32

—Malditos cuervos —maldijo Tavi totalmente frustrado—. Esto no tiene ni el menor sentido, Max.

El sol se estaba desvaneciendo detrás del horizonte y el alae de caballería de Tavi se había enfrentado ese día a los saqueadores canim en no menos de seis escaramuzas rápidas y amargas, siempre contra manadas más pequeñas que la primera. Habían muerto tres legionares más. Otros nueve fueron heridos en acción, y otro más se rompió el brazo cuando su caballo cansado tropezó en el sendero y lo tiró de la silla.

—Te agobias por nada —replicó Max, y se recostó despreocupadamente contra el tronco de un árbol.

Los dos eran los únicos legionares despiertos, a excepción de la media docena de hombres de guardia que rodeaban al grupo. El resto estaban tendidos en el suelo en silencio, y dormían profundamente, extenuados después de un día de marcha y combates.

—Mira, los actos de los canim no siempre tienen sentido.

—Estás equivocado —le aseguró Tavi con firmeza—. Siempre tiene sentido para ellos, Max. Piensan de una manera diferente que nosotros, pero no están locos ni son estúpidos. —Movió una mano hacia el campo que les rodeaba—. Todas estas manadas sueltas. Sin organización ni dirección. Ninguna fuerza cohesionada. Este es un movimiento importante. Tengo que descubrir qué están haciendo.

—Podemos seguir cabalgando hasta que lleguemos al puerto. Te apuesto algo a que entonces lo sabrás.

—Durante unos cinco minutos, hasta que reventemos los caballos y los canim nos corten el cuello.

—Pero lo sabrás —recalcó Max.

—Lo sabremos —suspiró Tavi y movió la cabeza—. ¿Dónde está?

—Los mensajeros son unos tíos raros: les gusta llegar a su destino de una sola pieza y respirando. Esto es territorio hostil, dale tiempo.

—Puede que no tengamos tiempo.

—Sí —dijo Max con voz cansina—. Y por mucho que te preocupes, no va a llegar antes. —Max abrió una alforja y sacó una rebanada de pan plana y redonda. La rompió por la mitad y le lanzó un trozo a Tavi—. Come mientras puedas. Duerme si quieres.

—Dormir —repitió Tavi con un ligero tono de desdén.

Max gruñó y los dos comieron.

—¿Te has dado cuenta de una cosa? —preguntó al cabo de un momento.

—¿De qué?

—Todos tus legionares están tumbados o se mueren por estarlo.

Tavi frunció el ceño y vio las figuras entre tinieblas de los soldados tirados en el suelo. Hasta los centinelas se tambaleaban agotados.

—Tú no estás durmiendo —señaló Tavi.

—Tengo el artificio del metal que me permite no hacerlo durante días, llegado el caso.

Tavi le sonrió.

—No me has entendido. Tu tampoco estás durmiendo —le explicó Max—. Pero no dejas de moverte. Y tu boca corre más deprisa que cualquier caballo en Alera.

Tavi dejó de masticar durante un segundo y frunció el ceño.

—¿No querrás decir que estoy utilizando un artificio de metal?

—No, no lo estás haciendo —respondió Max—. Eso te lo puedo asegurar. Pero te mantienes igual de bien.

Tavi respiró hondo.

—Kitai —dijo al fin.

—Seguro que puede hacer milagros si se cruza en el camino de cualquier hombre —reconoció Max—. Pero te lo digo en serio. Sea cual sea la hierba que estás usando…

—No, Max —le interrumpió Tavi—. Es que… puedo pasar sin dormir mucho más tiempo de lo habitual desde que Kitai y yo hemos estado…

—¿Habéis estado labrando los campos en el colchón?

Estaba lo suficientemente oscuro como para que, gracias a las grandes furias, Max no pudiera ver el rubor repentino que le cubrió la cara a Tavi.

—Iba a decir «juntos», so idiota.

Max soltó una risita y bebió de una bota antes de pasársela a Tavi.

Tavi bebió e hizo una mueca de enfado ante el vino débil y aguado.

—No necesito dormir tanto. A veces me parece que veo con más claridad. Oigo mejor. No sé.

—Muy extraño —reconoció Max pensativo—, aunque útil.

—Preferiría que no hablaras de ello —le pidió Tavi en voz baja.

—Maldita sea —juró Max, recuperando la bota—. Me llevé un susto de muerte cuando la vi por aquí. Me imaginaba que estaba en palacio. Le gustaban los juguetes.

Tavi gruñó.

—Tiene ideas propias al respecto.

—Al menos ahora está segura en Elinarch —comentó Max.

Tavi le dedicó una mirada extraña.

—¿No está allí? —preguntó Max—. ¿Cómo lo sabes?

—No lo sé. No la he visto desde que nos condujo al pueblo anoche. Pero la conozco. —Movió la cabeza—. Está en algún sitio ahí fuera.

—¡Capitán! —llamó uno de los centinelas.

Tavi se giró y se encontró con la espada en la mano, una décima de segundo después de que Max desenfundara el arma. Se relajaron cuando el centinela emitió la señal de que todo estaba en orden, y oyeron como se acercaban los cascos de un caballo.

Un legionare de aspecto demacrado y magullado apareció en la oscuridad. Su edad lo identificaba como un veterano. Tenía el yelmo manchado con lo que parecía sangre canim de un rojo oscuro. Desmontó de un salto, le dedicó a Tavi un saludo cansado y le hizo un gesto a Max.

—Capitán —anunció Maximus—. Este es el legionare Hagar. Serví con él en la Muralla.

—Legionare —saludó Tavi con un gesto—. Encantado de verte. Informa.

—Señor —empezó Hagar—. El centurión Flavis envía sus saludos y os informa de que su alae ha encontrado y eliminado a cincuenta y cuatro saqueadores canim. Ha ofrecido toda la asistencia que le ha sido posible a setenta y cuatro refugiados, y les ha indicado que busquen refugio en el pueblo de Elinarch. Dos legionares muertos y ocho heridos. Los heridos están de regreso a Elinarch.

Tavi frunció el ceño.

—¿Habéis encontrado tropas regulares del enemigo?

Hagar negó con la cabeza.

—No, señor, pero el centurión Flavis sufrió las dos muertes y la mayoría de las heridas de su unidad en lucha contra tres canim vestidos y equipados de manera diferente a los saqueadores habituales.

—¿Tres? —exclamó Max.

Hagar sonrió.

—No hace mucho tiempo, Antillar, y la luz ya lo estaba volviendo todo gris. Y esas cosas… Nunca había visto nada tan rápido, y eso que asistí al duelo entre Aldrick ex Gladius y Araris Valeriano cuando era niño.

—Se resistieron hasta sucumbir.

—Dos de ellos no lo hicieron. Huyeron, y Flavis los dejó escapar. Habría sido un suicidio enviar a nadie detrás de ellos en la oscuridad.

Tavi sintió algo parecido a cuando hueles una comida estupenda y se te hace la boca agua.

—Espera. ¿Vestidos de manera diferente? ¿Cómo?

Hagar se volvió hacia el caballo.

—Lo llevo aquí, señor. Flavis dijo que lo querríais ver.

—Flavis tenía razón —reconoció Tavi—. Tribuno, una lámpara, por favor.

—Delatará nuestra posición, señor —señaló Max.

—Lo mismo que el olor de un centenar de caballos —replicó Tavi con sequedad—. Tengo que ver esto.

Max asintió y cogió una lámpara. La cubrió con la capa antes de murmurar:

—Luz.

Muy poco del resplandor dorado de la lámpara de furia surgió de debajo de la capa y los tres se agacharon para examinar el atuendo que había llevado Hagar.

La primera pieza era una capa negra con una capucha lo suficientemente grande como para levantar una tienda pequeña, y envolvía las demás. Dentro de la capa había un par de espadas cortas de combate, o su equivalente cane. Las hojas medían casi un metro de largo, eran curvadas y estaban forjadas con el acero de sangre templado y de color escarlata con el que los canim fabricaban lo mejor de sus equipamientos. Las espinas de los cuchillos tenían dientes como los de una sierra para madera, y el pomo de una de ellas tenía la forma de un cráneo de lobo, con que completaban unas pequeñas gemas escarlatas que hacían las funciones de ojos. A continuación había media docena de pesadas barras terminadas en punta, tan largas como el antebrazo de Tavi y del grosor de un pulgar. El enorme brazo de un cane podía lanzarla y atravesar un blanco humano o romperle el cráneo a un hombre a través de un buen yelmo. Por último, el equipo incluía una cota de malla negra y sin brillo forjada con un metal extraño y enormemente pesado que casi no hacía ruido cuanto los eslabones rozaban entre sí.

Tavi se lo quedó mirando durante un momento, pensando.

—Parece más bien el equipo de un cursor —comentó Max en voz baja—. Más pequeñas de lo habitual. Ligeras. Perfectas para eliminar un objetivo y escapar.

—Hummm —asintió Tavi—. Esa es exactamente su función. Añade a ello lo bien que luchan, y todo hace indicar que podrían ser soldados de élite de algún tipo. Sin duda, exploradores.

—Sea como fuere, en algún lugar los esperan soldados regulares.

Tavi asintió con tono lúgubre.

—Y ahora saben quiénes somos.

Max frunció el ceño y se quedó en silencio.

—Señor —intervino Hagar—. También debo informaros de que es posible que los exploradores hayan sufrido muchas bajas.

Tavi gruñó y frunció el ceño.

—¿Cómo es eso?

—Solo cuarenta y cinco de los ochenta que salieron esta mañana han acudido al punto de reunión. Los exploradores son unos tipos independientes, y a veces se pueden ocultar en un escondite durante días. Nadie ha encontrado cadáveres, pero un par de ellos encontraron señales de que habían atacado a algunos de sus compañeros.

—Quieren que sigamos ciegos —concluyó Tavi con un gesto—. Esperad.

Tavi se puso en pie y se acercó a uno de los caballos que habían usado para llevar los suministros. Descargó un pesado cuadro de cuero que envolvía un fardo, desató la cuerda que lo mantenía cerrado y sacó un par de espadas canim en forma de hoz y una de sus hachas. Las trajo consigo y las tiró al lado de los otros objetos. Se los quedó mirando durante un momento largo, intentando capturar una idea escurridiza que jugueteaba justo al borde de su conciencia.

—Si saben que estamos por aquí —comentó Max en voz baja—, será mejor que no nos entretengamos. No queremos que nos encuentre una patrulla de sus regulares en la oscuridad.

Hagar asintió.

—Flavis ya está de regreso a Elinarch.

Tavi seguía mirando las armas. Allí había algo. Una respuesta. Lo sabía.

—¿Señor? —lo llamó Max—. Puede que nos tengamos que poner en marcha. Sea lo que sea que estén haciendo o por muchos que sean, no podrán infiltrarse en el pueblo.

De repente, Tavi lo comprendió como si recibiera una inspiración y golpeó la palma de la mano con el puño.

—Cuervos, eso es.

Hagar parpadeó.

Tavi señaló las espadas en forma de hoz y el hacha canim.

—Max. ¿Qué ves?

—¿Armas canim?

—Mira más de cerca —le sugirió Tavi.

Max se mordió el labio y frunció las cejas.

—Hum. Hay manchas de sangre en esa. Los filos están bastante mellados en esas espadas en forma de hoz. Y hay óxido en… —Max se calló y profundizó el fruncimiento de cejas—. ¿Qué son esas manchas en las hoces y el hacha?

—Exactamente —recalcó Tavi y señaló el equipo de acero de sangre—. Mira. Los filos se conservan muy bien. Artesanía de alta calidad. —Apuntó hacia el equipo que les había quitado a los saqueadores muertos—. Herrumbre. Manufactura de mucha menos calidad. Más deterioradas. Menos cuidados, y esas manchas son verdes y marrones, Max.

Max alzó las cejas

—¿Y eso significa…?

—Eso significa que crecí en una explotación agrícola —respondió Tavi—. Esas manchas salen cuando siegas el grano —explicó, señalando las hoces y después le dio un golpecito al hacha— y cortas madera. Esto no son armas. Son herramientas.

—Sin querer faltarle al respeto, señor, en eso consiste la belleza de un hacha. Es ambas cosas.

—No dentro del contexto de lo que sabemos —replicó Tavi.

—¿Hum? —preguntó Max—. ¿Qué?

Tavi levantó una mano.

—Mira —empezó a explicar—, sabemos que los canim han desembarcado en gran número, pero no hemos visto tropas regulares. Los saqueadores que hemos visto iban corriendo por ahí como gargantes salvajes, sin coordinación y sin ningún plan. Ninguno de ellos llevaba armas de calidad, y ninguno de ellos vestía una armadura de acero.

—¿Lo que significa que…?

—Son levas, Max. Reclutas sin entrenamiento. Granjeros, proscritos, sirvientes. Cualquiera a quien hayan podido enviar por delante con algo afilado.

La cara de Max se retorció con una mueca pensativa.

—Lo único que están haciendo es enviarlos por ahí en grupos dispersos como estos.

—Pero así están provocando un gran caos. Creo que los canim han traído consigo tropas prescindibles, y que lo han hecho de manera intencionada —explicó Tavi—. No están aquí para luchar contra nosotros, sino como una maniobra de distracción. Se supone que nos tenemos que concentrar en ellos, como hemos hecho a lo largo de todo el día. Me apuesto algo a que albergan la esperanza de atraer a la Primera Alerana a campo abierto para aplastarnos.

—Cuervos —maldijo Max—. Esos perros cabrones no necesitan que cometamos un error tan grande. Es mucho más probable que lo hayan hecho para que los exploradores canim se puedan mover con entera libertad en el caos. Pueden encontrar la mejor ruta para sus regulares mientras eliminan a nuestros exploradores.

Tavi parpadeó y chasqueó los dedos. Entonces metió la mano en el bolsillo y sacó la pequeña gema sangrienta que le había quitado a lady Antillus. La situó al lado de las gemas en el pomo de la enjoyada espada de acero de sangre.

Eran idénticas.

—Ahí es donde había visto antes esta gema —recordó Tavi en voz baja—. Varg llevaba un anillo y un pendiente del mismo tipo.

Max dejó escapar un silbido silencioso.

—Cuervos —repitió en voz baja—. Supongo que ahora lo tiene mi madrastra.

—Sí, lo tiene —gruñó Tavi.

Max asintió lentamente.

—Entonces, ¿qué hacemos ahora, señor?

Tavi levantó la vista hacia el legionare.

—Hagar.

El veterano saludó.

—Capitán.

Se retiró y se alejó en silencio con su montura.

—¿Qué nos recomiendas? —preguntó Tavi en voz baja.

—Regresar a Elinarch y atrincherarnos —respondió Max de inmediato—. Los canim no se habrían tomado tantas molestias si no fueran a venir en esta dirección.

Tavi movió la cabeza.

—En cuanto lo hagamos, perderemos cualquier posible oportunidad de conseguir más información sobre sus fuerzas. Si pueden repetir esa artimaña con el rayo, o si lady Antillus se ha unido realmente a ellos, pueden volar por los aires las puertas y vencernos en una hora.

—Si los regulares nos atrapan en campo abierto, esa será la menor de nuestras preocupaciones. Pero vos decidís, señor.

Tavi reflexionó durante un momento.

—Nos retiramos —concluyó en voz baja—. Dejaremos una línea de piquetes detrás de nosotros para que nos avisen cuando los vean. Despierta a los hombres y pide voluntarios.

—Señor —asintió Max y saludó, levantándose de inmediato y empezando a ladrar órdenes, de manera que los cansados legionares se pusieron en movimiento.

Tavi se dio cuenta de que la columna formaba con una maniobra que resultaba mucho más difícil en la oscuridad. Entonces un escalofrío le bajó por la espalda e hizo que se le erizara el vello de los brazos. Miró a su alrededor en la penumbra y se encaminó al lado occidental del campamento, donde las sombras eran más impenetrables.

Al acercarse vislumbró un destello de piel pálida bajo una capucha oscura.

—Alerano —susurró Kitai—. Hay algo que debes ver.

Su voz tenía un tono muy extraño. Tavi se dio cuenta de que Kitai estaba… asustada.

Kitai miró alrededor, se echó la capucha hacia atrás y se encontró con los ojos de Tavi, con la postura perfecta y ágil de un movimiento suspendido, como si fuera un venado oculto que se dispusiera a huir ante un león de las praderas.

—Alerano, tienes que ver esto.

Tavi le devolvió la mirada durante un momento y asintió. Se acercó a Max y murmuró:

—Llévalos de regreso al pueblo. Deja aquí dos caballos.

Max parpadeó.

—¿Qué? ¿Adónde vas?

—Kitai ha encontrado algo que tengo que ver.

La voz de Max se convirtió en un susurro insistente.

—Tavi. Eres el capitán de esta legión.

Tavi respondió en voz igual de baja y con la misma intensidad.

—Soy un cursor, Max. Mi deber es conseguir información para la defensa del Reino. Y no voy a ordenarle a nadie que salga esta noche al exterior. Ya he conseguido que maten a suficiente gente por el día de hoy.

La expresión de Max reflejaba su dolor, pero en ese momento un centurión anunció que la columna estaba lista.

—Vete —ordenó Tavi—. Os alcanzaré.

Max soltó lentamente el aire. Entonces enderezó los hombros y le ofreció la mano a Tavi, que este aceptó.

—Buena suerte —le deseó Max.

—Y a ti.

Max asintió, montó y puso en marcha la columna. Al cabo de un momento se habían perdido de vista. Un poco después se difuminó el sonido de sus pasos. Tavi se quedó solo de repente, en la oscuridad, en una región desconocida de un país lleno de enemigos que estarían encantados de matarlo de la manera más dolorosa y horrible posible.

Tavi movió la cabeza y empezó a quitarse la armadura. Un latido más tarde, Kitai estaba a su lado. Sus dedos pálidos y ligeros volaban por encima de cierres y cintas, ayudándole a quitársela. Tavi sacó de la alforja la capa de viaje de color marrón oscuro, se la puso y se aseguró de que los dos caballos estuvieran listos para ponerse en marcha en cuanto Kitai y él regresasen.

Entonces, sin mediar palabra, Kitai se dirigió directamente hacia la noche con una zancada lobuna y Tavi la siguió de cerca. Corrieron a través de la oscuridad y los destellos ocasionales de relámpagos sangrientos, y Kitai lo condujo hacia las colinas ondulantes que enmarcaban la extensión del valle del Tíber.

Le ardían las piernas y el pecho cuando llegaron a la cima de lo que parecía la centésima colina. Habían pasado casi dos horas, y dio la impresión de que Kitai frenaba el paso. Lo condujo durante el siguiente centenar de metros con un paso lento y perfectamente silencioso, y Tavi la imitó. Tardaron solo un instante más en llegar al borde de la colina.

La luz relucía en la distancia, brillante, dorada y constante. Tavi pensó durante un momento que estaba contemplando Founderport en llamas, pero vio que la luz del tremendo fuego se encontraba en realidad detrás de la ciudad, de manera que las murallas destacaran con una silueta clara y bien delineada.

Tardó un momento más en reconocer lo que estaba viendo.

Founderport no estaba ardiendo.

Pero la flota canim sí.

El fuego rugía con tanta fuerza que se podía oír como un gemido muy distante. Pudo ver, en medio del humo y el fuego, como las llamas consumían la silueta de los mástiles y las cubiertas de los barcos de vela.

—Están quemando sus naves detrás de ellos —susurró Tavi.

—Sí, alerano —asintió Kitai—. Tu pueblo no lo habría creído de labios de una marat. Tus ojos lo tenían que ver.

—Esto no es un saqueo. No es una incursión. —Tavi sintió de repente mucho frío—. Por eso hay tantos canim esta vez. Por eso están dispuestos a sacrificar un millar de soldados para mantenernos ocupados.

Tragó saliva.

—Han venido para quedarse.