Isana se despertó con la sensación de vacío en el basto colchón de paja que tenía a su lado. Sentía frío en la espalda. Sus sentidos eran un caos confuso de gritos y luces raras, y tardó un momento en librarse lo suficiente de la desorientación del sueño como para reconocer los sonidos que la rodeaban.
Las botas resonaban a la carrera sobre la tierra dura, y marcaban los pasos de muchos hombres. Centuriones veteranos ladraban órdenes. El metal repicaba sobre el metal al marchar juntos los legionares cubiertos de armadura, de manera que hombreras, grebas, espadas, escudos y otras partes de acero blindado se rozaban entre sí en pequeñas colisiones. Los niños lloraban. En algún sitio, no muy lejos, un caballo entrenado para la guerra dejó escapar un relincho frenético y furioso de pánico y ansiedad. Pudo oír cómo su jinete intentaba hablar con él en tono bajo y sereno.
Un latido más tarde, la tensión asaltó sus sentidos como artífice del agua, una marea de emociones más poderosa que cualquier otra que hubiera sentido en la docena de años transcurridos desde que se encontró con Rill, su furia de agua. Lo más importante de esa oleada feroz era el miedo. Los hombres que la rodeaban estaban aterrados porque temían perder la vida: la Legión de la Corona, la fuerza con más experiencia y mejor instruida de Alera se estaba ahogando en el miedo. Otras emociones lo acompañaban con igual fuerza. En primer lugar, la excitación, seguida por la determinación y la rabia. Por debajo de todo ello fluían corrientes oscuras de lo que solo podía describir como lujuria… y otra emoción, tan silenciosa que la habría podido pasar por alto de no haber sido por su presencia constante y creciente: resignación.
Aunque no sabía lo que estaba ocurriendo, estaba segura de que los hombres de la legión que la rodeaban se estaban preparando para morir.
Bajó tambaleante del colchón, sin más vestido que su piel, y consiguió encontrar la blusa, un vestido y la túnica. Retorció el cabello para formar un moño, aunque el dolor de hombros y espalda era insoportable mientras lo hacía. Recogió su sencilla capa de lana y se mordió el labio. Entonces decidió qué hacer a continuación.
—¿Guardia? —llamó con voz vacilante.
Un hombre entró de inmediato en la gran tienda, vestido con una armadura idéntica a la del resto de legionares, excepto quizá por lucir un número desacostumbrado de melladuras y rasguños. Su presencia era una mezcla perfecta de confianza, calma de acero y un miedo racional y controlado. Se quitó el yelmo con una mano e Isana reconoció a Araris Valeriano, el guardia personal del príncipe.
—Mi señora —saludó con una inclinación de cabeza.
Isana sintió cómo se le ruborizaban las mejillas. Su mano se precipitó hacia la cadena de plata que llevaba alrededor del cuello, y tocó el anillo que colgaba de ella por debajo de la ropa. Pero lo apartó para que fuera a descansar sobre la firmeza redonda e hinchada de su vientre.
—No veo cómo puedo ser vuestra señora —replicó—. No me debéis ninguna lealtad.
Durante un instante, los ojos de Araris brillaron.
—Mi señora —repitió con un énfasis cortés—. El deber obliga a mi señor, pero me ha pedido que os venga a buscar en su lugar.
La espalda de Isana le volvió a dar una punzada. Por si no hubiera sido suficiente, el bebé se removió con su energía inquieta y habitual, como si oyera los sonidos en la noche y los reconociera.
—Araris, mi hermana…
—Ya está aquí —la interrumpió con tono firme.
El joven de aspecto normal se dio la vuelta e hizo un gesto con la mano. Entonces la hermana pequeña de Isana entró corriendo en la tienda, cubierta con la gran túnica gris de viaje del propio Araris.
Alia corrió al encuentro de Isana, quien la abrazó con fuerza. Alia era pequeña y había salido a su madre, todo dulzura y curvas femeninas. Tenía el cabello del color de la miel fresca. Con dieciséis años era una tentación dolorosa para muchos de los legionares y de los seguidores del campamento, pero Isana la había protegido con todas sus fuerzas.
—Isana —jadeó Alia sin aliento—. ¿Qué ocurre?
Isana tenía casi diez años más que su hermana. El talento de Alia con el artificio de las furias se inclinaba, como el de Isana, hacia el agua. Sabía que la muchacha casi no podía recordar su nombre a causa de la presión de las emociones que crecían a su alrededor.
—Calla y recuerda que debes calmar la respiración —le susurró a Alia y levantó la mirada hacia Araris—. ¿Rari?
—Los marat están atacando el valle —respondió con voz tranquila y precisa—. Ya han atravesado los puestos avanzados en el extremo más alejado y vienen hacia aquí. Están preparando unos caballos para las dos. Todos los hombres libres del campamento tienen que retirarse hacia Riva a toda prisa.
Isana respiró hondo.
—¿Retirarnos? ¿Realmente son tantos los marat? Pero ¿por qué? ¿Cómo?
—No os preocupéis, mi señora —la tranquilizó Araris—. Nos hemos visto en situaciones peores.
Pero Isana lo pudo ver en los ojos del hombre y oír cómo resonaba en su voz. Estaba mintiendo.
Araris creía que iba a morir.
—¿Dónde? —le preguntó—. ¿Dónde está?
Araris sonrió sin ganas.
—Los caballos están preparados, mi señora. Si me queréis a…
Isana levantó la barbilla y pasó al lado del hombre. Miró a derecha e izquierda. El campamento era un caos, o al menos esa era la impresión que daban los seguidores del campamento de la legión. Los legionares se movían con rapidez y ansiedad, pero también con precisión y disciplina, e Isana pudo ver cómo se formaban las filas a lo largo de la empalizada que rodeaba el campamento.
—¿Tengo que ir a buscarlo en persona, Rari?
El tono seguía siendo tranquilo y amable, pero Isana pudo sentir el enojo cariñoso detrás de su respuesta.
—Como deseéis, mi señora. —Se volvió hacia los dos mozos de cuadra que sostenían las riendas de los caballos, movió una mano y ordenó—: Vosotros dos, conmigo. —Empezó a andar hacia la parte oriental del campamento—. Señoras, si me acompañan por aquí. Debemos darnos prisa. No sé cuándo llegará la horda, y cualquier instante puede ser precioso.
Y fue en ese momento cuando Isana vio por primera vez la guerra.
Las flechas cayeron de la oscuridad. Uno de los mozos de cuadra gritó, pero los relinchos del caballo cuyas riendas tenía en las manos ahogaron el grito. Isana se dio la vuelta con el corazón resonando de repente como truenos en sus oídos. Todo se movía muy despacio. Vio cómo el mozo se tambaleaba y caía con una flecha marat de plumas blancas clavada en el vientre. El caballo relinchó y movió la cabeza como si quisiera arrancar la flecha que se había hundido en uno de los músculos que le recorrían el cuello.
Los gritos surgieron de la oscuridad. Los guerreros marat, de piel y cabello pálidos, aparecieron del fondo de los carromatos de suministros que habían llevado al campamento durante la tarde. Blandían armas hechas de lo que parecía vidrio negro y piedra.
Araris se dio la vuelta y se movió como un rayo. Isana solo se pudo quedar helada por la impresión cuando tres flechas volaron hacia ella. La espada de Araris las hizo astillas y un gesto casual de sus manos recubiertas de acero evitó que estas le golpeasen en la cara. Se enfrentó a un grupo de marat aulladores y los atravesó como un hombre en un mercado abarrotado. Giró los hombros y las caderas, se puso de puntillas y se deslizó entre los transeúntes, y dibujó una pirueta perfecta con la que evitó tropezar con algo caído en el suelo.
Cuando se detuvo, todos los marat yacían en el suelo, convertidos en un festín de cuervos.
Movió la espada hacia un lado para limpiarla de sangre, la enfundó y tendió la mano como si no hubiera ocurrido nada de importancia.
—Por aquí, mi señora.
—Por aquí, mi señora —murmuró una voz baja y muy masculina—. No debemos preocuparnos por haber salido hace tanto tiempo. Estoy seguro de que podréis ver las ventajas.
Isana levantó la cabeza desde el cómodo asiento donde había quedado dormida. Estaba dentro de la litera que había enviado Aquitania para llevarla volando desde Isanaholt. El sueño había sido muy vívido, profuso en detalles y recuerdos, y tardó más tiempo del habitual en írsele de la cabeza. El sueño de la pasada noche no había dejado de repetirse durante los dos últimos años. El miedo, la confusión y el peso aplastante de la culpa se iban sucediendo en su mente como si fuera la primera vez que los sentía. Como si volviera a ser inocente.
Todo eso la ponía enferma.
No obstante, el sueño también le devolvía los breves momentos de alegría, la cálida excitación de aquellos días de primavera de su juventud. Durante esos pocos segundos ella no era consciente de lo que estaba haciendo en ese momento. Tenía de nuevo una hermana.
Tenía un marido. Un amor.
—Acabo de comprarte una chica nuevecita, Attis —se burló una voz femenina desde el exterior de la litera con tono claro y confiado—. Te divertirás hasta que regrese.
—Es encantadora —reconoció el hombre—. Pero no eres tú. —El tono se volvió irónico—. A diferencia de la última.
La puerta de la litera aérea se abrió, e Isana tuvo que llamar a Rill para que evitara que las lágrimas le llenaran los ojos. Los dedos de Isana tocaron la forma del anillo que llevaba debajo de la blusa. Todavía colgaba de la cadena que le rodeaba el cuello. A diferencia de ella, seguía brillando, ajena al paso de los años.
Apartó los restos del sueño lo mejor que pudo y obligó a sus pensamientos a regresar al presente.
El Gran Señor Aquitanius Attis, que cinco años antes había perpetrado una conspiración que se saldó con la muerte de cientos de habitantes del valle de Calderon, abrió la puerta de la litera y le hizo un saludo cortés a Isana. Parecía un león, y combinaba la gracia del movimiento equilibrado con la potencia física. Su melena de color dorado oscuro le caía hasta los hombros, y en los ojos casi negros brillaban chispazos de inteligencia. Se movía con total confianza, y su artificio de las furias no tenía igual en todo el Reino, a excepción del Primer Señor en persona.
—Estatúder —saludó con educación a Isana moviendo la cabeza.
Ella le devolvió el saludo, aunque al hacerlo sintió cómo se le envaraba la nuca. No confiaba en que pudiera sonar cortés cuando hablaba con él, de manera que permaneció en silencio.
—Me gusta disfrutar de mis vacaciones lejos de casa —murmuró la voz de la mujer que ahora estaba más cerca—. Y soy perfectamente capaz de cuidarme sola. Además, tienes pendiente tu propio trabajo.
La mujer subió a la litera y se instaló en otro banco. La Gran Señora Aquitania Invidia parecía hasta en el último detalle el modelo de la élite ciudadana: pálida, de cabello oscuro, alta y majestuosa. Aunque Isana sabía que lady Aquitania se encontraba en la cuarentena, como su esposo y la propia Isana, aparentaba unos veinte años. Como todos los bendecidos con suficiente poder en el artificio del agua, disfrutaba de una continuada apariencia de juventud.
—Buenas tardes, Isana.
—Mi señora —murmuró esta.
Aunque no albergaba más cariño por la mujer que por lord Aquitania, al menos podía ser educada con ella, aunque no hubiera calidez en su voz.
Invidia se volvió hacia su marido y se inclinó hacia delante para besarlo.
—No te quedes levantado hasta las tantas de la madrugada. Necesitas descansar.
Él arqueó una ceja dorada.
—Soy un Gran Señor de Alera, no un academ alocado.
—Y verdura —añadió, como si él no hubiera hablado—. No te atiborres de carne y dulces, ni dejes de lado las verduras.
Aquitania frunció el ceño.
—¿Vas a comportarte así durante todo el tiempo si insisto en ir contigo?
Ella le lanzó una sonrisa muy dulce.
Él hizo girar los ojos y le dio un beso rápido.
—Mujer imposible —cedió—. Muy bien, se hará como tú quieres.
—Desde luego —concluyó ella—. Adiós, mi señor.
Él inclinó la cabeza ante ella, le hizo un gesto a Isana, cerró la puerta y se retiró. Golpeó dos veces el lateral de la litera.
—Capitán, cuida de ellas —ordenó.
—Mi señor —respondió una voz masculina desde el otro lado de la puerta y los caballeros Aeris levantaron la litera.
El viento aumentó hasta alcanzar el rumor sordo y constante con el que Isana se había ido familiarizando durante los dos últimos años, y una fuerza invisible la aplastó contra el asiento cuando la litera se elevó hacia el cielo.
Pasaron un buen rato en silencio, durante el cual Isana reclinó la cabeza en el cojín y cerró los ojos con la esperanza de que la pretensión de dormir soslayaría la necesidad de conversar con Lady Aquitania. Sus esperanzas fueron en vano.
—Me disculpo por la duración del viaje —comentó Lady Aquitania al cabo de unos momentos—. Pero los vientos superiores son siempre engañosos en esta estación y este año son especialmente peligrosos. Por esto tenemos que volar mucho más bajo de lo habitual.
Isana no dio voz a la idea de que aun así estaban mucho más altos que en un paseo sobre el suelo.
—¿Supone alguna diferencia? —preguntó sin abrir los ojos.
—Cerca de tierra resulta más difícil mantenerse en el aire y volar con rapidez —replicó lady Aquitania—. Mis caballeros Aeris tienen que contar el viaje en kilómetros en lugar de leguas. Si tenemos en cuenta el número de paradas que debemos hacer para visitar a mis apoyos, tardaremos mucho más en alcanzar nuestro destino.
Isana suspiró.
—¿Cuánto más?
—Casi tres semanas, según me han explicado. Y ese es un cálculo optimista que parte de la base de que en cada parada nos espera un equipo de caballeros Aeris descansados.
Tres semanas. Demasiado tiempo para fingir que estaba dormida sin insultar a su patrona de manera abierta. Aunque Isana estaba al tanto de su valor para Aquitania y sabía que podía evitar el servilismo y la adulación que exigían patrones tan poderosos, existían límites que no podía traspasar. En consecuencia, abrió los ojos.
La boca de labios carnosos de lady Aquitania se curvó con una sonrisa.
—Pensé que sabríais apreciar la información. Ibais a tener un aspecto algo absurdo si os quedabais ahí sentada con los ojos cerrados durante todo el camino.
—Por supuesto que no, mi señora —replicó Isana—. ¿Por qué iba a hacer algo así?
Los ojos de Invidia se endurecieron durante un instante.
—Según tengo entendido, planeáis una pequeña reunión con vuestra familia en Ceres.
—Después de la reunión de la Liga, por supuesto —reconoció Isana—. Se me ha asegurado un arreglo alternativo para mi viaje de vuelta a Calderon si mis planes os resultan inconvenientes.
Los rasgos fríos de Invidia se iluminaron con una sonrisa pequeña pero que parecía sincera.
—Ahora ya casi nadie discute conmigo, Isana. En realidad estaba deseando emprender este viaje.
—Lo mismo que yo, mi señora. Echo de menos a mi familia.
Invidia volvió a reír.
—Os pediré poca cosa más allá de las visitas a las personas que me apoyan y la reunión de la Liga —le aseguró antes de ladear ligeramente la cabeza e inclinarse un poco hacia delante—. Aunque no os han informado del orden del día de la reunión.
Isana ladeó la cabeza.
—Gracus Albus y su personal han recibido una invitación para asistir a la reunión.
—El Senador Decano —murmuró Isana y se le abrieron los ojos de par en par—. ¿La propuesta de emancipación para el Senado?
Lady Aquitania suspiró.
—Si el resto de la Liga percibiera el significado tan bien como vos…
—Deberían pasar un tiempo dirigiendo una explotación —replicó Isana con ironía—. La experiencia permite que seas muy consciente de las consecuencias más amplias de acciones pequeñas pero significativas.
La Gran Señora se encogió de hombros.
—Quizá tengáis razón.
—¿Gracus apoyará la propuesta?
—Nunca se ha opuesto al movimiento abolicionista. Su esposa, su hija y su amante me aseguran que lo hará —respondió lady Aquitania.
Isana frunció el ceño porque desaprobaba ese tipo de manipulaciones, aunque era la herramienta principal y favorita de la Liga Diánica.
—¿Y el Senado?
—Resulta imposible estar seguros —reconoció lady Aquitania—. No se puede saber qué deudas se pueden cobrar en un asunto tan importante como este. Pero tenemos que luchar por ello. Isana, por primera vez en la historia de Alera es posible que abolamos la institución de la esclavitud. Para siempre.
Isana frunció el ceño de pensamiento. Se trataba de un objetivo que valía la pena y que tendría el apoyo de las personas con conciencia de todas las regiones. En la mayor parte del Reino los esclavos se enfrentaban a unas vidas muy lúgubres: trabajo duro y pocas posibilidades de conseguir comprar la libertad, aunque la ley obligaba a los propietarios a concedérsela si él (o ella) conseguían reunir su precio de compra. Las esclavas no tenían ningún recurso cuando las obligaban a usar sus cuerpos, pero tampoco lo tenían los hombres cuando se llegaba a ese punto. Todos los niños nacían libres, al menos desde el punto de vista legal, aunque la mayoría de los propietarios utilizaban diversas formas de tasación o de contratos para ellos, lo que en la práctica significaba su esclavización desde el nacimiento.
Se suponía que las leyes del Reino protegían a los esclavos, para limitar la institución a aquellos que habían entrado en ella por voluntad propia y que con el tiempo podían comprar su contrato y recuperar la libertad. Pero la corrupción y las influencias políticas permitía que, en la práctica, los Grandes Señores hicieran caso omiso de las leyes y trataran a sus esclavos como creyeran más oportuno. Desde el momento en que se había convertido en la aliada de lady Aquitania en la Liga Diánica, Isana había aprendido mucho más de lo que nunca hubiera soñado sobre los abusos que sufrían los esclavos en todo el Reino. Había creído que su encuentro con el esclavista Kord había sido la peor pesadilla de su vida. Pero se sintió enferma cuando se enteró de que, si la comparaban con el resto del Reino, su conducta no era mucho peor que la media.
La Liga Diánica era una organización limitada a ciudadanas del Reino. Tenía estatus y poder de influencia, pero muy poco poder legal y real, y luchaba desde hacía años para recabar apoyos en su cruzada por la abolición de la esclavitud. Por primera vez se encontraba en posición de alcanzar sus propósitos, porque mientras los Grandes Señores y el Primer Señor controlaban las fuerzas militares del Reino, el código penal de Alera y la salvaguarda de la ley civil, así como la elaboración y administración de dichas leyes, quedaban en manos del Senado electo.
La esclavitud había sido una institución civil desde su establecimiento, y el Senado tenía la potestad de aprobar leyes nuevas sobre la esclavitud… o abolirla por completo. La Liga Diánica lo consideraba el primer paso para conseguir la igualdad legal para las mujeres del Reino.
Isana frunció el ceño. Aunque lady Invidia siempre había hecho honor a su palabra y a sus obligaciones como patrona, Isana no se hacía ilusiones de que tuviera ningún interés personal en la emancipación. Aun así, a Isana le resultaba difícil resistirse al atractivo inherente a la consecución de semejante sueño: la destrucción de una injusticia tan grande.
En cualquier caso, no estaba en condiciones de pensar con la lógica fría y desapasionada que requería la política. No con una reunión tan cercana con las personas a las que más quería. Isana sólo quería ver de nuevo a Tavi, vivito y coleando, aunque los silencios incómodos producto de algunos deslices en la conversación cuando se mencionaba cualquier aspecto remotamente relacionado con la política o con las lealtades, hacían que la perspectiva fuera un poco agridulce. Quería retomar el contacto con su hermano. Entre la dirección de la explotación y los viajes, poco frecuentes pero regulares, por cuenta de Invidia Aquitania y que la alejaban de su hogar, había tenido cada vez menos posibilidades de juntarse con su hermano pequeño. Lo echaba de menos.
Isana no dejaba de percibir la ironía que suponía atravesar medio Reino para verlos de nuevo, ni el hecho que la estuviera llevando Aquitania. Tampoco negaba la pura realidad de que se lo había buscado ella misma al aliarse con su patrono actual, que tenía la ambición clara e implacable de conseguir la Corona.
Aun así, Isana se obligó a alejar a su familia de sus pensamientos y analizar la situación con frialdad. ¿Qué ganaba Aquitania con la abolición de la esclavitud?
—No se trata de la libertad —murmuró en voz alta—. No para vos. Se trata de ponerle trabas a la economía de Kalare. Sin la mano de obra esclava no podrá obtener todo el rendimiento de sus tierras de cultivo. Estará tan ocupado intentando cubrir gastos que no será rival para vuestro esposo en la lucha por la Corona.
Lady Aquitania se quedó mirando a Isana durante un momento con una expresión indescifrable.
Isana no apartó la mirada de su patrona.
—Quizá se trata de que muchas en la Liga no perciben el significado tan bien como yo.
El gesto de Aquitania no se perturbó.
—¿Tengo vuestro apoyo y confianza en este asunto o no?
—Sí, como prometí —respondió Isana, que se volvió a reclinar en el asiento y cerró de nuevo los ojos—. Nada de lo que pudiera hacer evitaría que siguierais conspirando. Si por el camino se consigue algo beneficioso, no veo ninguna razón para evitarlo.
—Excelente —asintió lady Aquitania—. Y práctico por vuestra parte. —Se calló pensativa durante un momento, e Isana pudo sentir de repente todo el peso de la atención de la Gran Señora—. Casi ningún hombre libre del Reino sabría analizar la situación tal como es, Isana. Eso hace que me pregunte dónde conseguisteis la perspectiva necesaria para analizar este tipo de política. Alguien debió de enseñaros.
—Leo —replicó, sin necesidad de fingir el cansancio en la voz—. Nada más.
Isana utilizó años de práctica y experiencia para evitar cualquier expresión en su cara, pero como consecuencia del sueño le resultó casi doloroso evitar que la mano se le fuera a tocar el bulto que formaba el anillo sobre su corazón.
Sobrevino otro largo silencio.
—Entonces supongo que debo alabar vuestra erudición —comentó lady Aquitania.
El peso de su atención se difuminó, e Isana casi suspiró de alivio. Resultaba peligroso mentirle a la Gran Señora, cuyo talento para el artificio del agua y, con ello, la capacidad de percibir mentiras y engaños era incluso mayor que el de Isana. La mujer era capaz de torturar y de asesinar, aunque prefería utilizar tácticas menos draconianas. Isana no se hacía ilusiones de que dichas preferencias eran el resultado de la lógica práctica y del interés personal, y no de cualquier creencia ética. Si fuera necesario para sus planes, lady Aquitania podría matar a Isana sin pestañear.
Si se llegaba a ese punto, Isana moriría antes que hablar.
Porque había que guardar algunos secretos.
A cualquier precio.