La luz cegadora dejó a Tavi sin ver nada. Una presión repentina se convirtió en un dolor insoportable a un lado de la cabeza. Dejó de oír sonidos. Perdió el sentido de la orientación y, por un momento, todo dio vueltas a su alrededor. Se quedó sin ningún punto de referencia, incapaz de distinguir arriba y abajo.
Entonces regresó la vista, con sombras que se convirtieron en colores, y fue capaz de discernir sus percepciones.
Primero, estaba vivo, lo que le resultó toda una sorpresa.
Segundo, seguía montado, aunque el caballo se revolvía con pequeños saltitos, como si no pudiera decidirse a salir corriendo o a descabalgarlo. Le rodeaba un olor apabullante a ozono, limpio y fuerte.
Tavi miró hacia abajo, medio aturdido. Había humo por todas partes y sintió que estaba tosiendo aunque no se podía oír. El suelo por debajo de él estaba quemado y negro, y la hierba convertida en cenizas. Ardía más hierba en seis metros a la redonda, casi la misma extensión que la tierra abrasada donde se levantaba la tienda de mando.
Su ropa estaba intacta. La armadura había quedado ennegrecida, pero no estaba caliente. Seguía sosteniendo las riendas de la montura y la lanza que lucía el estandarte de la legión. El astil del estandarte estaba quemado por un lado, pero entero. El águila de la bandera estaba confeccionado con un hilo diferente del resto. Se había quemado, de manera que en lugar de un emblema azul y escarlata todo el pájaro de guerra era ahora negro.
Tavi miró como un tonto al pájaro negro. Encima de su cabeza había miles de cuervos que volaban y bailaban con una excitación hambrienta. La brisa le pasó silenciosa por una mejilla, y el humo se empezó a aclarar. Mientras lo hacía, Tavi empezó a recuperar sus sentidos. Fue consciente de dónde estaba y, de alguna manera, consiguió que el caballo desistiera de tirarlo, aunque se removía sin pausa.
El humo se disipó y Tavi se encontró a menos de diez metros de Sarl.
El ritualista canim se había estirado en toda su altura con la cabeza tirada hacia atrás en una extraña postura de éxtasis, las fauces abiertas y la mano ensangrentada aún levantada hacia el cielo. Entonces se estremeció, evidentemente porque había oído algo y bajó los ojos para fijarlos en Tavi. Los ojos del cane se abrieron de par en par, las fosas nasales se ensancharon y las orejas le temblaron y se echaron hacia atrás. Las mandíbulas se abrieron y cerraron dos veces, con un movimiento vacilante, aunque Tavi no pudo oír ningún sonido, si es que Sarl emitió alguno.
Tavi seguía aturdido. Trataba de averiguar lo que había pasado y nunca llegó a pensar realmente en lo que iba a hacer. Le salió de dentro como una especie de instinto animal cuando sus emociones se fundieron en un fuego de rabia incandescente y clavó los talones en los flancos del caballo, que estaba a punto de sucumbir al pánico.
El caballo salió disparado hacia delante, a galope tendido, y se dirigió derecho contra Sarl. Tavi sintió cómo gritaba, sintió el repicar de los cascos del caballo contra la tierra y sintió cómo la bandera se movía contra el aire cuando bajó el estandarte para atacar a Sarl con toda su fuerza y en un silencio total.
Tavi acertó. El pesado astil de la lanza bajó en ángulo contra el morro de Sarl y lo golpeó con tanta fuerza que las mandíbulas del cane se cerraron con fuerza atrapándole la lengua y derribando al ritualista.
Tavi giró la cabeza a tiempo para ver cómo uno de los acólitos de Sarl se lanzaba contra él. Tavi hizo girar la montura para enfrentarse al cane, y los cascos del caballo de guerra salieron disparados y golpearon con una fuerza terrible. Un segundo cane corría hacia Tavi. Este lanzó la cantonera de la lanza contra la cara del atacante, y golpeó con tanta fuerza que vio con claridad como volaban por los aires trozos amarillos de los colmillos destrozados.
De golpe recuperó todo el sentido y supo que los demás acólitos lo empezarían a atacar, y que detrás de ellos había otros sesenta mil canim. Había rechazado a los dos primeros, pero aunque no recibieran ayuda, lo matarían si se quedaba para presentar batalla. Miró a su alrededor con rapidez, tomó una decisión, hizo girar al caballo en dirección al pueblo y espoleó a la montura.
El animal no necesitaba que lo animasen y huyó en busca del refugio del pueblo.
Aunque el caballo era rápido, no lo fue lo suficiente para evitar a otro de los canim que se lanzó contra él con garras frenéticas, desgarrando la cruz del caballo y arrancándole un reguero de sangre. El cuerpo del animal tembló con un relincho de dolor que Tavi no pudo oír y giró bruscamente, arrancando las riendas de las manos de Tavi.
Una mirada hacia atrás le permitió ver más acólitos que corrían hacia él, y otros que atravesaban las filas de guerreros sentados, aunque estos no se pusieron en pie. Uno de ellos lanzó algún tipo de dardo. Tavi no pudo ver si había acertado, pero el caballo se contorsionó de dolor y estuvo a punto de caer. No obstante, siguió adelante.
Tavi intentó alcanzar las riendas, pero la cabeza le seguía dando vueltas y el caballo se desplazaba sobre campo abierto a toda la velocidad que podía alcanzar. Ya resultaba bastante difícil de por sí permanecer en la silla y, cuando Tavi recuperó las riendas, levantó la mirada para ver las anchas aguas del Tíber a menos de cincuenta metros de él.
Tavi le echó un rápido vistazo a su alrededor y encontró las murallas de la ciudad a varios cientos de metros hacia el este. Miró atrás, y vio varias docenas de ritualistas que se encontraban a menos de diez segundos. Las heridas del caballo debían de haber reducido su velocidad. Tavi hizo girar el caballo hacia el pueblo, pero los cascos resbalaron en la tierra suelta y húmeda cerca del río y el animal cayó. Arrastró a Tavi.
El agua del río le golpeó con fuerza en la cara, y sintió una presión breve y terrible sobre una de sus piernas. El caballo pateó salvajemente y Tavi supo que el animal aterrorizado bien podía matarlo en su frenesí. Entonces desapareció el peso del caballo y Tavi intentó levantarse.
No pudo. La pierna que había quedado atrapada bajo el caballo se había hundido en el lodo del lecho del río. Estaba atrapado con la superficie a menos de medio metro.
Casi se echó a reír. Era inconcebible que hubiera escapado de todo un ejército de canim y sobrevivido a un maldito rayo letal para morir ahogado.
Se obligó a no patalear presa del pánico y en su lugar hundió los dedos en el lodo. El agua lo había reblandecido o en caso contrario la tarea hubiera sido inútil, pero Tavi fue capaz de liberar la rodilla y a partir de ahí pudo arrancar la pierna de las frías garras del lecho del río.
Tavi salió del río, echó un rápido vistazo a su alrededor y vio el estandarte, tirado y medio sumergido en el agua. Caminó hasta la orilla del río, lo agarró, adoptó una posición de combate y levantó la mirada para enfrentarse a más de veinte acólitos ritualistas con sus capas negras y mantos de piel humana. Habían caído sobre el caballo al salir del agua, y ahora tenían las garras y los colmillos escarlatas con la sangre fresca.
Tavi miró hacia atrás y a la izquierda, y vio que la caballería alerana ya estaba en movimiento sobre el Elinarch. Iba a resultar un gesto inútil. Cuando llegasen ya no quedaría nada de Tavi que pudieran rescatar.
Resultaba extraño que todo estuviera tan tranquilo, pensó Tavi. Vio la muerte en los ojos de los canim ensangrentados. Le parecía que algo así debía ser mucho más ruidoso. Pero no oía nada. Ni los gruñidos de sus enemigos ni los gritos desde la ciudad. Ni el gorgojeo del agua mientras el Tíber fluía alrededor de sus rodillas. Ni siquiera el sonido de su respiración acelerada o los latidos del corazón. Todo estaba perfectamente en silencio. Casi en paz.
Tavi agarró con fuerza el estandarte y sin desplazarse se encaró con los canim que se abalanzaban sobre él. Si iba a morir, sería de pie, contra ellos y se llevaría por delante a todos los que pudiera.
«Hoy soy un legionare», pensó.
El miedo se desvaneció. Tavi echó de repente la cabeza hacia atrás y rio.
—¡Venid! —les gritó—. ¿A qué estáis esperando? ¡El agua está espléndida!
Los canim corrieron hacia él y de repente se pararon en seco con dos docenas de miradas inhumanas y aterradas.
Tavi parpadeó, completamente confuso. Entonces miró detrás de él.
A ambos lados, las aguas del Tíber habían formado dos figuras sólidas, esculturas de agua similares a las que había visto antes.
Similares, pero no iguales.
Dos leones, leones del tamaño de caballos, se alzaban a ambos lados con los ojos brillando con un fuego verde azulado. Aunque estaban formados de agua, todos los detalles eran perfectos, hasta en el pelaje, hasta en las cicatrices de batalla sobre sus poderosos pechos y hombros. Aturdido, Tavi levantó la mano y tocó el flanco de una de las bestias y aunque la sustancia parecía líquida, eran tan dura como una piedra bajo los dedos de Tavi.
Tavi se volvió para mirar de nuevo a los canim. Otro tanto hicieron los dos leones, que abrieron las fauces y dejaron escapar un rugido. Tavi no los podía oír, pero sintió cómo le vibraba la armadura y la superficie del agua formó ondas y se agitó en un radio de una treintena de metros en todas las direcciones.
Los canim se alejaron del río y cambiaron su comportamiento: ahora eran recelosos y sus ojos aprensivos. Y entonces, como si fueran uno solo, se dieron la vuelta y huyeron por la pradera, de regreso con la hueste canim.
Tavi contempló cómo se alejaban, antes de salir del río y plantar la cantonera del estandarte en el suelo. Se inclinó agotado en él y volvió la cabeza para mirar las furias enormes que se habían alzado en su defensa.
Un ligero temblor del suelo le advirtió de que se acercaban caballos. Levantó la mirada y vio cómo Max y Crasus se aproximaban al galope. Los jóvenes legionares desmontaron y se acercaron a él. Max empezó a decir algo, pero Tavi lo frenó con un gesto.
—No oigo nada.
Max le frunció el ceño. Entonces se volvió hacia la más grande de las dos furias de agua. El león viejo y enorme saludó a Max y le acarició la mano con tanto cariño como si fuera un gatito. Max colocó la mano sobre el morro de la furia y asintió, en un gesto tanto de agradecimiento como de despedida, y la furia se volvió a hundir en el río.
A su lado, Crasus realizó casi los mismos gestos y el segundo león de agua se hundió hasta desaparecer. Los dos hermanastros se quedaron quietos durante un momento, mirándose. Ninguno de los dos habló. Entonces Crasus se ruborizó y se encogió de hombros. Max abrió la boca y dejó escapar una carcajada estruendosa de las suyas, a las que Tavi estaba acostumbrado. Luego movió la cabeza, le dio a su hermano un puñetazo cariñoso en el hombro, y se volvió hacia Tavi.
Max lo miró y vocalizó de manera exagerada para que Tavi pudiera leerle los labios.
—Esto no estaba en el plan.
—Descubrió el farol —explicó Tavi—. Pero lo dejé en bastante mal lugar. Es posible que haya funcionado.
Max gesticuló:
—¿Esto es lo que ocurre cuando funciona? Estás loco.
—Muchas gracias —le agradeció Tavi, e intentó que sonase seco.
Max asintió.
—¿Cómo está la pierna?
Tavi frunció el ceño sorprendido y bajó la mirada. Se sorprendió al descubrir en la parte alta del muslo izquierdo una mancha ancha y húmeda de sangre fresca en los pantalones. Se tocó con cuidado la pierna, pero no sintió ningún dolor. No lo habían herido. La tela ni siquiera estaba rota.
Entonces tuvo una inspiración y metió la mano en el bolsillo. En el fondo, justo encima de la mancha de sangre, Tavi encontró la piedra escarlata que le había robado a lady Antillus. Tenía un tacto extrañamente caliente, casi incómodo.
—Estoy bien —respondió Tavi—. No creo que sea mía.
Volvió a fruncir el ceño, miró hacia la hueste canim y después las nubes escarlatas que tenía sobre la cabeza.
«No debes temer el poder de su especie, y lo sabes», le había dicho Kalarus a lady Antillus. Y justo después le había ordenado que volara hasta Kalare. Pero si podía volar, ¿por qué había robado los caballos?
Porque la piedra la habría protegido de la hechicería ritualista canim que cubría los cielos.
Como acababa de proteger a Tavi del mismo poder.
El corazón se le aceleró. Intentó pensar en otra explicación, pero eso era lo único que tenía sentido. ¿De qué otra manera habría podido sobrevivir al estallido del mismo poder que había asesinado a los oficiales de la legión?
Por supuesto. Los canim sabían el sitio exacto donde debían golpear. Los comandantes de la legión sitúan sus tiendas en el mismo sitio en cualquier campamento, no importa donde estén. Se suponía que nadie debía sobrevivir al ataque, excepto lady Antillus, que habría llevado encima la piedra si Tavi no se la hubiera robado junto con la bolsa.
Tavi tuvo claro el plan original de los traidores. Después de ponerse al frente de la legión con arreglo a la cadena de mando, lo más seguro habría sido que lady Antillus dirigiese la retirada. De este modo, los canim habrían controlado el puente, y evitado cualquier incursión alerana desde el norte que pudiera invadir las tierras de Kalarus.
Por supuesto, ese había sido el plan antes de saber que los canim habían llegado en tal cantidad. Kalarus había intentado usarlos como arma, pero se habían revuelto y le habían mordido en la mano que le daba de comer.
—¡Eh! —gritó Max, y puso la cara delante de la de Tavi—. ¿Estás bien?
Max y Crasus giraron súbitamente la cabeza hacia la hueste canim y después miraron hacia sus caballos. Max le gesticuló a Tavi.
—Ya vienen. Nos tenemos que ir.
Tavi sonrió, asintió, cogió el estandarte y montó detrás de Max. Los tres regresaron al pueblo mientras la hueste canim reanudaba la marcha. Tavi levantó el estandarte, en señal de desafío, y dejó que el viento que provocaba la velocidad hiciese volar al águila ennegrecida donde todo el mundo lo pudiera ver.
Tavi seguía sordo mientras traspasaba las puertas del pueblo, pero cuando se cerraron detrás de ellos levantó una mirada sorprendida hacia las almenas y el patio que lo rodeaba. Todos los hombres que veía, ya fueran peces o veteranos por igual, norteños de ojos pálidos y sureños de ojos oscuros, viejos y jóvenes, caballeros, centuriones y legionares, estaban mirando a Tavi, golpeando sus puños cubiertos de acero contra los petos en lo que debía ser un trueno ensordecedor mientras gritaban y vitoreaban el regreso de su capitán.