31

Tavi supo que el enemigo estaba cerca cuando vio el primer remolino denso y giratorio de cuervos que volaban alrededor de una columna de humo negro.

El sol empezó a salir a sus espaldas mientras seguían el Tíber hacia la ciudad portuaria de Founderport, a unos treinta kilómetros del Elinarch. Tavi cabalgaba con Max a la cabeza de un alae de caballería, formado por doscientos hombres. El segundo alae, formado en su mayoría por tropas con experiencia, se había dividido en patrullas de ocho hombres que se movían en filas sueltas a través de las colinas al sur del Tíber, marcando el terreno y, junto con los exploradores de movimientos rápidos, buscando al enemigo.

Salió el sol, e iluminó la cubierta de nubes lúgubres y antinaturales que tenían encima. Cuando la luz difusa cayó por fin sobre las colinas bajas y onduladas cercanas al río, reveló puntos de humo negro que cubrían el ancho valle. Tavi le hizo un gesto a Max, quien ordenó que la columna se detuviera. Tavi y él se adelantaron hasta la cima de la siguiente colina y miraron en dirección al valle. Max levantó las manos, doblando el aire entre ellas, y dejó escapar un gruñido de dolor.

—Deberías ver esto —le indicó Max en voz baja.

Tavi se inclinó hacia delante mientras Max sostenía el artificio de viento para que pudiera mirar a través de él. Era la primera vez que Tavi veía tan de cerca un artificio como aquel, que hacía que la imagen fuera mucho más clara e intensa que su pequeña pieza curvada de vidrio románico. Hubo de esforzarse por no dedicar un momento a admirar la maravilla de la visión aparentemente cercana que ofrecía el artificio. Unos segundos más tarde, cuando se dio cuenta de lo que estaba viendo, fingió la tranquilidad y la capacidad analítica de un oficial, pero no lo hizo para tranquilizar a sus tropas, sino para no vomitar.

El artificio de Max le permitió a Tavi ver los cadáveres de campesinos esparcidos por todo el fértil valle. El humo negro se elevaba desde formas sólidas que antaño fueron casas, graneros y salas como aquellas en las que creció Tavi, cada una de ellas habitadas por una veintena de familias. Si los canim los habían tomado por sorpresa, habría pocos supervivientes… suponiendo que quedara alguno.

Aquí y allí, Tavi pudo ver pequeños grupos en movimiento, la mayoría de ellos en su dirección. Algunos eran masas pequeñas y lentas que se veían a lo lejos. Otras eran más grandes y se desplazaban con mayor rapidez. Mientras estaba mirando, uno de esos grupos rápidos cayó sobre otro más pequeño. Estaban demasiado lejos como para distinguir los detalles, incluso con la ayuda del artificio de viento de Max, pero Tavi supo lo que debía de estar contemplando.

Una partida de saqueo canim acababa de asesinar a un grupo de refugiados, que huían sin esperanza de salvarse de la destrucción que habían dejado atrás.

Una oleada de rabia pura y al rojo vivo lo atravesó mientras contemplaba la escena, una rabia primaria que le hizo ver las estrellas y tiñó de rojo todo lo que veía. Al mismo tiempo lo atravesó, corrió por sus venas como un río de acero fundido. Sus pensamientos estaban ahora tan definidos, duros y perfectamente claros como solo lo habían estado una vez: en la profundidad de las cavernas bajo Alera Imperia, cuando un agente estúpido de las criaturas conocidas como los vord había acudido a asesinar a sus amigos y a sus aliados.

Oyó cómo crujía el cuero y se dio cuenta, como de pasada, de que había cerrado los puños con tanta fuerza que estaban torturando el cuero de sus guantes. Lo había hecho con fuerza suficiente como para abrirse las heridas de los nudillos. No le pareció especialmente importante, y la sensación le pareció tan lejana que casi no podía asegurar que fuera suya.

—Cuervos —jadeó Max, el bien tallado rostro duro como la piedra.

—No veo el contingente principal —observó Tavi en voz baja—. No hay ninguna concentración.

Max asintió.

—Manadas de saqueo. Suele haber cincuenta o sesenta canim en cada una de ellas.

Tavi asintió.

—Eso significa que solo estamos viendo un millar. —Frunció el ceño—. ¿Qué superioridad numérica necesitamos para asegurar la victoria?

—Lo mejor sería atraparlos en campo abierto. Son grandes y fuertes, pero los caballos son más grandes y más fuertes. La caballería se puede enfrentar a ellos a campo abierto. La infantería los puede eliminar uno a uno en campo abierto, si son capaces de mantener el impulso y cuentan con un apoyo decente por parte de los caballeros. Luchar contra ellos en un espacio reducido, o en un terreno desfavorable, o limitarse a frenarlos no hace más que aumentar su ventaja.

Tavi asintió.

—Míralos. Se mueven por todas partes y en todas direcciones. No parecen una avanzadilla. No hay ninguna coordinación.

Max gruñó.

—¿Crees que Ehren estaba equivocado?

—No —respondió Tavi en voz baja.

—Entonces, ¿dónde está el ejército? —preguntó Max.

—Exactamente.

Max se envaró de repente cuando la luz matinal y la disposición del terreno del valle que tenían debajo reveló un grupo de refugiados que se encontraba a poco más de un kilómetro de distancia. Se movían con indolencia por la carretera. Era obvio que intentaban darse prisa, y que estaban agotados hasta más allá de su capacidad de resistencia. La carretera que atravesaba el valle no era una de las calzadas principales con artificio de las furias que recorrían el Reino. El coste de semejantes creaciones hacía que el uso de las aguas anchas y lentas del Tíber fuera mucho más práctico para transportar personas y mercancías.

La economía había dejado a la población del valle a merced de los canim.

Apenas hubo vislumbrado a los refugiados, una manada de saqueo de los canim apareció a la vista. Perseguían a sus presas indefensas.

Aunque Tavi había visto antes a los antiguos enemigos de Alera, nunca los había visto así: desplazándose juntos en campo abierto, rápidos, esbeltos y sedientos de sangre. Cada cane era mucho más grande que un ser humano, y el más pequeño de ellos superaba de sobra los dos metros de altura. A juzgar por la manera en que encorvaban los cuerpos delgados a la altura de los hombros, debían de medir sus buenos treinta centímetros más si se estiraban del todo. Los canim de la partida de saqueo tenían el pelaje leonado, cubierto por algún tipo de cuero que Tavi no supo reconocer. Llevaban sus extrañas espadas en forma de hoz, las hachas con mangos retorcidos en extraños ángulos, y lanzas de batalla con puntas afiladas y una afilada hoja en forma de luna creciente en la base de las cabezas de acero. Los morros eran largos y estrechos, y estaban abiertos para mostrar unos dientes que ya estaban manchados de sangre cuando vieron a sus presas.

Los refugiados eran, en su mayoría, niños, mujeres y ancianos. Contaban, además, con un carro tirado por un único caballo. Vieron al enemigo y se dejaron llevar por el pánico, intentando acelerar el paso, aunque sabían que era inútil. Los había atrapado una muerte violenta y horrible.

La rabia atravesó a Tavi, y su voz le sonó dura y tranquila cuando habló.

—Tribuno —ordenó a Max—. Divide la columna. Yo tomaré el lado septentrional de la carretera. Tu irás por el sur. Los atacaremos desde los dos lados.

—Sí, señor —asintió Max con voz lúgubre y empezó a darse la vuelta.

Tavi detuvo a su amigo poniendo una mano sobre su hombro.

—Max —dijo en voz baja—. Les vamos a enviar un mensaje a los canim. Los saqueadores no van a salir de esta. Ni uno solo.

La mirada de Max se endureció. Asintió y se dio la vuelta para encararse con la caballería, sin dejar de gritar órdenes. Un clarín hizo sonar una serie corta de notas. La columna se dividió y redujo la larga fila hasta constituir una formación de combate mucho más compacta.

Tavi montó y blandió la espada.

Detrás de él notó el sonido de las doscientas espadas desenvainadas. Le pareció sorprendentemente fuerte, pero se contuvo para no mostrar reacción alguna. Entonces levantó la espada y la bajó para apuntar hacia delante: era la señal de avanzar. Al cabo de unos segundos se dio cuenta de que estaba encabezando la caballería que bajaba hacia la carretera. Su caballo inició un trote nervioso, que fue acelerando hasta alcanzar un galope grácil, y después Tavi lo espoleó hasta avanzar a galope tendido. Podía oír y sentir la presencia de los legionares sobre sus monturas detrás de él, y el trueno ensordecedor de los caballos al galope que se levantó a su alrededor, lo traspasó, resonó en su armadura y marcó un ritmo salvaje en su corazón.

Se acercaron a los refugiados con mayor rapidez de la que había supuesto Tavi. Cuando vieron a la caballería alerana que se abalanzaba sobre ellos, los gestos de terror y desesperación de los refugiados le dieron paso a una esperanza repentina. Levantaron las brazos con gritos de ánimos. Tavi alzó la espada y apuntó hacia la derecha. La mitad del alae abandonó la carretera, y rodeó a los refugiados. Max, cuya espada reflejaba el gesto de Tavi, condujo a su centenar de hombres hacia la izquierda.

Rodearon a los refugiados y se encontraron con los canim a menos de cincuenta metros. Tavi condujo a sus hombres en un arco que les permitiría cargar directamente contra el flanco de los canim, y se dio cuenta de algo.

Cincuenta canim vistos a más de un kilómetro de distancia parecían extraños y peligrosos.

Cincuenta canim vistos a una distancia cada vez más reducida parecían enormes, hambrientos y terroríficos.

Tavi fue súbitamente consciente de que nunca había luchado contra canim de verdad, de que nunca había conducido a hombres a la batalla, y de que nunca había luchado a caballo contra un enemigo vivo. Ni siquiera recordaba haber estado tan asustado.

Entonces las columnas de humo negro que se elevaban en el cielo y los gritos de los campesinos que habían quedado atrás infundieron vida nueva al fuego rabioso que le corría por las venas, y oyó su grito resonar como un trueno por encima de la carga de caballería.

—¡Alera! —aulló.

—¡Alera! —gritaron en respuesta un centenar de legionares a caballo.

Tavi vio al primer cane, una bestia enorme y fibrosa con sarna en el pelaje de color polvo y un hacha agarrada con una de las pezuñas. El cane le dirigió el hacha con un extraño golpe que fue de abajo arriba, y el metal rojo brilló a medida que se acercaba.

Tavi no decidió conscientemente lo que iba a hacer. Su brazo se movió, la espada golpeó algo, y algo impactó contra su pecho cubierto por la armadura, pero sus sentidos apenas lo percibieron. Se inclinó hacia la derecha con la espada sajando de vuelta y, cuando el caballo pasó al galope al lado del cane, lo golpeó con el tajo limpio, ágil y natural de un espadachín montado, concentrado en la precisión y dejando que el peso del caballo a la carga le infundiera potencia y velocidad al golpe. La espada voló y acertó con una fuerza maliciosa que le recorrió el brazo con una punzada continua.

No había tiempo para comprobar los resultados. El caballo de Tavi seguía al galope y recuperó el arma para lanzar otro ataque contra un cane situado en el lado izquierdo de su camino. Vislumbró un destello de colmillos canim ensangrentados por el rabillo del ojo, y su caballo relinchó. Una lanza se precipitó contra su cara, pero la desvió con la espada. Algo más le golpeó en el yelmo, y entonces se hundió en la caballería alerana que atacaba desde la dirección opuesta: los hombres de Max.

Tavi condujo a sus hombres fuera del combate, mientras mantenían una línea desordenada. Viraron sin reducir la velocidad y volvieron a la carga contra los canim que ahora se habían dispersado por la carretera. Esta vez parecía que pensaba con más claridad. Atacó a un cane que intentaba arrojarle una lanza a uno de los hombres de Max, guio los cascos de su caballo contra la espalda de otro cane, y se inclinó hacia delante para descargar el golpe definitivo sobre un cane herido que intentaba ponerse en pie. Entonces pasó de largo ante los miembros del grupo de Max y salió de nuevo a campo abierto.

Solo un puñado de canim podían continuar el combate, y se lanzaron hacia delante con unos aullidos de rabia loca y casi frenética.

Tavi se dio cuenta de que respondía con aullidos a sus aullidos, y espoleó al caballo para que avanzara hasta que pudo deslizarse hacia un lado para evitar el ataque de una espada en forma de hoz y lanzar su propia hoja en un tajo directo que atravesó el cuello del cane que lo había atacado. El cane se retorció y giró con malicia cuando la espada de Tavi se quedó atascada, y se la arrancó de la mano.

Tavi dejó que el caballo lo alejara y blandió la espada corta, aunque era un arma poco adecuada para usarla montado. Se dio la vuelta para buscar más enemigos.

Pero se había terminado.

La caballería alerana había cogido a los canim por sorpresa, y nadie había escapado de las monturas rápidas y las espadas de la Primera Alerana. Mientras miraba Tavi, el último cane vivo, que todavía llevaba clavada su espada, se agarró a la empuñadura, escupió un gruñido de desafío teñido de sangre y se derrumbó.

Tavi desmontó y atravesó el terreno ensangrentado en medio de un silencio repentino y total. Bajó la mano y agarró la empuñadura de su espada, plantó una bota en el pecho del cane y liberó el arma. Entonces se dio la vuelta para pasar la mirada por los jóvenes jinetes de caballería y la levantó en señal de saludo.

Los legionares estallaron en vítores que hicieron temblar la tierra, mientras los caballos se removían nerviosos. Tavi recuperó su montura, mientras que los jefes de lanza y los centuriones gritaban órdenes para que los hombres volvieran a sus puestos.

Tavi llevaba unos diez segundos a caballo cuando le golpeó una ola de cansancio como si fuera un mazazo físico. El brazo y el hombro le dolían a rabiar, y la sed le quemaba la garganta. Una de sus muñecas estaba manchada de sangre, aunque parecía que se hubiera filtrado desde los nudillos destrozados que cubrían los guanteletes. Había en el peto una abolladura tan profunda como la primera falange de un dedo, y lo que parecían las marcas de dientes en una de las botas, que Tavi no recordaba haber notado.

Quería sentarse donde fuera y dormir. Pero había trabajo que hacer. Se acercó a los refugiados. Lo recibió un campesino anciano con todo el aspecto de un militar. Tal vez fuera un legionare de carrera retirado. Saludó a Tavi.

—Me llamo Vernick, mi señor. —Entornó los ojos ante la insignia en la armadura de Tavi—. Vos no sois de una de las legiones de lord Cereus.

—Capitán Rufus Scipio —se presentó Tavi, devolviendo el saludo—. Primera Legión Alerana.

Vernick gruñó sorprendido y se quedó mirando durante un momento el rostro de Tavi.

—Seáis quien seáis, estamos muy contentos de veros, capitán.

Tavi casi podía escuchar los pensamientos del anciano. «Parece demasiado joven para el rango. Debe de ser un artífice poderoso de la clase alta entre los ciudadanos». Tavi no sentía la necesidad de sacarlo de su error, sobre todo porque la verdad era muchísimo más terrible.

—Me gustaría transmitiros mejores noticias, señor, pero nos estamos preparando para defender el Elinarch. Tendréis que llevar a vuestra gente detrás de las murallas de la ciudad para ponerlos a salvo.

Vernick dejó escapar un suspiro de cansancio, pero asintió.

—Sí, mi señor. Ya me imaginaba que era el punto más defendible de la zona.

—No hemos visto ningún canim hasta llegar aquí —replicó Tavi—. Puede que tengáis razón, pero debéis daros prisa. Si la incursión es tan grande como sospechamos, vamos a necesitar que todos los legionares defiendan las murallas de Elinarch. En cuanto se cierren las puertas, lo más probable es que nadie pueda entrar.

—Comprendo, mi señor —asintió el anciano—. No os preocupéis, señor. Lo conseguiremos.

Tavi asintió y lo saludó de nuevo antes de volver con la columna. Max se adelantó para encontrarse con él y le lanzó una cantimplora con agua.

Tavi la atrapó al vuelo y le dio las gracias a Max con un gesto.

—¿Y bien? —preguntó Tavi antes de darle un buen trago a la cantimplora.

—Esto es lo más cerca que se puede estar del ideal. Los hemos atrapado entre dos fuerzas en terreno llano y abierto —explicó Max con tranquilidad—. Cincuenta y tres canim muertos. Dos aleranos muertos y tres heridos, todos ellos peces. Hemos perdido dos caballos.

Tavi asintió.

—Entrégales los caballos libres a los campesinos. Irán más rápido si pueden montar en los caballos a algunos de los más pequeños. Comprueba que en el carromato haya sitio para los heridos. Habla con el campesino que se llama Vernick.

Max sonrió y asintió.

—Sí, señor. ¿Os importa si os pregunto cuál será el siguiente paso que haremos?

—Por ahora seguiremos recorriendo el valle. Mataremos canim, ayudaremos a los refugiados y veremos si podemos localizar su fuerza principal. Quiero enviarle una orden al alae que hay en las colinas para que se vuelva a concentrar. No quiero patrullas de ocho hombres enfrentándose a ninguna manada de combate canim.

Tavi se dio cuenta de que miraba fijamente dos caballos sin jinetes que había en su formación, y se quedó en silencio.

—Me ocuparé de ello —le aseguró Max, quien respiró hondo y preguntó en voz muy baja—: ¿Estás bien?

Tavi tenía ganas de gritar. O de correr y esconderse. O de dormir. O posiblemente una combinación de todo lo primero, seguido por lo último. No se había formado para dirigir legionares. No quería encontrarse en una posición de mando como aquella, pues nunca la había buscado. El que le estuviera ocurriendo era un hecho sencillo y enorme tan sorprendente para él que aún no había terminado de comprender todas sus consecuencias. Estaba acostumbrado a correr riesgos, pero allí los debía correr con las vidas de los demás, y no solo con la propia. Algunos jóvenes iban a morir —ya lo habían hecho— como consecuencia de sus decisiones.

Se sentía desorientado, en cierto modo perdido, y casi agradecía la desesperación y la rapidez a que le había obligado la situación, porque le ofrecían algo claro e inmediato a lo que poder dedicar sus energías. Reorganizar el mando. Decidir una estrategia. Enfrentarse al peligro. Si seguía repasando los problemas sin frenarse, podría mantener la cabeza sobre los hombros. No pensaría en el dolor y la muerte que tenía el deber de evitar como capitán de la legión.

No quería fingir que todo iba bien y proyectar una aureola de autoridad y calma a los jóvenes legionares que le rodeaban. Pero su confianza y tranquilidad eran fundamentales para fortalecer su capacidad de lucha y, en última instancia, aumentarían sus probabilidades de supervivencia. Así que hizo caso omiso de las voces de su interior que querían gritar de puros desconcierto y frustración, y se concentró en lo que tenían ante sí.

—Estoy bien —le respondió a Max con voz serena—. No quiero ir demasiado lejos. Si nos alejamos demasiado por el valle y los caballos desfallecen, los canim nos pasarán por encima antes de que podamos regresar a Elinarch. Pero haremos todo cuanto esté en nuestras manos por los campesinos que siguen con vida.

Max asintió.

—De acuerdo.

—Max. Necesito que me avises cuando creas que estamos llegando a nuestro límite —le indicó Tavi en voz baja—. Y no quiero que realices ningún artificio a menos que sea absolutamente necesario. Si llega el momento, eres mi as en la manga. Y eres lo más cercano que tenemos a un sanador de verdad.

—Entendido —asintió Max con el mismo tono bajo y le dedicó a Tavi una media sonrisa—. He visto a oficiales en su tercera ronda de servicio que no se comportan tan bien en acción. Estás hecho para esto.

Tavi le lanzó una sonrisa hueca.

—Díselo a los dos que no van a regresar.

—Esto es la legión —le recordó Max en voz baja—. Perderemos más elementos antes de que acabe el día. Sabían que entrañaba riesgos cuando se presentaron voluntarios.

—Se presentaron voluntarios para que los formasen y los dirigieran oficiales con experiencia —le aclaró Tavi—. No para esto.

—La vida no es ni segura ni justa. Nadie tiene la culpa de lo que está pasando. Ni siquiera tú.

Tavi miró a Max y asintió a regañadientes. Hizo girar al caballo y empezó a descender por el valle, donde más campesinos indefensos intentaban salvar las vidas. Parecía como si el día estuviera a punto de terminar, pero el sol velado por las nubes no había recorrido aún ni la mitad del camino hasta su cenit.

—¿Cómo se llamaban, Max? Los hombres que han muerto.

—No lo sé —confesó Max—. No ha habido tiempo.

—¿Te puedes enterar por mí?

—Por supuesto.

—Muchas gracias. —Tavi enderezó los hombros y se hizo un gesto de asentimiento para sí mismo—. Hablaré con nuestros heridos antes de partir, pero hay más campesinos que necesitan nuestra ayuda. Quiero que nos pongamos en marcha en cinco minutos, tribuno.

Los ojos de Max se encontraron con los de Tavi al saludar.

—Sí, capitán —y asintió con vehemente tranquilidad.