Se podría pensar que colarse en la ciudadela de un Gran Señor de Alera, el bastión más seguro de su poder, sería una tarea casi imposible, reflexionaba Amara. Pero a pesar de eso, cuando te guiaba la espía principal del mismo Gran Señor, la tarea era evidentemente bastante más sencilla.
Al fin y al cabo, Fidelias había demostrado el mismo principio solo unos años antes, cuando condujo a lady Aquitania hasta la ciudadela del Primer Señor en Alera Imperia en una misión desesperada para salvar al Primer Señor, de manera que ella y su traidor esposo pudieran asegurar que serían ellos, y no Kalarus, quienes lo sustituirían.
Amara llegó a la conclusión de que, en efecto, la política hacía extraños compañeros de cama. Una idea que adquiría un giro incómodo, si se tenía en cuenta la proximidad a la línea de pensamiento que exigía su papel actual.
Amara se bamboleaba a desgana por las calles de Kalare con su disfraz de esclava, comportándose con un cierto aire de decadencia con los labios separados en todo momento y los ojos siempre entrecerrados. El movimiento tenía una sensualidad peculiar y, aunque una parte de ella era plenamente consciente de que se encontraban en peligro mortal al pasearse por la ciudad de manera tan indisimulada, le había obligado a su parte más razonable y analítica a quedarse recluida en la zona más remota de su mente. Por eso, la actividad de caminar acarreaba una sensación sensual y casi perversa de gratificación, dulcemente femenina y pecaminosamente excitante a partes iguales. Por primera vez en su vida, atrajo miradas largas y valorativas de los hombres con los que se cruzaba.
Eso era bueno. Significaba que su disfraz estaba más logrado que si no hubiera conseguido esas miradas. Y, aunque casi no lo podía admitir, el hecho de que la mirasen y deseasen le ofrecía una sensación de placer casi infantil.
Además, Bernard, vestido con ropa sencilla y el equipo de un mercenario de viaje, caminaba a un brazo de distancia detrás de ella. Sabía, por las miradas ocasionales de reojo, que la estaba contemplando con mucha más intensidad que cualquier varón transeúnte.
Lady Aquitania caminaba delante de Amara. Había alterado su apariencia con un artificio de agua. Se había oscurecido el tono de la piel hasta un rojo amarronado oscuro de los habitantes de la ciudad de Rodas, y cambiado el cabello a las ondas de unos rizos exóticos y de un color rojo cobrizo. El vestido era verde esmeralda, pero a excepción de ese detalle, era igual que el de Amara. La Gran Señora se movía con el mismo aire medio consciente de sensualidad gratuita, y había que reconocer que era mucho mejor que Amara en este aspecto. Al frente de la fila de esclavas se encontraba Odiana, cubierta de seda azul, toda ella cabello oscuro, piel pálida y dulces curvas. Aldrick caminaba delante de ella y el gran espadachín iba envuelto de tal aura de amenaza que incluso en las calles abarrotadas de Kalare, el tráfico a pie no los llegó a obstaculizar en ningún momento. Rook andaba a su lado, con expresión aburrida y gestos profesionales mientras guiaba al grupo hacia la ciudadela.
Aunque estaba concentrada en su papel, Amara se daba cuenta de detalles de la ciudad y los extrapolaba en sus observaciones. La ciudad propiamente dicha era, a falta de un término más preciso, una sórdida cloaca. No era tan grande como las otras grandes ciudades del Reino, aunque albergaba a más población que todas ellas, a excepción de Alera Imperia. Estaba tremendamente abarrotada. La mayor parte de la ciudad estaba en pésimas condiciones de mantenimiento, y las chozas empobrecidas habían sustituido a construcciones más sólidas, además de cubrir el terreno alrededor de las murallas de la ciudad en varios centenares de metros en todas las direcciones. El sistema de saneamiento de la ciudad era pésimo, acaso porque se había diseñado para una población mucho más reducida y nunca se había ido mejorando a medida que aumentaban sus habitantes y todo el lugar apestaba y le revolvía el estómago.
Los habitantes de la ciudad eran, como grupo, los seres humanos de aspecto más miserable que había visto nunca. La ropa estaba confeccionada en su mayor parte con tejidos caseros y casi toda ella remendada. Se ocupaban de sus asuntos con el tipo de determinación apática que hablaba de generaciones de privaciones y desesperación. Los vendedores ofrecían bienes de mala calidad mostrados en mantas extendidas al borde de la calle. Un hombre, cuya vestimenta proclamaba que era un ciudadano o un mercader enriquecido, pasó de largo rodeado por una docena de hombres morenos y de miradas duras, que eran claramente matones profesionales.
Había esclavos por todas partes, que estaban aún más abatidos que los habitantes libres de la ciudad. Amara no había visto nunca tantos juntos. De hecho, por lo que podía ver, había casi tantos esclavos como hombres libres andando por las calles de Kalare. Y en cada cruce y marchando a intervalos aparecían los soldados con la librea verde y gris de Kalare. O al menos eran hombres armados y recubiertos de armadura que lucían los colores de Kalare. A juzgar por la manera desaliñada con la que se comportaban y llevaban el equipo, Amara estaba segura de que no eran legionares de verdad. No obstante, había muchos y la deferencia y el miedo instantáneos que generaban en el lenguaje corporal de los que se cruzaban con ellos dejaba claro que el gobierno de Kalarus se basaba más en el terror que en la ley.
También le contaba cómo los Grandes Señores de Kalare habían conseguido reunir una fortuna más grande que la de ningún otro Gran Señor del Reino, y que habían llegado a rivalizar con la Corona, mediante el recurso de arrebatar de manera sistemática y metódica todo lo que pudieran generar el pueblo de Kalare y sus tierras. Lo más probable era que actuaran así desde hacía un centenar de años.
En el último distrito de la ciudad antes de llegar la ciudadela residían los señores más poderosos de Kalare. Esa parte de la ciudad era al menos tan encantadora como lo que había visto en Riva, Parcia y Alera Imperia. Las fuentes de un elegante mármol blanco e iluminadas por las furias y la arquitectura exquisita contrastaban de manera más intensa con el resto de la ciudad, de manera que sintió repulsión física al verlo.
La injusticia que proclamaba un simple paseo por Kalare despertó la rabia en Amara, que amenazó con perturbar su concentración. Intentó separar los sentimientos de los pensamientos, pero le resultó casi imposible, en especial cuando vio la riqueza con la que vivía la élite de Kalare a expensas de los no ciudadanos.
Pero entonces salieron del barrio de los ciudadanos, y Rook les condujo por una calle mucho menos concurrida, una calzada larga y recta que subía hasta las puertas de la fortaleza interior de Kalare. Los guardias situados a pie de calle, que tenían un aspecto quizás algo menos lamentable que sus compañeros de la ciudad inferior, saludaron a Rook con un gesto y movieron la mano para que ella y sus grupos de esclavas siguieran adelante, sin molestarse en levantarse del banco cercano donde estaban sentados.
Después de eso, tan solo tuvieron que subir por una ladera larga que conducía a la entrada principal de la ciudadela. Los colores de Kalare cubrían las almenas, pero el escarlata y el azul de la Casa de Gaius destacaban por su ausencia.
Amara se dio cuenta al instante de que los guardias de la puerta no tenían nada que ver con los que habían visto al pie de la colina o en la ciudad. Eran hombres jóvenes dotados de una estupenda condición física. Las armaduras estaban decoradas y perfectamente lustradas, y su actitud y prestancia eran tan suspicaces y atentas como las de cualquier guardia real. Al acercarse, Amara vio algo más: el brillo metálico de un collar alrededor de sus cuellos. Cuando le dieron el alto a Rook y a su grupo, estaba lo suficientemente cerca como para ver la inscripción en el acero: IMMORTALIS. Eran miembros de los Inmortales de Kalarus.
—Señora Rook —saludó uno de ellos. Saltaba a la vista que era el jefe del puesto de guardia—. Bienvenida de vuelta. No he recibido ningún aviso de vuestra llegada.
—Centurión Orus —replicó Rook con tono educado pero distante—. Estoy segura de que Su Gracia no tiene necesidad de informaros de las idas y venidas de sus vasallos personales.
—Por supuesto que no, señora —replicó el joven centurión—. Aunque debo confesar que me sorprende veros entrar por aquí, en lugar de hacerlo con un carruaje aéreo en la torre.
—Me he adelantado a Su Gracia y a sus capitanes —le contó Rook—. Me han ordenado que prepare la ciudadela para una celebración.
Los ojos de Orus brillaron, al igual que los de los demás Inmortales. Amara no pudo ver en esos ojos lo que estaban pensando.
—¿Su Gracia ha resultado victorioso en el campo de batalla?
Rook le lanzó una mirada fría.
—¿Lo dudabais?
Orus se puso firmes.
—No, señora Rook.
—Excelente —reconoció Rook—. ¿Quién es el tribuno de guardia?
—Su Excelencia el conde Eraegus, señora —respondió Orus—. Debo enviar un mensajero por delante.
—Innecesario —replicó Rook, pasando de largo—. Sé donde está su oficina.
—Sí, señora Rook. Pero el reglamento prohíbe que vasallos armados entren en la ciudadela. —Hizo un gesto hacia Aldrick y Bernard, y le lanzó a Rook una mirada de disculpa—. Me temo que debo pedirles que dejen aquí sus armas.
—Desde luego que no —le cortó Rook—. Su Gracia me ha encargado la protección especial de estas esclavas hasta que llegue el momento en que permita que se tomen libertades con ellas.
Orus frunció el ceño.
—Comprendo. Entonces me sentiré complacido en asignar a un par de mis guardias para cumplir con dicho deber.
Amara luchó para no perder su apariencia somnolienta y lánguida. Resultaba difícil porque estaba bastante segura de que Aldrick acababa de deslizar ligeramente el pie para tenerlo en posición cuando sacara el acero.
—¿Son eunucos? —le preguntó Rook con tono seco.
Orus parpadeó.
—No, señora.
—Entonces me temo que no son adecuados, centurión. —Rook imprimió el énfasis más suave al pronunciar el rango—. Me aseguraré de aclarar este asunto de inmediato con el conde Eraegus, pero por el momento tengo mis órdenes. Aquí están las vuestras. Permaneced en vuestro puesto.
El joven centurión pareció bastante aliviado. Saludó con una precisión milimétrica y se retiró a su puesto.
—Tú —le ordenó Rook mirando a Aldrick—. Por aquí.
Los guardias se apartaron mientras el grupo de Rook entraba tranquilamente por la puerta principal de la ciudadela.
—Rápido —indicó Rook en voz baja en cuanto dejaron atrás a los guardias y penetraron en el patio pequeño que había a continuación—. Hasta que alcancemos los niveles superiores hay demasiadas posibilidades de que alguien nos vea y empiece a hacer preguntas.
—Alguien lo acaba de hacer —murmuró Bernard.
—Alguien con cabeza —aclaró Rook—. Kalarus ejerce un control total sobre sus Inmortales, pero los collares han dañado su capacidad de plantear preguntas o de tomar decisiones. A cambio ofrecen una obediencia perfecta. Los Inmortales no me van a interrogar ni a actuar contra mí a menos que se lo ordenen, pero el personal y los oficiales de Kalarus sí pueden hacerlo. Es a ellos a quienes debemos evitar.
Aceleró el paso, los condujo a un pasillo lateral y después a una ancha escalera de caracol que subía a través del corazón de la torre.
Amara contó ciento dieciocho escalones antes de oír un paso por delante de ellos. Un hombre cetrino y con sobrepeso, vestido con una librea de buena factura manchada de vino, apareció cuatro escalones por encima de ellos. Tenía los carrillos marcados con cicatrices, el cabello espeso y despeinado, y la cara sin afeitar. Se detuvo y los miró con los ojos entornados.
—¿Rook? —preguntó.
Amara vio cómo Rook se envaraba, pero no mostró ningún otro signo de nerviosismo. Hizo una reverencia con la cabeza y murmuró:
—Lord Eraegus. Buenos días.
Eraegus gruñó y miró a las otras mujeres. Su boca se ensanchó en una sonrisa lasciva.
—¿Nos traes unos juguetes frescos?
—Sí —respondió Rook.
—Qué hermosas —comentó Eraegus—. ¿Cuándo has llegado?
—La madrugada pasada.
—No te esperaba tan pronto de vuelta —reflexionó.
Amara pudo ver la curva de la mejilla de Rook al ofrecerle a Eraegus una sonrisa arrebatadora.
—Tuvimos suerte en el camino.
Eraegus gruñó.
—No era eso lo que quería decir. Me informaron de que era posible que te hubieran capt…
Se calló y miró fijamente durante un instante. Miró a Rook a Aldrick, y a la espada del mercenario, y todo el mundo se quedó inmóvil. Durante un segundo interminable, los ojos de Eraegus miraron hacia todos lados antes de lamerse los labios y respirar hondo.
El canto de la mano de Rook impactó en su garganta antes de que pudiera gritar para dar la alarma. Eraegus la empujó con una fuerza malévola que solo podía ser el resultado de un artificio de las furias, y se dio la vuelta para huir.
Antes de que se pudiera mover tenía a Aldrick a su espalda con un cuchillo en la mano.
—¡Alto! —siseó Rook—. ¡Espera!
Antes de que pudiera terminar la primera palabra, Aldrick había abierto con el cuchillo el cuello de Eraegus. El hombre con la cara marcada se retorció y pataleó, y consiguió golpear la espalda de Aldrick contra el muro de piedra del lateral de la escalera. Pero el mercenario amortiguó el golpe y, al cabo de unos segundos, Eraegus se derrumbó y Aldrick dejó que el cuerpo cayera sobre los escalones.
—¡Idiota! —bufó Rook con un susurro rabioso.
—Iba a dar la alarma —gruñó Aldrick.
—Le tendrías que haber roto el maldito cuello —rugió Rook—. Lo podríamos haber colocado en su oficina, le habríamos tirado un poco de vino encima y nadie se habría dado cuenta de nada extraño hasta que hubiera empezado a hincharse. —Lanzó una mano hacia las manchas de sangre—. El siguiente turno de limpieza estará aquí en poco más de un cuarto de hora. Lo verán y darán de todas formas la maldita alarma.
Aldrick le frunció el ceño a Rook y después miró a Odiana.
—Ella lo puede limpiar.
—Y hacer saltar las alarmas —replicó Rook muy enfadada—. ¿Me estabais prestando atención cuando expliqué las medidas de seguridad? Si alguien utiliza en la torre una furia que no cuente con el permiso de Kalarus, despertará a las gárgolas. He visto los cuerpos de veintitrés idiotas que lo hicieron a pesar de las advertencias en contra.
—Entonces lo harás tú —ordenó Aldrick—. Eres una artífice del agua y sierva de Kalarus. Seguramente tienes autorización.
Rook se entornó los ojos.
—Kalarus es arrogante, señor, pero no tanto como para confiar en que sus asesinos tengan acceso a todos sus artificios en su casa. —Rook se detuvo y después añadió con tono vitriólico—: Obviamente.
—¿Obviamente? —preguntó Aldrick cada vez más enojado—. Entonces también debería resultar obvio que nuestro amigo estaba utilizando una fuerza reforzada con un artificio de tierra. Físicamente no le podría haber roto el cuello, pero me habría podido romper el mío si no lo hubiera eliminado enseguida.
Amara dio un paso al frente y se colocó entre los dos.
—Silencio, los dos —ordenó. Ambos se callaron. Asintió y añadió—: No disponemos de mucho tiempo, y no vamos a perderlo con discusiones y reproches. Así que muévete —le indicó a Rook.
Esta asintió y casi subió corriendo por las escaleras. Sus botas resonaban ruidosamente en las piedras. Salió a un pasillo y lo cruzó hasta una puerta abierta. Entró, y Amara la siguió a una oficina pequeña.
—El despacho de Eraegus —informó Rook con voz suave. Empezó a pasear la vista por los papeles sobre el escritorio—. Ayudadme. Aquí debería estar la información de dónde retienen a vuestros ciudadanos. Buscad cualquier cosa que pudiera indicar su localización.
Amara se unió a ella, repasando con rapidez página tras página de informes, resúmenes contables y otros documentos de todo tipo.
—Aquí —indicó Amara—. ¿Qué es esto de enviar sábanas al aviario?
Rook siseó.
—Está en lo más alto de la torre. Una jaula de hiero en el techo. Tenemos que llegar a través de los aposentos personales de Kalarus. Vamos.
Regresaron corriendo a las escaleras. Siguieron a Rook hasta la cima de la torre. De vez en cuando pasaban ante saeteras situadas en los muros.
—Espera —gruñó Bernard—. Silencio.
Todos se quedaron inmóviles. Amara cerró los ojos y oyó un sonido, aunque las estrechas aberturas que hacían la función de ventanas distorsionaban lo que solo se podía describir como unos tonos distantes de algún tipo.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Bernard en voz alta.
De repente la cara de Rook se quedó sin sangre.
—Oh —exclamó y la voz de la joven estaba marcada por el pánico—. Oh, oh cuervos y malditas furias. Corred.
—¿Por qué? —preguntó Amara, pisándole los talones a Rook—. ¿Qué es?
—Es la fanfarria —tartamudeó Rook aterrorizada—. El Gran Señor Kalarus acaba de regresar a la ciudadela.
—Malditos cuervos —gruñó Amara.
Entonces se produjo un grito desde algún punto inferior de la escalera y empezaron a sonar las campanas de alarma de la ciudadela de Kalare.