48

Amara intentó sonreírle a la niña pequeña y le extendió los brazos.

—Masha —explicó Rook en voz baja—. Esta es la condesa Amara. Ella te va a sacar de aquí.

La niña pequeña frunció el ceño y se aferró con más fuerza a Rook.

—Pero esta vez me quiero ir contigo.

Rook parpadeó rápidamente durante unos segundos antes de replicar.

—Esta vez nos vamos juntas, cariño. Te veré fuera.

—No —se negó la niña, y se aferró con más fuerza.

—Pero ¿no quieres volar con Amara?

La niña levantó la cabeza.

—¿Volar?

—Te veré en el tejado.

—¿Y entonces nos iremos y conseguiremos ponis? —preguntó Masha.

Rook sonrió y asintió.

—Sí.

Masha sonrió a su madre y no puso objeciones cuando Rook la levantó para entregársela a Amara. La niña rodeó con sus piernas la cintura de Amara y le puso los brazos alrededor del cuello.

—De acuerdo, Masha —dijo, tensando los músculos del cuello bajo el abrazo de la niña—. Agárrate fuerte.

Rook se volvió hacia la gran cama y arrancó un trozo de sábana de seda acolchada lo suficientemente grande como para servir de pabellón. Corrió hacia uno de los grandes armarios, pasó una punta de la sábana alrededor de la pierna y la ató con movimientos rápidos y eficientes.

—Lista.

—¿Vuestra Gracia? —preguntó Amara—. ¿Estáis dispuesta?

Lady Placida levantó la mirada con un rostro distante a causa de la concentración. Se arrodilló en el suelo mirando hacia la pared opuesta con las manos recogidas tranquilamente en el regazo. Ante las palabras de Amara, cambió de posición y adoptó algo parecido a la postura de salida de un corredor.

—Lo estoy —asintió.

El corazón de Amara empezó a latir desbocado y sintió que le temblaban las piernas con un pánico creciente. Levantó la mirada hacia las cuatro gárgolas encima de los pilares y entonces atravesó la habitación para colocarse al lado de Rook contra una pared. Concentró los ojos en el centro del techo, donde podría ver cualquiera de las gárgolas si se empezaban a mover.

—Muy bien —indicó en voz baja—. Comenzad.

Lady Placida concentró sus ojos desafiantes en la pared opuesta y gruñó:

—¡Lithia!

No ocurrió nada.

Lady Placida gruñó, levantando un puño apretado y gritó:

—¡Lithia!

Y con eso el suelo de la habitación tembló y se elevó, y las piedras formaron la silueta de un caballo, con la cabeza y los hombros por encima del suelo mientras corría hacia la pared opuesta.

Al mismo tiempo, Amara llamó a Cirrus. Encerradas como estaban en la habitación de piedra, se encontraba lejos del aire libre que amaba la furia y Cirrus respondió lentamente y con reticencias a su llamada. No esperaba nada más —por el momento—, y solo confió en la rapidez natural de la furia para acelerar sus movimientos.

Así, cuando las cuatro gárgolas cobraron vida de repente, vio la reacción súbita con gran lentitud, porque su sentidos quedaban distorsionados debido a su unión con la furia.

Las gárgolas abrieron los ojos, y revelaron el brillo de unas esmeraldas verdes, que relucían con luz propia. Talladas en la basta forma de un león, sus cabezas eran la mezcla monstruosa de un hombre, un león y un oso. Unos cuernos afilados surgían de los laterales de las anchas cabezas, apuntando directamente por delante de sus ojos como puñales letales y las patas delanteras lucían unas garras desmesuradas, como las de un ave de presa.

Como Kalarus había advertido a lady Placida, las gárgolas se concentraron de inmediato en la niña.

Amara vio cómo la gárgola más cercana saltaba de su sitial, y planeaba hacia ella como una hoja que cayera de un árbol. Se apartó de la pared, con lo que evitó el ataque, pero sintió cómo temblaba el suelo al aterrizar y oyó un sonido atronador a su espalda.

Masha empezó a lloriquear cuando se le empezó a resbalar el abrazo alrededor del cuello de Amara. A pesar de la fuerza con la que se agarraba la niña, la velocidad de reacción de Amara había estado a punto de separarla por completo de ella, de manera que agarró con una mano uno de los brazos de Masha y una pierna con la otra. Tuvo que invertir la inercia cuando la segunda gárgola cayó al suelo de la habitación y se lanzó contra ella.

Acababa de evitarla, agachándose y rodando por el suelo cuando la tercera furia de tierra saltó y pasó a través del espacio que había ocupado su cabeza un instante antes. Se puso en pie un latido más tarde de lo que debía. La niña que llevaba a la espalda había alterado su centro de gravedad, lo que la obligaba a esforzarse para mantener los movimientos fluidos y equilibrados. Saltó sobre la cama, rebotó para atravesarla y arrancó el dosel, tirando los pesados cortinajes sobre la cabeza de la cuarta gárgola mientas intentaba huir de su persecución.

Pero parecía que sus oponentes se movían cada vez con más rapidez, y una oleada de terror recorrió a Amara cuando se dio cuenta de que Cirrus, encerrado entre piedras, había empezado a debilitarse. Solo le quedaban segundos.

Entonces lady Placida volvió a gritar, y Amara giró la cabeza a tiempo de ver cómo la furia de tierra de la Gran Señora golpeaba contra la pared exterior de la torre. La piedra se hizo añicos y crujió como protesta, y la furia de tierra abrió un agujero del tamaño del escudo de un legionare en la piedra endurecida contra los asedios que formaba el recubrimiento exterior de la ciudadela.

El pánico dio paso a la exaltación cuando Amara sintió cómo Cirrus cobraba fuerzas de nuevo, y saltó hacia delante, plantó un pie enfundado en la sandalia sobre la cabeza de una de las gárgolas que se acercaba a ella y saltó hacia la abertura. Pasó a través de ella en el mismo instante que lady Placida agarraba la pesada cadena con una mano y la arrancaba de la pared con un simple tirón fuerte, sacando un bloque de piedra del tamaño de la cabeza de un hombre.

Amara cayó.

Masha volvió a gritar mientras caían, y Amara llamó desesperadamente a Cirrus. Se trataba de una carrera contra la gravedad. Aunque la furia la podía sostener a ella y a la niña sin ninguna dificultad, se tardaba un tiempo precioso en crear una corriente de aire, y la caída desde la torre no era demasiado larga.

A menos, por supuesto, que fuera incapaz de detener su descenso, en cuyo caso era lo suficientemente larga.

De repente el viento aulló a su alrededor de una manera extraña, como si fuera el relincho desafiante de un caballo de batalla, una silueta nubosa y nebulosamente equina resultó visible a su alrededor cuando Cirrus convirtió la caída en un deslizamiento hacia adelante a poco más de medio metro del suelo. Amara alteró el curso, utilizando la inercia para lanzarse a una subida vertical.

Al hacerlo, los gritos de terror de la niña se convirtieron en gritos de excitación y alegría que Amara no le podía reprochar que estuviera sintiendo en esos momentos. Pero también estaba casi segura de que la ciudadela de Kalarus estaría protegida por toda una legión de furias del viento en miniatura cuyo único cometido sería obstaculizar el vuelo de todo artífice del viento indeseado. Lo más probable era que Cirrus pudiera pasar a través de ellas, al menos por el momento, pero Amara sabía que solo era cuestión de tiempo el que consiguieran expulsarla del cielo.

Volvió los ojos ansiosos hacia la parte superior de la torre, y vio cómo Rook se deslizaba por el agujero de la pared con los pies por delante. Se impulsó desde el borde. Durante un segundo, Amara creyó que se iba a caer. Pero en su lugar, la antigua cuervo de sangre sostenía un montón de sábanas de seda que había atado al armario. Rook se dio la vuelta al caer y se impulsó hacia la pared. Absorbió el golpe con los pies y las piernas. Lo hizo con la habilidad de un montañero experto.

Ahora que Rook se encontraba fuera de la habitación, lady Placida era libre de ocuparse de las gárgolas sin hacerles daño a sus aliadas. Unos crujidos horribles y unas nubes de polvo surgieron de la cámara superior de Kalarus. Empezaron a sonar más campanas de alarma. Amara oyó chillidos dentro de la torre, sonidos terribles de hombres y mujeres moribundos, y se dio cuenta horrorizada de que la torre debía contener muchas más gárgolas que las cuatro del dormitorio. Oyó cómo alguien soplaba un cuerno de órdenes con unas notas precisas y supuso que eran los Inmortales que estaban reaccionando de inmediato ante la alarma y coordinando esfuerzos.

Amara salió disparada hacia la habitación. Se detuvo a una distancia que esperaba que estuviera fuera del alcance de cualquier gárgola.

—¡Lady Placida!

A unos tres metros de la pared por debajo del primer agujero, las piedras volvieron a explotar hacia fuera. Esta vez crearon una abertura mucho más grande, y una de las gárgolas salió volando junto con los escombros. Cayó pataleando con violencia, hasta que impactó contra el suelo, y se convirtió en esquirlas y cantos rodados.

Amara levantó de nuevo la cabeza, justo a tiempo de ver cómo una de las gárgolas se asomaba por el primer hueco de la pared. Le brillaban los ojos verdes, y se preparaba para lanzarse contra Masha.

Amara viró hacia un lado en un esfuerzo por evitar el salto de la gárgola. Antes de que la furia pudiera saltar, un enorme bloque de piedra unido a una cadena pesada la golpeó por detrás, la lanzó fuera de la torre y la hizo caer. De este modo compartía el destino de su compañera.

Lady Placida apareció en la abertura, con la cadena todavía unida al collar. La sostenía como a medio metro por encima del trozo de piedra que seguía unido a su extremo, como si allí tuviera una tara. Le hizo a Amara un gesto seco, dejó caer la piedra y partió la cadena con el mismo esfuerzo que le cuesta a una costurera cortar un hilo.

—¡Hecho! ¡Al tejado!

—¡Allí nos vemos! —gritó Amara, que se dirigió hacia arriba mientras lady Placida volvía a meter a Rook en el dormitorio.

Amara oyó otro crujido un instante más tarde, presumiblemente el sonido que produjo la puerta cerrada del dormitorio al derribarla, y aterrizó en el tejado de la ciudadela, buscando la presencia de más gárgolas o guardias, pero el espacio estaba desierto, al menos por el momento.

El tejado de la torre era bastante llano y su superficie solo estaba marcada por dos rasgos distintivos. El primero de ellos era una abertura cuadrada en el centro del suelo, donde empezaban las escaleras que bajaban por la torre. Amara oyó acero trabado con acero dentro del hueco.

A poca distancia de las escaleras se encontraba el aviario de Kalarus. Era una sencilla cúpula de barras de acero, quizá de un metro y medio de diámetro y que solo le llegaba a Amara a la altura de la cintura. Dentro se encontraba una muchacha que no debía de tener más de quince o dieciséis años. Al igual que lady Placida, no llevaba nada más que una combinación de muselina blanca, y tenía el cabello lacio y sin brillo por el calor y la humedad en la cima de la torre. A un lado de la jaula había unas sábanas extendidas en el suelo. Sin duda era el asunto del que hablaba la carta que Rook y ella habían encontrado antes.

La muchacha estaba agachada en el centro de la jaula, con los ojos muy abiertos, y Amara sintió cierta sorpresa al comprobar su parecido con Gaius Caria, la segunda y casi repudiada esposa del Primer Señor. Pero sus facciones carecían de los rasgos de engreimiento amargado que Amara había visto siempre en el rostro de Caria. La muchacha la miró con una mezcla de desesperación, preocupación y confusión.

—¿Aticus Minora? —preguntó Amara en voz baja.

—Me podéis llamar E-Elania —respondió la chica—. ¿Q-quién sois?

—Amara ex Cursori —contestó Amara, al mismo tiempo que ponía el dedo delante de los labios, pidiéndole que guardara silencio—. He venido a sacaros de este lugar.

—Gracias a las furias —suspiró la muchacha, manteniendo el tono bajo—. Lady Placida está dentro. No sé dónde.

—Yo lo sé —le informó Amara.

Los sonidos del acero más cercano quedaron ahogados de repente por un siseo atronador y Amara giró la cabeza para ver cómo la cabeza y los hombros de un Inmortal cubierto de armadura salía del agujero en el suelo, mientras seguía mirando hacia las escaleras. Pero antes de que pudiera salir del todo, se produjo otro coro de sonidos siseantes, y lo que Amara solo podía describir como gotas de lluvia al rojo vivo salieron disparadas del interior de la torre en una nube que atravesó al desafortunado soldado Inmortal e impactó contra su cuerpo acorazado, pasando a través de él con la misma facilidad con que la aguja atraviesa la tela, y dejando a su paso pequeños agujeritos ardientes en el acero de su armadura. El hombre se tambaleó, pero se mantuvo en pie a duras penas, y lanzó una estocada hacia alguien que había por debajo de él.

Una voz de mujer resonó con tono imperativo, y una segunda oleada de gotas de fuego atravesó al Inmortal condenado. Esta vez el ataque dejó media docena de agujeros rojos y calientes en su yelmo y el hombre cayó.

—¡Deprisa! —gritó la voz de lady Aquitania.

Aldrick fue el primero en salir de la escalera. Recorrió todo el tejado de la torre con su mirada implacable. Abrió los ojos un poco al ver a Amara, y la cursor se dio cuenta de que, de manera inconsciente, estaba tirando hacia abajo del dobladillo de la túnica.

—¡Muévete! —insistió lady Aquitania—. Kalarus está a punto de…

Entonces Amara oyó cómo hablaba un hombre con una voz dotada de una fuerza increíble y rugiente que conmovió literalmente las piedras de la torre que había bajo sus pies.

—¡Ningún hombre se burla de mí en mi casa! —tronó la voz ampliada por las furias.

Entonces le contestó una voz de mujer tan fuerte como la primera, aunque no tan melodramática, e irónicamente divertida.

—Las demás casi ni necesitamos intentarlo. Dime, Brencis —se burló lady Placida—, ¿sigues teniendo el mismo problemita para acostarte con las mujeres como cuando estabas en la Academia?

La respuesta de Kalarus fue un rugido de pura rabia que hizo temblar la torre y levantó una nube de polvo asfixiante.

—¡Muévete, muévete! —gritó lady Aquitania desde abajo, antes de que apareciera Odiana empujando frenéticamente a Aldrick por la espalda.

El enorme espadachín cayó sobre el tejado, mientras Odiana y lady Aquitania subían las escaleras a gran velocidad y se arrojaban a ambos lados de la abertura.

Menos de un segundo más tarde, un rugido titánico hizo temblar de nuevo la torre, en cuyo interior explotó una columna de fuego al rojo vivo. Subió rugiendo entre las piedras y se levantó a decenas de metros sobre el cielo de Kalare. El aire se volvió seco y caliente en un instante, y Amara se tuvo que poner rápidamente los brazos delante de los ojos para que no la cegara la luz de la llama que Kalarus había creado con un artificio.

El fuego pasó con rapidez, aunque el estallido de calor de una llama tan grande dejó el aire bochornoso y muchas de las barras de la jaula en forma de cúpula brillaron con un fuego mortecino. Amara levantó la mirada hacia Odiana, Aldrick y lady Aquitania.

—¿Bernard? —gritó y se dio cuenta de que su voz sonaba quebrada a causa del pánico—. ¿Dónde está? ¿Bernard?

—¡No hay tiempo! —replicó Odiana.

Lady Aquitania señaló la jaula.

—Aldrick.

El espadachín se acercó a la jaula, afirmó los pies y movió la espada en tres tajos rápidos. Las barras de acero lanzaron chispas y Aldrick dio un paso atrás. Un latido más tarde, una docena de secciones de las barras de hierro cayeron sobre las piedras con un sonido metálico, con las puntas brillando a causa del calor del corte, dejando en la jaula en forma de cúpula un hueco de sección triangular.

En un gesto cortés, Aldrick le tendió la mano a Aticus Elania.

—Por aquí, señora, por favor.

Lady Aquitania miró de reojo a la chica antes de volverse a Odiana.

—Cristales de fuego —ordenó con voz aguda.

La mano de Odiana se hundió en el escote bajo su túnica de esclava y tiró de la costura, poniendo debajo la otra mano. Atrapó algo que cayó del escote y se lo pasó a lady Aquitania: tres cristales pequeños, dos escarlatas y uno negro, brillaron en la palma de su mano.

—Aquí, Vuestra Gracia —indicó Odiana—. Están preparados.

Lady Aquitania los cogió de la mano de Odiana, musitó algo en voz baja y los lanzó hacia el extremo más alejado del tejado de la torre, donde empezaron a formar de inmediato una nube de humo: dos volutas de un brillante color escarlata y una del negro más profundo, los colores de Aquitania.

—¿Qué-qué está pasando? —preguntó Elania con voz temblorosa.

—El humo es una señal —le respondió Aldrick a la chica con un tono atropellado y educado—. Nuestro carruaje tardará un momento en llegar.

—¡Lady Aquitania! —intervino Amara.

La Gran Señora se quedó quieta de manera deliberada durante un latido, y se volvió hacia Amara con un arqueo de ceja.

—¿Sí, condesa?

—¿Dónde está Bernard?

Lady Aquitania se encogió de hombros con elegancia.

—No tengo ni idea, querida. ¿Aldrick?

—Estaba defendiendo la escalera detrás de nosotros —explicó Aldrick con concisión—. No he visto lo que le ha podido ocurrir.

—No puede haber sobrevivido a esa tormenta de fuego —concluyó lady Aquitania con tono pragmático y tajante.

Las palabras despertaron una oleada de rabia que Amara no había sentido nunca y se dio cuenta de que estaba de pie con las manos convertidas en puños y la mandíbula apretada mientras veía las estrellas. El primer impulso que sintió fue el de lanzarse sobre lady Aquitania, pero en el último instante recordó que la niña seguía colgada de su espalda y se obligó a permanecer en el sitio. Amara necesitó un segundo para controlar la voz y que no saliera como un gruñido incoherente.

—Eso no lo sabéis.

—Lo habéis visto —replicó lady Aquitania—, estabais aquí, igual que yo.

—Mi señora —intervino Odiana con voz vacilante, incluso servil.

—Aquí llegan —señaló Aldrick y Amara levantó la mirada para ver cómo los caballeros Aeris descendían a toda prisa hacia la punta de la torre, portando el carruaje entre ellos.

Lady Aquitania volvió a mirar a Amara. Entonces cerró los ojos durante un momento, apretó los labios y movió la cabeza con gesto rígido.

—En este momento ya no importa, condesa. Ahora que las alarmas están sonando, nos tenemos que ir lo antes posible, si queremos salir de aquí. —Miró a Amara y añadió bajando la voz—. Lo siento, condesa. Todos aquellos que queden atrás tendrán que valerse por sí mismos.

—Resulta muy agradable que se preocupen de una —intervino lady Placida, que subía por las escaleras con la cadena y la piedra en una mano.

La combinación de muselina blanca mostraba una media docena de desgarrones y una multitud de marcas de quemaduras. Llevaba la mano derecha levantada y doblada por el codo con un pequeño halcón de puro fuego descansando sobre la muñeca, como si fuera un diminuto sol alado.

—Teniendo en cuenta de que siempre llegáis cortésmente tarde, Invidia —comentó—, esperaba que tuvierais más tolerancia con los demás.

Se dio prisa en salir al tejado y se dio la vuelta de inmediato para ofrecerle la mano a Rook. La joven espía parecía desorientada y desequilibrada, y si lady Placida no le hubiera ayudado a mantener el equilibrio, Rook se habría caído.

Amara sintió cómo se le paraba el corazón durante un momento terrible y aparentemente eterno, pero entonces salió Bernard detrás de Rook, con el arco en la mano y el rostro pálido y descompuesto. Tenía una mano sobre la rabadilla de la espía y la estaba empujando hacia arriba con más o menos fuerza. Amara se sintió aliviada, apretó las manos con fuerza y bajó la cabeza hasta que pudo apartar las lágrimas imprevistas de los ojos.

—¿Qué ha ocurrido?

—Kalarus ha intentado freírnos —respondió Bernard con voz ronca—. Lady Placida se lo ha impedido. Nos protegió de las llamas, y después ha sellado la escalera con piedras.

—Ha querido decir «lady Placida y yo» sellamos la escalera con piedras —aclaró lady Placida con firmeza—. Aunque a tu amiga le han golpeado algunos escombros en la cabeza. Estoy agotada, y Kalarus no tardará demasiado en abrir un pasadizo a través de la piedra que hemos colocado en su camino. Será mejor que nos demos prisa.

Antes de terminar de hablar, el viento se levantó hasta alcanzar el rugido familiar de una corriente de aire compartida. Los caballeros Aeris mercenarios de lady Aquitania se aproximaron al tejado y aterrizaron de manera pesada y torpe. El carruaje golpeó las piedras.

Amara llamó a Cirrus, preparada para levantar una corriente de aire, pero descubrió que la conexión con la furia se había vuelto más tenue. Maldijo y gritó.

—¡Deprisa! ¡Creo que Kalarus ha enviado a sus furias de viento para que interfieran con las nuestras y eviten que huyamos!

—Dad las gracias porque mientras lo hace se va a quedar escaleras abajo —replicó lady Aquitania—. Intentaré contenerlo hasta que estemos más lejos. ¡Al carruaje!

Se lanzó al interior, seguida por Odiana, Aldrick y Aticus Elania.

Mientras Bernard cubría la puerta con el arco, Amara bajó de los hombros a la niña completamente sorprendida y la depositó en los brazos de lady Placida. Ayudó a la aturdida Rook a subir al carruaje, que se estaba llenando con rapidez. Entonces otro temblor en las piedras bajo los pies la obligó a levantar la vista y mirar alrededor a tiempo de ver cómo dos gárgolas, muy parecidas a las que había liquidado lady Placida, subían hasta lo alto de la torre, clavando las garras en la piedra como si fuera barro y pasaban por encima de las almenas.

—¡Bernard! —gritó Amara señalando.

Su esposo giró sobre los talones a la vez que tiraba de la cuerda hasta la mejilla y disparaba la flecha contra la gárgola más cercana, todo por puro instinto.

Amara creyó que el disparo no iba a tener ninguna consecuencia, teniendo en cuenta que las gárgolas eran de piedra y que el viento que estaban levantando los caballeros Aeris hacía que fuera imposible acertar, excepto para el mejor de los arqueros.

Pero Bernard era uno de los mejores, y Amara habría tenido razón sin la combinación letal de la fuerza sobrehumana de un artífice de tierra junto con la experiencia de un arquero que a la vez era artífice de madera. Bernard era lo suficientemente poderoso y hábil como para poder actuar como caballero Terra o Flora en cualquier legión del Reino. Su arco de guerra era una de las armas fabricadas por los cazadores y los agricultores del extremo septentrional de Alera, un arma diseñada para derribar a depredadores que superaban en cientos de kilos a un hombre y con fuerza suficiente para atravesar un peto del mejor acero de Alera. Además, Bernard estaba utilizando una flecha con una punta fina y pesada, diseñada para atravesar armaduras y el experimentado artífice de tierra conocía la piedra como pocos aleranos la llegarían a comprender nunca.

Todo ello combinado significaba que, como regla general, cuando el conde de Calderon disparaba una flecha contra un blanco, esperaba derribarlo. El hecho de que ese blanco fuera de piedra viva en lugar de carne blanda solo era un detalle menor, y desde luego no representaba ninguna excepción a la regla.

La primera flecha de Bernard impactó en la gárgola más cercana donde debería estar el corazón. Se oyó un crujido tremendo, una lluvia de chispas blancas y una red de grietas muy finas se extendió sobre el pecho de piedra de la gárgola. Saltó de las almenas al techo de la torre y se derrumbó en media docena de piezas separadas con el impacto.

Antes de que cayera la primera gárgola, Bernard había vuelto a disparar y la segunda flecha destrozó la pata delantera izquierda de la segunda gárgola, haciendo que se cayera hacia un lado. Otra flecha se clavó en la cabeza de la gárgola cuando intentó levantarse un latido más tarde. El impacto arrancó la cuarta parte de la desgraciada cabeza de la furia, volvió a derribarla y, como era evidente, desorientándola cuando intentó ponerse en pie, de nuevo con una energía inútil.

Bernard saltó hacia el carruaje cuando los artífices del viento empezaban a elevarlo. Atrapó con una mano la barandilla que recorría el lateral, se pasó el arco por el cuello y utilizó las dos manos para subir, mientras el carruaje se alejaba de Kalare, y ganaba velocidad de manera constante.

Amara llamó a Cirrus y descubrió que la furia respondía mejor, aunque seguía más reticente de lo que era normal, presumiblemente gracias al contraartificio de lady Aquitania contra las furias de viento de Kalarus. Se elevó hasta el carruaje, aterrizó sobre la barandilla, pasó el brazo izquierdo a través de la ventanilla del carruaje, y le extendió a Bernard la derecha.

Su marido miró hacia arriba, recorrió con la mirada la pierna que desnudaba su túnica escarlata de esclava y le sonrió con picardía mientras cogía la mano. Amara se dio cuenta de que estaba riendo y ruborizándose —de nuevo— mientras le ayuda a entrar en el carruaje.

—¿Estás bien? —le gritó Bernard.

—¡No! —le respondió también a gritos—. ¡Me has dado un susto de muerte!

Bernard dejó escapar una carcajada y Amara se apartó del carruaje para dejarse abrazar por Cirrus, estabilizándose antes de salir disparada por delante y un poco por encima del carruaje. Miró hacia atrás, y se maldijo a sí misma por el hecho de que a causa del disfraz no se hubiera podido trenzar el cabello y no había pensado en traer nada para atárselo en una cola. Ahora se movía como un salvaje alrededor de su cara, en los ojos o incluso en la boca, y tardó un momento en apartarlo lo suficiente para mirar hacia atrás.

Casi deseó no hacerlo.

Las figuras brillantes de los caballeros Aeris se estaban elevando desde Kalare. Rook les había advertido de la presencia de poco más o menos una veintena que se habían quedado en la guarnición de la ciudad. Amara miró los cuatro caballeros Aeris mercenarios que intentaban mantener en el aire el carruaje sobrecargado. No tenían velocidad suficiente para evitar la persecución y el terreno que tenían debajo les ofrecía muy pocas oportunidades para jugar al escondite con las fuerzas de Kalarus. Sin la posibilidad de elevarse hasta los vientos superiores, no podían utilizar las nubes para ocultarse, que era la otra táctica preferida para evitar una persecución aérea, y la única que habría podido utilizar su grupo que era mucho más lento.

Amara pensó que eso significaba que tendrían que luchar.

No le pareció ridículo pensar que realmente podían vencer a una veintena de caballeros enemigos, no con la presencia de Amara y al menos dos Grandes Señoras de Alera.

Pero mientras Amara seguía mirando, se elevaron más caballeros Aeris desde la ciudad. Veinte más. Cuarenta. Sesenta. Y más aún.

Descorazonada, Amara se dio cuenta de que Kalarus debió de regresar a la ciudadela por aire y que debía de llevar consigo su escolta personal, formada por sus caballeros Aeris, más capaces y experimentados.

Contra veinte caballeros podían tener una oportunidad. Pero contra cinco veces esa cantidad y, con casi toda la seguridad, Kalarus en persona…

Imposible.

Se le secó la garganta cuando le indicó a los portadores del carruaje que les estaban persiguiendo.