38

Tavi pasó al lado de la hoguera crepitante en que sus legionares habían convertido el ariete de los canim. El hedor a madera quemada y a algo acre y amargo le llenó la nariz. El fuego crepitaba y los cascos de la montura golpeaban el suelo al ritmo de un galope ligero. Los graznidos de los cuervos se habían convertido en un sonido de fondo bajo y constante, como el rumor de las olas en un pueblo costero. Por lo demás, la tarde plomiza que reinaba en la tierra de nadie estaba sumida en un extraño silencio.

Eso le convenía a Tavi. Cuanto más lejos pudiera estar de la hueste canim y menos se le pudiera oír, mejor.

La cabalgata duró una eternidad. Cuanto más cerca estaba del ejército canim, más grande le parecía. Tavi estaba familiarizado con la presencia enorme y peligrosa de los canim. Aun así la visión de los guerreros monstruosos despertó una especie de alarma atávica que amenazaba con perturbar su autocontrol en mayor medida que lo que había creído. Estaban sentados en tierra, sobre las patas traseras, en filas organizadas. Era su propia versión de la posición de descanso. Las lenguas les colgaban de las fauces abiertas mientras descansaban después del ataque.

Un momento después, el olor extraño y acre de los canim le llenó la nariz. El caballo se negó a continuar, alarmado por el hedor. Tavi se movió con rapidez, las riendas aferradas con fuerza para girar el morro del caballo de manera abrupta sin romperle el paso. Ni siquiera su montura podía demostrar miedo, por justificado que estuviera.

Tavi trotó a lo largo del frente, quizás a un centenar de metros de la hueste canim. Los saqueadores se habían dispersado mientras atacaban los regulares. Se habían extendido en un enorme semicírculo alrededor del pueblo, con lo que habían dejado a los aleranos entre aquella fuerza que los superaba en número y el río. Hizo girar al caballo y siguió el frente en la otra dirección. Se detuvo en el epicentro de las tropas canim, ante las filas de sus guerreros con armaduras negras. Su caballo relinchó y movió la cabeza, intentando recular. Tavi lo mantuvo controlado y miró a los canim con la barbilla levantada y el estandarte de la Primera Alerana en la mano derecha.

Tavi respiró hondo.

—¡Sarl! —gritó. Su voz rasgó el silencio, y resonó con claridad—. ¡Sarl! ¡Sé que estás ahí! ¡Sé que diriges a estos guerreros! ¡Sal y mírame a la cara! ¡Sal para que pueda hablar contigo!

No hubo respuesta. Solo millares de ojos canim del color de la sangre, y decenas de miles de colmillos.

—¡Sarl! —llamó—. ¡Soy el capitán de la legión a la que te enfrentas! ¡He venido solo, para hablar contigo! —Cogió el estandarte con la mano izquierda durante un momento y sacó la espada para que los canim pudieran verla. Entonces, con gesto despectivo, la tiró a un lado—. ¡Yo, un alerano! ¡Solo! ¡Desarmado! ¡Te invito a que vengas aquí, carroñero! —Su voz se volvió burlona—. ¡Te garantizo que estarás seguro si mi presencia te aterroriza tanto como para temer por tu patética vida!

Un murmullo casi inaudible recorrió a los guerreros de armaduras negras. Era un gruñido mudo, pero surgió de diez mil gargantas, y Tavi pudo sentir cómo el sonido vibraba en el peto de la armadura.

Y entonces un cane se puso en pie. Era uno de los grandes, casi tan alto como Varg. Al igual que el embajador, su pelaje negro como el carbón estaba cubierto por una malla de viejas heridas. Su armadura negra y lacada presentaba un dibujo intrincado de tiras rojas brillantes. El cane miró fijamente a Tavi. Entonces movió la cabeza de manera casi imperceptible, y lo miró de reojo.

—¡Carroñero! —repitió Tavi a gritos—. ¡Sarl! ¡Sal, cobarde!

Entonces retumbaron los cuernos. Desde la parte posterior de la hueste aparecieron dos filas de canim con medias capas largas y negras y capuchas cubiertas con un cuero pálido. El primero de cada fila llevaba un incensario de bronce colgado de unas cuerdas de tela oscura y trenzada. Unas nubes de aspecto viscoso procedentes de un incienso gris verdoso rezumaban por los lados de los incensarios. Los canim encapuchados se dirigieron lentamente hacia la vanguardia de las tropas, donde se dividieron. Se extendieron en una línea recta a unos diez metros por delante de la hueste. Miraron a Tavi, y se sentaron al unísono sobre las patas traseras con un movimiento lento.

Entonces apareció Sarl entre las tropas.

El cane tenía el mismo aspecto que recordaba Tavi: sucio y enjuto, con pelaje rojizo en las partes que dejaba al descubierto, rasgos afilados y ojos pequeños y maliciosos. Pero en lugar de su ropa de escriba, llevaba la capa oscura y la capucha de los canim que le habían precedido, y lucía una armadura lacada de un color rojo como la sangre. Un pesado morral del mismo color que el manto le colgaba de un costado.

El ritualista avanzó al encuentro Tavi, con pasos lentos y pausados, y se detuvo a diez metros de distancia. Los ojos del cane ardían con una rabia sangrienta. A Tavi le quedaba claro que Sarl no había querido salir, pero las arengas de Tavi, y en especial su acusación de cobardía, no le habían dejado elección. Tenía más posibilidades de sobrevivir ante un alerano solo en campo abierto que contra sus guerreros, y los canim, como bien sabía Tavi, eran poco pacientes con los cobardes.

Tavi le devolvió la mirada al cane, hizo un gesto pausado con la cabeza, que desplazó un poco hacia un lado y después hacia atrás. Era un gesto canim de saludo y respeto.

Sarl no se lo devolvió.

Tavi no podía estar seguro, pero le pareció que, detrás del ritualista, los ojos del jefe de los guerreros se contraían.

—Estas no son tus tierras, Sarl —empezó Tavi, proyectando la voz, y sin dejar que sus ojos abandonaran los del cane—. Toma a tu gente y vete ahora que tienes la oportunidad de escapar. Quédate aquí y tan solo encontrarás la muerte y las de aquellos a quienes diriges.

Sarl dejó escapar un gruñido que era el equivalente canim a una risa.

—Palabras contundentes —replicó, y la garganta y los colmillos retorcieron las palabras hasta hacerlas casi irreconocibles—. Pero palabras vacías. Huye de esa pocilga que defiendes y quizá decidamos matarte otro día.

Tavi rio. Hizo un sonido lleno de arrogancia y desprecio.

—No estás en tu patria. Esto es Alera, Sarl. ¿Hasta tal extremo ignoran los ritualistas cómo son las tierras que no son suyas? ¿O acaso el único ignorante eres tú?

—Esta vez no te enfrentas a una expedición formada por un puñado de barcos, alerano —replicó Sarl—. Nunca habéis luchado contra una hueste de nuestro pueblo. No nos derrotaréis jamás. Moriréis.

—Algún día —reconoció Tavi—. Pero aunque nos mates a mí y a todos los hombres que están bajo mi mando, vendrán otros a ocupar nuestro lugar. Quizá no sea hoy. Ni mañana. Pero ocurrirá, Sarl. No dejarán de venir. Te destruirán. Cuando quemaste tus naves, convertirse en ceniza y humo tus últimas posibilidades de sobrevivir.

Sarl mostró los dientes y empezó a hablar.

—No pasarás —gruñó Tavi, interrumpiendo al cane—. No te cederé el puente. Si es necesario, lo destruiré antes de que caiga en tus manos. Vas a malgastar las vidas de tus guerreros para nada. Y cuando los señores de Alera vengan a limpiar sus tierras de tu especie, no habrá nadie que cante la canción de sangre de los caídos. Nadie llevará sus nombres a través del mar oscuro hacia las tierras de sangre. Vete, Sarl. Y vive un poco más.

Nhar-fek —gruñó el cane—. Sufrirás por esta arrogancia.

—Hablas mucho —replicó Tavi—. ¿No es así?

Los ojos de Sarl brillaron. Levantó una mano y una garra oscura señaló hacia el cielo mortecino cubierto de nubes.

—Mira arriba, alerano. Vuestros cielos son nuestros. Te atraparé y te haré mirar. Y cuando os hayamos cazado a ti y a los demás nhar-fek, hasta la última hembra, hasta el último cachorro gimoteante, entonces y solo entonces te cortaré el cuello, para que puedas ver que la tierra ha sido purgada de tu especie contra natura. —Una de las manos del cane salió lanzada hacia su morral.

Tavi había estado esperando algo así. Sabía que, ocurriera lo que ocurriese, Sarl no podía permitir que lo desafiaran públicamente de esa manera. Si Tavi salía vivo de aquella confrontación, Sarl mostraría debilidad ante los canim, y entre su especie ese podía ser un error fatal. Sarl no podía dejar que Tavi saliera bien parado, y Tavi sabía que solo era cuestión de tiempo que Sarl realizara un movimiento.

Tavi levantó un dedo y lo apuntó decididamente hacia el cane, y su voz crujió con una tensión y amenaza repentinas.

—Ni lo intentes.

Sarl se quedó helado. Los colmillos demostraban su odio.

Tavi lo miró fijamente, con el dedo apuntando y la montura removiéndose inquieta en el lugar.

—Tienes un poco de poder —reconoció en voz algo más baja—. Pero sabes lo que puede hacer el artificio de las furias alerano. Mueve un milímetro la mano y te asaré y te dejaré para los cuervos.

—Aunque lo consigas —gruñó Sarl—, mis acólitos te destrozarán.

Tavi se encogió de hombros.

—Es posible. —Sonrió—. Pero tú seguirás igual de muerto.

Los dos se miraron durante un momento que pareció eterno. Tavi luchó por conservar la calma y la confianza, como haría un artífice de las furias muy poderoso. La realidad era que si Sarl decidía acabar con él, solo podía confiar en la velocidad de su caballo y huir. Si Sarl probaba algún tipo de hechicería, le mataría. Con arreglo a todos los criterios razonables, estaba indefenso ante el cane.

Pero Sarl no lo sabía.

Y cuando se trataba de un combate cuerpo a cuerpo, Sarl era un cobarde.

—Estamos hablando bajo una tregua —gruñó, como si odiase ese hecho, y aquello fuera lo único que mantuviera a Tavi con vida—. Vete, alerano —ordenó y bajó la mano al costado—. Nos volveremos a ver dentro de poco.

—Ahora estamos de acuerdo en algo —reconoció Tavi.

El farol había funcionado. La ansiedad empezó a dejar paso a una sensación de alivio y mareo, que resultó casi tan difícil de contener como antes lo había sido el miedo.

Empezó a girar con la montura, pero se detuvo y miró al guerrero canim que se encontraba de pie detrás de la línea de los ritualistas de Sarl.

—Si queréis recuperar los restos de vuestros caídos —gritó—, permitiré que canim desarmados los retiren durante la próxima hora.

El cane no respondió. Pero después de pensárselo durante unos segundos, ladeó ligeramente la cabeza. Tavi imitó el gesto antes de empezar el regreso. Una brisa suave le daba en la cara.

Sarl husmeó de repente, con un sonido casi idéntico al de cualquier perro que husmea un rastro.

Tavi se quedó helado, y el alivio que había empezado a sentir se transformó en un instante en un terror casi histérico. Miró hacia atrás a tiempo de ver cómo los ojos de Sarl se abrían de par en par a causa de la sorpresa y el reconocimiento.

—Te conozco —jadeó el cane—. Tú. El anormal. ¡El mensajero!

La mano de Sarl voló hacia el morral y lo abrió, al mismo tiempo que Tavi tomó la súbita conciencia de que el recipiente de cuero pálido, al igual que los mantos de los ritualistas, estaba confeccionado con piel humana. Sarl sacó la mano y la levantó por encima de la cabeza. La mano estaba cubierta con sangre fresca y escarlata. Unas gotitas volaron en el aire, se esparcieron y desaparecieron. Aulló algo en la lengua de los canim y los acólitos que tenía detrás se unieron a él.

Tavi giró el caballo, desesperado por huir, pero todo se movía con una lentitud de pesadilla. Ante de poder espolear al animal, las nubes se iluminaron con un infierno de relámpagos escarlatas. Tavi levantó la vista a tiempo para ver un círculo enorme de rayos que se condensaban de repente en un punto al rojo vivo sobre su cabeza.

Tavi intentó espolear al caballo para que galopara, pero se movía demasiado despacio y no podía apartar los ojos de la condensación de poder, el mismo poder que había masacrado a los oficiales de la Primera Alerana, ninguno de los cuales estaba tan indefenso como Tavi.

El punto de fuego se expandió de repente en una luz blanca y cegadora y en una avalancha de ruido estremecedor, y Tavi abrió la boca y gritó de terror e incredulidad. Pero no llegó a oírse.