50

Amara se precipitó a través de la fina niebla y descubrió que estaba tremendamente fría. Había atravesado muchas veces una cubierta de nubes, pero nunca con tan poca ropa. El paisaje que quedaba a sus pies era de una incomodidad tan sofocante como el resto del Reino en esa época del año. Pero parecía que el sol le había negado a estas nubes antinaturales su calor, como si las rodeara para alcanzar a la tierra que se extendía debajo de ellas. No podía ver a más de una docena de metros en medio de la niebla, lo cual, dada la velocidad a la que volaba, equivalía a estar ciega.

Aquello no era lo más conveniente, si se tenía en cuenta lo que habitaba en las nubes que había creado la hechicería.

Amara empezó a temblar y no se molestó en engañarse diciendo que se debía al cambio de temperatura.

Durante un tiempo tremendamente inquietante todo estuvo en silencio, con el único sonido del paso constante del viento que ahogaba sus jadeos rápidos. Y entonces oyó unos sonidos agudos y lejanos, como si fueran los aullidos de los pequeños lobos del desierto de las secas montañas al este de Parcia. Los gritos recibieron respuesta inmediata desde todas las direcciones. Aunque Amara no podía ver a las criaturas que emitían esos sonidos, se acercaron e hicieron más fuertes con gran rapidez.

Vislumbró un movimiento parpadeante por el rabillo del ojo y cambió inmediatamente de rumbo: viró con un giro cerrado que provocó un remolino en la niebla. Alto tangible le rozó la cadera y sintió una quemadura repentina y aguda como la picadura de las hormigas rojas. Entonces empezó a salir de la niebla y descubrió que las cuatro alas de caballeros Aeris que la perseguían estaban cruzando la parte inferior de las nubes, extendidos en una línea de búsqueda y dirigiéndose directamente hacia ella.

Una vez más, Amara ganó velocidad, sobre todo cuando la niebla que tenía a su espalda estalló de repente con aullidos y movimientos. El horror con tentáculos que los canim habían colocado en la niebla salió disparado tras ella. Los caballeros Aeris los vieron venir e intentaron evitar la masa de pesadilla, pero una vez más Amara había calculado muy bien sus movimientos y no tuvieron más remedio que hundirse en un bosque de ramas que quemaban y picaban.

Los hombres gritaban y morían, y de repente se quedó sin perseguidores.

El corazón le latía a toda velocidad a causa del terror y la exaltación por haber sobrevivido, y al mismo tiempo luchó contra una vergüenza y un asco mareante por la muerte y el dolor de los que era responsable. Algunos de los caballeros podrían pasar a través de las criaturas, pero ninguno de ellos iba a estar en condiciones de perseguir el carruaje. Si no estaban muertos, desde luego tendrían que abandonar la caza.

Amara descendió con toda la velocidad que le fue posible, hacia el carruaje que seguía huyendo, y descubrió que lo estaban atacando.

Más caballeros Aeris habían abandonado la caza, y quizás una docena de ellos habían alcanzado al carruaje. Volando por encima y por delante del vehículo se encontraba un ala de cinco hombres: lord Kalarus y sus Inmortales. Amara no podía ver por qué no habían atacado ya y derribado el carruaje. Parecía que estaban esperando algún tipo de movimiento.

Media docena de caballeros se aproximaron a cada lado del carruaje, por debajo del nivel de sus ocupantes, para atacar a los porteadores. Alguien debió gritar una advertencia porque, de repente, el vehículo descendió de golpe un par de metros, viró hacia un lado, y se precipitó casi directamente contra los atacantes por el flanco.

Los caballeros Aeris descendieron y arrojaron lanzas a través de las ventanillas del carruaje, pero la puerta del vehículo se abrió de golpe y en el hueco apareció Aldrick ex Gladius. Tenía las piernas dobladas y colgaba de una mano sujeta a algo que había dentro del carruaje. Mientras tanto, blandía la espada larga con la otra. Un par de tajos rápidos partieron dos lanzas, provocó una herida en el muslo de uno de los caballeros, que estalló como una fuente letal de sangre, y le abrió una herida larga en el cuero cabelludo al segundo caballero, de manera que la sangre le cubrió la cara y los ojos, y formó una neblina a su espalda.

Lady Aquitania se deslizó por debajo del brazo de Aldrick y levantó la mano con un gesto imperioso. Volutas de humo blanco se formaron en la punta de sus dedos, que giraban como tormentas en miniatura antes de lanzarlas lejos a medida que se expandían hasta formar un banco enorme de una niebla casi opaca. Desde su posición, por encima y por detrás de ellos, Amara vio cómo el carruaje se lanzaba hacia un lado y después al otro. Los caballeros Aeris atacantes tuvieron que alejarse, cegados e incapaces de apoyarse entre ellos. Y eso, sin mencionar el hecho de que si cometían el más mínimo error o simplemente tenían mala suerte, se arriesgaban a estrellarse contra todo el peso del carruaje zigzagueante y eso podía ser tremendamente peligroso estando tan cerca de las copas de los árboles.

Eso lo explicaba todo. Kalarus sabía que lady Aquitania estaba allí y que solo utilizaría artificios de agua menores, guardando sus fuerzas para cuando él personalmente asaltara el carruaje. Kalarus no era un tipo valiente y malgastaba las vidas de sus caballeros en un esfuerzo por cansar —o si tenían suerte incluso podrían herir o matar— a lady Aquitania. Pero la táctica le proporcionaba la máxima ventaja que podía obtener en esta situación y la estaba empleando sin compasión. Simplemente contemplando la labor de los porteadores, Amara podía decir que se estaban cansando. Los movimientos y las maniobra con tanto peso los estaban agotando.

Los caballeros enemigos estaban esperando cuando el carruaje surgió del banco de nubes de lady Aquitania y reanudaron el ataque de inmediato. Esta vez estaban preparados. Se acercaron por un lado y la puerta del vehículo se abrió de golpe. De ese modo Aldrick golpeó a uno de los caballeros, pero el movimiento borroso de un brazo movido por un artificio de las furias lanzó la jabalina contra el enorme espadachín.

El brazo de Aldrick se movió en una parada perfecta, quizás una décima de segundo demasiado tarde, y la lanza tirada hacia abajo le entró por el muslo derecho y le salió por la parte trasera de la pierna.

El espadachín se tambaleó y estuvo a punto de caer. Aunque Amara sabía que, en caso de necesidad, Aldrick podía hacerle caso omiso a un dolor lo suficientemente fuerte como para dejar inconsciente a un hombre, ese talento no le iba a servir para recomponerle la pierna de modo que soportase su peso si había quedado dañada. Lady Aquitania lo agarró por el cuello y tiró de él hacia el interior del carruaje, de manera que los caballeros Aeris se acercaron más con las lanzas y las espadas preparadas para atacar.

Uno se echó hacia atrás y cayó con unos giros salvajes y descontrolados mientras se desvanecía entre los árboles, quizás alcanzado por un golpe o un arma. Otro se acercó demasiado y tiraron de él hasta meter la cabeza y los hombros dentro del carruaje; a continuación lo tiraron como una piedra, con la cabeza bamboleando sobre un cuello roto. Otra explosión de niebla blanca lo ocultó todo a la vista de Amara, pero pudo oír los gritos y los chillidos mientras los caballeros enemigos seguían cerca, continuando con el ataque en lugar de retirarse.

Kalarus acercó su ala un poco más a la acción y sacó la espada con un movimiento aparentemente preparatorio, similar al de un lobo lamiéndose los morros. Hizo un gesto con la espada, completamente concentrado en el carruaje, le gritó a su escolta y…

… y Amara se dio cuenta de que no habían detectado su presencia.

La boca de Amara se quedó completamente seca y, durante un segundo, pensó que sus manos iban a soltar la espada. Kalarus Brencis, Gran Señor de Kalare. Uno de los titanes del artificio de las furias, un hombre que había conseguido llevar al borde del agotamiento a lady Placida y lady Aquitania, que las había atacado y había librado una batalla por el control del cielo mientras mantenía un velo alzado, manteniéndose en el aire y coordinando el ataque de sus hombres. Con la reputación de ser un espadachín de la más alta categoría y con un talento para el artificio de las furias que una vez pudo apagar todo un incendio forestal cuando estaba a punto de consumir una plantación de sus maderas más preciosas y caras. Otras historias sostenían que había matado un leviatán que atacaba sus costas, y que ejercía el poder y la autoridad con una habilidad consumada y calculadora, de manera que amenazaba con derribar a Gaius de su trono.

Peor aún, Amara había visto parte de lo que había creado en su ciudad para las personas que estaban sometidas a él y sabía lo que era en realidad: un monstruo en todos los sentidos importantes de la palabra, un asesino odioso que había esclavizado a niños con collares disciplinarios hasta convertirlos en los locos Inmortales que le servían, cuyos agentes habían asesinado a los cursores por toda Alera; los compañeros de Amara. Algunos, sus amigos. El hombre no respetaba la vida de nadie, excepto la suya. Si se volvía contra Amara, la podía aplastar con la misma facilidad que un hombre aplastaba a una hormiga y con la misma cantidad de preocupación.

Si no se daba cuenta de que estaba allí —no hasta que fuera demasiado tarde—, podía tener una oportunidad. Solo era un hombre. Peligroso, poderoso y capaz, pero seguía siendo un hombre. Ni siquiera necesitaba descargar un golpe mortal. Se encontraban quizás a unos sesenta metros por encima del carruaje, pero si lo podía atraer hacia abajo y conseguir que perdiera el control durante unos segundos, el bosque no le iba a tratar de manera diferente que como había tratado a sus hombres caídos.

El más mínimo error significaría su muerte, y Amara lo sabía.

Si no hacía nada, estaba claro que derribaría el carruaje y mataría a todos sus ocupantes.

Eso hacía que su decisión fuera muchísimo más fácil de lo que habría pensado. Aunque empezó a temblar con más fuerza, mientras se sumergía en una oleada mareante de su propio miedo, también siguió adelante, reforzando su corriente de viento todo lo posible pero sin llamar la atención de Kalarus o de alguno de sus caballeros. Se situó por encima de ellos, observándolos y juzgando lo mejor que podía el curso que iban a tomar.

Y entonces se aferró a la espada con tanta fuerza que el dolor le recorrió todo el brazo derecho, justo antes de despedir a Cirrus y, con la furia, su flujo de viento.

Amara se precipitó contra la forma pequeña del carruaje que se encontraba muy abajo, cayendo en un silencio total, sin el uso del artificio de las furias que descubriría su presencia a alguien con el poder y la habilidad de Kalarus. Sabía cómo controlar la caída, con los brazos y las piernas estiradas, mientras iba ganando velocidad, completamente concentrada en su objetivo: la nuca desnuda del Gran Señor de Kalare, una tira de piel pálida que se mostraba en medio de los pliegues de ropa de su capa gris y verde.

De repente se desplazó varias decenas de metros en un latido, aunque seguía debajo de ella y volando en el curso estimado, vigilando cuando el carruaje surgiera de la niebla formada por el artificio de las furias. Amara levantó la espada con las dos manos en la empuñadura y bajó la punta mientras caía.

Amara gritó y golpeó, llamando a Cirrus mientras lo hacía.

El viento se convirtió en un vendaval enorme y caótico cuando Cirrus perturbó las corrientes de aire de Kalarus y su escolta.

En el último segundo, uno de los Inmortales que volaba al lado de Kalarus miró hacia arriba y giró inmediatamente sobre sí mismo, colocando su cuerpo entre la espada de Amara y la espalda de Kalarus.

Amara golpeó al Inmortal con una fuerza tremenda. La espada atravesó la cota de malla como si no la llevara y se hundió en él hasta la empuñadura. Sintió el impacto como un mazazo terrible que le hizo temblar todo el cuerpo a la vez. Oyó un crujido y el brazo izquierdo se convirtió en un dolor ardiente. El mundo daba vueltas en círculos mareantes y a través del dolor casi no podía sentir la presencia de Cirrus.

Algo le golpeó en la parte baja de la pierna y sintió cómo las cintas de la sandalia se soltaban y se llevaban consigo el calzado. Aquello la hizo reaccionar y vio que había golpeado las ramas más finas de un árbol especialmente alto y la piel se le había abierto con la precisión y limpieza de la incisión de un cuchillo. Llamó desesperadamente a Cirrus, incapaz de discernir nada a través de la neblina de sensaciones, dolor, color y sonido. De alguna manera consiguió no desaparecer entre los árboles, y se encontró volando al lado del carruaje con un rumbo zigzagueante, como si estuviera borracha y con el brazo izquierdo colgando inútil y sin la espada.

—¡Condesa! —gritó lady Placida—. ¡Cuidado!

Amara parpadeó durante un segundo antes de girarse y ver cómo uno de los caballeros Aeris se abalanzaba sobre ella con la lanza en la mano. Empezó a virar, pero sabía que era inútil. Era demasiado lenta.

El caballero enemigo tiró hacia atrás la espada para golpear. Una flecha lo alcanzó en el cuello, provocando un estallido repentino de sangre mientras se desplomaba impotente contra los árboles.

Amara parpadeó y se volvió para mirar hacia el carruaje.

El conde de Calderon estaba agachado encima del vehículo con el arco de guerra en la mano, las piernas abiertas y braceando contra el aullido del viento. Estaba encima del carruaje simplemente manteniendo el equilibrio, sin ningún tipo de arnés de seguridad, sin ni siquiera una cuerda para afianzarse. Bernard se había quitado la capa y su expresión mostraba la indiferencia fría y distante de un arquero profesional. Moviéndose con una precisión calculada, colocó otra flecha con los ojos fijos por encima y detrás de Amara, y el proyectil salió volando.

Amara se dio la vuelta para ver cómo acertaba en otro caballero enemigo, aunque la flecha se había desviado con el viento y había impactado en el brazo derecho del hombre en lugar del corazón. Gritó y redujo la velocidad, controlando cuidadosamente el vuelo para dejar que el enemigo se alejara.

—¡Amara! —gritó Bernard, mientras cogía una punta del arco y le extendía la otra.

Aturdida aún, tardó un segundo en comprender lo que debía hacer, pero agarró el arco y dejó que Bernard tirase de ella para aterrizar sobre el techo del carruaje. Se quedó sentada durante un momento y Bernard disparó dos veces, aunque falló. Sin la posibilidad de tocar la tierra y conseguir la fuerza de su furia, solo podía tirar de la cuerda una parte de la distancia normal, lo que dificultaba la puntería y cambiaba la dinámica del vuelo de la flecha. Y a pesar de su habilidad, las turbulencias del vuelo hacían que fuera muy difícil acertar en un blanco a menos que se encontrase a unos pocos metros de distancia, y por el momento los caballeros Aeris mantenían las distancias, girando y virando mientras se acercaban y alejaban para provocar los disparos de Bernard y que este gastase las flechas en lanzamientos que era bastante difícil que acertasen en sus enemigos. Podían ver, lo mismo que Amara, que en la aljaba solo quedaban un puñado de flechas, pero cuando Bernard se dio cuenta de lo que estaban haciendo, ya solo quedaban tres.

Los pensamientos de Amara se aceleraron de repente. Le seguían doliendo el brazo y el hombro izquierdos, pero eran molestias menores y lejanas. Una mirada hacia las copas de los árboles más cercanos le indicó que el carruaje se desplazaba a gran velocidad, pero que se estaba bamboleando, perdiendo peligrosamente el equilibrio a medida que se diluían las fuerzas de los porteadores.

—¿Qué estás haciendo, so loco? —le gritó a Bernard.

—Dentro no había sitio para disparar, amor mío —respondió Bernard.

—Si sobrevivimos a esto, te mataré con mis propias manos —le amenazó. Se inclinó por un lateral y gritó—: ¡Lady Aquitania! ¡Más velocidad!

—¡No os puede oír! —respondió Aldrick, con la voz quebrada por el dolor—. ¡Las dos hacen todo lo que pueden para mantener el carruaje en el aire!

Estalló un relámpago rojo y una sombra cayó hacia la parte trasera del vehículo.

Amara miró hacia atrás y vio a Kalarus descendiendo hacia ellos. La capa estaba destrozada en una docena de sitios por las ramas del mismo árbol que había convertido el lado izquierdo de la cara en carne hinchada y ensangrentada. Apretaba los dientes con odio y rabia y cuando se encontró con los ojos de Amara, la hoja de su espada empezó a brillar de repente como el hierro en la forja, rojo, después naranja y finalmente rojo blanco. El metal chirrió con una protesta angustiosa.

Bernard movió las manos con gestos borrosos y disparó dos flechas a medida que Kalarus se iba acercando. El Gran Señor de Kalare las desvió con la hoja ardiente, destrozándolas con sus puntas capaces de atravesar una armadura. Kalarus se acercaba con la muerte en los ojos. Amara lanzó a Cirrus contra él, pero fue como si intentase detener la carga de un gargante con un trozo de seda. El Gran Señor pasó a través de la furia como si no hubiera estado allí.

Amara quería gritar de frustración y terror, en una protesta inútil de que esta basura, esta, esta… criatura la iba a matar a ella, a su esposo, a todo el mundo en el carruaje y precipitar Alera al caos total. Se volvió hacia Bernard, buscando sus ojos. Quería que estuviera mirándolo cuando la espada de Kalare le quitase la vida. No quería mirar al animal que la iba a matar.

El rostro de Bernard estaba pálido, pero sus ojos no tenían ni rastro de derrota, ni deseos de rendición. Miró a Amara con rapidez y le guiñó el ojo.

Entonces colocó en la cuerda la última flecha y la disparó cuando Kalare se encontraba a unos tres metros del carruaje. Una vez más, Kalare hizo una mueca burlona y la espada se movió con una gracia sinuosa que golpeó la flecha antes de que lo pudiera alcanzar. El astil se convirtió en astillas.

Pero la punta de la flecha, un cristal tallado y translúcido de sal de roca, como las que había utilizado contra los manes del viento en Calderon, explotó y se convirtió en polvo.

Se precipitó contra las furias del viento de Kalarus, envolviéndolo, desgarrando sus corrientes de viento, liquidando el poder que lo mantenía en el aire.

Kalarus tuvo tiempo de mostrar una expresión desconcertada de sorpresa e incredulidad.

Y entonces gritó mientras caía como una piedra sobre los árboles de abajo.

Después descendió el silencio, excepto por el trueno del viento constante.

Bernard bajó lentamente el arco y dejó escapar el aire. Asintió pensativo antes de decir:

—Creo que le voy a escribir a Tavi y darle las gracias por esta idea.

Amara se quedó mirando a su esposo, incapaz de pronunciar palabra.

Tenía que decirle a los porteadores que siguieran adelante todo el tiempo que pudieran antes de aterrizar para descansar bajo el follaje del bosque, en algún lugar cerca de un arroyo grande o un río pequeño, para que pudieran avisar al Primer Señor. Pero eso podía esperar un momento. Por ahora necesitaba mirarlo a la cara para darse cuenta de que estaban vivos y juntos, lo que era mucho más importante que simples reinos.

Bernard se pasó el arco por el hombro y se arrodilló al lado de Amara, tocándola suavemente en el brazo.

—Tranquila. Vamos a ver lo que le has hecho.

—Una de tus flechas de sal —comentó en voz baja, moviendo la cabeza.

Bernard le sonrió con unos ojos relucientes con brillos verdes, marrones y flecos dorados; colores de vida, crecimiento y calidez.

—Las pequeñas cosas son siempre las más importantes —comentó—. ¿No te parece?

—Sí —reconoció Amara y le besó suavemente en la boca.

—Excelente —reconoció la figura de agua de Gaius, una silueta translúcida que carecía de los colores sólidos que solía utilizar el Primer Señor—. Bien hecho, condesa. ¿Cómo se encuentran las rescatadas?

Amara se encontraba a la orilla de un torrente rápido que fluía desde las colinas a muchos kilómetros de Kalare. Aquí el bosque era especialmente espeso y casi no habían conseguido aterrizar sin destrozar el carruaje. Los porteadores se habían quedado dormidos al instante, sin ni siquiera desabrochar los arneses de vuelo. Bernard se acercó a cada uno de los hombres, desenganchándolos del carruaje y dejando que se estirasen en el suelo. Las Grandes Señoras se encontraban en un estado similar, aunque lady Aquitania consiguió sentarse decorosamente en la base de un árbol antes de reclinar la espalda y contemplar cómo Odiana ayudaba a Aldrick a acercarse al torrente para cuidarle la herida.

No parecía que lady Placida tuviera fuerzas suficientes para mantener la cabeza erguida, pero insistió en quedarse con Aticus Elania, que había resultado herida durante el vuelo, no por ningún arma, sino cuando Aldrick cayó herido en el interior del carruaje. Había caído pesadamente contra uno de los bancos abarrotados y le había roto el tobillo a la muchacha. Lady Placida había conseguido calmar el dolor de Elania y después se había dejado caer en la hierba para dormir.

Rook bajó del carruaje con los ojos cerrados, sosteniendo la mano de su hija. Encontró una zona cerca de la orilla del torrente, donde la luz del sol calentaba la tierra. Se sentó bajo la luz, abrazando a su hija, con la cara cansada hundida a causa de la conmoción.

—¿Condesa? —la pinchó Gaius con suavidad.

Amara volvió a mirar la figura de agua.

—Mis disculpas, sire. —Respiró hondo antes de continuar—: Aticus Elania Minora ha resultado herida durante la huida, pero no es nada serio. Un tobillo roto. Dentro de nada se curará con un artificio.

Gaius asintió.

—¿Y lady Placida?

—Agotada, pero bien, sire.

Gaius levantó una ceja interrogativa.

Amara se explicó.

—Lady Aquitania y ella se han agotado por el esfuerzo de dar velocidad a nuestra huida e impedir la persecución. Solo algo más de una veintena de un total de casi cien caballeros Aeris consiguieron alcanzarnos, y sin el esfuerzo de las señoras estoy segura que nos habrían superado y matado.

—¿Dónde estáis ahora? —preguntó Gaius, pero de inmediato levantó una mano—. No, mejor no lo digas. Otros podrían observar esta conversación. Sin entrar en detalles, ¿cuál es vuestra situación?

—Seguimos adelante todo lo que pudimos después de la caída de Kalarus, sire, pero no conseguimos llegar demasiado lejos. Es posible que en una segunda búsqueda nos pueda encontrar, así que solo vamos a descansar durante una o dos horas y seguiremos adelante.

Gaius alzó ambas cejas.

—¿Kalarus cayó?

Amara sonrió e inclinó la cabeza.

—Cortesía del buen conde de Calderon, sire. No estoy segura de que haya muerto, pero si ha sobrevivido, dudo mucho que esté en condiciones de dirigir una revolución.

Gaius mostró de repente los dientes en una sonrisa lobuna.

—Querré los detalles en persona en cuanto sea posible, condesa. Por favor, exprésale mi agradecimiento a Su Excelencia de Calderon —indicó el Primer Señor—, y también a las damas y sus vasallos.

—Intentaré mantener una expresión neutra cuando lo haga, sire.

Gaius echó la cabeza hacia atrás y rio, y al hacerlo la imagen de agua cambió. Durante un instante tuvo más color, más detalles y más animación. Entonces movió la cabeza.

—Os dejaré descansar y viajar, cursor —comentó.

—¿Sire? —preguntó Amara—. ¿Hemos llegado a tiempo?

Gaius asintió.

—Eso creo. Pero me tengo que mover con rapidez. —La imagen miró a Amara a los ojos, antes de que Gaius hiciera un levísima reverencia con la cabeza—. Bien hecho, Amara.

Amara respiró hondo a la vez que sentía una oleada de orgullo y satisfacción.

—Muchas gracias, sire.

La imagen volvió a descender al torrente y Amara se dejó caer pesadamente en la orilla, mientras el brazo le seguía latiendo, aunque la incomodidad se iba desvaneciendo lentamente. Miró hacia un lado a Bernard, que estaba de pie al lado de lady Aquitania, a la sombra del mismo árbol, sus ojos distantes, como su estuviera conectado a las furias de tierra y madera que tenía vigilando para que no se acercase nadie.

—Hola, Amara —saludó Odiana con alegría.

A pesar del cansancio y la incomodidad, Amara dio un respingo de sorpresa y el dolor le envió un mensaje plateado desde el hombro a la base del cuello. La bruja de agua se había acercado totalmente en silencio y le había hablado a medio metro de distancia.

—Lo siento —se disculpó Odiana, sin ocultar demasiado la diversión en las palabras—. No pretendía asustaros de esta manera. Eso ha debido de doler un montón. Saltar de esa manera… ¡Pobrecilla!

—¿Qué queréis? —preguntó Amara en voz baja.

Sus ojos oscuros brillaron.

—Arreglaros el pobre hombro, pequeña peregrina. Sois tan útil para vuestro señor como un halcón con un ala. No lo podemos permitir.

—Estoy bien —replicó Amara en voz baja—. De todas formas, os lo agradezco.

—No, no —negó Odiana moviendo un dedo—. No se dicen mentiras. Os prometo que dejará de doler.

—Ya está bien de burlas —intervino lady Aquitania con suavidad.

Odiana le frunció el ceño a lady Aquitania y le enseñó la lengua antes de ponerse en pie para seguir su paseo perezoso por la orilla del torrente.

Lady Aquitania se levantó del pie del árbol.

—Ahora nos encontramos en una encrucijada, cursor. Debemos tomar decisiones difíciles.

—¿Sobre qué? —preguntó Amara.

—El futuro —respondió lady Aquitania—. Por ejemplo, yo debo decidir si permitiros vivir o no va a resultar útil o un inconveniente. Al fin y al cabo sois una agente muy capaz de la Corona. Teniendo en cuenta el ambiente político, os podéis convertir en un obstáculo pequeño pero significativo para mis planes si volvéis vuestra mano contra mí. —Le dedicó a Amara una mirada pensativa—. Pero estáis en situación de resultar muy útil si alcanzamos algún tipo de acuerdo.

Amara respiró hondo para tranquilizarse.

—Supongo que era mucho esperar que fuerais a actuar de buena fe una vez conseguido lo que queríais —replicó en voz baja.

—No estamos jugando la partida por aries de cobre, cursor. Lo sabéis tan bien como yo.

—Sí. Pero ya he escuchado antes esta oferta. Creo que sabéis cuál fue mi respuesta.

—La última vez que se planteó la oferta —aclaró lady Aquitania—, no estabais casada.

Amara entornó los ojos.

—¿Estáis segura de que os vais a salir con la vuestra? —preguntó con tono helado.

—¿Si decido tomar ese camino? —Lady Aquitania se encogió de hombros—. Puedo explicar simplemente que nos descubrió por la noche una de las partidas de búsqueda de Kalarus y que hay pocos supervivientes.

—¿Y creéis que la gente se va a creer semejante tontería?

—¿Por qué no, querida? —replicó lady Aquitania con tono frío—. Al fin y al cabo le acabáis de decir a Gaius que el grupo aún corre el riesgo de que lo descubran. —También entornó los ojos con su cara pálida tan inexpresiva como una piedra—. Y no quedará nadie para contradecirme. No solo me saldré con la mía, condesa, sino que lo más probable es que me den otra medalla.

—Mi respuesta es no —replicó Amara en voz baja.

Lady Aquitania arqueó una ceja.

—Los principios son buenos y sanos, condesa. Pero en esta situación concreta, vuestras opciones son muy limitadas. Podéis trabajar para mí… o Aldrick le puede cortar la cabeza a Aria, momento en que volveré a plantear la pregunta.

Amara miró con dureza hacia atrás, donde el espadachín, que seguía cojo, se cernía sobre la figura reclinada de lady Placida, con la espada en una guardia alta.

—Ahora mismo —continuó lady Aquitania—. Lo más probable es que Gaius esté en contacto con Placida, explicándole que su esposa está segura. Pero si muere ahora, las furias que controla quedarán libres con resultados catastróficos para las tierras y los campesinos de Placida. Desde su posición no tendrá muchas más alternativas que llegar a la conclusión de que Gaius le ha traicionado.

—Suponiendo que cumpláis la amenaza —replicó Amara—. No creo que seáis capaz de matar a sangre fría a otro miembro de la Liga.

—¿No lo soy, condesa? —preguntó lady Aquitania con frialdad en la voz—. Sabéis que soy perfectamente capaz de mataros a todos antes de permitir que os interpongáis en mi camino. Lo sabéis.

Amara miró a Rook, que abrazaba con fuerza a Masha en la orilla del torrente y tenía la cabeza agachada en un intento por pasar desapercibida.

—¿Incluso a la niña?

—Los niños de padres asesinados con frecuencia crecen para buscar venganza, condesa. Esa es una vida dura abocada a un final terrible. Le estaré haciendo un favor.

Bernard colocó la punta de la daga ligeramente sobre la nuca de lady Aquitania, agarrando un puñado de su cabello lustroso para que no se moviese.

—Vais a ser tan amable de decirle a Aldrick que enfunde la espada, Vuestra Gracia —le ordenó.

Aldrick apretó los dientes con un gruñido.

El labio de lady Aquitania se retorció en una mueca.

—¿Odiana, querida?

De repente el agua surgió del torrente con una serie de tentáculos que no eran tan terribles como los de las bestias de las nubes canim. Rodearon a Rook y Masha como serpientes, encerrándolas en un abrazo mortal. Durante un segundo angustioso, uno de los tentáculos de agua les cubrió la nariz y la boca, ahogándolas antes de que Odiana hiciera un gesto y les permitiera respirar de nuevo.

Lady Aquitania miró a Amara y ladeó la cabeza con una expresión que la desafiaba a responder.

—Hay un fallo en el razonamiento, Vuestra Gracia —explicó Amara en voz baja—. Aunque los mercenarios las maten, estaréis muerta.

La sonrisa de lady Aquitania se volvió aún más desdeñosa.

—En realidad, hay algo con lo que no habéis contado, condesa.

—¿Con qué?

Lady Aquitana echó la cabeza hacia atrás y rio, mientras su cuerpo sufría cambios y la cara se contorsionaba con rasgos diferentes, y cuando volvió a bajar la cabeza, era Odiana la que se encontraba en el lugar que había ocupado lady Aquitania.

—Yo no soy lady Aquitania.

—De verdad, condesa —comentó la voz de lady Aquitania detrás de Amara—. Estoy algo desilusionada con vos. Estaba bastante segura de que descubriríais el cambio.

Amara miró hacia atrás y descubrió que era lady Aquitania, y no Odiana, la que controlaba el artificio de agua en el que estaban atrapadas Rook y Masha.

—¿Podéis evaluar ahora la situación, cursor? —prosiguió lady Aquitania—. El juego ha terminado. Habéis perdido.

—Quizá sí. —Amara sintió cómo la boca le dibujaba una sonrisita y le hizo un gesto a Rook—. Quizá no.

Rook lanzó una sonrisa dura y desagradable, antes de que se produjese un estallido de luz y una repentina nube de vapor provocada por la figura en llamas de un halcón, la furia de fuego de lady Placida, que destruyó las ataduras de agua y se lanzó contra lady Aquitania como un cometa en miniatura.

En ese mismo instante, la figura inconsciente de lady Placida barrió la pierna buena de Aldrick y el herido cayó al suelo. Antes de que se pudiera recuperar, tenía a lady Placida sobre su espalda con una rodilla apoyada entre los omoplatos y una cuerda fuerte alrededor del cuello.

Lady Aquitania levantó las manos para contener la carga de la furia de fuego. Se tambaleó y resbaló por la orilla hasta caer en el agua.

Rook se puso en pie antes de empezar a cambiar, haciéndose más alta y más delgada hasta que apareció lady Placida en su lugar, con la niña sorprendida apoyada en la cadera. Levantó la otra mano y la furia de fuego regresó a su muñeca, descansando en ella, mientras miraba a lady Aquitania.

Al mismo tiempo, la figura encima de Aldrick también empezó a cambiar hasta convertirse en Rook, que lo tenía atrapado.

—Debo confesar que estoy algo desilusionada con vos —le dijo Amara a lady Aquitania; arrastraba las palabras—. Estaba bastante segura de que descubriríais el cambio. —Le mostró los dientes a lady Aquitania—. ¿Creíais realmente que no me daba cuenta de que espiabais mis conversaciones con Bernard?

El rostro de lady Aquitania se empezó a ruborizar de enfado.

—¿Me creísteis de verdad cuando dije que no tenía ni idea de lo que podíais hacer, ni idea de lo que podíais preparar, ni idea de si os volveríais o no contra nosotros? —Amara negó con un gesto—. Nunca intenté evitar que escucharais porque quería que lo oyeseis, Vuestra Gracia. Quería que creyerais que ibais a tratar con un corderito indefenso. Pero para seros sincera, no creía que fuerais tan estúpidamente egocéntrica como para caer en la trampa.

Lady Aquitania apretó los dientes, rabiosa y empezó a salir del agua.

—Invidia —le advirtió lady Placida, haciendo un pequeño gesto con la muñeca en la que descansaba la furia de fuego—. La semana se me ha dado muy mal.

—¿Podéis evaluar ahora la situación? —preguntó Amara con tono duro—. Este juego se ha acabado. Habéis perdido.

Lady Aquitania tomó aire lentamente, mientras hacía un esfuerzo visible para controlar su temperamento.

—Muy bien —reconoció con una voz baja y peligrosa—. ¿Cuáles son vuestras condiciones?

—Innegociables —respondió Amara.

—¿Te puedo hacer una pregunta? —preguntó Bernard.

—Desde luego —respondió Amara.

—¿Cómo sabías que esas dos iban a cambiar de forma durante el rescate?

—Por la presencia de Odiana —contestó Amara—. Con el corazón en la mano, ¿para qué se necesitaba su presencia si no era para eso? Lady Aquitania no necesitaba traer una sanadora de recambio y no puedo imaginar que permitiese la presencia de una loca como ella en una operación como esta solo para que estuviera en compañía de Aldrick. No necesitaba nada de eso. Necesitaba a alguien que se pudiera parecer a ella y servir de doble, su as en la manga. Parecía razonable que lady Aquitania quisiera ocultar su verdadera identidad durante el intento de rescate. De esta manera, si salía mal, o si a largo plazo Kalarus se hacía con el trono, podría negar su implicación.

Bernard negó con la cabeza.

—Yo no sé pensar de una manera tan retorcida. ¿E indujiste a lady Placida y a Rook a que hicieran lo mismo? ¿Intercambiar sus identidades?

—Sí, de manera que, durante el enfrentamiento, lady Aquitania actuara contra los objetivos equivocados y nos diera la oportunidad de vencerla por completo.

—Habrá quien diga —replicó Bernard en voz baja— que deberíamos haberlos matado.

Amara se encogió de hombros.

—Es muy posible que lady Aquitania y sus vasallos se hubieran llevado por delante a algunos de nosotros si hubieran tenido la seguridad de que iban a morir. El compromiso ha permitido que salgamos ilesos. Y teniendo en cuenta los contactos y las influencias de lady Aquitania, detenerla y someterla a juicio habría sido un ejercicio inútil.

—Puede que esa respuesta no satisfaga a algunos —murmuró Bernard—. Esas personas te dirían que podrías haberlos matado con total impunidad en cuanto se rindieron.

—¿Personas como Gaius? —sugirió Amara.

—Él es una de ellas —asintió Bernard.

Amara se volvió hacia su esposo y lo miró fijamente a los ojos.

—Juré conservar y defender el Reino, mi señor. Y eso significa que estoy sometida a la ley. No se arresta, juzga, sentencia y ejecuta a los prisioneros sin un procedimiento legal. —Levantó la barbilla—. Ni una agente de la Corona rompe su palabra, una vez dada. Además, el Primer Señor sigue necesitando el apoyo de Aquitania hasta que estén sometidas las legiones de Kalare. Asesinar a su esposa habría reducido el entusiasmo de su apoyo.

Bernard estudió su cara con un gesto indescifrable.

—Esa gente es peligrosa, Amara. Para mí, para mi familia, para ti. Estamos en tierras deshabitadas en medio del caos de la guerra. ¿Quién se iba a enterar?

Amara le devolvió la mirada con serenidad.

—Yo lo sabría. Las personas decentes no asesinan a otros seres humanos si no es necesario. Y, al fin y al cabo, Invidia ha prestado un gran servicio al Reino.

—Tienes razón. Hasta que se torció un poco hacia el final —gruñó Bernard.

Amara cogió la cara de Bernard con las dos manos.

—Déjala que tenga su mundo. Es frío y vacío. Para nosotros no basta con ganar, mi señor. No basta con sobrevivir. No quiero vivir en un reino en el que los cálculos del poder se impongan a la justicia y a la ley, sin importar lo inconveniente que sea para la Corona.

Bernard mostró los dientes en otra sonrisa blanca y ancha. Le dio un tierno beso.

—Eres más de lo que se merece ese anciano —comentó.

Ella le dedicó una cálida sonrisa.

—Ten cuidado, mi señor esposo. Si hablas más de la cuenta, tendré que informar al Primer Señor de tus opiniones sediciosas.

—Hazlo. ¿Cuánto crees que tardarán en salir de allí?

Estaban sentados juntos en el carruaje. Rook, que no se separaba de su hija, se había quedado dormida mientras la abrazaba, con la mejilla descansando sobre los rizos de Masha. Las mejillas de la niña se habían sonrojado con la calidez del sueño profundo de los niños pequeños. Lady Placida y Elania también estaban sesteando.

—Quizás unos diez minutos —respondió Amara—. En cuanto lady Aquitania haya descansado un poco, romperá las cuerdas y liberará a los demás. Pero sin transporte para sus vasallos, nos tendrá que perseguir sola. No lo hará, aunque lady Placida no estuviera en disposición de destruir su imagen pública y el apoyo de la Liga Diánica con su dañino testimonio sobre una conspiración para cometer asesinato.

Bernard asintió.

—Ya veo —admitió—. ¿Y qué impide que los porteadores nos dejen caer al suelo y vayan a buscarla?

—Son mercenarios, mi amor. Les hemos ofrecido dinero. Montones de dinero.

—De acuerdo —asintió Bernard—. Nos hemos salido con la nuestra. Aunque tengo la sensación de que lo debo preguntar… ¿Por qué los hemos dejado desnudos? ¿Para ralentizarlos?

—No —bufó Amara—. Porque esa bruja venenosa se lo merecía.

Los ojos de Bernard se entornaron y se giró para depositar un beso lento y tierno en la boca de Amara y otro sobre cada uno de los párpados. Amara descubrió que una vez cerrados, sus ojos se negaron a volverse a abrir y se recostó en la calidez deliciosa de Bernard y se quedó dormida antes de dejar escapar un suspiro de placer.