6

En opinión de Tavi, la vida de los legionares, incluso los oficiales, estaba muy sobrevalorada. Después de la semana transcurrida en el campamento de la Primera Alerana, había llegado a la conclusión que los tan cacareados prestigio y gloria del cuerpo de oficiales tan solo eran un plan diabólico diseñado por los ciudadanos con el objetivo de que los más ambiciosos se volvieran prácticamente locos.

Otro tanto se podía decir de la altísima reputación de los cursores, que para empezar le habían ordenado incorporarse a esa maldita legión.

Tavi se había considerado un agente incondicional, estoico y convencido de la Corona, sobre todo después de las pruebas a las que se había tenido que enfrentar en la Academia, donde le habían exigido una dedicación y atención constantes. Allí con frecuencia no había sido capaz de encontrar horas suficientes de sueño, y las carreras constantes por escaleras monstruosamente sádicas habían puesto a prueba sus límites físicos y mentales. Había días en que se había venido abajo, y había tenido que gritar su frustración tan solo para desahogarse.

La vida de la legión era mucho peor.

Tavi intentaba no prestarles demasiada atención a pensamientos tan cínicos, pero mientras permanecía de pie en el almacén de madera clara soportando la segunda parte de otra diatriba furiosa del tribuno Gracus, que no se esperaba ni permitía que respondiese, le resultaba difícil no sentirse un poco amargado ante aquella situación.

—¿Tienes idea del caos que has provocado? —le recriminó Gracus. El hombre de gestos bovinos golpeaba un par de dedos contra la palma de la otra mano cada pocas sílabas, y después los dirigía acusadores contra Tavi al final de cada frase—. La cantidad de harina para cada legionare es una medida precisa, subtribuno, y no está sujeta a ajustes arbitrarios por parte de mozos en su primer turno de servicio.

Gracus se calló mientras recuperaba el aliento, que Tavi aprovechó para intervenir.

—Sí, señor.

Había aprendido el ritmo de las broncas de Gracus antes de finalizar el segundo día.

—Por eso utilizamos cuencos de medida reglados y uniformizados.

—Sí, señor —repitió Tavi.

—Al introducir tus sustitutos de pacotilla has fastidiado todos mis cálculos, lo que va a dificultar los cálculos de almacenamiento durante más de un mes, subtribuno. Estaría en mi derecho si te hiciera azotar por algo así. De hecho, podría presentar cargos por ello y obligarte a compensar el desfase en el presupuesto de provisiones.

—Sí, señor —repitió Tavi por tercera vez.

Los ojos de Gracus eran pequeños y brillantes, pero los entornó más, si cabe.

—¿Detecto cierta insubordinación en tu tono, subtribuno?

—Señor, no, señor —respondió Tavi—. Solo desacuerdo.

El ceño del tribuno se frunció aún más.

—Habla.

Dado que tenía permiso para hablar, Tavi mantuvo un tono suave.

—Más de una veintena de veteranos se han quejado ante sus centuriones de que están recibiendo medidas más pequeñas de pan durante las comidas. Cuando se hubieron presentado las suficientes quejas, los centuriones pidieron que el Primera Lanza se ocupara del asunto. Lo hizo. Con arreglo al reglamento, el Primera Lanza se dirigió a un subtribuno Logistica. Y dio la casualidad de que fui el primero a quien encontró.

Gracus movió la cabeza.

—¿Adónde quieres ir a parar, subtribuno?

—Verá, señor. Investigué el asunto, y parece que una parte de la harina se pierde entre el almacén y el comedor. —Tavi se detuvo durante un momento y añadió—: Empecé verificando la exactitud de los cuencos de medida, señor.

La cara de Gracus enrojeció de rabia.

—Aunque los cuencos parecen ser reglamentarios, señor, en realidad son imitaciones que contienen las nueve décimas partes de lo que debería tener un cuenco oficial. Le pedí a uno de los herreros que forjase unos pocos cuencos de la medida adecuada, señor, hasta que los podamos sustituir con objetos de la medida reglamentaria.

—Ya veo —intervino Gracus, cuyo labio superior estaba cubierto de sudor.

—Señor, supongo que alguien ha debido de cambiar los cuencos por imitaciones y después ha vendido la harina sobrante. O tal vez nos hallemos ante ladrones con muy pocos escrúpulos y los arrestos suficientes como para revenderle el grano a la legión y obtener el consiguiente beneficio. —Tavi se encogió de hombros—. Si queréis que me enfrente a los cargos, señor, comprendo vuestra decisión. Pero estimo que la cantidad de dinero que se ha obtenido con todos estos manejos no equivale a mucho más que un anillo de plata y un par de botas nuevas. Creo que lo hemos descubierto antes de que el daño fuera realmente grave.

—Ya es suficiente, subtribuno —le cortó Gracus con voz temblorosa.

—Por supuesto —prosiguió Tavi—, si queréis presentar cargos contra mí o aplicarme medidas disciplinarias, el capitán se verá obligado a abrir una investigación. Estoy seguro de que será capaz de descubrir quién le está robando qué a quién, señor. Tal vez sea la mejor solución.

La cara de Gracus se volvió púrpura. Cerró los ojos, y el anillo de plata que llevaba en la mano izquierda golpeó nervioso en la coraza. Sus botas nuevas chirriaron en el suelo al cambiar incómodamente de posición.

—Subtribuno Scipio, estás acabando con mi paciencia.

—Os pido perdón, señor —se disculpó Tavi—. No era mi intención.

—Oh, sí que lo es —bufó Gracus—. Tienes suerte de que no te tire a un pozo y lo cierre contigo dentro.

Desde la entrada del edificio alguien tosió educadamente y golpeó la madera con los nudillos.

—Buenas tardes, señores —saludó el maestro Magnus, que dio un paso al frente con una sonrisa en los labios—. Espero no ser inoportuno.

La mirada de Gracus era casi venenosa. Tavi estaba seguro de que si las miradas matasen, él ya estaría muerto.

—En absoluto, ayuda de cámara —murmuró antes de que Gracus pudiera contestar—. ¿En qué os puedo ayudar?

—El capitán Cyril os manda saludos, tribuno. ¿Sería posible que el subtribuno Scipio se uniera a él en el campo de maniobras?

Tavi le frunció el ceño a Magnus, pero la expresión del anciano maestro no le reveló nada.

—¿Con vuestro permiso, señor?

—Por qué no —respondió Gracus con voz suave—. Puedo aprovechar el tiempo para pensar en la mejor manera de que aproveches tus energías. Quizás algo relacionado con el saneamiento.

Tavi consiguió no fruncirle el ceño al tribuno, pero sintió cómo la mejilla se le movía con un tic nervioso. Saludó y se fue con Magnus.

—¿Se trataba de los cuencos de medida? —murmuró Magnus después de haberse alejado un poco.

Tavi arqueó una ceja.

—¿Lo sabíais?

—Que los tribunos de logística esquilmen a su legión no es precisamente una novedad —explicó Magnus—. Aunque por regla general disimulan un poco mejor sus manejos. A Gracus le falta la picardía para hacerlo bien.

Iban dejando atrás filas y más filas de tiendas dispuestas de manera perfecta. Al menos, en la semana que había transcurrido desde su llegada, los peces habían aprendido el procedimiento correcto para levantar una tienda. Tavi le frunció el ceño a Magnus.

—¿Y el capitán lo sabe?

—Desde luego.

—Entonces ¿por qué no hace nada? —preguntó Tavi.

—Porque aunque Gracus es un estafador incompetente, también es un oficial de logística muy capaz. Lo necesitamos. Si el capitán ordenase una investigación oficial, habría manchado el honor de Gracus, habría arruinado su carrera y lo habría tenido que licenciar de la legión por una joya y un par de botas nuevas.

Tavi sonrió.

—Así que el capitán está haciendo la vista gorda.

—No es un legado, Tavi. Es un soldado. Su tarea consiste en que la legión que está formando y manteniendo sea una fuerza militar fuerte y eficaz. Si eso significa hacer caso omiso de una, dos o tres indiscreciones entre sus oficiales, estará dispuesto a pagar el precio.

—¿Aunque eso represente menguar las raciones para la legión?

Magnus sonrió.

—Pero no reciben raciones menores, subtribuno. Los cuencos se han sustituido y el problema ha desaparecido.

—El Primera Lanza —suspiró Tavi—. El capitán me lo envió.

—No lo hizo —replicó Magnus, con una sonrisa de oreja a oreja—. Aunque es posible que malinterpretara algún comentario que me hizo y que compartiera dicho malentendido con Valiar Marcus.

Tavi gruñó y pensó en ello durante un momento.

—Me estaba poniendo a prueba —concluyó—. Quería saber cómo iba a reaccionar ante aquel hecho.

—Muchos hombres habrían recurrido al chantaje para obtener una parte de los beneficios —explicó Magnus—. Ahora el capitán sabe que eres honrado. Se ha cortado por lo sano con la codicia de Gracus. Los legionares tienen su ración completa de comida y la legión conserva a su tribuno Logistica. Todo el mundo gana.

—Excepto yo —suspiró Tavi—. Después del día de hoy, Gracus me va a tener hundido hasta las rodillas en las letrinas durante un mes.

—Bienvenido a las legiones —asintió Magnus—. Te sugiero que lo aceptes como parte de tu aprendizaje.

Tavi frunció el ceño.

Salieron por la puerta occidental y recibieron los saludos precisos por parte de los dos peces de túnicas marrones y dotados de armas de entrenamiento que estaban de guardia. A un centenar de metros de la puerta se extendía un campo ancho, que se había aplanado perfectamente mediante un artificio de las furias. Un ancho anillo ovalado de piedra rodeaba el campo: un tramo de calzada para hacer prácticas, construida con las mismas propiedades que las calzadas que atravesaban el Reino.

Cuatro cohortes completas de reclutas se encontraban sobre la senda. Ensayaban una marcha rápida en formación. Si se utilizaban con criterio, las furias insertadas en las calzadas del Reino permitían que el viajero mantuviera durante varias horas un ritmo de carrera con el mismo esfuerzo que si estuviera andando. La mayoría de los reclutas no usaban la calzada de la manera correcta. En lugar de moverse en filas rectas, su formación parecía un cometa: un elemento sólido abría camino, seguido de rezagados que iban cada vez más lentos, más alejados y más cansados.

En el centro del campo, los centuriones instruían a algunos reclutas en el uso de las armas, mientras que otros practicaban con los escudos de acero de un legionare de verdad. Aprendían un artificio básico de metal que les permitiría fortalecer los escudos para que resistieran mejor los impactos. Todo eso, además, les iba a permitir reforzar sus armas y armaduras en la misma medida. Otros reclutas estaban sentados en grupos dispersos alrededor de sus instructores, que les mostraban la manera correcta de llevar y mantener la armadura, cuidar las armas de la manera adecuada, y una docena más de aspectos relacionados con la legión.

Tavi y Magnus esperaron que una cohorte de peces en forma de cometa pasara de largo por la calzada de entrenamiento. Después cruzaron hacia una plataforma de observación de madera que se encontraba más o menos en el centro del campo. El terreno que rodeaba la torre servía como centro de avituallamiento de agua para los reclutas sedientos. También albergaba una enfermería para los novatos que habían sucumbido a la fatiga o a quienes, como Tavi, el instructor de armas les había enseñado una lección especialmente dura.

El capitán Cyril se hallaba en lo alto de la plataforma de observación. El sol relucía en su armadura y en la calva. Estaba inclinado sobre la barandilla y hablaba en voz baja con el tribuno Cadius Adriano, un hombre más pequeño y delgado enfundado en la armadura ligera y con los colores boscosos de un explorador. Adriano señaló a los reclutas que corrían por el tramo posterior de la calzada y le murmuró algo al capitán. Entonces apuntó hacia un grupo de peces enfundados en las aparatosas armaduras de instrucción. Cyril asintió y entonces bajó la mirada para ver a Tavi y a Magnus en la base de la plataforma.

Cadius Adriano siguió la mirada del capitán, saludó y bajó por la escalera de la plataforma. El jefe de los exploradores de la legión saludó con la cabeza a Tavi y a Magnus, que le devolvieron el saludo, y se alejó.

—Lo he traído, señor —gritó Magnus—. Lo ha hecho.

El capitán Cyril tenía un rostro rocoso y prácticamente inmóvil, bronceado hasta el extremo debido al tiempo pasado en el campo. La más leve de las sonrisas provocaba una oleada de arrugas que marcaban sus rasgos.

—Que suba.

Tavi se volvió hacia la escalerilla y Magnus le tocó el brazo.

—Muchacho —murmuró en una voz tan baja que casi no se podía oír—. Recuerda cuáles son tus deberes. Pero no intentes engañarle.

Tavi frunció el ceño, asintió y subió por la escalerilla antes de unirse al capitán en la plataforma. Llegó arriba, se puso firmes y saludó.

—Descanso —ordenó Cyril con rapidez, mientras lo saludaba con una mano y se volvía hacia el campo.

Tavi se acercó a su lado. Ninguno de los dos dijo nada durante un buen rato, y Tavi esperó a que el capitán rompiera el silencio.

—No hay muchos subtribunos novatos capaces de enfrentarse de ese modo a su oficial al mando —murmuró finalmente Cyril—. Eso requiere cierto valor.

—En realidad no, señor —replicó Tavi—. No podía hacer nada en mi contra sin revelar lo que había hecho.

Cyril gruñó.

—Hay maneras de superar ese inconveniente. Quizá no pueda dañar tu carrera, pero puede hacer que tus deberes sean muy desagradables.

—Sí —reconoció Tavi con sencillez.

Cyril volvió a sonreír.

—Un estoico, ya veo.

—No me asusta el trabajo, señor. Pasará.

—Eso es cierto. —El capitán miró a Tavi con gesto interrogante—. He revisado tu expediente —comentó—. No eres lo que se dice un artífice de las furias.

Una punzada de irritación mezclada con un oleada de dolor traspasó el pecho de Tavi.

—Acabo de recibir la instrucción básica de las legiones —aclaró Tavi, lo que era cierto, si se tenía en cuenta el expediente falso que habían proporcionado los cursores—. Un poco de metal. Sé manejar una espada. No como los grandes, pero me defiendo.

El capitán asintió.

—A veces los hombres abandonan su camino para ocultar sus talentos, por muchas razones diferentes. Algunos no quieren responsabilidades. Otros no quieren sobresalir. Otros avergonzarían a un padre ilegítimo si destacaran demasiado. Como tu amigo, Maximus.

Tavi esbozó una sonrisa.

—Yo no soy así, capitán.

Cyril estudió a Tavi durante un momento, y después asintió lentamente.

—Yo también carezco de ese tipo de talento. Lástima —comentó y devolvió su atención al campo—. Tenía la esperanza de reclutar a algunos caballeros más.

Tavi arqueó una ceja.

—¿Caballeros? ¿No disponemos de una unidad completa, señor?

La armadura de Cyril chirrió al encogerse de hombros.

—Tenemos caballeros, pero ya sabes el activo tan valioso que pueden ser ese tipo de talentos. Todo Gran Señor del Reino quiere todos los caballeros que puede contratar, comprar, tomar prestados o robar. En especial, si tenemos en cuenta las tensiones vividas de un tiempo a esta parte. Nuestros caballeros son en su mayor parte…, eh…, ¿cómo decirlo?

—¿Peces, señor? —sugirió Tavi—. ¿Caballeros Pisces?

El capitán resopló.

—Bastante cerca. Aunque yo habría dicho que son jóvenes y torpes. Solo tenemos un caballero Ignus, y en estos momentos lo están tratando de sus quemaduras. —Cyril movió la cabeza—. Más o menos una docena de Terra y Flora no están mal, pero les queda un montón de trabajo por delante, y no son suficientes. No tenemos ningún caballero Ferro. Y todos los demás, sesenta, son caballeros Aeris.

Tavi alzó las cejas.

—La mayoría de las legiones matarían para tener tantos caballeros Aeris, señor.

—Sí —suspiró Cyril—. Si fueran capaces de volar.

—¿Y no es así? —preguntó Tavi—. Creía que era un requisito necesario para formar parte de ellos, señor.

—Oh, la mayoría pueden despegar del suelo. Pero volver a bajar de una pieza ha resultado ser un problema. Si el tribuno Fantus y el joven Antillus no hubieran estado allí para amortiguar los impactos, y lady Antillus no hubiera llegado con su hijo, habríamos tenido alguna que otra baja definitiva.

Tavi frunció el ceño.

—Quizá Maximus les podría ayudar. Quiero decir que les podría instruir.

El capitán soltó una carcajada.

—Sería inapropiado. Y lo necesito donde está. Aun así, no dejaría que se acercase a los caballeros Pisces. ¿Lo has visto volar?

Tavi frunció el ceño durante un momento y pensó en ello.

—No, señor.

—Más que volar, lo que hace es dar unos saltos enormes. A veces es capaz de aterrizar de pie. Otras veces se golpea con algo. Incluso lo hemos tenido que sacar de un lodazal. No puedo contar todas las veces que se ha roto las piernas.

Tavi volvió a fruncir el ceño.

—Eso… No suena demasiado a Max, señor.

—Supongo que no habla mucho de ello. Nunca consigue bajar, pero no creo que deje de intentarlo. Entonces lo vi llegar a caballo. Maldita vergüenza. Pero estas cosas pasan.

—Sí, señor —asintió Tavi, inseguro de lo que debía decir.

—Scipio —prosiguió el capitán—. Aún no te he pedido tu juramento a la legión.

—No, señor. Imaginaba que por eso me habíais llamado.

—Así es —reconoció Cyril y entornó los ojos—. No soy idiota, muchacho. Un montón de hombres están aquí por sus propias razones. Y algunos más lo están por las razones de otros.

Tavi se quedó mirando el campo de maniobras y permaneció en silencio, inseguro de decir nada.

—Solo te voy a hacer una pregunta. ¿Puedes jurar lealtad a esta legión, a estos hombres, más allá de ninguna duda, de ninguna limitación?

—Señor… —empezó Tavi.

—Es importante —le cortó el capitán—. Todos tenemos que saber que podemos confiar los unos en los otros. Eso les servirá a la Corona y al Reino, sin importar los peligros o las dificultades. Que no vamos a dejar atrás a ningún hermano ni dudaremos en dar la vida los unos por los otros. En caso contrario, esto no sería una legión. Solo una turba de hombres con armas. —Se giró para mirar a Tavi—. ¿Me puedes mirar a los ojos y jurarlo, joven?

Tavi levantó la vista y se encontró con los ojos de Cyril.

—Estoy aquí para servir a la Corona, señor. Sí.

—¿Entonces tengo tu juramento?

—Lo tenéis.

El capitán se quedó mirando a Tavi durante un momento, asintió con un gesto brusco y le tendió la mano. Tavi parpadeó durante un segundo y se la estrechó.

—Me gusta que mi gente trabaje duro, subtribuno, pero sospecho que nos llevaremos bien. Retírese.

Tavi saludó y el capitán le devolvió el saludo. Tavi se volvió hacia la escalerilla, pero se detuvo cuando llegó una oleada de gritos desde abajo. Levantó la mirada y vio un pequeño grupo de reclutas con sus túnicas marrones que corrían hacia la enfermería llevando a un hombre herido. Estaban manchados de sangre, que dejaba un reguero en la hierba al pasar.

—¡Ayuda! —gritó uno de ellos, con la voz aguda a causa del pánico—. ¡Sanador!

Se acercaron, y Tavi pudo ver más sangre, carne pálida y un paño empapado y sangriento presionado sobre el cuello de un hombre desmayado, cuya piel era de un tono grisáceo. De una de las grandes tiendas apareció un sanador, y Tavi vio cómo su gesto se llenaba de alarma y empezaba a ladrar órdenes de inmediato.

Los reclutas cambiaron de posición al herido para dejar que se acercara el sanador, y la cabeza del hombre cayó sin fuerzas hacia Tavi, con los ojos ciegos y vidriosos.

A Tavi se le detuvo el corazón.

Era Max.