Tavi no levantó la espada a tiempo y el ataque de arriba abajo de Max le golpeó en la muñeca en un ángulo sorprendentemente perpendicular. Tavi oyó cómo se rompía algo y tuvo tiempo de pensar que esos eran los huesos de su muñeca antes de que el dolor hiciera que el mundo se tiñera de escarlata y tuviera que hincar una rodilla en el suelo antes de caerse hacia un lado.
El rudius de Max, la espada de entrenamiento de madera, golpeó con bastante fuerza el hombro y la cabeza de Tavi antes de que pudiera gemir:
—¡Para!
A su lado, el maestro Magnus apuntó a Max con su rudius en un saludo rápido, dejó a un lado el escudo legionare que le colgaba del brazo izquierdo, tiró el rudius al suelo y se arrodilló al lado de Tavi.
—Ven, muchacho. Déjame ver.
—¡Cuervos! —maldijo Max, enfadado—. Has bajado el escudo. Has vuelto a bajar el maldito escudo, Calderon.
—¡Me has roto el maldito brazo! —replicó Tavi, que aún sentía un dolor punzante.
Enfadado, Max dejó caer el escudo y el rudius.
—Ha sido culpa tuya. No te lo estás tomando en serio. Necesitas practicar más.
—Vete con los cuervos, Max —gimió Tavi—. Si no insistieras en esta estúpida técnica de lucha, esto no habría ocurrido.
Magnus se detuvo e intercambió una mirada con Max. Suspiró y retiró las manos del brazo herido de Tavi. A continuación, recogió el escudo y el rudius.
—Prepara el escudo y ponte en pie —ordenó Max con voz tranquila mientras recuperaba su rudius.
Tavi bufó.
—Me has roto el maldito brazo. ¿Cómo crees que voy a…?
Max dejó escapar un rugido y movió la espada de entrenamiento contra la cabeza de Tavi.
A este casi le resultó imposible echarse hacia atrás para evitar el ataque y tuvo que luchar por ponerse en pie. Estaba en precario equilibrio a causa del dolor y el pesado escudo que le colgaba del brazo izquierdo.
—¡Max! —gritó.
Su amigo volvió a rugir, y le lanzó un nuevo ataque con el arma.
El rudius de Magnus se movió como un rayo y desvió el golpe. El viejo maestro arrimó el hombro al lado del escudo de Tavi, a quien sostuvo lo suficiente para que recuperara el equilibrio.
—Quédate cerca —gruñó Magnus, mientras Max intentaba rodearlos para atacar de nuevo—. Tu escudo se solapa con el mío.
Tavi estaba tan embotado por el dolor que sentía en el brazo que apenas entendía de qué le hablaban, pero lo hizo. El único blanco que Magnus y él le ofrecían a Max era la ancha superficie de sus escudos, mientras que el atacante los rodeaba hacia el punto más débil: Tavi.
—Es más rápido y tiene mayor alcance que yo. Protégeme, o de lo contrario ninguno de los dos podrá sostener una espada. —El codo de Magnus se clavó con rapidez en las costillas de Tavi, quien giró ligeramente y abrió un pequeño hueco entre los escudos. Magnus aprovechó para descargar el tajo rápido y feo que tan poco había entusiasmado a Tavi.
Max apenas pudo detener el ataque con el escudo y, cuando llegó su golpe de respuesta, Tavi estiró el escudo hacia Magnus, de manera que pudo desviar la estocada mientras el maestro recuperaba el equilibrio defensivo.
—¡Bien! —ladró Magnus—. ¡No bajes el escudo!
—Mi brazo… —jadeó Tavi.
—¡No bajes el escudo! —rugió Max, y envió una serie de tajos contra la cabeza de Tavi.
El muchacho fue girando, sin apartarse del lado de Magnus. Los golpes de respuesta del viejo maestro eran lo suficientemente amenazadores como para que Max desistiese de lanzar un ataque en tromba que rompiera la defensa de Tavi, cada vez más débil. Pero el talón de Tavi golpeó con una piedra, dio un paso en falso y se alejó un poco del costado de Magnus. El rudius de Max golpeó el cráneo de Tavi con suficiente fuerza como para que una lluvia de estrellas le atravesara la cabeza, a pesar del pesado yelmo de cuero que llevaba durante las sesiones de entrenamiento.
Cayó con suavidad, rodilla en tierra, pero una parte de su cerebro aturdido le indicó que mantuviera el escudo cerca de Magnus. De este modo pudo desviar un ataque similar que Max dirigió contra el maestro en su movimiento de vuelta. El rudius de Magnus salió disparado y golpeó con dureza a Max en la parte interior del codo. El joven hombretón gruñó, y a continuación alzó el rudius en señal de reconocimiento y se alejó de la pareja de defensores.
Tavi se derrumbó. Estaba tan cansado que apenas podía respirar. Su muñeca herida latía de dolor. Durante un momento se quedó tendido de lado. Después abrió los ojos y miró a su amigo y a Magnus.
—¿Os habéis divertido?
—¿Perdona? —preguntó Max, cuya voz también sonaba cansada, aunque ni siquiera estaba jadeando.
Tavi sabía que tal vez debiera mantener la boca cerrada, pero el dolor y la rabia le hacían caso omiso a su sentido común.
—Me han amedrentado antes, Max. Pero nunca pensé que lo harías tú.
—¿Eso es lo que crees que ha ocurrido? —preguntó Max.
—¿No es así? —exigió Tavi.
—No estabas prestando atención —intervino Magnus con tono tranquilo, mientras se libraba del equipo de entrenamiento y cogía una cantimplora con agua—. Si te han herido, ha sido a causa de tu fracaso.
—No —bufó Tavi—. Ha sido porque mi amigo me ha roto el brazo y me ha obligado a seguir con esta idiotez.
Max se agachó delante de Tavi y se lo quedó mirando durante un momento en silencio. La expresión de su amigo era seria, e incluso… sobria. Tavi no había visto nunca esa expresión en la cara de Max.
—Tavi —empezó en voz baja—. Has visto como luchan los canim. ¿Crees que alguno de ellos será tan cortés como para permitir que te levantes y abandones el combate porque has sufrido una herida sin importancia? ¿Crees que a alguno de los marat se le pasarán por alto los puntos débiles de tu defensa para no herir tu orgullo? ¿Crees que un legionare enemigo se detendrá a escuchar que esta no es tu mejor técnica y que no debería ser tan duro contigo?
Tavi se quedó mirando a Max durante un momento.
Max aceptó la cantimplora que le tendía Magnus después de haber terminado con ella, y bebió. Después le dio un golpecito al rudius que estaba en el suelo a su lado.
—Cubres a tu compañero de escudo pase lo que pase. Si te han roto la otra muñeca, si eso te deja al descubierto, si te estás desangrando. Nada de eso importa. No bajas el escudo. Lo sigues protegiendo.
—¿Aunque me deje al descubierto? —preguntó Tavi.
—Aunque te deje al descubierto. Tienes que confiar en que el hombre que tengas a tu lado te proteja si llega el momento. Lo mismo que tú lo proteges a él. Eso es la disciplina, Tavi. Se trata literalmente de la vida y de la muerte, no solo para ti, sino también para todos los hombres que luchan contigo. Si fallas, puede que no seas el único que muera. Matarás a los hombres que dependen de ti.
Tavi se quedó mirando a su amigo y la rabia se fue diluyendo. Solo quedaron el dolor y todo el cansancio del mundo.
—Voy a preparar una palangana —informó Magnus en voz baja y se alejó.
—No tenemos margen de error —continuó Max, mientras liberaba del escudo el brazo izquierdo de Tavi y le pasaba el agua.
Tavi sintió de repente una sed feroz y empezó a engullir. Apartó la cantimplora y apoyó la cabeza en el suelo.
—Me has hecho daño, Max.
Max asintió.
—A veces el dolor es la única manera de que un recluta estúpido preste atención.
—Pero los golpes… —replicó Tavi, frustrado pero sin animosidad—. Sé usar una espada, Max. Y tú lo sabes. La mayoría de esos movimientos son los más torpes que he visto nunca.
—Sí —reconoció Max—, porque se tienen que descargar entre los escudos sin darle un codazo en el ojo al hombre que tienes detrás ni desequilibrar al que tienes a tu derecha, o evitar que los pies te resbalen en el barro o la nieve. Tienes un hueco durante quizá medio segundo, y lo aprovechas para golpear cualquier cosa que tengas delante con toda la fuerza que seas capaz de reunir. Con esos golpes se hace el trabajo.
—Pero yo ya he recibido entrenamiento.
—Te han enseñado autodefensa —le corrigió Max—. Te han entrenado para participar en un duelo, o para luchar en un grupo de guerreros que actúan por su cuenta. El frente de una legión en el campo de batalla es un mundo completamente diferente.
Tavi frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Los legionares no son guerreros, Tavi. Son soldados profesionales.
—¿Cuál es la diferencia?
Max frunció los labios reflexionando.
—Los guerreros luchan. Los legionares luchan juntos. No se trata de ser el mejor espadachín. Se trata de formar un conjunto que sea más fuerte que la suma de los individuos que lo integran.
Tavi frunció el ceño, y se detuvo a analizar aquella idea a pesar de que los latidos de la muñeca le velaban el pensamiento y lo hacían sentir incómodo.
—Incluso el guerrero más incompetente puede aprender las técnicas de la legión —prosiguió Max—. Son sencillas. Son sucias. Pero funcionan. Funcionan cuando el campo de batalla está abarrotado y es brutal y terrible. Funcionan porque el hombre que tienes a tu lado confía en que le cubrirás, y porque confías en que él te cubra a ti. Cuando se trata de una batalla, prefiero luchar al lado de legionares competentes antes que de duelistas, aunque sean la sombra de Araris Valeriano en persona. No se puede comparar.
Tavi bajó la mirada durante un momento.
—No lo entiendo.
—Estabas en desventaja. Eres bastante bueno con el acero. —Max sonrió de repente—. Si te sirve de consuelo, a mí me pasó lo mismo. Mi primer centurión me tuvo que romper la muñeca en seis ocasiones, y la rodilla en otras dos, hasta que lo aprendí.
Tavi hizo una mueca: su muñeca se estaba hinchando hasta convertirse en una salchicha rolliza de latidos de dolor.
—Por supuesto, lo más razonable es pensar que mi aprendizaje será más rápido que el tuyo, Max.
—Ajá. Sigue hablando así y dejaré que te cures la muñeca tú solito. —A pesar de sus palabras, Max parecía preocupado por él—. ¿Te recuperarás?
Tavi asintió.
—Siento haberme metido contigo, Max. Solo que… —Tavi sintió cómo le recorría una pequeña punzada de soledad, que se había convertido en una sensación familiar en los últimos seis meses—. Echo de menos la reunión. Echo de menos a Kitai.
—¿No puede pasar ni un día sin que me vengas lloriqueando por ella? Ha sido tu primera chica, Calderon. Lo superarás.
La pequeña punzada de soledad lo volvió a atravesar.
—No quiero superarlo.
—Es ley de vida, Calderon.
Max cogió el brazo bueno de Tavi, se lo pasó por encima de sus anchos hombros y lo alzó del suelo. Max lo ayudó a regresar junto al fuego del campamento, donde Magnus vertía agua hirviendo en una palangana casi llena.
El atardecer duraba mucho más en el valle de Amarante; al menos, en comparación con el hogar montañoso de Tavi. Todas las tardes, el trío había finalizado la jornada de viaje una hora antes del anochecer, con la intención de enseñarle a Tavi las tácticas y técnicas de batalla de las legiones. Las lecciones habían sido arduas, en su mayor parte ejercicios con un rudius pesado. A Tavi le dolía demasiado el brazo como para moverlo durante las dos primeras noches, y Max no lo consideró listo para soportar el entrenamiento hasta dos semanas después. Solo entonces los ejercicios habían endurecido los músculos lo suficiente como para formar ángulos fuertes y afilados por debajo de la piel. A lo largo de otra semana, Tavi había experimentado la máxima frustración con las técnicas en apariencia torpes que le estaban obligando a aprender, pero tenía que admitir que nunca había estado en mejor forma para combatir.
Al menos, hasta que Max le rompió la muñeca.
Max dejó a Tavi al lado de la palangana y Magnus guio la muñeca que se había lastimado y la sumergió en el agua caliente.
—¿Has estado despierto durante una cura a través de un artificio de agua, muchacho?
—Un montón de veces —respondió Tavi—. Mi tía me ha tenido que recomponer más de una vez.
—Bien, bien —aprobó Magnus.
El maestro se detuvo durante un momento, después cerró los ojos y puso la palma de la mano ligeramente sobre la superficie del agua. Tavi sintió cómo se agitaba el líquido con una onda repentina, como si una anguila invisible hubiera atravesado el agua alrededor de la mano. A continuación, el cálido entumecimiento de la curación le envolvió la extremidad.
El dolor desapareció y Tavi dejó escapar un gemido de alivio. Se inclinó hacia delante, y trató de no mover la mano. No estaba seguro de que fuera posible quedarse dormido mientras se estaba sentado y con los párpados ligeramente abiertos, pero al parecer lo estaba consiguiendo, porque cuando volvió a levantar la mirada ya había caído la noche y el aroma del guiso llenaba el aire.
—Ya está —anunció Magnus, con semblante cansado, y retiró la mano de la palangana—. Pruébala.
Tavi retiró el brazo del agua tibia de la palangana y flexionó los dedos. Los músculos anquilosados hicieron que el movimiento fuera doloroso, pero la hinchazón había desaparecido y las punzadas de dolor se habían convertido en una sombra de lo que habían sido.
—Está bien —reconoció Tavi en voz baja—. No sabía que fuerais un sanador.
—Solo sanador asistente durante mi servicio en las legiones. Pero este tipo de cosas eran bastante rutinarias. Estará un poco delicada. Cena todo lo que puedas y esta noche mantenla en alto si quieres evitar que te duela.
—Lo sé —le aseguró Tavi.
Se puso en pie y le ofreció al sanador la mano recuperada. Magnus sonrió un poco divertido y la cogió. Tavi le ayudó a ponerse en pie y los dos se acercaron a la olla sobre el fuego. Tavi estaba hambriento, como siempre después de una curación. Engulló los dos primeros cuencos de guiso casi sin respirar. Se sirvió el tercero con las sobras que había en el fondo de la olla, pero lo hizo con más calma, mojando el pan duro en el caldo para ablandarlo un poco y poder comérselo.
—¿Te puedo hacer una pregunta? —le planteó a Max.
—Desde luego —respondió el enorme antilano.
—¿Por qué te molestas en enseñarme la técnica? —preguntó Tavi—. Voy a servir como oficial y no voy a luchar con la tropa.
—Eso no lo puedes saber —respondió Max con voz cansina—. Pero aunque no llegaras a luchar nunca, necesitas saber cómo es un legionare, cómo piensa y por qué actúa como actúa.
Tavi gruñó.
—Además, para interpretar tu papel, debes ser capaz de ver cuando un pez lo está haciendo mal.
—¿Un pez? —preguntó Tavi.
—Un nuevo recluta —le aclaró Max—. El primer par de semanas siempre van por ahí como un pez fuera del agua en lugar de legionares. La costumbre es que los hombres más expertos señalen todos los errores que cometen los peces de la manera más humillante posible y con su tono de voz más recio.
—¿Por eso me lo has estado haciendo a mí? —preguntó Tavi.
Tanto Max como el viejo maestro sonrieron.
—El Primer Señor no quiere que te pierdas gran parte de la experiencia —aclaró Magnus.
—Oh —asintió Tavi—, me aseguraré de darle las gracias.
—Entonces, todo aclarado —concluyó Magnus—. Vamos a ver si recuerdas lo que te he estado enseñando durante la cabalgada.
Tavi gruñó y se acabó la comida. El entrenamiento, el dolor y el artificio lo habían dejado extenuado. Si de él hubiera dependido, se habría tendido allí mismo y se habría quedado dormido, algo que seguramente buscaban Max y Magnus.
—Cuando queráis —suspiró.
—Muy bien —empezó Magnus—. Para empezar, ¿por qué no me hablas de todas las regulaciones sobre letrinas y sistemas de saneamiento, y enumeras las sanciones disciplinarias por no cumplir lo que establecen las normas?
Acto seguido, Tavi empezó a recitar la normativa más relevante, aunque en las últimas tres semanas había tenido que memorizar tanta que fue todo un reto hacerla aflorar; máxime teniendo en cuenta el cansancio que arrastraba. Magnus dejó atrás los asuntos relacionados con el saneamiento, y pasó a la logística, los procedimientos para establecer y levantar un campamento, los horarios de guardia, la disposición de patrullas y otro centenar de facetas de la vida legionaria que Tavi debía recordar.
Obligó a su cerebro a proporcionarle datos hasta que estuvo tan cansado que interrumpía cada frase con un bostezo. Entonces Magnus dijo, por fin:
—Ya es suficiente, muchacho. Vete a dormir.
Hacía una hora que Max se había sumergido en un ronquido saludable. Tavi fue a buscar sus mantas para dormir y cayó en ellas. En el último momento pensó en colocar el brazo sobre el yelmo de cuero de entrenamiento.
—¿Estoy preparado?
Magnus ladeó la cabeza pensativo y sorbió su taza de té.
—Aprendes rápido. Has trabajado duro para memorizar la mayor parte. Pero eso no importa. —Miró de reojo a Tavi—. ¿Crees que estás preparado?
Tavi cerró los ojos.
—Lo conseguiré. Al menos hasta que algo que se escape de mi control vaya rematadamente mal y nos mate a todos.
—Buen chico —lo tranquilizó Magnus con una risita—. Has hablado como un legionare. Pero ten presente una cosa, Tavi.
—¿Hummm?
—Ahora mismo, finges que eres un soldado —le contó el anciano—. Pero esta misión va a durar algún tiempo. Cuando se haya acabado, no estarás actuando.
Tavi abrió los ojos de repente y se quedó mirando el mar de estrellas que iba apareciendo sobre sus cabezas.
—¿Alguna vez ha tenido un mal presentimiento, como si supiera que estaba a punto de ocurrir algo malo?
—A veces. Normalmente provocado por un mal sueño o por ninguna razón en absoluto.
Tavi movió la cabeza.
—No. Esta no es una de esas veces. —Les frunció el ceño a las estrellas—. Lo sé. Lo sé como sé que el agua moja. Y que dos y dos son cuatro. No viene acompañado de malicia ni de miedo. Tan solo es así. —Miró de reojo al maestro—. ¿Alguna vez se ha sentido así?
Magnus se quedó en silencio durante un buen rato. Contemplaba el fuego con mirada calculadora. La taza de metal le ocultaba la mayor parte del rostro.
—No —respondió al fin—, pero conozco a un hombre a quien le ha ocurrido una o dos veces.
Cuando el maestro no dijo nada más, Tavi preguntó:
—¿Y si hay que luchar, maestro?
—¿Y si hay que hacerlo? —preguntó Magnus.
—No estoy seguro de estar preparado.
—Nadie lo está —le aseguró el maestro—. En realidad, nadie lo está. Los veteranos fanfarronean con que se aburren en la mayoría de las batallas, pero siempre tienes el mismo miedo que la primera vez. No vas a desentonar, muchacho.
—Eso no es algo que se me dé muy bien —replicó Tavi.
—Supongo que no —reconoció Magnus, quien movió la cabeza y apartó la vista del fuego—. Será mejor que descanse estos viejos huesos. Haz tú lo mismo, muchacho. Mañana te vas a unir a las legiones.