8

—Malditos cuervos —bufó Cyril—. Muévete, subtribuno.

Tavi se agarró a la parte exterior de la escalerilla y se deslizó hacia abajo, apretando con los pies el lateral en lugar de utilizar los escalones. Llegó al suelo, flexionó las piernas para absorber el golpe y corrió hacia las tiendas donde estaba situada la enfermería. Oyó cómo el capitán Cyril aterrizaba detrás de él y lo alcanzaba enseguida a pesar del peso de la armadura.

—¡Abrid paso! —les gritó Tavi a los reclutas que se congregaban ante la tienda. Hizo todo lo posible por imitar el tono, el volumen y la inflexión con que Max emitía órdenes—. ¡Viene el capitán!

Los peces se apartaron con rapidez, y la mayoría de ellos lanzó saludos precipitados y recién recordados hacia Cyril cuando pasó entre ellos. Tavi apartó la lona de la tienda y la sostuvo para que pasase el capitán, a quien siguió a continuación.

El sanador que se encontraba en el interior era un veterano llamado Foss. Medía más de dos metros y tenía la constitución de un oso de montaña frigio. Su armadura era del modelo habitual entre las legiones hacía unos cuarenta años, ligeramente diferente del modelo actual. Lucía una cantidad impresionante de arañazos y abolladuras, pero su estado de conservación era óptimo, y el hombre se movía con ella como si fuera su propia piel. Foss tenía el cabello espeso y gris, cortado a cepillo y los ojos estrechos y hundidos.

—A la bañera —les ordenó a los peces que llevaban a Max, mientras hacía un gesto hacia un abrevadero de madera lleno de agua, propio de un artífice de ese elemento—. Con cuidado, con cuidado. Que te lleven los cuervos, hombre, ¿es que quieres abrir aún más la herida?

Metieron a Max en la bañera sin quitarle la armadura. El agua lo cubrió hasta la barbilla, con la cabeza apoyada en un soporte inclinado. Murmurando imprecaciones para sí mismo, Foss alargó la mano y ajustó la inclinación. La bajó hasta que el agua cubrió a Max por completo, excepto los labios, la nariz y los ojos. Entonces se arrodilló detrás de Max, metió las manos en el agua, y cerró los ojos.

—Dejadle sitio para trabajar, reclutas —ordenó el capitán Cyril en voz baja, y señaló el rincón opuesto de la tienda, hacia donde se encaminaron obedientes los jóvenes cubiertos de sangre.

Tavi se mordió el labio y miró a su amigo. La piel de Max parecía rara: cerosa y carente de color. No podía ver si Max seguía respirando.

—Sanador —murmuró Cyril un momento más tarde.

—Un poco de silencio —gruñó Foss, con un tono bajo y amenazador. Al cabo de casi medio minuto, añadió—: Señor.

Siguió murmurando para sí mismo y, a juzgar por lo que Tavi pudo escuchar, en su mayor parte eran obscenidades de lo más imaginativas. Entonces Foss inhaló hondo y contuvo la respiración.

—No es la primera vez que lo lastiman —le comentó Tavi al capitán—. ¿Creéis que se recuperará?

Cyril no apartó los ojos de Max.

—Es grave —respondió con sequedad.

—Lo he visto recuperarse de heridas que deberían haberlo matado, pero al cabo de cuatro horas estaba de pie y caminando.

La mirada de Cyril se desplazó hacia Tavi con gesto ausente e impenetrable, aunque su tono de voz seguía transmitiendo serenidad.

—Tu cháchara puede distraer a Foss. Si quieres ayudar a tu amigo, cierra la maldita boca y no la vuelvas a abrir. O sal de aquí.

Las mejillas de Tavi se ruborizaron y ardieron, así que asintió y cerró las mandíbulas con un golpe audible. Dejar de hablar era un esfuerzo físico. Max era su amigo y Tavi se sentía aterrorizado. No quería perderlo. Su instinto le impulsaba a gritar, a ordenarle al sanador que trabajase con más rapidez, a hacer algo. Pero sabía que no podía hacer nada.

Tavi odiaba la sensación de impotencia que lo recorría. Había tenido toda una vida para familiarizarse con ella, porque su falta de artificio de las furias lo colocaba en continua desventaja en casi todas las facetas de la vida. Habría dado lo que fuera por tener la habilidad del sanador con el artificio del agua, y de ese modo poder ayudar a su amigo.

El capitán tenía razón. Lo mejor que podía hacer por Max era cerrar la boca y esperar.

No se oyó ningún sonido durante casi dos minutos. Le pareció que cada segundo duraba una semana.

Entonces Foss exhaló un gruñido grave y lleno de dolor, y su cuerpo de oso se inclinó hacia delante sobre Max.

Max se movió de repente e inhaló una bocanada de aire entrecortada.

Foss gruñó sin dejar de temblar, y su voz de trueno sonó vacilante.

—Ya lo tengo, capitán —informó al cabo de un momento—. Ha estado muy cerca.

Tavi oyó cómo Cyril soltaba lentamente el aire, aunque mantuvo el gesto inexpresivo.

—Creía que lady Antillus estaba hoy de servicio —comentó—. ¿Cómo es que no está aquí para cuidar de Maximus?

Foss movió la cabeza y se incorporó con lentitud. Sacó los brazos del agua ensangrentada, y acto seguido se sentó sobre el suelo de lona.

—Dijo que iba a almorzar con su hijo.

—Ah, sí. Almuerzo familiar —repitió Cyril—. ¿Cómo está?

—Mal, capitán. Es más duro que unas botas de piel de gargante, pero ha perdido mucha más sangre que ningún hombre a quien haya visto sobrevivir.

—¿Se recuperará?

Foss volvió a mover la cabeza.

—La herida está cerrada. Respira. Pero perder tanta sangre puede ser muy nocivo para la cabeza de un hombre. Quizá despierte. Quizá no. Quizá despierte y ya no sea él. O no pueda andar. O simplemente no se despierte.

—¿Qué podemos hacer para ayudar?

Foss se encogió de hombros, aún sentado. Se dejó caer de espaldas presa de un enorme cansancio, y se masajeó la frente con una mano de dedos romos.

—Creo que lo único que necesita es tiempo. Pero yo solo soy un viejo sanador de las legiones. Quizá la Gran Señora sepa o pueda ver más que yo.

—Cuervos —murmuró el capitán, quien se dio la vuelta y les frunció el ceño a los reclutas que seguían en un rincón.

Tavi se dio cuenta de que eran ocho: una lanza de hombres que marcharían juntos en fila y compartirían la tienda reglamentaria de la legión.

—Jefe de fila —ordenó Cyril.

Uno de los jóvenes, alto y desgarbado, se puso firmes y saludó.

—Capitán, señor.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Schultz, señor.

—Informa —ordenó Cyril—. ¿Qué ha ocurrido, recluta Schultz?

—Ha sido un accidente, señor.

Cyril se quedó en silencio durante un segundo sin dejar de mirar al recluta, que tragó saliva, palideció y se envaró aún más.

—El capitán sabe que ha sido un accidente, recluta —intervino Tavi—. Explícale los detalles.

La cara del joven se ruborizó.

—Oh. Señor, lo siento, señor, sí, señor. Hum. Somos la lanza más fuerte de nuestra cohorte en la instrucción con espada. Los primeros a los que han entregado espadas de verdad, señor. El centurión Antillar nos estaba haciendo la instrucción por primera vez con espadas de verdad, todos en fila, señor. Íbamos a hacer una demostración delante de toda la cohorte, señor, antes de entregarles las espadas. Iba arriba y debajo de la fila, inspeccionando y señalando nuestros errores, señor.

—Sigue —le animó Cyril—. ¿Cómo se ha herido?

El muchacho movió la cabeza.

—Señor, ha sido un accidente. Me acababa de corregir y se estaba alejando hacia un punto en que pudiera ver toda la fila. Y yo inicié el movimiento número ocho. —El recluta movió los pies hasta colocarse en posición de combate y desplazó el brazo derecho en línea recta de abajo a arriba junto a la pierna. Un tajo semejante de una espada podía desventrar a un hombre y aunque resultaba difícil de usar, en el combate cuerpo a cuerpo podía ser devastador—. Y la espada… se me resbaló de la mano, señor.

—Resbaló —repitió Cyril en voz baja y sin apartar la mirada.

El recluta volvió a ponerse firmes.

—Sí, señor. No me había pasado nunca. Resbaló y salió dando vueltas hasta golpear al centurión Antillar a un lado del cuello, señor. —Bajó la mirada y pareció que veía por primera vez toda la sangre que llevaba encima—. No quería que ocurriese, señor. En absoluto. Lo siento, señor.

El capitán cruzó los brazos.

—Te acababa de corregir. Estaba de espaldas. La espada se libró inexplicablemente de tu mano y le golpeó en el cuello. Y dices que ha sido un accidente.

—Sí, señor.

—¿Y esperas que me lo crea?

El recluta parpadeó.

—¿Señor?

—En el pasado ha habido hombres que han perdido los estribos con su centurión. A veces estaban tan enfadados que lo mataron. Quizá no pudiste soportar las críticas de Antillar a tu técnica. Hoy hace calor. No has comido. Quizá perdiste los estribos y lo mataste.

El recluta abrió la boca de golpe.

—Señor… —negó con la cabeza—. Nunca. No, señor, al centurión Antillar, no.

—Ya veremos —concluyó Cyril con tranquilidad—. Esto lo voy a investigar más a fondo. Vuelve con tu cohorte, recluta. Schultz. No intentes abandonar el campamento. Los hombres que envíe a buscarte tendrán órdenes de ejecutarte en cuanto te atrapen.

El joven tragó saliva y volvió a saludar.

—Retírense.

Schultz condujo a los demás reclutas fuera de la tienda y un segundo después se volvió a abrir la solapa y entró un caballero con armadura, acompañado por la hermosa lady Antillus. El caballero se quedó helado cuando vio a Max en la bañera y abrió la boca de golpe. Lady Antillus respiró hondo, y colocó los dedos de una mano sobre el corpiño de seda azul del vestido, con los ojos muy abiertos.

Por alguna extraña razón que se le escapaba, Tavi no se creyó ni por un instante que el gesto de lady Antillus fuera sincero. Quizá fue demasiado limpio, demasiado fluido como para ser producto de la sorpresa y la preocupación.

—Las grandes furias nos ayuden —exclamó—. ¿Qué le ha ocurrido a mi hijastro?

—Según el recluta propietario del arma que lo ha golpeado, se trata de un accidente de instrucción, mi señora —respondió Cyril.

El gesto de lady Antillus parecía de consternación.

—Tiene un aspecto horrible. Supongo que Foss se ha ocupado de él.

Foss gruñó desde el suelo.

—Sí, señora. Pero ha perdido un montón de sangre.

—¿Cuál es su diagnóstico? —le preguntó al sanador.

—Hum. ¿Qué? —respondió Foss.

—No se encuentra en un peligro inmediato —intervino Tavi—. Pero no están claros los daños que haya podido producir la pérdida de sangre.

Lady Antillus volvió la atención hacia Tavi, y él pudo sentir toda la fuerza de la personalidad que había detrás de aquella mirada. No era una mujer especialmente alta, y el cabello oscuro le caía en una melena recta y brillante hasta las caderas. Su cara era pálida, las mejillas tenían ese tono perpetuamente rubicundo que les es propio a quienes viven en los climas del norte, y sus ojos eran del color del ámbar oscuro. Tenía unas mejillas fuertes y los labios finos. Todo ello la hacía parecer demasiado dura como para ser hermosa con arreglo a los cánones imperantes, pero la gracia de su porte y el fuego ardiente y constante de inteligencia que dejaban entrever los ojos color ámbar se combinaban en un todo impresionantemente atractivo.

Una vez más, Tavi tuvo la impresión de que le parecía familiar, pero, por mucho que lo intentaba, no era capaz de recordar de qué.

—No creo que nos hayan presentado, joven —comentó.

Tavi hizo una reverencia hasta la cintura.

—Subtribuno Rufus Scipio, mi señora. Y, por supuesto, sé quién sois.

El caballero avanzó un paso y se quedó mirando al silencioso Max. Hasta ese momento Tavi no se había dado cuenta de que era bastantes años más joven que él. Su estatura y constitución estaban un poco por debajo de la media. Tenía el cabello largo y castaño rojizo, y los ojos verdes como la hiedra. Su armadura era una obra de arte y sin la más mínima mácula.

—Madre —intervino el joven caballero en voz baja—, parece muerto. ¿No… tendríamos que hacer algo, como por ejemplo cuidarlo?

—Por supuesto que…

—No —la interrumpió el capitán Cyril acallando su voz.

Lady Antillus miró sorprendida a Cyril.

—¿Perdón?

El capitán le hizo una pequeña reverencia.

—Os pido perdón, señora. Debería haber dicho: «Aún no». El centurión ha sufrido una gran conmoción, pero su herida está bien cerrada. Ante todo, necesita descansar. Cualquier nuevo artificio podría agotar las fuerzas que le quedan y resultar más perjudicial que beneficioso.

—De acuerdo —asintió el joven caballero con un gesto—. Tiene razón, madre…

—Crasus —le cortó lady Antillus con la voz fría y dura.

El joven caballero bajó los ojos y cerró la boca de inmediato.

Lady Antillus se volvió hacia Cyril.

—Con plena conciencia, debo preguntar si de verdad sois tan arrogante como para pensar que sabéis más que un artífice del agua bien adiestrado. ¿Sois tribuno Medica, capitán?

—Soy el oficial al mando del tribuno Medica, tribuno —replicó Cyril con una voz perfectamente tranquila—. Soy el hombre que le puede decir al tribuno Medica que siga sus órdenes o abandone el servicio de esta legión.

Los ojos de lady Antillus se abrieron de par en par.

—¿Os atrevéis a hablarme de esta manera, capitán?

—Abandonad esta tienda. Esa es mi orden, tribuno.

—¿O de lo contrario…? —preguntó con voz tranquila.

—O de lo contrario os licenciaré con deshonor y haré que os escolten fuera de este campamento.

Los ojos de lady Antillus brillaron llenos de rabia, y un calor repentino se adueñó del aire de la tienda.

—Cuidado, Cyril. Esto es una locura.

El tono suave del capitán no cambió.

—¿Qué es una locura, tribuno?

El calor surgía de la Gran Señora como si fuera un enorme horno de cocina.

—Señor —escupió, por fin.

—Gracias, tribuno. Retomaremos este asunto cuando Maximus haya tenido la oportunidad de descansar. —Y entonces los ojos y la expresión del capitán se endurecieron. Su rostro parecía más duro que el acero de la armadura o la espada. Bajó la voz hasta convertirla casi en un murmullo—. Retírese.

Lady Antillus giró sobre los talones y salió de la tienda. El calor de la rabia quedó atrás, y Tavi notó que tenía la cara cubierta de sudor.

—Y vos, sir Crasus —indicó Cyril con su habitual tono cortante—. Cuidaremos de él.

Crasus asintió sin levantar los ojos y salió corriendo.

El silencio cayó sobre la tienda. Cyril dejó escapar una larga bocanada de aire. Tavi se limpió el sudor que le caía sobre los ojos. El único sonido eran las gotas de agua que caían de la bañera, ya que, cada vez que respiraba, Max producía un movimiento casi imperceptible que hacía rebosar la bañera.

—Alguien no va a volver a ascender nunca más —observó Foss desde el suelo.

Cyril le lanzó al extenuado sanador una sonrisa fugaz. A continuación se encogió de hombros y puso recta la espalda, con lo que retomaba su sempiterno aspecto de oficial distante.

—No me puede causar muchos problemas si me acusa de darle una orden a un subordinado.

—Problemas oficiales, no —subrayó Tavi en voz baja.

—¿Qué estás diciendo, subtribuno?

Tavi miró a su amigo silencioso en la bañera.

—En ocasiones hay accidentes.

Cyril se encontró con los ojos de Tavi.

—Sí que los hay.

Tavi ladeó la cabeza.

—Lo sabíais. Por eso invitasteis a Max a la reunión de la plana mayor. Para avisarle de que ella estaba aquí.

—Solo quería darle la bienvenida a un viejo amigo —admitió Cyril.

—No os creéis que el recluta le hiciera daño a Max. Sabíais que no estaba metido en el ajo. Habéis montado esa pantomima por ella, para hacerle creer que no os habéis dado cuenta de lo que está ocurriendo.

El capitán frunció el ceño.

—¿Perdón?

—Capitán —empezó Tavi—, ¿creéis que lady…?

—No —lo cortó Cyril con gesto contundente y levantando una mano en señal de advertencia—. No lo creo. Ni tú tampoco, Scipio.

Tavi sonrió.

—Pero por eso no queréis que esté cerca de Max.

—Yo solo le di una orden y me aseguré de que la cumpliese —explicó Cyril—. Pero mide tus palabras, Scipio. Si hablas con quien no debes, te puedes ver en un juris macto con la Gran Señora. Y te achicharrará hasta convertirte en cenizas. Así que, a menos que tengas pruebas tan sólidas como para presentarlas ante un tribunal de justicia, cierra la boca y cállate tus opiniones. ¿Comprendes?

—Sí, señor —replicó Tavi.

Cyril gruñó.

—Foss.

—Nunca he oído, ni recuerdo, ni repetiré nada semejante, señor.

—Eso dice mucho de ti —reconoció Cyril—. Es necesario que, cuando Maximus despierte, se encuentre con un rostro familiar. Estará confuso y desorientado. Es tan fuerte que podría hacerle daño a alguien si se deja llevar por el pánico. —Cyril tamborileó pensativo el pomo de la espada—. Tengo algo así como una hora. Scipio, ve a decirle a Gracus que te he encomendado una misión especial durante uno o dos días. Come mucho. Tráeme algo de comida. Te relevaré en persona o enviaré al Primera Lanza en mi lugar.

Tavi tragó saliva.

—¿Creéis realmente que está en peligro, señor?

—He dicho todo cuanto tenía intención de decir. Ahora lo importante es evitar que haya más accidentes. Muévete.

—Sí, señor —asintió Tavi y saludó.

Pero entonces se detuvo en la entrada de la tienda. Max estaba indefenso. Se trataba de una idea horrible y cínica, pero ¿y si el enfrentamiento del capitán con la Gran Señora había sido una pantomima cuyo destinatario era él? ¿Y si al alejarse de Max, en realidad Tavi estaba condenando a muerte a su amigo?

Tavi miró hacia atrás, en dirección al capitán.

Cyril estaba inclinado sobre la bañera. Levantó la mirada hacia Tavi y arqueó una ceja. Entonces el capitán frunció el ceño y Tavi tuvo la incómoda sensación de que Cyril le había leído el pensamiento.

Cyril se encontró con la mirada de Tavi y no la apartó. Tavi pudo ver la fuerza que emanaba de aquel hombre. No era ni la fuerza arrasadora de una tormenta que subyacía en la rabia de Gaius ni el fuego abrasador de la ira de lady Antillus. Era una fuerza más vieja y humilde, tan constante y segura como las colinas onduladas de un valle que permanece en su lugar como las montañas viejas y desgastadas que lo rodean, tan imperturbables ante el caos como las aguas de un pozo profundo. Tavi no podía decir cómo lo sabía, pero así era: Cyril respetaba el poder de la gente como lady Antillus, pero no lo temía. No iba a doblar la rodilla ni a manchar su honor por ella ni por nadie como ella.

—Maximus es la legión —comentó el capitán, y alzó la barbilla con gesto orgulloso—. Si le hacen daño será porque yo esté muerto.

Tavi asintió. Tocó el corazón con el puño y saludó al capitán. Entonces se dio la vuelta y salió corriendo de la tienda para cumplir las órdenes de Cyril.