7

Amara frunció el ceño desde su asiento en la galería de una de las grandes salas de conferencia del Collegia Tactica, uno de los grandes orgullos de la ciudad de Ceres y la academia militar más grande de Alera. Era una del puñado de mujeres presentes en la sala, entre unos quinientos hombres, la mayoría de ellos vestidos con túnicas y armaduras de las legiones. La galería que dominaba los asientos de platea estaba llena de nobles curiosos y otros alumnos del Collegia, y ella se sentaba entre un par de mujeres jóvenes que no parecían saber cómo dirigirse a una mujer joven que lucía la cicatriz de un duelo en la mejilla y llevaba una espada colgada de la cadera.

El estrado para las presentaciones tenía el tamaño del escenario de un teatro pequeño, y también estaba abarrotado de gente. Al fondo del estrado se había dispuesto un semicírculo de sillas. Muchos hombres mayores estaban sentados en ellas, la mayoría de ellos comandantes militares de gran experiencia, retirados y que ahora servían como maestros en el Collegia. En la penúltima silla estaba sentado el centurión Giraldi, indudablemente el suboficial más condecorado de Alera, ahora que lucía no una sino dos franjas escarlatas de la Orden del León, que cubrían las costuras exteriores de los pantalones del uniforme. El viejo soldado, bajo, fornido y canoso cojeaba desde que había recibido heridas en el combate con las criaturas monstruosas llamadas «vord». El cabello gris de Giraldi era muy corto, al estilo de los legionares, su armadura mostraba abolladuras y arañazos de una vida dedicada a la batalla, y parecía muy incómodo sentado delante de una audiencia tan grande.

Al lado de Giraldi se sentaba el senador Guntus Arnos, cónsul general del Collegia. Era un hombre bajo, de poco más de metro y medio, vestido con la túnica formal de color azul oscuro del Senado. El cabello oscuro estaba aceitado y estirado hacia atrás en una coleta. Se tapaba la cara con las manos, lo que ocultaba en parte una expresión sobria y sombría. Amara pensó que tal vez la practicara delante de un espejo.

La túnica de Bernard, fuerte y sencilla, lucía sus colores verde y marrón, lo que contrastaba con la ropa lujosa del senador Arnos. Estaba de pie en el podio que se alzaba en el centro de la plataforma, de cara a todos los presentes en la sala con una actitud tranquila y competente.

—En resumen —concluyó—, creo que estos vord son, de lejos, la amenaza más grave que ha sufrido este Reino.

Su voz se proyectaba con claridad a través de la sala gracias a los artificios de viento insertados para que se pudiera escuchar con claridad a los oradores. La acústica reforzada por el artificio de viento era necesaria. La sala generaba el zumbido constante de los susurros y las conversaciones en voz baja.

—Una sola reina vord entró en mis dominios —continuó Bernard—. Al cabo de un mes, los vord se habían convertido en una fuerza que destruyó las dos terceras partes de las fuerzas bajo mi mando, incluida media centuria de caballeros, y todos los habitantes de una explotación fronteriza. Su uso de la situación táctica, como el centurión Giraldi y yo mismo hemos enumerado a lo largo del día de hoy, demuestra que estas criaturas son algo más que simples bestias. Son una amenaza inteligente y coordinada contra toda la humanidad. Si no aplicamos los niveles más elevados de precaución, erradicando los primeros signos de contagio, cabe la posibilidad de que la amenaza crezca hasta tal punto que sea imposible detenerla. —Bernard soltó aire y Amara percibió cierto alivio en la cara de su esposo; no todo el mundo lo podría haber hecho—. Ahora abriré un turno de preguntas.

Varias docenas de manos se levantaron de repente, pero vacilaron y volvieron a bajar cuando el senador Arnos alzó tranquilamente la mano.

Bernard frunció el ceño durante un momento, hasta que Giraldi le dio un golpe en la pierna con el bastón. Bernard lo miró, y después a Arnos.

—Por supuesto, senador —asintió—. Por favor.

Arnos se puso en pie y miró hacia la sala.

—Conde Bernard —empezó—. He escuchado diversos relatos de lo ocurrido en Calderon, y cada uno parecía menos plausible que el anterior. Debo confesar que, en apariencia, vuestra historia parece más fantástica que las demás.

Unas risitas amortiguadas recorrieron la sala.

Los ojos de Bernard se entornaron un poco, y Amara reconoció las primeras señales de su irritación.

—Me tengo que no le puedo ofrecer nada más que la verdad.

—La verdad —repitió Arnos con un gesto—. Por supuesto. Pero creo que todos sabemos lo… amorfa, si se me permite la expresión, que puede ser la verdad.

—Perdonadme —replicó Bernard—. No quería confundiros, senador. Debo corregir mi afirmación. Solo puedo ofrecer los hechos.

—Hechos —repitió Arnos con otro gesto—. Excelente. Tengo unas preguntas sobre algunos de los hechos que nos habéis presentado en el día de hoy.

Amara sintió una punzada mareante en el vientre.

—Desde luego —le animó Bernard.

—A ver si lo he entendido bien. ¿Supisteis de la presencia de estas criaturas a través de un bárbaro marat?

—De Doroga de los sabot-ha —aclaró Bernard—. El más poderoso e influyente de sus jefes.

—Pero… —Arnos se encogió de hombros—. Un marat.

—Sí —asintió Bernard.

—¿Así que sabéis que se llaman vord?

—Sí.

—De hecho —continuó Arnos—, ningún alerano había oído hablar nunca de esta criatura antes de que el bárbaro os hablase de ella.

—Si tenemos en cuenta el tipo de peligro que suponen los vord, sospecho que cuando uno se entera de su existencia, ya es demasiado tarde para combatirlos. De no haber sido por el aviso de Doroga ya habríamos perdido la mitad del Reino.

—¿Y lo creéis de verdad? —preguntó Arnos.

—Sí —respondió Bernard.

—Aun así, según el bárbaro, su pueblo iletrado, tribal y mísero, sin civilización, sin artificio de las furias, de alguna manera consiguió derrotarlos en el pasado.

Bernard se detuvo durante un momento antes de hablar. Amara reconoció el gesto: era el mismo que aparecía antes de darle una reprimenda a un subordinado especialmente idiota.

—No derrotaron a los vord, senador —aclaró Bernard—. Los refugiados de su civilización consiguieron huir y sobrevivir.

—Ah —exclamó Arnos con un tono que delataba genuino escepticismo—. Vamos, conde. ¿Qué seguridad nos puede dar que toda aquello no fue una especie de conspiración planeada por los marat? El mundo está lleno de criaturas peligrosas. Me parece que no teníamos nada que temer de estos vord antes de que los marat os hablaran de ellos.

Bernard apretó la mandíbula.

—Doroga casi perdió la vida en defensa de los míos cuando luchamos juntos contra los vord. Perdió casi a dos mil guerreros luchando contra ellos antes de que llegasen a Calderon.

Arnos hizo un gesto vago con la mano.

—Vamos, Vuestra Excelencia. El Collegia contiene mil años de historia militar, cientos de batallas, grandes y pequeñas, recopiladas de manera fidedigna. La moral de una fuerza militar en el campo de batalla se rompe antes de soportar un cincuenta por ciento de bajas. ¿Vamos a aceptar la palabra de los bárbaros de que su pueblo luchó después de perder el noventa por ciento?

—Si lo dice Doroga, yo le creo.

El senador se permitió una media sonrisa ladina.

—Ya veo. Parecería que el hecho de luchar juntos contra esas criaturas, de las que solo tienen conocimiento los bárbaros, ha infundido en vos una sensación de confianza. —Se detuvo y añadió con ligereza—. O de credulidad.

Bernard se quedó mirando fijamente a Arnos durante un buen rato. Después respiró hondo y replicó con un tono paciente:

—Senador, si dejamos de lado las pruebas que no he visto con mis propios ojos, los vord siguen siendo un enemigo claramente inteligente, lleno de recursos e implacable, que no distingue entre fuerzas armadas y no combatientes. Está claro que poseen los medios suficientes para infligirle un daño tremendo a cualquiera que tenga la suficiente mala suerte como para encontrarse cerca de ellos.

Arnos se encogió de hombros, sin perder una ligera sonrisa.

—Quizá. Pero su rasgo más destacado y temido es su capacidad de reproducirse a una velocidad fantástica. Que si queda vivo uno de ellos, pueden reaparecer de la noche a la mañana. —Ladeó la cabeza antes de continuar—. No obstante, han pasado tres años desde que luchasteis con ellos, conde, y no se les ha vuelto a ver. No puedo evitar preguntarme si fue o no una mentira que os contó el marat para aumentar vuestra sensación de peligro y, con ello, la confianza que depositaríais en él después de haber superado la amenaza.

—¿Queréis decir que Doroga me mintió?

—Al fin y al cabo es un bárbaro, conde.

Bernard le lanzó al senador una sonrisa apretada.

—En las lenguas tribales de los marat no existía ninguna palabra que designara la «mentira» hasta que nos conocieron, senador. La idea misma de que se pueda decir algo falso no se implantó entre ellos hasta hace unas pocas generaciones y nunca ha sido muy secundada. El que un marat llame mentiroso a otro equivale a invitarlo a un combate a muerte, que no se rechaza nunca. Doroga no es ningún mentiroso.

—No veo cómo se puede estar seguro de eso.

—Yo sí lo estoy, senador —replicó Bernard—. Yo le ceo. Soy conde, un ciudadano del Reino y un veterano de las legiones que ha derramado sangre en defensa de Alera. Pongo la mano en el fuego por él.

—Estoy seguro de ello —reconoció Arnos con el tono de un abuelo cariñoso que habla con un joven alocado—. Nunca he puesto en duda vuestra sinceridad. Pero sospecho que el marat os ha manipulado.

Bernard se quedó mirando al senador y se encogió de hombros en un gesto que Amara le había visto cuando se estaba preparando para tirar con arco. De repente, la voz de Bernard resonó fuerte y clara, aunque sin dejar de sonar perfectamente cortés.

—Senador. Si vuelve a llamar mentiroso a mi amigo, me lo tomaré a mal.

—¿Perdón? —se sorprendió Arnos y alzó las cejas.

—Os ruego que me digáis el motivo alternativo, miope, egocéntrico y ridículo por el que hacéis caso omiso, con tanta simpleza y empecinamiento, de una amenaza evidente contra el Reino, por el mero hecho de que desearíais que no existiera. Si no podéis reprimir vuestras inclinaciones hacia la más burda calumnia, estaré muy complacido de veros en un juris macto y arrancaros personalmente vuestra lengua viperina de la cabeza.

Los murmullos se acallaron en la sala, y un profundo silencio cayó sobre ella.

Amara sintió, complacida, que la atravesaba una oleada de orgullo feroz, y se dio cuenta de que le estaba sonriendo a Bernard.

El rostro de Arnos se sonrojó hasta tornarse rojo oscuro, casi púrpura. Sin mediar palabra, se dio la vuelta y salió de la sala. Sus pasos enojados resonaban en el suelo. Poco más de un tercio de los asistentes, entre ellos muchos hombres que se encontraban también en el estrado elevado, se pusieron en pie y salieron con el senador.

Cuando se hubieron ido, Bernard movió la cabeza y lanzó un guiño casi imperceptible en su dirección.

—De acuerdo —prosiguió—. Siguiente pregunta.

Se levantó un bosquecillo de manos. Los hombres que se habían quedado, todos ellos vestidos con las túnicas o las armaduras de uniforme de las legiones, o con el cabello cortado al estilo militar, se dispusieron a escuchar.

Amara descendió a la platea después de que terminara la charla de Bernard. Estaba estrechando la mano de los pocos miembros del claustro del Collegia que se habían quedado tras la salida del senador Arnos. Giraldi se encontraba detrás de él, apoyado en el bastón. Intercambiaba bromas con otros soldados veteranos que parecían ser conocidos suyos.

Amara sonrió cuando Bernard despidió a los hombres y se acercó a ella.

—¿Le vas a arrancar la lengua viperina de la cabeza?

Él le lanzó una sonrisa fugaz.

—¿Crees que es demasiado?

Amara imitó el acento rodesio entrecortado de Arnos.

—Al fin y al cabo, sois un bárbaro, conde.

Bernard dejó escapar una carcajada, pero negó con la cabeza.

—No me ha creído.

—Es un idiota —replicó Amara—. Cuando iniciamos el viaje, ya sabíamos que nos íbamos a encontrar con un montón de ellos.

—Sí, solo que no pensaba que uno de ellos sería el senador que controla todos los fondos que la Corona reserva para las legiones. —Bernard movió la cabeza—. Y tiene seguidores. Quizá debería haber dejado que se pavonease un poco.

—Si lo hubieras hecho, no serías tú —replicó Amara—. Además, has ganado puntos entre los soldados en activo que se encontraban en la sala, cuyas opiniones van a ser las más importantes.

—También son los que más van a sufrir los recortes presupuestarios —aclaró Bernard—. Resulta muy difícil luchar contra nadie cuando solo dispones de un equipo anticuado y deteriorado. Y mucho menos, si tienes que luchar contra alguien como los vord.

—Y si le hubieras seguido la corriente al senador, ¿habría estado más dispuesto a aumentar la dotación de oro para que las legiones pudieran contar con más exploradores y tropas auxiliares?

—Es posible que no —admitió Bernard.

—Entonces no te preocupes. Has hecho lo que has podido. Y supongo que los cadetes que estuvieron allí se pasarán años comentando la manera en que desafiaste al senador. Serás la comidilla durante mucho tiempo.

—Al menos he conseguido algo positivo. ¿Por qué no lo reconoces?

Amara rio y aceptó su brazo cuando salieron de la sala de conferencias y atravesaron el patio.

Bernard le sonrió y ladeó la cabeza.

—Tienes un aspecto… No sé. Feliz, tal como yo lo veo. No has dejado de sonreír.

—No parezco feliz —replicó Amara.

—¿No?

—No, Vuestra Excelencia. —Respiró hondo antes de añadir—: Tengo el aspecto de alguien que llega tarde.

Él la miró con gesto inexpresivo durante un momento.

—Pareces… —Los ojos se le abrieron de par en par—. Oh. ¡Oh!

Ella levantó la mirada hacia su esposo y sonrió. Durante un momento pensó que el corazón se le iba a salir del pecho y subiría al cielo. No se pudo resistir a un pequeño empujón y una ráfaga de viento por parte de Cirrus, que la levantó a dos o tres metros del suelo, le hizo dar un giro danzarín y la depositó de nuevo al lado de Bernard.

Este sonrió de oreja a oreja.

—¿Estás…? Quiero decir… ¿Estás segura?

—Todo lo que se puede estar tan pronto —respondió Amara—. Tal vez tuvieras razón. Esta es la primera vez que estamos juntos durante más de un par de días.

Bernard dejó escapar una carcajada, la levantó del suelo y estuvo a punto de aplastarla con un abrazo de oso, lo que atrajo las miradas de los cadetes que iban a clase y pasaban a su alrededor. Amara disfrutó. Cuando notaba su fuerza, ese poder enorme e inconsciente, ella se sentía más suave, más tierna… y suponía que más femenina. Él hacía que se sintiera hermosa. Estaba claro que llevaba una espada colgada de la cadera y que podía usarla con una eficacia letal si era necesario, pero no dejaba de ser muy placentero sentirse de otra manera durante un tiempo.

—Necesito respirar —murmuró un momento después.

Bernard volvió a reír, la dejó en el suelo y siguieron paseando juntos, ahora muy unidos, costado con costado y con su brazo alrededor del hombro de Amara.

—¿Cuánto tiempo llevamos aquí?

—Seis semanas —murmuró Amara—. Como bien sabes.

—¿Tanto? —preguntó Bernard.

Ella le lanzó una mirada por debajo de las pestañas.

—Resulta difícil juzgar el paso del tiempo cuando uno casi no abandona el dormitorio, mi señor.

Bernard dejó escapar un sonido bajo y complacido, a medio camino entre una risita y un gruñido de satisfacción.

—Yo no tengo la culpa. El mundo exterior no me ofrece nada de interés si lo comparamos con la compañía que tengo dentro de la habitación.

—Mi señor —exclamó Amara fingiendo cara de sorpresa—. ¿Qué queréis decir?

Bernard apretó los dedos en la curva de su cintura, justo por encima de la cadera, y tiró de ella con suavidad. Amara sintió un escalofrío.

—Deja que te lo muestre.

—¿Y Giraldi? —preguntó.

—No está invitado.

Amara clavó ligeramente el codo en las costillas de Bernard.

—Esta noche no lo vamos a dejar solo, ¿verdad?

—No, no. Nos acompañará a cenar cuando recojamos a Isana. Mientras tanto está impartiendo unas clases de combate básico, aprovechando su buena reputación como instructor.

—Bien —asintió Amara—. Se buscará un problema si no encuentra algo que lo mantenga ocupado.

—Creía que estabas casada conmigo —comentó Bernard.

—Elijo mis batallas —replicó Amara—. Tú te buscarás problemas por mucho que intente evitarlo. Quizá se trata de un rasgo de familia. Os lo explicaré juntos a tu sobrino y a ti.

—Eso no es justo —protestó Bernard—. Tavi se busca muchos más problemas que yo.

—Es más joven —aclaró Amara mientras le echaba una mirada ladina de reojo y le daba un golpecito con la cadera.

—Ya te demostraré quién es joven —gruñó Bernard, pero miró hacia atrás a media frase y la sonrisa se le borró de la cara.

—¿Qué ocurre? —preguntó Amara, apoyando la cabeza en su hombro como si no hubiera pasado nada.

—Dos hombres nos están siguiendo —respondió Bernard—. Pero no estoy seguro de que sean nuestra escolta.

—¿Qué escolta? —planteó Amara.

Él alzó una ceja y la miró.

—De acuerdo. —Suspiró—. Los cursores han apostado equipos para vigilar a posibles objetivos lealistas. No quería ofenderte.

Amara se detuvo y se estiró la falda, llamó a Cirrus e hizo girar a la furia en un tipo nuevo de artificio merced al cual la luz giraba sobre sí misma, de manera que ocultaba lo que tenía delante y la dejaba ver lo que había detrás. Era un artificio difícil de formar y requería un gran esfuerzo mantenerlo, pero le bastaba con echar una mirada.

—Esos hombres no forman parte de nuestra escolta —informó en voz baja—. No los conozco.

Los ojos de Bernard se entornaron.

—Entonces hay algo que no huele bien.

—Sí —reconoció Amara—. El olor no me gusta en absoluto.