El campamento de los seguidores de la legión estaba más lejos del acantonamiento militar de lo que era habitual. Como la legión había ocupado la fortificación situada en el interior de la ciudad, en esta no cabían los lugareños, la legión y los seguidores. Más allá de la protección de las murallas, en las tierras comunales situadas río abajo, los seguidores habían erigido una nueva barriada compuesta por tiendas de campaña.
No era un campamento agradable en ningún sentido. El suelo era blando y se embarraba a la menor ocasión. Las pisadas se llenaban de agua que se filtraba desde abajo, lo que a su vez era un criadero de incontables mosquitos, garrapatas y otras molestias zumbantes. Cuando el viento soplaba desde el río o la ciudad, transportaba una serie de olores característicos, todos ellos desagradables.
A pesar de estas circunstancias, el campamento de los seguidores estaba dispuesto más o menos como en la zona de instrucción, y Tavi pudo encontrar sin ningún problema las flautas y los tambores del Pabellón de la señora Cymnea. Encontró el camino a través de un campamento a oscuras. El fuerte olor a incienso de amaranto, que ardía en todos los fuegos para repeler a los insectos, hacía que le picara la nariz y le lloraran un poco los ojos.
Tavi vislumbró una sombra por delante de él y se detuvo bajo una solitaria lámpara de furia que colgaba al lado de la entrada del Pabellón. Tavi soltó el yelmo, se lo quitó y levantó una mano en señal de saludo. Bors, escondido como siempre cerca de la entrada, levantó la barbilla una fracción de una pulgada a modo de respuesta y levantó una mano para indicarle a Tavi que debía esperar.
Así lo hizo Tavi y, al cabo de un momento, una sombra alta y delgada sustituyó a Bors y se acercó a él con una gracia insinuante.
—Señora Cymnea —saludó Tavi, e inclinó la cabeza—. No esperaba veros levantada tan tarde.
Cymnea sonrió bajo la capucha.
—Sigo a las legiones desde que era cría, subtribuno. Los gritos y redobles en mitad de la noche solo pueden significar dos cosas: o fuego o batalla.
Tavi asintió.
—Canim —pronunció, y su voz le sonó lúgubre incluso a él—. No sabemos cuántos. Al parecer, se trata de una incursión importante.
Cymnea respiró hondo.
—Ya veo.
—Con los saludos del capitán, señora, desea que los seguidores del campamento se preparen para retirarse intramuros de la ciudad si fuera necesario.
—Por supuesto —asintió—. Me ocuparé de que se difunda la noticia.
—Muchas gracias. —Tavi se detuvo—. El capitán no ha dicho nada, señora, pero si estáis entreteniendo al personal de la legión…
Ella esbozó una sonrisa.
—Conozco el reglamento. Haré que se les pase la borrachera y los enviaré a casa.
—Muchas gracias —repitió Tavi con otra reverencia.
—Subtribuno —dijo Cymnea—, sé que tenéis vuestras obligaciones, pero ¿habéis visto esta noche a Gerta?
—Ah —respondió Tavi—, la he visto antes en el pueblo.
Cymnea frunció el ceño.
—Me preocupa lo que puedan hacerle los esclavistas si le da por vagabundear por una ciudad desconocida. Es muy frágil y no está muy bien de la cabeza.
Tavi tuvo que esforzarse por contener tanto una carcajada como una amplia sonrisa.
—No lo pongo en duda, pero también estoy seguro de que está bien —replicó con seriedad—. Elinarch es una ciudad respetuosa con las leyes, y el capitán no les tolerará ninguna tontería a sus hombres.
—No —reconoció Cymnea—. Los mejores nunca cometen tonterías.
—¿Conocéis el toque de clarín para huir a la ciudad?
Ella asintió y le hizo una pequeña reverencia.
—Buena suerte, subtribuno. Y muchas gracias por el aviso.
—Buena suerte, señora —se despidió, devolviéndole la reverencia.
Saludó con un gesto la presencia silenciosa de Bors y se dispuso a volver a la ciudad a un paso ligero constante pero incómodo.
Al llegar a las edificaciones que había delante de las murallas, Tavi oyó un movimiento a su derecha, pero lo hizo una fracción de segundo demasiado tarde como para poder escabullirse. Algo lo golpeó en un lado a media zancada y lo envió de cara al suelo. Antes de poder levantarse, sintió cómo unas barras de acero se cerraban alrededor de sus muñecas y tiraban hacia arriba por su espalda. La presión asistida por las furias era dolorosa de por sí, y una de las bandas de la armadura de Tavi se hundió en sus costillas.
—De acuerdo, Scipio —siseó una voz—. O comoquiera que te llames de verdad. Dame la bolsa de mi madre.
—Crasus —gruñó Tavi—, suéltame.
—¡Dame su bolsa, ladrón! —le gritó Crasus.
Tavi apretó los dientes para soportar el dolor.
—Llego tarde a una reunión de oficiales. Nos estamos movilizando.
—Mentiroso —replicó Crasus.
—Suéltame, señor caballero. Es una orden.
Crasus aumentó la presión.
—Eres un idiota, además de un ladrón. No has hecho otra cosa que molestarla, ¿y crees que lo que ha hecho hasta ahora es malo? No has visto lo que es capaz de hacer cuando se enfada.
—Los cuervos que no lo he visto —le espetó Tavi—. He visto la espalda de Max cuando se cambia la túnica.
Por alguna razón, las palabras hicieron mella en Crasus, y Tavi sintió cómo se echaba hacia atrás, como si hubiera sido un golpe físico. La presión en sus muñecas se relajó lo suficiente como para que Tavi tuviera espacio por el que moverse y estar en disposición de luchar de verdad. La fuerza que ofrecía el uso de una furia de tierra era increíble, pero los artífices de tierra solían olvidarse de sus limitaciones. No hacía que el artífice fuera más pesado, y además necesitaba tener un pie en el suelo.
Tavi colocó una rodilla debajo del cuerpo y se libró de la llave floja de Crasus. Agarró la túnica del caballero por el cuello, lo giró con el peso de todo su cuerpo y utilizó brazos y piernas para lanzarlo hacia el porche de madera de una tienda cercana. Crasus recibió un fuerte golpe, pero rodó hasta ponerse en pie. La cara era una mueca contorsionada por la rabia.
Tavi había seguido a Crasus hasta el porche y, cuando levantó la cabeza para mirarlo, la patada de Tavi ya estaba a medio camino de su cabeza. La bota golpeó a Crasus en la boca y lo lanzó hacia atrás, aturdido.
Tavi apartó con una mano un torpe puñetazo a modo de respuesta e impactó contra Crasus con el puño cerrado sobre la nariz y la boca. A continuación le propinó a Crasus un fuerte empujón que le golpeó la cabeza contra la pared de la tienda. El joven se tambaleó y cayó al suelo. Cuando gimió y empezó a levantarse, Tavi volvió a golpearlo.
Crasus empezó a incorporarse otra vez.
Tavi lo envió de nuevo contra el suelo de madera con golpes fuertes y precisos.
Al final, tuvo que derribar cuatro veces a Crasus antes de que el joven caballero dejara escapar un gemido, con la cara y la nariz ensangrentadas, y se quedase tendido de espaldas.
A Tavi le dolían terriblemente las manos. No llevaba puesto los pesados guantes de combate, y se había abierto los nudillos contra la cabeza de Crasus. Pero suponía que no debería sorprenderse, porque era al menos tan dura como la de Max.
—¿Hemos terminado? —jadeó Tavi.
—Ladrón —replicó Crasus, o eso supuso Tavi, aunque lo dijo con tono pastoso y casi incomprensible. Era lo que cabe esperar cuando tienes los labios partidos e hinchados, la nariz rota y has perdido varios dientes.
—Quizá. Pero moriría antes de levantar la mano contra alguien de mi sangre.
Crasus alzó la vista y se lo quedó mirando, pero Tavi vio un ramalazo de vergüenza en los ojos del joven.
—Todo esto tiene que ver con la piedra roja, ¿verdad? —preguntó Tavi.
—No sé de qué me hablas —respondió Crasus, huraño.
—Entonces no sé nada de ninguna bolsa —replicó Tavi, y le frunció el ceño al joven apalizado.
Tavi no contaba con las ventajas de un artífice del agua habilidoso, pero, en lo tocante a leer a los demás, era tan bueno como cualquiera que careciese de esa capacidad. Crasus no le estaba mintiendo a Tavi sobre la piedra. De eso estaba seguro.
—Ahora tendrás lo que deseas —susurró Crasus—. Me denunciarás ante el capitán. Harás que me expulsen de la legión. Y me enviarán a casa cubierto de vergüenza.
Tavi miró a Crasus durante un momento.
—No te van a licenciar con deshonor por caerte por unas escaleras —replicó.
Crasus parpadeó.
—¿Qué?
—Señor caballero, ¿para qué cuervos crees que son esos redobles de tambor? ¿Una nana para que se duerman los peces? Nos estamos movilizando, y no voy a hacer nada que prive a la legión de un caballero capaz y de nuestra tribuno Medica. —Tavi le tendió la mano—. Por lo que a mí respecta, te caíste por unas escaleras, y eso es todo. Vamos.
El joven se quedó mirando la mano de Tavi durante un momento. Parpadeó confuso, pero la aceptó con vacilación y dejó que Tavi le ayudase a ponerse en pie. Tenía un aspecto terrible y, aunque Tavi sabía que las heridas eran dolorosas, no eran graves.
—¿Debo suponer que tu madre te envió a hablar conmigo? —le preguntó Tavi.
—No —respondió Crasus.
Tavi arqueó una ceja, escéptico.
Crasus alzó la vista, enfadado.
—No soy ni su criado ni su perro.
—Si no te dijo que lo hicieras, ¿por qué estás aquí?
—Es mi madre —respondió Crasus y escupió sangre—. Intentaba hacer algo por ella.
Tavi sintió cómo se le abrían los ojos de par en par cuando se dio cuenta de cuáles eran las motivaciones del joven.
—No lo has hecho para protegerla a ella —reconoció en voz baja—. Intentabas protegerme a mí.
Crasus se quedó quieto durante un instante, mirando a Tavi, y después apartó la mirada.
—Por eso no me has atacado con una espada —prosiguió Tavi en voz baja—. No querías herirme.
Crasus se limpió la boca con la punta de la manga.
—Ella es… Tiene temperamento. Ha llegado a su límite. Se fue a primera hora de la noche. Quería encontrarte y devolverle la bolsa. Explicarle que la encontré en el suelo. —Movió la cabeza—. No quería que tomara ninguna decisión precipitada. A veces se deja llevar por la rabia.
—Como hizo con Max —puntualizó Tavi.
Crasus sonrió.
—Sí. —Miró hacia el campamento—. Maximus… Algunas de esas cicatrices eran para mí. Confesó cosas que había hecho yo: intentaba protegerme. —Miró a Tavi—. No me gustas, Scipio. Pero Max, sí. Y se lo debo. Por eso he venido aquí. Quería que nos pudiéramos reconciliar de alguna manera. Pensé que si podíamos… —Se encogió de hombros—. Pasar algún tiempo juntos y no en Antillus. Madre me dijo que le iba a pedir disculpas por como lo había tratado.
Tavi sintió una oleada de rabia contra la madrastra de Max. Estaba claro que le había ofrecido algo. Había intentado matarlo de nuevo. Pero Tavi estaba casi seguro de que la opinión que tenía Crasus de ella no era nada objetiva. Estaba seguro de que el joven caballero nunca se permitiría creer que su madre tenía en mente el asesinato de Max.
Tavi metió la mano en el bolsillo y sacó la bolsa de seda, pero se quedó con la pequeña piedra roja mientras lo hacía, de manera que siguió en su bolsillo. Le ofreció la bolsa a Crasus.
Crasus la cogió.
—Podría informar de esto al capitán —comentó en voz baja.
—Y yo podría recordar de repente que por aquí no hay escaleras —replicó Tavi sin rencor—. Pero creo que los dos ya hemos malgastado suficientes fuerzas por esta noche.
Crasus hizo saltar varias veces la bolsa vacía que tenía en la palma de la mano, y se la metió en el bolsillo.
—Tal vez me habría bastado con pedírtela.
Tavi sonrió.
—Siento lo de tu… eh… cara.
Crasus movió la cabeza.
—Es culpa mía. Salté sobre ti. Te golpeé primero. —Se tocó ligeramente la nariz con una mueca de dolor—. ¿Dónde has aprendido esa llave?
—De los marat —respondió Tavi—. Vamos. Ya llego tarde. Y esta noche nos necesitan a los dos.
Crasus asintió y empezaron a caminar.
No habían andando ni veinte pasos cuando el baile más brillante de fuego escarlata que Tavi hubiera visto en su vida recorrió la capa de nubes relucientes de un horizonte al otro, y luego de vuelta, como si de una ola enorme e increíblemente rápida se tratase.
—Cuervos —exclamó Tavi en voz baja, mientras contemplaba el espectáculo.
Y entonces una luz blanca y cegadora traspasó la noche. Una muralla de truenos golpeó a Tavi como un maremoto sonoro. Esto hizo que se tambalease y estuviera a punto de tirarlo al suelo. Consiguió agarrar a Crasus cuando empezaba a caer. El sonido estruendoso se desvaneció apenas transcurrido un segundo y le dejó un pitido agudo en las orejas, mientras que el rayo de luz seguía ardiendo en los ojos ciegos, cambiando poco a poco de color ante el fondo completamente oscuro.
Sus ojos tardaron un buen rato en acostumbrarse a la noche, y sus oídos tardaron aún más en dejar de pitar. El instinto no dejaba de aullarle. Reemprendió la marcha todo lo rápido que pudo para regresar a la ciudad y a la fortificación de la legión. Sir Crasus, con gesto aturdido, lo siguió.
Los fuegos ardían en la fortificación. Tavi podía oír los gritos de los hombres heridos y de los caballos aterrorizados. A su alrededor se sucedían los gritos y chillidos, y la confusión iba en aumento.
Tavi llegó a la tienda de mando del capitán y se paró en seco, aturdido.
Donde se había levantado la tienda de mando de Cyril, había ahora un agujero enorme abierto en la tierra ennegrecida. A su alrededor ardían algunos fuegos. Unos cuerpos —y trozos de cuerpos— yacían repartidos entre las ruinas.
Por encima de sus cabezas, retumbó el trueno de la tormenta artificial en lo que a Tavi le sonó como una expectación hambrienta.
—¡Scipio! —gritó una voz frenética, y Tavi se dio la vuelta para ver cómo Max se acercaba corriendo a través del caos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Tavi con voz conmocionada.
—Rayos —jadeó Max, que había perdido la mitad de una ceja, abrasada por el calor y tenía ampollas en la piel de la frente y a lo largo de una mejilla—. Una maldita muralla de rayos. Cayó como un martillazo a menos de veinte pasos. —Max se quedó mirando las ruinas—. Justo encima de la reunión del capitán.
—Grandes furias —jadeó Tavi.
—Foss y los sanadores están con algunos supervivientes, pero no tienen buen aspecto. —Tragó saliva—. Por lo que podemos ver, eres el único oficial capaz de prestar servicio.
Tavi se quedó mirando a Max.
—¿Qué quieres decir?
Max miró lúgubremente los resultados del ataque con el relámpago.
—Quiero decir que ahora estás al mando de la Primera Alerana, capitán Scipio —aclaró.