció ligeramente el ceño, y entornó los ojos.

—Parecéis muy amigos como para conoceros desde hace tan poco tiempo.

Tavi introdujo algún hecho cierto para despistarla.

—De camino nos atacaron unos bandidos armados. Los rechazamos juntos.

—Ah —asintió lady Antillus—. Una experiencia que hermana. ¿Estás seguro de que no lo conocías antes de eso?

—Vuestra Gracia —respondió Tavi—. No, estoy seguro de que lo recordaría. Me habría acordado de alguien como Max.

Crasus soltó una risita en voz baja.

Lady Antillus miró a su hijo y volvió a fijar la atención en Tavi.

—Me han dicho que era muy amigo de un paje al servicio de la Corona.

—Es posible, Vuestra Gracia —asintió Tavi—. Pero se lo tendréis que preguntar a él.

—¿De verdad? —presionó—. ¿Estás seguro de que no eres el joven de Calderon, subtribuno?

—Solo estuve destinado allí durante cosa de una semana antes de la batalla, Vuestra Gracia. Después de eso, estuve acantonado en una ciudad llamada Marsford, a unos treinta kilómetros al sur de Riva.

—¿No eres Tavi de Calderon? —preguntó.

Tavi se encogió de hombros y sonrió.

—Lo siento.

Ella respondió con una sonrisa a la de Tavi, lo suficientemente amplia como para mostrar sus colmillos afilados.

—Bien. Eso ha quedado claro. Ahora, subtribuno, ¿serías tan amable de encender para mí ese fuego?

Tavi sintió cómo vacilaba su sonrisa durante un segundo.

—¿Perdonadme?

—La hoguera —repitió lady Antillus como si estuviera hablando con el tonto del pueblo—. Creo que un té de hierbas sería lo más adecuado para todos nosotros si Maximus está bien y en pie. Conoces los rudimentos del artificio de las furias. He visto tu expediente. Así pues, subtribuno Scipio, enciende el fuego.

—Madre, yo lo haré… —empezó Crasus.

Ella movió la mano en un gesto cortante y su sonrisa se hizo más amplia.

—No, querido. Al fin y al cabo estamos en la legión, ¿o no? Le he dado al querido Scipio una orden directa. Ahora la tiene que cumplir. Como todos nosotros.

—¿Encender el fuego? —preguntó Tavi.

—Solo un pequeño artificio de las furias —recalcó lady Antillus con un gesto—. Adelante, subtribuno.

Tavi bizqueó un poco, levantó la mirada y se mordió el labio.

—Seré honesto con vos, Vuestra Gracia. El fuego no es la especialidad que se me da mejor. No he practicado desde las pruebas.

—Oh, no te subestimes, Scipio —comentó lady Antillus—. No eres ningún anormal sin ninguna capacidad para el artificio.

Tavi se obligó a sonreír de la manera más natural que pudo.

—Por supuesto que no. Pero podría tardar un poco.

—¡Oh! —exclamó. Se recogió la falda y se apartó de la hoguera, preparada pero no encendida, que había delante de la enfermería—. Entonces te dejaré un poco de espacio.

—Muchas gracias —replicó Tavi.

Se acercó al fuego, se agachó y sacó el cuchillo. Cogió uno de los trozos más delgados, que formaba un montón con forma de tienda, y lo redujo a astillas en un momento.

Tavi levantó la mirada para ver cómo lady Antillus lo estaba observando a tres metros de distancia.

—No dejes que te distraiga —le conminó.

Tavi le sonrió. Entonces se limpió las manos en los muslos y las estiró por encima de la yesca. Entrecerró los ojos.

Detrás de él, Max salió de la tienda y se acercó a él, con pasos cada vez más fuertes.

—Oh —gruñó con una voz que seguía siendo débil—. Hola, madrastra. ¿Qué estáis haciendo?

—Estamos comprobando cómo tu amigo Scipio demuestra sus habilidades con el artificio de las furias, Maximus —respondió lady Antillus, sonriente—. No lo fastidies echándole una mano. No le gustaría perder la oportunidad de ponerse a prueba.

Max vaciló por un momento, pero siguió andando.

—¿No puedes aceptar su artificio básico de campaña sin haberlo comprobado?

Lady Antillus sonó como si estuviera riendo.

—Lo siento, querido. A veces tengo que comprobar por qué deposito mi confianza en los demás.

—Scipio… —llamó Max, bajando la voz.

—Déjame, Max —gruñó Tavi—. ¿No ves que me estoy concentrando?

Se produjo un breve silencio que la imaginación de Tavi llenó con una imagen de Max mirando boquiabierto a sus espaldas. Entonces afirmó los hombros, dejó escapar un gruñido a causa del esfuerzo y una voluta de humo se elevó desde la yesca.

Tavi se inclinó hacia delante y sopló con suavidad sobre las chispas, que alimentó con más virutas y, después, con leña pequeña y trozos más grandes, hasta que el fuego se fortaleció y estuvo dispuesto a admitir los leños de la hoguera principal. El fuego prendió con fuerza, Tavi se puso en pie y se limpió los pantalones.

Lady Antillus lo miró con la petulante sonrisa helada en los labios.

Tavi le volvió a sonreír e hizo una reverencia.

—Iré a buscar agua para el té, Vuestra Gracia.

—No —le cortó con la voz tal vez demasiado clara, dura y cortés—. Está bien. Acabo de recordar que tengo otra obligación. Y Crasus debe volver con su cohorte.

—Pero… —empezó Crasus.

—Ahora —insistió lady Antillus, quien se despidió de Max con una mirada y le lanzó a Tavi una mirada maliciosa.

A Tavi se le quitó la sonrisa falsa que llevaba a modo de máscara. De repente sintió cómo el recuerdo del rostro pálido de Max y del agua enrojecida por la sangre iba creciendo en su mente. Por un instante se convirtió en una imagen clara y dura. Un instante más tarde, Tavi recordó con una claridad mareante las cicatrices crueles que zigzagueaban por la espalda de su amigo: las marcas de un látigo de muchas colas rematado con bolas de metal o vidrio. Para haberle dejado unas cicatrices tan tremendas, Max debió de sufrir las heridas antes de que entrase en posesión de sus furias, cuando tenía doce años, o tal vez menos.

Y lady Antillus —y su hijo— habían sido los responsables.

Muy tranquilo, Tavi se dio cuenta de lo que estaba planeando. La Gran Señora tenía un poder enorme en el artificio de las furias, y por eso debía ser el primer objetivo. Si no moría en el acto, podía evitar que cualquier herida la matase, o contraatacar con fuerza suficiente como para matar a Tavi antes de morir. Donde estaba en ese momento, la embestida iba a ser un poco larga, pero como no esperaba en absoluto un ataque físico, podía empujar la punta fina del puñal a través del cuello y clavarlo en el cerebro. Un giro y una extracción violenta para ensanchar la herida, y solo quedaría Crasus.

El joven caballero era inexperto, y eso era lo único que le habría permitido reaccionar para salvar la vida. Un golpe seco en el cuello y un ataque contra los ojos, y el joven señor sentiría demasiado dolor como para poder defenderse en condiciones. Tavi podía coger un madero largo del fuego recién encendido, como un gesto simbólico, pensó, y terminar con Crasus dándole un golpe seco en la sien descubierta.

Y de repente Tavi se quedó helado.

La rabia que sentía lo abandonó y, en su lugar, se sintió mareado, como si la cena fría que había tomado la noche anterior le fuera a salir volando por la boca. Se dio cuenta de que estaba de pie bajo el brillante sol de la tarde, mirando a dos personas a quienes casi no conocía y planeando su asesinato con la misma frialdad y tranquilidad con que un león de las praderas acecharía a una cierva y su cría.

Tavi frunció el ceño y se miró las manos. Habían empezado a temblar un poco. Tuvo que reprimir las sangrientas ideas que se habían formado en su interior y consiguió apartarlas. Había ejercido la violencia contra otras personas, sobre todo compañeros de clase en la Academia que se habían metido con él en el peor momento posible. Tavi les había hecho daño, y mucho, porque no tenía ninguna alternativa. Después se había sentido enfermo. Aunque había visto las feas consecuencias de ese tipo de violencia, había sido capaz de planificar un ataque tan brutal. Era terrorífico.

Y lo más terrorífico, con todo, era que estaba seguro de poder llevarlo a cabo.

Pero fueran o no culpa suya las heridas de Max, por mucho que la rabia le quemase en el vientre, asesinar a lady Antillus y a su hijo no iba a borrar las heridas de Max. Por no hablar de las consecuencias que le acarrearía a Tavi y, por extensión, al Primer Señor.

Lady Antillus no era el tipo de enemigo que se podía eliminar y pasar a otra cosa. Había que aplastarla por otros medios, y si Magnus tenía razón, era una contrincante peligrosa.

Tavi esbozó una sonrisa para sus adentros. Él también podía ser peligroso. Había más armas en el mundo aparte de las furias y las espadas, y ningún enemigo era invencible. Al fin y al cabo, acababa de volver la trampa de ella en su contra. Y si la había superado una vez en ingenio, lo podía repetir.

Lady Antillus contempló su cara mientras esos pensamientos volaban por su cabeza. No parecía muy segura de cómo reaccionar ante los cambios de expresión de Tavi. Un brillo de incomodidad pasó por sus ojos. Quizás en su rabia había dejado que parte de sus emociones escaparan a su control. Cabía la posibilidad de que hubiera sentido su deseo de hacerle daño.

Ella cogió del brazo a su hijo, se dio la vuelta sin decir palabra, y se alejó con una elegancia majestuosa. No miró hacia atrás.

Max se pasó la mano por el cabello corto.

—De acuerdo —comentó—. ¿De qué cuervos iba todo esto?

Tavi le frunció el ceño a la espalda de la Gran Señora que se alejaba y después a Max.

—Oh, creía que era alguien a quien habías conocido en la Academia.

Max gruñó, movió una mano y Tavi sintió una presión en los oídos.

—Ya está —murmuró Max—. Así no nos puede oír.

Tavi asintió.

—Le has mentido —reconoció Max—. En su cara. ¿Cómo demonios lo has hecho?

—Práctica —respondió Tavi—. Mi tía Isana es una gran artífice del agua, así que tenía motivos suficientes para encontrar la manera desde que era un niño.

—No hay muchas personas que pueden hacer eso, Calderon. —Max hizo un gesto hacia el fuego—. ¿Cómo cuervos has hecho eso? ¿Te estás quedando conmigo?

Tavi sonrió. Entonces bajó la mano hacia los pantalones y sacó del bolsillo una lente circular de vidrio, y giró un poco la palma para mostrársela a Max.

—Un día bonito y soleado. Un viejo truco románico.

Max bajó la mirada hacia el vidrio y soltó una risita, antes de mover la cabeza.

—Cuervos. —Max se sonrojó y movió los hombros conteniendo una risotada—. Estaba atenta a tu enojo y no se dio cuenta. Pero en cualquier caso conseguiste encender el fuego. Nunca creerá que… —Dejó escapar la carcajada que le resultaba familiar a Tavi—. Vamos, Scipio —prosiguió—. Vamos a encontrar algo de comer antes de que caiga redondo.

Tavi guardó el vidrio y gruñó.

—Para mí será la última comida. Gracus me va tener metido hasta las rodillas en las letrinas en cuanto descubra que ya no estoy cuidando de ti.

—Así es la estupenda vida de los oficiales —comentó Max y se giró con la intención de dirigirse al comedor, pero le falló el equilibrio.

Tavi se precipitó sobre su amigo y lo ayudó.

—Caramba. Tranquilo, Max. Has estado muy cerca.

—No me pasará nada —jadeó Max. Entonces movió la cabeza, recuperó el equilibrio y reemprendió la marcha—. No me pasará nada.

—No te pasará nada —repitió Tavi con un asentimiento. Al cabo de un rato, añadió—: No es la persona más lista del mundo, Max. Se la puede vencer.

Max miró a Tavi de reojo con la cabeza ladeada y estudiándolo con detenimiento.

—Bueno, cuervos —dijo por fin—. Si tú puedes hacerlo, ¿qué dificultad puede tener?

—Tengo que dejar de animarte —suspiró Tavi—. Pero te estaré cubriendo las espaldas. Algo se nos ocurrirá.

Avanzaron unos pasos más, y Max dijo, en voz baja:

—O es posible que nos mate a los dos.

Tavi bufó.

—Ya me encargaré yo de ella si tú no estás dispuesto.

Las cejas de Max se alzaron con brusquedad. Entonces movió la cabeza y golpeó suavemente con los puños el peto de la armadura de Tavi, que hizo resonar el acero con un sonido agradable.

—No conseguirás que me lo pierda.

—Desde luego que ni lo voy a intentar —reconoció Tavi—. Vamos a comer.

Caminó al lado de su amigo, alerta por si volvía a perder el equilibrio.

Tavi sintió un escalofrío y por el rabillo del ojo vio cómo lady Antillus los veía cruzar el campo, aunque no los miró abiertamente en ningún momento. Se trataba de la mirada firme, tranquila y cautelosa de una gata hambrienta, pero pudo sentir que sus ojos oscuros y calculadores eran todos para él, en lugar de para Maximus.