—¿Estáis segura de que va a funcionar, estatúder? —preguntó Giraldi en voz baja.
El centurión había arrastrado la cama del dormitorio al lado de la bañera de sanador e Isana estaba tendida en ella con la mano aún atada a la de Fade. La espada se encontraba dentro de su funda al lado de su cuerpo.
Isana cerró los dedos de la otra mano en la empuñadura de la espada.
—Sí.
—Hacer un artificio de las furias mientras dormís —comentó Giraldi y no parecía contento—. Suena peligroso.
—Fade fue capaz de ponerse en contacto conmigo cuando estaba en un estado cercano al sueño —explicó—. Si me quedo dormida, como lo está él, es posible que pueda ponerse en contacto de nuevo.
—No está durmiendo una siestecita, estatúder —replicó Giraldi—. Se está muriendo.
—Razón de más para intentarlo.
—Y aunque lo hicierais —continuó Giraldi—, ¿serviría de algo? Aunque decida que quiere vivir, no hay mucho que pueda hacer para conseguirlo.
—No lo conoces como yo —replicó Isana en voz baja—. Tiene más voluntad que cualquier hombre a quien conozca. Excepto uno, quizá.
—¿Y si su voluntad es morir? —presionó Giraldi—. No puedo dejar que eso os ocurra, Isana.
Isana sintió cómo se le quebraba la voz con el ardor repentino.
—Él tampoco puede. Pero es necesario recordárselo lo antes posible. —Se volvió hacia el centurión—. Sin interrupciones.
Giraldi apretó la mandíbula y asintió.
—Suerte.
Isana apoyó la espalda en el colchón y cerró los ojos, sin dejar de concentrarse en el artificio. Se concentró en ello todo lo que pudo. El cansancio obstaculizaba la concentración, pero solo durante un instante breve y mareante. Y entonces…
Y entonces estaba de vuelta en Calderon. Hacía veinte años. De regreso a aquella noche terrible.
Pero esta vez el sueño no era el suyo.
Se vio más joven, corriendo a través de la noche, redondeada a causa del embarazo, jadeando a causa del dolor. Su hermana pequeña Alia andaba a su lado, sosteniendo uno de los brazos de Isana para que no perdiera el equilibrio mientras seguían avanzando a trompicones. Araris iba con ellas, pero delante, después al lado, y más tarde detrás, con los ojos vigilantes y brillantes.
En la distancia, los rayos de luz que atravesaban el cielo nocturno dibujaban el contorno de árboles y colinas en la visión de Isana como borrones oscuros y mareantes. Desde aquí el rugido de los ejércitos en lucha sonaba como el mar rompiendo contra la orilla durante la marea alta, mientras la Legión de la Corona se sacrificaba contra la horda marat.
Isana siguió las imágenes del sueño, una testigo silenciosa e invisible, pero la conciencia de las cosas que no podía conocer atravesó sus pensamientos. Le impresionó que su yo más joven hubiera mantenido semejante zancada, y estuvo segura de que no podría haber dejado atrás a ningún explorador bárbaro. Ya habían rodeado dos posiciones enemigas, lo que sorprendió a Isana porque en aquel momento no se dio cuenta de ello, y en una de las breves desapariciones a la vista de Isana y su hermana, Araris había matado en silencio a un marat que intentaba tenderles una emboscada, sin que lo hubiera mencionado nunca.
Isana vio cómo su yo más joven perdió el equilibrio de repente y cayó, gritando y agarrándose al vientre hinchado.
—Cuervos —maldijo la joven Isana sin aliento—. Malditos cuervos. Creo que viene el bebé.
Alia estuvo inmediatamente a su lado, y la ayudó a levantarse. La mujer más joven intercambió una mirada de incertidumbre con Araris.
Araris siguió adelante.
—¿Estáis segura?
Isana contempló cómo otra contracción doblaba a su yo más joven, que lanzó una ristra de maldiciones dignas de un centurión veterano. Le costó un momento recuperar el aliento antes de jadear:
—Razonablemente.
Araris asintió y miró alrededor.
—Entonces nos tenemos que ocultar. Hay una cueva a poca distancia. —Miró a su alrededor durante un momento, sin duda evaluando sus alternativas.
El sueño quedó congelado.
—Ese fue mi primer error —dijo una voz al lado de Isana.
Allí estaba Fade, desaliñado, quemado, vestido con harapos, una figura destrozada por la vida dura y el tiempo.
—¿Fade? —preguntó Isana en voz baja.
Él negó con la cabeza y sus ojos mostraban amargura.
—Nunca te debí dejar allí.
El sueño volvió a cobrar vida. Araris se desvaneció en la noche, moviéndose como una sombra por el bosque, merodeando durante unos tres o cuatro minutos hasta que encontró la silueta oscura de la entrada de la cueva. Entonces se dio la vuelta y corrió hacia Alia e Isana.
Mientras se acercaba, de repente se dio cuenta de la presencia de otro cazador marat a menos de tres metros de las dos jóvenes. Estaba oculto en las sombras. Se puso en movimiento de inmediato. Desplazó una mano hacia el cinturón, donde colgaba el cuchillo, pero a Isana le pareció que todo ocurría muy despacio. El marat salió de su escondite con el arco en la mano y una flecha con punta de obsidiana dispuesta en la cuerda. Isana se dio cuenta, a través de los recuerdos que tenía Fade de la escena, de que el marat había visto el cabello dorado de Alia como una zona incongruente de sombra más clara. La había apuntado a ella porque la podía ver mejor.
Fade lanzó el cuchillo.
El marat soltó la flecha.
El cuchillo de Fade se hundió hasta la empuñadura en el ojo del marat. El cazador se derrumbó, muerto antes de tocar el suelo.
Pero la flecha que había disparado impactó en Alia con un golpe seco y pesado. La muchacha dejó escapar de golpe el aire y cayó sobre manos y rodillas.
—Cuervos —gruñó Fade y se acercó a ella. Se mantuvo quieto durante un momento. Estaba destrozado.
—Estoy bien —comentó Alia con voz temblorosa, pero se puso en pie con el vestido manchado de sangre a bastantes centímetros por debajo del brazo—. Solo es un corte. —Recogió un trozo de un astil de madera roto con plumas negras de cuervo que lo identificaban como el proyectil del marat—. La flecha se ha roto. Debía de estar tarada.
—Déjame ver —pidió Araris y miró la herida.
Se maldijo por no saber más de las artes de sanar, pero no había demasiada sangre, o al menos no la suficiente para que la muchacha perdiera la conciencia.
—¿Araris? —preguntó Isana, con la voz contraída por el dolor.
—Ha tenido suerte —respondió con brevedad—. Pero ahora tenemos que escondernos, mi señora.
—Yo no soy tu señora —replicó Isana como por reflejo.
—Es incorregible —suspiró Alia. Su voz transmitía un tono de alegría forzada—. Venga, vamos. Escondámonos.
Araris y Alia ayudaron a Isana a llegar a la cueva. Tardaron mucho más de lo que le habría gustado a Araris, porque Isana casi no se podía mantener en pie. Pero al final llegaron a la caverna, uno de los muchos lugares similares que habían preparado los exploradores de Septimus por si los miembros de la legión necesitaban un refugio a causa de las violentas tormentas de furia de la zona, o de las duras ventiscas invernales procedentes del mar de Hielo.
Con la entrada oculta detrás de unos matorrales espesos, la cueva se retorcía con un pequeño túnel en forma de S que impedía que saliera la luz y se descubriera el lugar. A partir de ahí se abría en una pequeña sala, que quizá tenía el doble del tamaño de una tienda reglamentaria de los legionares. Ya se había dispuesto un hueco para el fuego y se había colocado el combustible. También se había desviado un pequeño arroyo para que corriera a lo largo de la parte trasera de la cueva. Cayó por la pared de roca hacia una laguna pequeña y somera, antes de proseguir su camino por la roca.
Alia ayudó a Isana a sentarse al lado del fuego y Araris lo encendió con el esfuerzo rutinario de un pequeño artificio de las furias. También hizo que las lámparas de furia cobraran vida, que ardieron con una llama baja y escarlata.
—Me temo que no hay ropa de cama —comentó, mientras se quitaba la capa escarlata y la enrollaba para formar una almohada que deslizó bajo la cabeza de Isana.
Los ojos de la joven Isana estaban vidriosos a causa del dolor. Su espalda se contorsionó con otra contracción, y apretó los dientes para ahogar un grito de dolor.
El tiempo transcurrió como ocurre en los sueños, infinitamente lento mientras pasaba con una velocidad mareante. Isana recordaba muy poco de aquella noche, excepto los ciclos continuos e interminables de dolor y terror. No tenía una idea clara de cuánto tiempo estuvo tendida en la cueva hacía tantos años, pero excepto una rápida excursión para ocultar el rastro de su paso, Araris estuvo a su lado todos los momentos de todas las horas. Alia estuvo sentada a su lado, limpiándole la frente con un pañuelo mojado y dándole agua entre los ataques de dolor.
—Señor caballero —comentó finalmente Alia—. Algo va mal.
Araris apretó los dientes y la miró.
—¿Qué ocurre?
La verdadera Isana respiró hondo. No recordaba esas palabras. El último recuerdo que tuvo de su hermana fue verla a través de una neblina de lágrimas mientras Alia usaba un trapo húmedo para limpiar las lágrimas y el sudor de los ojos de Isana.
—El bebé —explicó Alia y la muchacha se mordió el labio—. Creo que viene en mala posición.
Araris miró impotente a Isana.
—¿Qué podemos hacer?
—Necesita ayuda. Una comadrona o un sanador con conocimientos.
Araris negó con la cabeza.
—No hay ninguna explotación agrícola en todo el valle de Calderon, al menos hasta que lleguen los nuevos estatúderes el próximo año.
—¿Y los sanadores de la legión?
Araris la miró fijamente.
—Si hubiera alguno vivo, ya estaría aquí —respondió.
Alia parpadeó sorprendida y frunció el ceño confundida.
—¿Mi señor?
—Nada más que la muerte haría que mi señor abandonase el lado de vuestra hermana —respondió Araris en voz baja—. Y si él muere, significa que las fuerzas marat son apabullantes y la legión muere con él.
Alia se lo quedó mirando y el labio inferior le empezó a temblar.
—P-pero…
—Por ahora, los marat controlan el valle —explicó Araris con tranquilidad—. Llegarán refuerzos desde Riva y Alera Imperia, probablemente antes de acabar el día. Pero por ahora sería un suicidio abandonar este lugar. Nos tenemos que quedar hasta que sea seguro salir.
Otra contracción golpeó a la joven Isana, que la soportó jadeando y mordiendo un trozo de cuero retorcido, cortado del cinturón del singulare, aunque estaba demasiado débil a causa de las horas de parto para lanzar un grito demasiado fuerte. Alia se mordió el labio y los ojos de Araris parecían poseídos mientras la miraba impotente, incapaz de ayudar.
—Entonces… —Alia enderezó la espalda y levantó la barbilla.
Al verlo entonces, a Isana le resultó un gesto desgarrador, el esfuerzo evidente de una niña para infundirse valor… y un fracaso igualmente claro.
—Entonces estamos solos.
—Sí —reconoció Araris en voz baja.
Alia asintió lentamente.
—Entonces… con vuestra ayuda, creo que la puedo ayudar.
Él alzó las cejas.
—¿Artificio de agua? ¿Tenéis ese tipo de talento?
—¿Señor? —respondió Alia dubitativa—. ¿Tenemos alternativas?
La boca de Araris se torció en las comisuras, formando una sonrisa pasajera.
—Supongo que no. ¿Habéis actuado alguna vez como comadrona?
—Dos veces —respondió Alia, antes de tragar saliva—. Hum. Con caballos.
—Caballos —repitió Araris.
Alia asintió con los ojos hundidos en las sombras y preocupada.
—Bueno. En realidad lo hizo padre. Pero yo le ayudé.
La joven Isana volvió a gritar.
Araris asintió en cuanto pasó la contracción.
—Cogedle el otro brazo.
La imagen desarrapada de Fade, que se encontraba al lado de Isana, comentó:
—Ese fue mi segundo error. Idiota. Era tan idiota.
Juntos trasladaron a Isana al lado del estanque somero. Araris se quitó la armadura con gestos rápidos y se arrodilló detrás de Isana, apoyando el cuerpo sobre el pecho, mientras Alia se arrodillaba delante de ella.
Isana contempló la escena, fascinada por los recuerdos de Fade. Ella no recordaba nada de eso. Nadie se lo había explicado nunca.
Araris le dio las manos a la joven Isana y ella se las apretó hasta dejarlas sin circulación durante cada una de las contracciones. Alia estaba arrodillada delante de su hermana, rodeando el vientre con las manos y con los ojos cerrados en un gesto de concentración. La escena adquirió una sensación intemporal, algo que había quedado separado de todas las demás cosas que estaban sucediendo, encerrado en su mundo privado.
Alia cayó de repente hacia un lado en el estanque. Salpicó agua. La mirada de Araris saltó hacia ella.
—¿Os encontráis bien?
La muchacha tembló durante un momento antes de cerrar los ojos e incorporarse de nuevo. La cara se le había quedado pálida.
—Estoy bien —respondió—. Solo es el frío.
—Idiota —murmuró Fade al lado de Isana—. Idiota.
El vientre de Isana se retorció en una comprensión repentina y horrible de lo que estaba por venir.
Pasó una hora con Alia animando a su hermana cada vez más tambaleante y más pálida, mientras Araris centraba toda su concentración en apoyar a Isana.
Finalmente, se produjo un gritito medio ahogado. Alia sostuvo con suavidad una pequeña forma en sus brazos y la envolvió en una capa que estaba dispuesta a su lado. El bebé siguió llorando con un sonido desesperado y terriblemente solitario.
Alia, que se movía muy despacio, extendió los brazos y le pasó el bebé a la joven Isana. Ella vio una mata de cabello fino y oscuro. El bebé se empezó a tranquilizar cuando su madre medio dormida lo apretó contra ella y la miró con los ojos verde hierba de Septimus.
—Ave, Octavio —susurró Alia.
Entonces se dejó caer al suelo, dentro de la laguna y de repente se quedó inmóvil.
Araris lo vio y se dejó llevar por el pánico. Con un grito, alejó a Isana y el bebé del agua y regresó a por Alia, que no se movía ni respiraba.
Fade apartó el vestido de la herida y descubrió una visión horrible. El extremo roto de una flecha salía de la herida como una espina obscena y Araris se dio cuenta con gran sorpresa que varios centímetros de flecha, rematados por la cabeza de vidrio volcánico habían penetrado profundamente.
Cayó la oscuridad.
—Mintió —le explicó Fade en voz baja a Isana—. Estaba más preocupada por ti que por ella. No quería distraerme de ayudarte a ti y al bebé.
Las lágrimas le emborronaban la visión y sintió en el corazón una nueva punzada de dolor al presenciar la muerte de Alia, seguida de una horrible y aplastante montaña de culpa que cayó sobre los hombros de Isana porque su hermana pequeña había muerto para salvarla a ella.
—Nunca debí dejaros solas —reconoció Fade—. Ni siquiera durante un instante. Me debí dar cuenta de lo que le pasaba. Y Tavi… —Fade tragó saliva—. Nunca encontró sus furias. Debió ocurrir durante el alumbramiento. Quizás el frío. A veces un parto difícil puede dañar al bebé, alterar su mente. Si hubiera recordado mi obligación. Usado mi calor, le traicioné… y a ti, y a Alia y a Tavi.
—¿Por qué, Fade? —susurró Isana—. ¿Por qué dices eso?
—No puedo —murmuró—. Era como un hermano. No debió haber ocurrido. Nunca.
Y entonces, de repente, la escena cambió. Isana y Fade se encontraban de vuelta en el campamento de la legión, justo antes del ataque. Septimus estaba delante de él en su tienda de mando, la mirada dura y calculadora. De su boca no dejaban de salir órdenes. Les daba instrucciones a sus tribunos mientras Araris le ayudaba con la armadura.
Terminó y la tienda se vació mientras el campamento se preparaba para la batalla. Araris terminó con el último cierre de la armadura y golpeó con fuerza el hombro blindado de Septimus. A continuación cogió el yelmo del Princeps y se lo pasó a Septimus.
—Voy a ayudar a preparar el puesto de mando —comentó Araris—. Os veré allí.
—Rari —lo detuvo Septimus—. Espera.
Araris se quedó quieto, frunciéndole el ceño al Princeps.
—Necesito que hagas algo.
Araris sonrió.
—Me ocuparé de ello. Ya estamos alejando a los no combatientes.
—No —replicó Septimus, que puso una mano sobre el hombro de Araris—. Necesito que las saques de aquí en persona.
Araris se envaró.
—¿Qué?
—Quiero que te lleves a Isana y a su hermana.
—Mi puesto está a vuestro lado.
Septimus vaciló durante un instante y miró hacia el este con ojos preocupados.
—No. Esta noche no —dijo al final.
Araris frunció el ceño.
—¿Vuestra Alteza? ¿Estáis bien?
Septimus se movió como un perro que se estuviera secando el agua y la incertidumbre se desvaneció de su expresión.
—Sí. Pero creo que finalmente he comprendido lo que ha estado pasando desde las Siete Colinas.
—¿Qué queréis decir? —preguntó Araris.
Septimus negó con la cabeza y alzó la mano.
—No hay tiempo. Quiero que te las lleves a un lugar seguro.
—Vuestra Alteza, puedo asignar una unidad montada para que las escolte.
—No. Tienes que ser tú.
—Cuervos, Septimus —exclamó Araris—. ¿Por qué?
Septimus lo miró directamente a los ojos.
—Porque sé que cuidarás de ella —respondió en voz baja.
Los ojos de Araris se abrieron de par en par y empalideció. Negó con la cabeza.
—Sep, no. No, no es así. Nunca querría algo así. No para mi señor. No para mi amigo.
El rostro del Princeps se iluminó de repente con una sonrisa y echó la cabeza hacia atrás con una carcajada.
—Cuervos. Ya lo sé, Rari, so idiota. Sé que no lo querrías.
Araris bajó la cabeza con el ceño fruncido.
—Aun así. No debo. No es correcto.
Septimus golpeó con el puño el hombro de Araris.
—Venga ya, hombre. No le puedo tirar piedras a todo el mundo que se enamore de ella. Al fin y al cabo, yo lo hice. —Lanzó una mirada en dirección a la tienda que compartía con Isana—. Ella es algo especial.
—Lo es —asintió Araris en voz baja.
El rostro de Septimus se puso serio.
—Tienes que ser tú.
—De acuerdo —aceptó Araris.
—Si me ocurriera algo…
—No te ocurrirá —le interrumpió Araris con firmeza.
—No lo podemos saber —replicó Septimus—. Nadie lo puede saber. Tienes que ser tú. Si me ocurriera algo, quiero que cuides de ella. —Miró a Araris—. No puedo soportar la idea de que ella y el bebé se queden solos. Prométemelo, Araris.
Araris movió la cabeza.
—Eso es ridículo.
—Es posible —reconoció Septimus—. Eso espero. Pero prométemelo.
Araris le frunció el ceño al Princeps durante un momento, antes de levantar la barbilla y asentir con un gesto seco.
—Cuidaré de ella.
Septimus le golpeó el brazo con suavidad.
—Muchas gracias —se lo agradeció con tono cálido.
El sueño se detuvo, congelado en esa imagen.
Fade, al lado de Isana, se quedó mirando la imagen de Septimus.
—Le fallé —comentó, mientras las lágrimas le bajaban por las mejillas y pasaban por encima de las cicatrices de la quemadura—. Debí quedarme con él. Pero cuando llegó el momento… lo único que quería era alejaros de la batalla. Asegurarme que estabais seguras. —Inclinó la cabeza—. Dejé que el corazón guiara a la cabeza. Dejé que me cegara ante mis obligaciones. Me cegara ante los peligros potenciales. Me cegara ante la herida de tu hermana. Me cegara ante lo que le podía ocurrir al bebé.
Levantó la mirada hacia ella con gesto apenado.
—Te amaba, Isana. La mujer de mi mejor amigo, de mi hermano de armas. Te amaba y me siento avergonzado.
Isana se quedó mirando la imagen de Septimus durante un buen rato, aunque las lágrimas del sueño le emborronaban la visión.
—Fade…
—No puedo corregir mis errores —la interrumpió Fade—. Nunca conseguiré lavar la sangre en mis manos. Déjame ir. Aquí ya no queda nada para mí.
Isana se volvió a mirar a Fade y levantó las manos pálidas y delgadas para enmarcar el rostro del esclavo. Podía sentir su culpa angustiosa, sentir el dolor, las recriminaciones, y el pozo sin fondo de los remordimientos.
—Lo que ocurrió —explicó en voz baja—, no fue culpa tuya. Fue horrible. Odio que ocurriera. Pero tú no lo provocaste.
—Isana… —susurró Fade.
—Solo eres humano —le interrumpió Isana—. Todos cometemos errores.
—Pero el mío… —Araris negó con la cabeza—. También tiene su implicación en esta guerra. Si Septimus hubiera vivido, habría sido el Primer Señor más grande que Alera hubiera conocido en toda su historia. Habría sido un heredero fuerte y dotado. Con una esposa amable y compasiva a su lado. Y nada de esto habría ocurrido.
—Quizá sí —reconoció Isana con suavidad—. Quizá no. Pero no puedes utilizar en tu contra las acciones de miles de personas diferentes. Tienes que dejarlo ir.
—No puedo.
—Sí puedes —repitió Isana—. Tú no tuviste la culpa.
—Tavi —insistió Fade.
—Tú tampoco tuviste la culpa de eso, Fade. —Isana respiró hondo—. Fue culpa mía.
Fade parpadeó durante un momento.
—¿Qué?
—Yo se lo hice —reconoció Isana en voz baja—. Cuando era un bebé. Cada vez que lo bañaba pensaba en qué pasaría si mostraba los talentos de su padre. Cómo atraería la atención sobre él. Cómo lo señalaría como heredero de Gaius. Como objetivo de los maníacos hambrientos de poder del Reino que intentaban hacerse con el trono. Al principio no me di cuenta de lo que le estaba haciendo. —Lo miró fijamente a los ojos—. Pero cuando lo hice… no paré, Fade. Me reafirmé en la tarea. Detuve su crecimiento para que aparentara ser más joven de lo que era, de manera que pareciera imposible que fuera el hijo de Septimus. Y al hacerlo, de alguna manera también detuve su mente. Evité que pudieran surgir sus talentos, hasta que las furias de agua alrededor de la explotación estaban tan acostumbradas a ello que casi no necesitaba pensar en el tema.
»A diferencia de ti —continuó—, yo sabía exactamente lo que estaba haciendo. Y por eso, soy tan culpable de esta guerra como tú.
—No, Isana —negó Fade.
—Lo soy —repitió Isana en voz baja—. Por eso estoy aquí. Contigo. Cuando te vayas, me iré contigo.
Los ojos de Fade se abrieron de par en par.
—No, Isana, no, por favor. Déjame.
Ella cogió sus manos con las suyas.
—Nunca. No dejaré que desaparezcas, Araris. Y por todos los cuervos y truenos, aún no has cumplido con tu deber. Se lo juraste a Septimus. —Le apretó las manos, mirándolo con dureza a los ojos—. Era tu amigo. Se lo prometiste.
Araris le devolvió la mirada, temblando y en silencio.
—Sé hasta qué punto está herida tu alma, pero no te puedes rendir. Ahora no puedes abandonar tu deber, Araris. No tienes ese derecho. Te necesito. —Alzó la barbilla—. Octavio te necesita. Volverás a tus obligaciones. O convertirás en realidad tu traición dejándote morir… y llevándome contigo.
Él empezó a llorar.
—Araris —lo llamó Isana con una voz baja y compasiva, mientras le cogía por la barbilla y la levantaba hasta que se encontró con sus ojos. Entonces, con mucha suavidad, dijo—: Elige.