Unos pasos decididos se acercaban y cuando el faldón de la tienda fue retirado hacia un lado, Tavi ya tenía la espada en la mano y medio sacada de su funda.
—Guau —exclamó Ehren, levantando las manos vacías.
El pequeño cursor bronceado y de cabello color arena parecía más divertido que amenazado, iluminado desde atrás por la luz brumosa de pleno día.
—Me rindo, capitán Scipio.
Tavi parpadeó varias veces, miró a su alrededor medio adormilado, y bajó la espada.
—De acuerdo. Lo siento.
Ehren cerró el faldón de la tienda, que volvió a quedar a oscuras.
Tavi suspiró.
—En el arcón, a tu derecha.
—Oh —se disculpó Ehren—. Lo siento. Lo olvidé. Luz.
La pequeña lámpara de furia que había sobre el arcón cobró vida.
—No lo has olvidado —replicó Tavi con una media sonrisa—. Querías comprobar si había desarrollado algún artificio propio. No.
Ehren mostró una expresión de inocencia.
—Casi no te reconozco con el cabello tan corto.
—Yo casi no te reconozco con ese bronceado —replicó Tavi—. Siento que no hayamos podido hablar aún, pero…
—Estamos trabajando —acabó Ehren—. Lo entiendo.
Tavi había dormido con los pantalones y las botas puestas. Se puso en pie, se enfundó una túnica y se dio la vuelta para saludar a Ehren con un fuerte abrazo.
—Estoy encantado de verte —reconoció Tavi.
—Lo mismo digo —replicó Ehren, que dio un paso atrás y miró a Tavi de arriba abajo con desconfianza—. Cuervos, eres más alto. Se supone que la gente deja de crecer a eso de los veinte años, Ta… —Movió la cabeza—. Ejem, Scipio. Cuando entramos en la Academia medíamos lo mismo. Ahora eres tan alto como Max.
—Supongo que estoy recuperando el tiempo perdido —bromeó Tavi—. ¿Cómo estás?
—Contento de haberme librado de las islas —respondió Ehren, quien frunció el ceño y apartó la mirada—. Aunque me gustaría haber vuelto con mejores noticias. Y habérselas entregado a otra persona.
—¿Has hablado con los prisioneros?
Ehren asintió.
—Han colaborado. Estoy casi seguro que el hombre muerto era el agente de Kalarus y el cerebro de la operación. Los demás solo eran… Bueno. Siempre existen negocios brumosos en los que se puede implicar un legionare.
—En especial, los folloneros.
—En especial, los veteranos folloneros —confirmó Ehren.
—Estupendo —reconoció Tavi—. Suéltalos y envíalos de vuelta a su centuria.
Ehren parpadeó.
—¿Qué?
—Son una lanza completa de legionares veteranos, Ehren. Los necesito.
—Pero… capitán…
Tavi miró al cursor a los ojos.
—Esa es mi decisión. Hazlo —ordenó.
Ehren asintió.
—De acuerdo —asintió en voz baja—. El Primera Lanza me pidió que te dijera que los canim están atravesando ahora mismo la segunda línea de piquetes y no están haciendo ningún esfuerzo por ocultar su presencia. Calcula que estarán aquí en cosa de una hora.
Tavi frunció el ceño.
—Le dije que me despertase cuando los primeros piquetes informasen de avistamientos.
—Dijo que en las próximas veinticuatro o cuarenta y ocho horas necesitarías dormir más que él. El tribuno Antillus estaba de acuerdo.
Tavi siguió con el ceño fruncido. Max, por supuesto, podía confiar en su artificio de las furias para pasarse días y más días sin dormir. Lo más probable era que Valiar Marcus pudiera hacer lo mismo, pero Tavi no disponía de ese recurso, y aunque necesitaba menos tiempo de sueño y de descanso desde hacía dos o tres años, no tenía ni idea hasta qué punto podía confiar en aquella capacidad de resistencia.
Lo más probable era que Max y el Primera Lanza tuvieran razón al dejarlo descansar mientras pudiera. Las grandes furias sabían que a lo largo del día iba a necesitar todo su ingenio.
—De acuerdo —asintió con voz queda—. Ehren, sé que no tengo ninguna autoridad para darte una orden, pero…
Ehren arqueó una ceja.
—¿Desde cuándo dejas que detalles de ese tipo te frenen?
Tavi sonrió.
—Cumplo la ley. Siempre que no se interponga en el camino.
Ehren bufó.
—Parece que fue ayer cuando estábamos esquivando matones en el patio de la Academia. Ahora se trata de un ejército de canim. —Le dedicó a Tavi una larga mirada de sufrimiento y suspiró—. De acuerdo. Estoy contigo.
Tavi asintió.
—Muchas gracias.
Ehren le devolvió el gesto.
—Dile a Magnus que te consiga un caballo de mensajero —le ordenó Tavi—. Y también una armadura. Quiero que estés cerca de mí. Es posible que necesite un mensajero a lo largo del día de hoy, y quiero que sea alguien de confianza.
—Por supuesto —aceptó Ehren.
—Y… —Tavi frunció el ceño—, si las cosas no van bien por aquí, Ehren, quiero que te vayas. Y que le lleves la noticia a Gaius en persona.
Ehren se quedó en silencio durante un minuto.
—Eres un cursor, Tavi —susurró—. Si llega el momento, tu deber es presentarte en persona.
Tavi levantó la mano y la pasó sobre el cabello corto y puntiagudo en su cabeza.
—Hoy soy un legionare —replicó en voz baja.
Tavi estaba de pie sobre la muralla de la ciudad en la mitad meridional del pueblo, en las almenas por encima de la puerta. Las defensas no eran ni tan altas ni tan gruesas como las de la fortaleza de Guarnición, en su hogar en el valle de Calderon. No obstante eran tercas murallas aleranas capaces de resistir un asedio. Estaban cimentadas en los huesos de la propia tierra y eran inmunes a cualquier daño que no viniera acompañado de un enorme artificio de las furias.
Por supuesto, no tenía ni idea de si podrían resistir los extraños poderes que al parecer poseían los ritualistas canim. Mantuvo el rostro tranquilo y confiado, y la boca cerrada. La victoria de aquel día dependía más del valor de sus hombres que de la fuerza bruta, y no se iba a permitir que se debilitase la moral. Por eso, aunque sentía auténtico pavor a que se produjera el segundo ataque de un rayo carmesí que podía caer justo en el lugar que ocupaba, permanecía allí sin moverse, respirando con calma y con la esperanza de mostrar una máscara de indiferencia ante el peligro que se les echaba encima.
A su alrededor estaban los veteranos de la centuria del Primera Lanza. Las otras centurias de la cohorte esperaban a lo largo de la muralla, dispuestos a defenderla o a ofrecer su apoyo a sus hermanos de cohorte. En el patio que tenía detrás de él esperaban otras dos cohortes enteras, una con una mezcla de diversos niveles de experiencia y la segunda compuesta totalmente por peces, incluida la que había sido la centuria de Max. En total, cerca de mil legionares estaban dispuestos con armas y armaduras.
Tavi sabía que detrás de ellos, situados en las principales posiciones defensivas, preparados para avanzar en apoyo de los defensores de la puerta, se encontraban otros mil hombres, y detrás de ellos, en el inicio del puente, había mil más. El resto mantenía la vigilancia en el lado septentrional, mientras que lo que quedaba de la caballería esperaba en el punto más elevado del puente, dispuesta a responder a cualquier ataque del enemigo desde un flanco inesperado.
Cuando llegaron los canim, lo primero que vio Tavi fueron los cuervos.
Al principio pensó que era una columna de humo negro que se elevaba desde las colinas al sudoeste del pueblo. Pero en lugar de moverse con el viento, la oscuridad se alzó, ensanchó y se estiró en una línea, momento en que Tavi pudo ver que había estado mirando a los cuervos que revoloteaban sobre la cabeza de la hueste canim como si fuera una rueda de carromato. Había esperado ver a los canim un momento más tarde, pero pasó casi un cuarto de hora, mientras el enorme disco de cuervos se hacía cada vez más grande.
Tavi comprendió. Había subestimado la cantidad de cuervos. Cuatro o cinco veces más aves carroñeras de las que había supuesto revoloteaban sobre los canim. Eso significaba que aquel era el número más grande de cuervos que había visto nunca, incluidos los que habían descendido sobre la carnicería de la segunda batalla de Calderon.
Un murmullo recorrió la muralla entre los legionares. Tavi tuvo la sensación que ellos tampoco habían visto nunca tal cantidad de pájaros carroñeros.
Entonces oyeron los tambores y el tronar de los cuernos de guerra. El sonido de los tambores empezó como un redoble bajo, casi inaudible, pero se elevó rápidamente hasta alcanzar un ritmo distante, constante y pulsante. Los cuernos chillaban lúgubres a través del estruendo, y todo el conjunto era como escuchar los aullidos de un lobo de un tamaño inimaginable que atravesaba una tormenta a la carrera.
Tavi pudo sentir cómo los hombres se inquietaban a su espalda, expresado en un millar de cambios incómodos de postura, en murmullos, el sonido de metal contra metal mientras los legionares intentaban combatir la ansiedad comprobando una y otra vez sus armas y armaduras.
En el terreno despejado delante del pueblo apareció la caballería y la infantería, que se dirigía hacia las murallas: los piquetes y los escaramuceros que habían estado vigilando a los canim y hostigándolos durante la marcha. Habían formado grupos mientras se retiraban, y se acercaban al pueblo con un trote cansado después de todo un día, o más, en el campo. No volvían todos los escaramuceros. Estaba claro que algunos habían caído. Otros, los auxiliares y los voluntarios locales con más habilidad para el artificio de la madera, permanecerían sobre el terreno, escondidos de la hueste enemiga, vigilando sus movimientos y atacando los flancos y la retaguardia en misiones de hostigamiento.
Al menos ese era el plan. Tavi era muy consciente de que la realidad se podía desviar de sus intenciones de una manera rápida y letal.
Al final las tropas en retirada alcanzaron la protección de las murallas de la ciudad y las puertas se cerraron detrás de ellos. Los tambores y los cuernos se acercaban, y Tavi quería gritar por la simple frustración de la espera. Quería luchar, matar, correr, hacer algo.
Pero aún no había llegado el momento de actuar y sus hombres debían estar sintiendo más o menos lo mismo. Así que Tavi se quedó quieto de cara al enemigo, aparentando calma, fingiendo aburrido, y esperó.
El primero de los canim apareció cuando culminó la cima de la última colina que los ocultaba a la vista. Los saqueadores se dispersaron por delante del ejército, pasaron por encima de la colina en una línea de escaramuza de casi un kilómetro de largo. Al ver la ciudad y a los defensores aleranos sobre la muralla, echaron la cabeza hacia atrás y dejaron escapar aullidos largos y ululantes. Los gritos de guerra hicieron que a Tavi se le pusiera de punta el vello de la nuca.
Un parloteo nervioso llegó desde la cohorte de peces en el patio a su espalda y Tavi oyó cómo Schultz les decía que se calmasen.
—De acuerdo, Marcus —dijo Tavi y se sorprendió de lo tranquila que sonaba su voz—. Izad el estandarte.
Marcus se había opuesto a cualquier acción que pudiera identificar la posición del capitán ante el enemigo, pero Tavi se había impuesto, y uno de sus hombre izó la bandera de la Primera Alerana, con su águila roja y azul, que ondeaba al viento en la punta de un astil de madera procedente de una larga lanza de batalla. Cuando la bandera se movió con el viento, Tavi se subió a las almenas, donde lo podían ver todo los legionares. Blandió la espada y la levantó por encima de la cabeza, y esta vez miles de espadas hicieron lo mismo, un coro de reflejos metálicos que se levantaban en desafío a los aullidos espeluznantes y los tambores salvajes.
Tavi echó hacia atrás la cabeza y lanzó su grito de desafío, sin palabras, poniendo en él toda la impaciencia, el miedo y la rabia, y lo siguieron al instante un millar de legionares, una rabiosa tormenta de sonido que sacudió las murallas del pueblo.
Cuando toda la hueste canim acabó de pasar por encima de la colina, les recibió la visión de un millar de legionares cubiertos de acero, con espadas brillantes en las manos, dispuestos para la batalla y lanzando gritos de desafío contra los dientes del enemigo. Sin miedo, rabiosa y buscando pelea, la Primera Alerana estaba detrás de su capitán, dispuesta —y más que dispuesta— para enfrentarse a la hueste canim. Aunque estaban en inferioridad numérica, la fuerte posición defensiva, el artificio de las furias y la voluntad inquebrantable los convertía en un enemigo peligroso.
O eso era lo que Tavi quería que creyeran los canim. El tío Bernard le había enseñado cómo salir airoso de la amenaza de un depredador que amenaza a un rebaño. La primera impresión era importante.
Tavi bajó de lo alto de la almena, al ir apagándose los vítores, y el Primera Lanza empezó a rugir con una vieja marcha de las legiones. Tenía mucho más que ver con doncellas volubles y jarras de cerveza que con guerra y batallas, pero todos los legionares la conocían y al parecer constaba de una cantidad inagotable de versos. El Primera Lanza rugió con la primera estrofa y el estribillo llegó como un grito rítmico y retumbante por parte de los demás legionares.
Formaba parte del plan de Tavi mantener a sus hombres ocupados con la canción mientras la hueste canim bajaba por la colina; unos canim con armaduras negras lacadas, con adornos extraños y marcadas aquí y allí con colores diversos, que probablemente eran una especie de sistema para señalar los honores personales que se habían ganado. Eran muchos miles, todos ellos grandes y esbeltos, enormes. Si lo que Varg le había contado sobre su esperanza de vida era cierto, cada uno de ellos poseía probablemente más experiencia y conocimientos personales que sus legionares veteranos.
Los hombres siguieron con la canción mientras Tavi contaba enemigos. Realizó una estimación poco esperanzadora: veinte mil canim regulares y al menos el doble de saqueadores, que se desplazaban en manadas de unos cincuenta individuos por delante del cuerpo principal del ejército, avanzando por los flancos y cerrando la marcha por detrás, de la misma manera que los perros salvajes seguirían a una manada de leones de las praderas, esperando los restos que dejasen los grandes depredadores.
Los canim los superaban por diez a uno, y un enfrentamiento de la caballería con los regulares no produciría los éxitos decisivos de los ataques contra grupos aislados de saqueadores. Los hombres que cantaban ahora a su alrededor iban a morir. Y Tavi, tal vez también. El miedo que llegó con esos pensamientos hizo que la afirmación de Ehren de que era un cursor y su deber era informar al Primer Señor en persona, se convirtiera en algo venenosamente seductor. Si lo deseaba, podía montar a caballo y alejarse por igual de los canim y de la legión.
Pero Tavi también le había prometido al capitán Cyril servir tanto a la legión como a la Corona. No podía romper su promesa. Ni tampoco podía dejar atrás a sus amigos. Max no iba a abandonar nunca a sus compañeros legionares en peligro, ni siquiera si lo ordenase Gaius en persona.
Tavi deseó con desesperación alejarse de allí. Era lo mismo que desearía cualquiera que tuviese suficiente cerebro para andar y hablar. Era lo mismo que deseaban todos los hombres en la muralla, y los que esperaban detrás.
Se quedaría. Sin importar el resultado, estaría hasta el final.
Con esa decisión, el miedo se fue difuminando, sustituido por una sensación de determinación tranquila. Ni siquiera se sentía atemorizado, simplemente formaba parte de la situación, del día que tenía por delante. Había aceptado la posibilidad de morir, y al hacerlo había perdido una parte del poder que tenía sobre él. Se dio cuenta de que era capaz de concentrarse, de pensar con más claridad y estaba seguro que era lo mejor que podía hacer por él mismo y por los hombres que le seguían. Esa confianza también le dio seguridad en sus planes, que daban a la legión, si no una victoria cierta, al menos la posibilidad de sobrevivir luchando.
Y así se encaró con el enemigo cuando las manadas escaramuceras formadas por los saqueadores se fueron retirando, los rayos escarlatas estallaron enloquecidos en las nubes y, con un rugido que estremeció la tierra, los regulares canim se lanzaron a la carga contra la ciudad como una oleada de sombras aulladoras.