Entraron en el campamento de instrucción de la Primera Legión Alerana a media tarde. Tavi apartó perezosamente unos rizos negros que se le habían quedado prendidos en el cuello, se pasó la mano sobre el cabello muy corto que le quedaba en la cabeza, y miró a Max.
—No puedo creer que me lo hicieras mientras estaba dormido.
—Las normas son las normas —replicó Max con tono piadoso—. Además, si hubieras estado despierto, no habrías dejado de quejarte.
—Creía que era el derecho sagrado de todo soldado —se quejó Tavi.
—Sí, de todo soldado, señor. Pero usted es un oficial, señor.
—Debes mandar con el ejemplo —murmuró Magnus—. En el aseo y en el uniforme.
Tavi miró a Magnus y estiró un poco la casaca suelta de cuero que llevaba puesta. Estaba confeccionada con un cuero tan duro y pesado que podía desviar el golpe de una espada, y teñida de azul oscuro, en contraste con la túnica ligera que llevaba debajo. También llevaba un cinturón y una espada como se acostumbraba a hacer en las legiones. Aunque había utilizado un arma ligeramente más larga durante el entrenamiento, el tacto del arma principal de las legiones le resultaba agradable, en especial después de haber practicado con Max y el maestro.
El campamento de la legión tenía el tamaño de la fortaleza de su tío en Guarnición. Tavi sabía que eran de unas dimensiones similares por una razón: todos los campamentos de la legión estaban dispuestos siguiendo el mismo modelo para asegurarse de que todos los mandos, mensajeros y funcionarios de las fuerzas armadas supieran moverse siempre por cualquier campamento. Además, permitía que la milicia recién incorporada al servicio se pudieran fundir con las tropas altamente disciplinadas y organizadas de una legión. Tavi se dio cuenta de que Guarnición no era más que un campamento estable de las legiones, pero construido con piedra en lugar de lonas y madera, con barracones en vez de tiendas, y murallas de piedra y almenas en vez de empalizadas de madera desmontables. Albergaba algo menos de la dotación completa de hombres. Según lord Riva, ello se debía a que confiaba sin reservas en la alianza del conde Bernard con los clanes marat más grandes emplazados en las tierras que se extendían más allá de Guarnición. No obstante, Tavi sospechaba que tenía mucho más que ver con los fondos que desaparecían de la partida de gastos militares de Riva e iban a parar a otros menesteres.
El terreno que rodeaba el campamento había quedado completamente aplanado por los miles de pies que realizaron la instrucción durante las semanas anteriores. La hierba gruesa y verde propia del valle había quedado aplastada, y solo en algunos puntos volvía a brotar después de tantos pisotones. Tavi podía ver a varios cientos de soldados siguiendo la instrucción en ese mismo momento, al menos media docena de cohortes de reclutas que se movían con las túnicas marrón doradas que lucirían hasta ganarse la armadura de acero. Llevaban grandes réplicas en madera de los escudos de verdad, más pesados que los reales, así como palos de madera de la largura habitual de la lanza de combate de las legiones. Por supuesto, cada recluta llevaba también el pesado rudius, y los hombres en marcha tenían la apariencia flácida y aburrida de los jóvenes que pasan verdaderas penurias. Tavi percibió más de una mirada de resentimiento cuando pasaron al lado de los reclutas en marcha, pues, en comparación, parecían alegres, frescos y despreocupados.
Pasaron por lo que habría sido la entrada oriental de Guarnición. Un par de hombres cubiertos con las armas y la armadura de legionares veteranos les dio el alto. Eran mayores que los reclutas del exterior, y su aspecto, más desaliñado. Los dos hombres necesitaban un afeitado y, como comprobó Tavi cuando se hubo acercado lo suficiente como para olerlos, también un baño.
—Alto —bramó el primero mientras reprimía un bostezo. Era un hombre unos pocos años mayor que Tavi, alto, ancho y algo fofo en la cintura—. Nombre y destino, por favor, o seguid vuestro camino.
Tavi tiró de las riendas a unos pasos del centinela y le hizo un saludo cortés con la cabeza.
—Rufus Scipio, de Riva. Estoy destinado como subtribuno con el tribuno Logistica.
—Así que Scipio —arrastró las palabras el legionare, mientras sacaba de un bolsillo un trozo de papel plegado, limpió lo que parecían unas migajas de pan y leyó—: Tercer subtribuno. —Movió la cabeza—. Para un lugar que casi no necesita un tribuno, y mucho menos tres subtribunos. Te vas a incorporar a un mundo de dolor, pequeño Scipio.
Tavi entornó los ojos al mirar al veterano.
—¿El capitán Cyril ha impartido órdenes no convencionales respecto al protocolo con los rangos, legionare?
El segundo legionare de servicio dio un paso al frente. Era más bajo y fornido y, como su compañero, su barriga hablaba de poco ejercicio y mucha cerveza.
—¿Qué ocurre? ¿Un joven cachorro de ciudadano se cree mejor que los hombres que nos hemos alistado porque ha cumplido un período de servicio en el jardín de rosas de una legión que nunca ha perdido de vista las murallas de su ciudad?
—Siempre es lo mismo —replicó el primer hombre, y le lanzó una mueca desdeñosa a Tavi—. Lo siento, señor. ¿Me ha preguntado algo? Porque si lo ha hecho, algo mucho más importante lo ha sacado de mi cabeza.
Sin mediar palabra, Max saltó del caballo, cogió un bastón corto y pesado que llevaba en la alforja y lo estampó contra el puente de la nariz del primer centinela. El golpe derribó al hombre alto y lo lanzó de espaldas al suelo.
El segundo centinela apuntó la lanza a Max, que no llevaba armadura. El joven la agarró con una mano, y la detuvo de modo que fuera tan inamovible como si se hubiera clavado en una roca. Acto seguido, lanzó al centinela más bajo contra la empalizada de madera con tal fuerza que toda la sección tembló y se tambaleó. El centinela rebotó, cayó al suelo y, antes de que se pudiera levantar, Max colocó la punta del bastón de madera bajo la barbilla del hombre y tiró hacia arriba. El centinela dejó escapar un sonido ahogado y se quedó quieto con la espalda contra el suelo.
—Señor —arrastró Max perezosamente las palabras dirigidas a Tavi—. Tendréis que perdonar a Nonus —un golpe con el bastón hizo que el hombre más bajo dejara escapar un chillido quejoso— y a Bortus, que es ese. —La bota de Max golpeó las costillas del primer centinela, quien ni siquiera se movió—. Hace unos años consiguieron que los expulsaran de la Tercera Legión Antilana, y supongo que no son lo suficientemente listos como para recordar que todos sus problemas se debieron a la falta del respeto debido a los oficiales.
—Antillar —jadeó el hombre más bajo.
—No estoy hablando contigo, Nonus —replicó Max, y apretó su bastón de centurión contra la punta de la barbilla del legionare—. Pero me alegra que me reconozcas. Que sepas que voy a servir aquí como centurión y estaré a cargo del entrenamiento con armas. Bortus y tú os acabáis de presentar voluntarios para ser las dianas de mi primer grupo de peces. —Su voz se endureció—. ¿Quién es vuestro centurión?
—Valiar Marcus —jadeó el aludido.
—¡Marcus! Habría jurado que se había retirado. Tendré unas palabras con él acerca de vosotros. —Se inclinó y añadió—: Suponiendo que el subtribuno Scipio no tenga inconveniente. Está en su derecho en pasar directamente a los azotes si lo desea.
—Pero yo no… —balbuceó Nonus—. Ha sido Bortus el que…
Max se apoyó un poco más en el bastón y Nonus se calló con un hipido lastimoso. El enorme antilano miró a Tavi por encima del hombro y le guiñó el ojo.
—¿Cuál es su deseo, señor?
Tavi movió la cabeza y tuvo que hacer un esfuerzo para que no le apareciera una sonrisa en la cara.
—Aún no hay necesidad de azotes, centurión. Si empezamos por ahí, después no tendremos nada a lo que recurrir. —Se inclinó hacia delante para contemplar al legionare más grande, que yacía inconsciente. Respiraba, pero la nariz se le estaba hinchando y saltaba a la vista que rota. Los dos ojos ya estaban rodeados de unos moratones magníficos de un color escarlata oscuro. Se volvió hacia el hombre a quien Max había dejado inconsciente—. Legionare Nonus, ¿verdad? Cuando llegue el relevo, lleva a tu amigo al médico. Cuando se despierte, recuérdale lo que ha ocurrido. Y añade que, al menos cuando se está de guardia, puede que saludar con el decoro apropiado a los oficiales que llegan al campamento sea más importante que burlarse de los cachorros criados en jardines de rosas. ¿De acuerdo?
Max volvió a aplastar el bastón contra Nonus. El legionare asintió con frenesí.
—Buen hombre —reconoció Tavi antes de espolear al caballo y pasar de largo sin mirar hacia atrás.
Solo oyó cómo Magnus descendía de su montura, se quejaba durante un momento sobre el estado de sus alforjas y le presentaba sus papeles al centinela postrado en el suelo. Se aclaró la garganta y aspiró por la nariz.
—Magnus, ayuda de cámara del capitán y su plana mayor. No me puedo creer el estado de tu uniforme. Malditos cuervos, esta tela es sencillamente ridícula. ¿Siempre huele tan mal? ¿O eres tú? Y estas manchas. ¿Cómo has conseguido? No, no me lo digas. No lo quiero saber.
Max dejó escapar una de sus carcajadas habituales y, un momento después, Magnus y él atraparon a Tavi. Pasaron por una sucesión de filas de tiendas de lona blanca. Algunas tenían la perfección de las legiones. Otras estaban mal montadas y medio caídas: sin duda se trataba de los alojamientos de los nuevos reclutas que aún no habían alcanzado al nivel requerido.
A Tavi le sorprendió lo ruidoso que era aquel lugar. Los hombres gritaban para que los oyeran por encima del estruendo. Una mendiga ciega y sucia estaba sentada al borde de la calle principal del campamento. Tocaba una flauta de junco a cambio de alguna moneda de los transeúntes. Los equipos de trabajo abrían zanjas y acarreaban madera, cantando mientras trabajaban. Tavi podía oír el golpeteo constante del martillo de un herrero. Un veterano canoso instruía a toda una cohorte —cuatro centurias de ochenta hombres cada una— en los movimientos básicos con la espada que Tavi acababa de aprender. Los reclutas estaban enfrentados en un par de largas filas. Realizaban los movimientos a partir de los números que ladraba el veterano, y los gritaban en respuesta mientras los ejecutaban. Los golpes eran lentos y vacilantes, y los movimientos incorrectos se detenían a medias y seguían los que dictaba el instructor. Mientras miraban, Tavi vio cómo un rudius caía de la mano de un recluta y le golpeaba en la rodilla al hombre que tenía al lado. El recluta golpeado gritó, saltó a la pata coja, empujó al hombre que tenía al otro lado, e hizo que cayeran al suelo media docena de reclutas.
—Ah —exclamó Tavi—, peces.
—Peces —asintió Max—. Aquí podemos hablar con seguridad —añadió—. Hay ruido suficiente para que sea difícil escuchar.
—Podría habérmelas arreglado con esos dos, Max —le informó Tavi en voz baja.
—Pero un oficial no lo habría hecho —le aclaró Max—. Los centuriones son los que rompen cabezas cuando los legionares se salen de madre. En especial los conflictivos, como Nonus y Bortus.
—Los conoces —afirmó Tavi.
—Hummm. Serví con esos lagartos venenosos. Son perezosos, pesados, codiciosos, borrachos y fanfarrones. Los dos.
—No parecían muy contentos de verte.
—En cierta ocasión discutimos acerca de la manera correcta de tratar a una dama en el campamento.
—¿Cómo acabó? —preguntó Tavi.
—Como hoy, pero con más dientes por el suelo —respondió Max.
Tavi movió la cabeza.
—Y a hombres así los valoran como veteranos, y les dan una paga superior.
—Fuera de la línea de batalla no valen ni la tela necesaria para limpiar una hoja con su sangre. —Max giró la cabeza y los miró—. Pero son luchadores. Conocen su trabajo y han estado metidos en algunas situaciones comprometidas sin vacilar. Por eso se les permitió la baja voluntaria, en lugar de la licencia forzosa por conducta impropia de un legionare.
—Y eso explica también por qué están aquí —añadió Magnus—. Según los archivos, se trata de veteranos honorables dispuestos a empezar con una legión nueva, y esa experiencia no tiene precio para instruir a los reclutas y controlar sus filas en el campo de batalla. Saben que serán veteranos, que no tendrán que realizar las tareas más ingratas, y que tendrán una paga mejor.
Max bufó.
—Y no olvides que la legión se está formando en el maldito valle de Amarante. Un montón de hombres libres mataría por vivir aquí. —Max trazó un gesto a su alrededor—. No hay nieve, ni es necesario preocuparse por ella. No hace mal tiempo. No hay furias salvajes y letales. Hay un montón de comida, y lo más probable es que crean que se trata de una legión de mentirijillas que nunca va a entablar combate real.
Tavi movió la cabeza.
—¿Hombres como esos no serán perjudiciales para el conjunto de la legión?
Magnus sonrió un poco y negó con la cabeza.
—No bajo el capitán Cyril, que deja que sus centuriones mantengan la disciplina por todos los medios que crean necesarios.
Max hizo girar el bastón con una sonrisa radiante.
Tavi frunció los labios pensativo.
—¿Todos los veteranos serán como esos dos?
Max se encogió de hombros.
—Sospecho que la mayoría de los Grandes Señores harán todo lo que esté en su mano para que sus hombres más experimentados permanezcan cerca de casa. Ninguna legión tiene demasiados veteranos, pero todas ellas tienen muchos lagartos venenosos como Nonus y Bortus.
—Entonces me estás diciendo que los hombres de esta legión serán peces incompetentes…
—Entre los cuales te encuentras —le interrumpió Max—. Hablando técnicamente, señor.
—Entre los que me encuentro —asintió Tavi—. Y descontentos.
—Y espías —añadió el maestro—. Si ves a alguien competente y amable, seguramente es un espía.
Max gruñó.
—No es posible que todos estén podridos. Si Valiar Marcus se encuentra aquí, sospecho que vamos a encontrar a otros centuriones íntegros que proceden del mismo lugar que él. Vamos a batir la chusma lo suficiente como para que no pierda el paso, y trabajaremos con los peces hasta que encajen. Todas las legiones recién formadas tienen este tipo de problemas.
El maestro negó con la cabeza.
—Pero no de una manera tan exagerada.
Max se encogió de hombros sin tratar de rebatírselo.
—Todo acabará encajando. Solo se necesita tiempo.
Tavi señaló hacia delante, en dirección a una tienda que era tres o cuatro veces más grande que las demás, aunque estaba hecha con la misma lona sencilla. Dos lados estaban enrollados hacia arriba, y dejaban abierto el interior para que lo pudiera ver cualquiera que pasase. Dentro había muchos hombres.
—¿Esa es la tienda del capitán?
Max frunció el ceño.
—Está en el lugar correcto. Pero suelen ser más grandes y más lujosas.
Magnus dejó escapar una risita.
—Este es el estilo de Cyril.
Tavi detuvo su montura y miró a su alrededor. De la nada apareció un caballero delgado de mediana edad. Vestía con una sencilla túnica gris. Encima del corazón, la túnica llevaba bordada el águila del escudo de la Corona, dividida en dos mitades azul y roja.
—Caballeros, permítanme que me encargue de ellos. —Miró a cada uno por turno y de repente le sonrió al maestro—. Magnus, ¿estoy en lo cierto?
—Mi fama me precede —respondió el maestro, que colocó la palma de las manos en la parte baja de la espalda y dejó escapar un gesto de dolor al estirarse—. Creo que me llevas ventaja.
El hombre saludó con el puño sobre el corazón, al estilo de las legiones.
—Lorico, señor. Ayuda de cámara. Trabajaré para usted. —Hizo un gesto y se acercó un joven paje para hacerse cargo de los caballos.
Magnus asintió y saludó al hombre, estrechándose por el antebrazo.
—Es un placer conocerte. Estos son el subtribuno Rufus Scipio y el centurión Antillar Maximus.
Lorico también los saludó.
—El capitán está celebrando la primera reunión general de su plana mayor, señores. Si quieren entrar…
Max se despidió con un cabeceo.
—Lorico, ¿me podrías indicar dónde se encuentra mi alojamiento?
—Disculpadme, centurión, pero el capitán pidió que también asistierais.
Max alzó las cejas y le hizo un gesto a Tavi.
—Señor.
Tavi asintió y entró en la tienda. Miró a su alrededor. Las mantas para dormir típicas de los legionare estaban dispuestas en orden encima de un viejo arcón de viaje, de diseño convencional y bastante maltrecho. Eran los únicos indicios de que alguien residía en la tienda. Había muchas mesitas para escribir alineadas junto a las paredes del recinto. Las sillas de campaña de tres patas que les hacían juego estaban situadas en el centro de la tienda y estaban ocupadas por una mujer y media docena de hombres. Había otra veintena de hombres con armadura apelotonados en el espacio que proporcionaba la tienda. Todos ellos se distribuían en un semicírculo alrededor de un hombre calvo de aspecto nada llamativo que portaba la armadura sobre una túnica gris. Era el capitán Cyril.
La armadura legionaria provocaba que los hombros de cualquier hombre parecieran anchos, pero Cyril parecía casi deformado bajo las hombreras. Tenía los antebrazos desnudos, llenos de cicatrices y con la piel estirada encima de tiras de músculos. Su armadura lucía la misma insignia del águila roja y azul que Tavi había visto en la túnica de Lorico, y que de alguna manera habían impreso en el acero.
Tavi se apartó y les franqueó el paso a Magnus y Max. Los tres se pusieron firmes mientras Lorico los anunciaba.
—El subtribuno Scipio, Astoris Magnus y Antillar Maximus, señor.
Cyril levantó la mirada del papel que sostenía en la mano y los saludó con la cabeza.
—En el momento justo, caballeros. Bienvenidos. —Les hizo un gesto para que se unieran al círculo que lo rodeaba—. Por favor.
—Me llamo Ritius Cyril —continuó, después de que los tres se hubieran unido al círculo—. Muchos de vosotros me conocéis. Si no es así, sabed que nací en Placida, pero mi hogar es este, las legiones. He servido como legionare en Frigia, Riva y Antillus, y como infante de marina en Parcia. Serví como caballero ferro en Antillus, y también como tribuno auxiliar, tribuno tactica y tribuno de caballeros, así como subtribuno de legión. He presenciado acciones contra los hombres de hielo, los canim y los marat. Este es mi primer mando de legión. —Se detuvo para mirar tranquilamente a su alrededor antes de continuar—. Caballeros, nos encontramos en la posición nada envidiable de ser los pioneros. Nunca ha existido una legión como esta. Algunos esperan servir en una fuerza decorativa, en un símbolo político en el que el trabajo será ligero y los peligros de la guerra se cruzarán rara vez en nuestro camino.
»Si es así, están equivocados —continuó, y su voz se crispó ligeramente—. No se equivoquen. Mi intención es entrenar a esta legión para que esté al mismo nivel que cualquier otra del Reino. Tenemos mucho trabajo por delante, pero no les voy a pedir más de lo que me exija a mí mismo.
»Además, soy tan consciente como cualquiera de ustedes de los diversos objetivos de los señores y senadores que han apoyado la creación de esta legión. Para que no haya malentendidos, todo deben saber que no tengo paciencia para la política, y apenas tolero a los idiotas. Esto es una legión. Nuestro negocio es la guerra, la defensa del Reino. No voy a dejar que los jueguecitos de nadie interfieran con el objetivo principal. Si han venido aquí para hacer la guerra por su cuenta, o si no tienen estómago para el trabajo duro, espero que dimitan, aquí y ahora, y que se hayan ido antes del desayuno de mañana. —Su mirada volvió a recorrer el círculo—. ¿Alguien acepta la oferta?
Tavi arqueó una ceja, impresionado. Poca gente se atrevería a hablarles tan claro a los ciudadanos, pues eso eran la mayoría de los oficiales de las legiones. Tavi miró alrededor de la audiencia. Nadie se movió ni habló, aunque Tavi vio gestos de incomodidad en muchos rostros. No cabía duda de que estaban tan poco acostumbrados a que les hablaran con tal claridad como Tavi a presenciar una conversación como aquella.
Cyril esperó un momento más.
—¿No? Entonces esperaré que hagan todo lo que esté en su mano para cumplir con su deber. Al mismo tiempo, yo todo lo que esté en mi mano para ayudarles y apoyarles. Dicho esto, se imponen las presentaciones.
Cyril recorrió la sala y presentó de manera sucinta a todos los hombres presentes. Tavi le prestó una atención especial a un hombre de aspecto bovino llamado Gracus, tribuno Logistica y superior inmediato de Tavi. A otro hombre, un veterano curtido por el tiempo cuyo rostro no había sido hermoso ni siquiera antes de que lo cubrieran las cicatrices, lo identificaron como Valiar Marcus, Primera Lanza, el centurión más veterano de la legión. Cuando Cyril hubo concluido las presentaciones, añadió:
—Y nos hemos visto beneficiados por una buenaventura con la que no contábamos. Caballeros, algunos ya la conocen, pero permítanme que les presente a Antillus Dorotea, la Gran Señora Antillus.
Una mujer se puso en pie. La cubría un vestido gris que llevaba el águila roja y azul de la Primera Alerana encima del corazón. Era delgada y de mediana estatura. Su cabello oscuro, largo, fino y recto, permanecía pegado a la cabeza y brillaba como si estuviera mojado. Sus rasgos eran afilados, y a Tavi le resultaban ligeramente familiares.
A su lado, Max soltó un jadeo de sorpresa.
El capitán Cyril le hizo un reverencia cortés a lady Antillus, y ella le respondió inclinando la cabeza con gesto formal.
—Su Gracia ha ofrecido sus servicios como artífice del agua y sanadora mientras dure nuestro primer despliegue —continuó Cyril—. Todos saben que no es su primer período de servicio en las legiones como tribuno Medica.
Tavi arqueó una ceja. ¿Una Gran Señora en el campamento? Eso no era en absoluto frecuente en una legión, por mucho que el capitán dijera lo contrario. La sangre azul de Alera llevaba consigo una cantidad enorme de poder en virtud de su talento increíble para el artificio de las furias. A Tavi le habían contado que un Gran Señor solo tenía la fuerza de toda una centuria de caballeros, y Antillus, una de las dos ciudades que defendían la gran Muralla del Escudo en el norte, tenía fama por su habilidad y tenacidad en la batalla.
—Sé que no es lo que se estila, pero me reuniré con cada uno de ustedes para tomarles juramento. Los enviaré a buscar a cada uno en los próximos dos días. Mientras tanto, Lorico tiene sus órdenes y les mostrará sus alojamientos. Me sentiré complacido si se unen a mi mesa durante las cenas. Retírense.
Los que estaban sentados en las sillas se pusieron de pie, y los hombres se apartaron cortésmente para permitir que lady Antillus se fuera la primera. Después de su partida hubo murmullos cuando cada uno recibió de Lorico un tubo de cuero para mensajes.
—Adelante, muchachos —les murmuró Magnus sin abrir su tubo de cuero—. Yo empezaré aquí. Buena suerte a los dos. —Sonrió y volvió a entrar en la tienda del capitán.
Tavi se alejó con Max y leyó sus órdenes. Eran muy sencillas. Tenía que presentarse ante el tribuno Gracus y ayudarlo en la gestión de los almacenes y el inventario de la legión.
—Me lo esperaba de otra manera —comentó Tavi.
—¿Hummm? —preguntó Max.
—El capitán —aclaró Tavi—. Pensé que sería más como el conde Gram. O quizá como sir Miles.
Max gruñó y Tavi le frunció el ceño a su amigo. La cara del gran antilano estaba pálida y las cejas se habían cubierto de sudor. Eso no era nada nuevo para Tavi, que había cuidado a Max durante más de una resaca. Pero ahora había algo distinto en el rostro de su amigo por detrás del desconcierto en su expresión. Miedo.
Max tenía miedo.
—¿Max? —preguntó Tavi, manteniendo la voz baja—. ¿Qué ocurre?
—Nada —respondió Max con sequedad.
—¿Lady Antillus? —pregunto Tavi—. ¿Es tu…?
—Madrastra —le interrumpió Max.
—¿Por eso está aquí? ¿Por ti?
Los ojos de Max se movieron de derecha a izquierda.
—En parte. Pero si ha venido hasta aquí es porque mi hermano también lo ha hecho. Es la única razón por la que vendría.
Tavi frunció el ceño.
—Estás asustado.
—No seas estúpido —replicó Max, pero sin ninguna calidez en el tono—. No, no lo estoy.
—Pero…
Algo malicioso apareció en la voz de Max.
—Déjalo, Calderon, o te parto el cuello.
Tavi se quedó helado y parpadeó ante su amigo.
Max se detuvo unos pasos más allá. Ladeó un poco la cabeza y Tavi pudo ver el perfil con la nariz rota de su amigo.
—Lo siento. Scipio, señor.
Tavi asintió.
—¿Puedo ayudar?
Max negó con la cabeza.
—Voy a buscar una copa. Un montón de copas.
—¿Eso es sensato? —le preguntó Tavi.
—Eh —respondió Max—, ¿quién quiere vivir para siempre?
—Si puedo…
—No puedes ayudar —insistió Max—. Nadie puede. —Y se fue sin mirar atrás.
Tavi frunció el ceño mientras veía como se alejaba su amigo, frustrado y preocupado por él. Pero no podía obligar a Max a que le explicara nada si su amigo no quería hacerlo. Así que no podía hacer nada más que esperar hasta que Max quisiera hablar de ello.
Deseaba que estuviera Kitai para hablar con ella.
Pero de momento tenía una tarea que cumplir. Tavi volvió a leer sus órdenes, recordó la disposición del campamento que Max y el maestro le habían obligado a memorizar, y se puso manos a la obra.