—Isana —murmuró Giraldi—. Estatúder, lo siento, pero no disponemos de tiempo. Es necesario que despertéis.
Isana intentó durante un momento permanecer en la oscuridad dichosa del sueño, pero entonces se forzó a abrir los ojos e incorporarse. Se sentía completamente entumecida y extenuada, y tan solo quería tumbarse de nuevo.
Pero no contemplaba esa posibilidad.
Isana parpadeó para apartar el cansancio de los ojos.
—Muchas gracias, centurión.
—Señora —saludó Giraldi con un gesto y se apartó un paso de la cama.
Veradis levantó la mirada desde su asiento al lado de Fade y la bañera de sanador. Le sostenía la mano al esclavo inconsciente.
—Mis disculpas, estatúder —murmuró la sanadora con una débil sonrisa—. Hoy no puedo concederos más que una hora.
—Está bien, Veradis —replicó Isana—. Si no me hubierais dado la oportunidad de dormir algo, no habría resistido tanto. Necesito un momento para…
Veradis asintió con un sonrisa desdibujada.
—Por supuesto.
Isana se fue a los servicios y regresó para arrodillarse al lado de Veradis, deslizar su mano entre la de Fade y ella, y recuperar el control del esfuerzo constante en el artificio de las furias necesario para luchar contra la infección. La primera vez que le entregó el artificio a Veradis había sido una maniobra difícil y delicada, posible solo por lo muchísimo que se parecían sus estilos de utilizar las furias. Las constantes repeticiones a lo largo de los últimos veinte días habían convertido una proeza extraordinaria en mera rutina.
«O eran veintiuno —pensó Isana, agotada—. O diecinueve». Los días se empezaban a confundir en cuanto las nubes bajas y pesadas de la tormenta se habían cernido sobre la ciudad. Incluso ahora, se movían inquietas sobre sus cabezas, y brillaban con truenos deprimentes y luces carmesíes, pero retenían la lluvia que los debería haber acompañado. La tormenta sumergía el mundo en una penumbra y oscuridad continuadas, y ella no tenía manera de medir el paso del tiempo.
Aun así, Isana había conseguido, no sin esfuerzo, seguir adelante con el artificio de las furias que era la única esperanza de Fade. Sin la participación de Veradis, que le había concedido una o dos horas para dormir de vez en cuando, Fade llevaría muerto mucho tiempo.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Isana, mientras se instalaba en el asiento del que se acababa de levantar Veradis.
La joven sanadora ató una vez más la mano de Isana a la de Fade con un cordón suave.
—La podredumbre ha perdido algo de terreno —respondió Veradis en voz baja—. Pero lleva demasiado tiempo en la bañera y no ha ingerido ningún alimento. Su piel está desarrollando una serie de llagas que… —Movió la cabeza, respiró hondo y volvió a empezar—. Ya sabéis lo que ocurre en esos casos.
Isana asintió.
—Otras enfermedades están intentando entrar.
—Se está debilitando, estatúder —siguió Veradis—. Si no reacciona pronto…
La puerta de la habitación se abrió de golpe y les interrumpió.
—Lady Veradis —llamó con un tono de voz tenso y urgente un legionare armado—. Debéis daros prisa. Se está muriendo.
Veradis esbozó una sonrisa hueca con los ojos hundidos y cansados, antes de ponerse en pie.
—No sé si podré volver de nuevo —le anunció a Isana en voz baja.
Isana asintió. Veradis se dio la vuelta y salió de la habitación con pasos rápidos, tranquilos y decididos.
—Describe la herida —ordenó.
La descripción del herido de un golpe con una maza pesada se fue diluyendo a medida que se alejaban por la sala.
Giraldi contempló cómo se iban.
—¿Estatúder? —murmuró—. Debéis comer. Os voy a traer un caldo.
—Muchas gracias, Giraldi —dijo Isana en voz baja.
El viejo soldado abandonó la habitación y ella volvió su atención al artificio dentro de Fade.
El dolor ante su exposición a las sustancias que había en el organismo de Fade no había disminuido en lo más mínimo. No obstante, se había convertido en algo familiar, algo que conocía y que podía dominar. Cuanto más cansada estaba, día tras día, más difícil le resultaba distinguirla como una entidad separada del cansancio de su cuerpo y menos importancia le concedía.
Se instaló cómodamente en el asiento con los ojos abiertos, pero sin fijar la mirada. La infección que anidaba en el interior de Fade se había convertido en una imagen rotunda. Se la imaginaba como un montón de piedras redondas, cada una de ellas sólida y pesada, pero que también se podían mover. Esperó durante un momento hasta que los latidos de su corazón y la cadencia lenta de su respiración se igualaron con los del hombre herido. Entonces visualizó como cogía la piedra más cercana, la levantaba, se la llevaba a un lado y la tiraba a una corriente imaginaria y amorfa. Después repitió la acción de manera deliberada y decidida, una piedra tras otra.
No sabía cuánto tiempo había pasado mientras se concentraba en ayudar al cuerpo de Fade a luchar contra la infección, pero de repente sintió una presencia a su lado en el imaginario montón de rocas.
Allí estaba Fade, quien fruncía el ceño ante el montón de piedras. No tenía el mismo aspecto que en la bañera de sanador, donde se veía desgastado, demacrado y agotado. En su lugar, se le apareció como un hombre joven, delgado y con un cuerpo que aún no se había desarrollado del todo. Tenía el cabello cortado al estilo de las legiones, su rostro no lucía la cicatriz de la marca de cobardía, y vestía los pantalones y la túnica sencillas de un soldado libre de servicio.
—Hola —saludó—, ¿qué haces aquí?
—Estás enfermo —le explicó a la imagen—. Necesitas descansar, Fade. Déjame que te ayude.
Ante la mención de su nombre, la figura imaginaria frunció el ceño. Sus rasgos cambiaron durante un momento, envejecieron y la cicatriz de la marca de cobardía apareció en su piel. Se tocó la cara con el ceño fruncido.
—Fade… —murmuró. Entonces abrió los ojos de par en par, miró a Isana y de pronto sus rasgos envejecieron, le creció el cabello y reaparecieron las cicatrices—. ¿Isana?
—Sí —murmuró ella.
—Me han herido —recordó y parpadeó como si intentara concentrarse—. ¿No estamos en Ceres?
—Sí —respondió Isana—. Estás inconsciente. Estoy intentando curarte.
Fade movió la cabeza.
—No comprendo lo que está pasando. ¿Esto es un sueño?
Era una idea interesante. Isana se detuvo a analizarla.
—Es posible. Estoy en un estado mental cercano al sueño. Llevas unos cuantos días con fiebres, y he estado en estrecho contacto contigo casi todo el tiempo a través de Rill. He sentido coletazos de algunos de tus sueños, pero no has dejado de tener fiebre. Casi todo era confusión.
Fade sonrió un poco.
—Entonces, esto debe de ser tu sueño.
—Se podría decir así —replicó Isana.
—Días… —Frunció el ceño—. Isana, ¿este tipo de artificio no es muy peligroso?
—No tanto como no hacer nada, me temo —le respondió.
Fade movió la cabeza.
—Quiero decir para ti.
—Estoy preparada para ello —aclaró Isana.
—No —replicó Fade de manera abrupta—. No, Isana. No debes correr este tipo de riesgos por mí. Que lo haga otro.
—No hay nadie más —explicó Isana en voz baja.
—Entonces tienes que parar —exigió Fade—. No puedes sufrir daño por mi causa.
De vuelta en el mundo físico, Isana sintió de manera casi imperceptible como Fade se empezaba a mover. Era su primer movimiento en días. Intentaba apartar la mano de la suya, pero de manera muy débil.
—No —negó Isana con firmeza. Se acercó para coger la siguiente piedra y reanudar su labor constante—. Déjalo, Fade. Debes descansar.
—No puedo —replicó Fade—. No puedo ser el responsable de causarte más daño. Malditos cuervos, Isana. —Su voz se tiñó de un dolor angustioso—. Ya te he fallado lo suficiente.
—No, no lo has hecho.
—Juré protegerlo —le recordó Fade—. Y cuando más me necesitaba, lo dejé morir.
—No —negó Isana en voz baja—. Te ordenó que nos sacaras del valle, para protegernos.
—Debí desobedecer la orden —replicó Fade con una voz cargada de súbita maldad y teñida de desprecio por sí mismo—. Mi deber era protegerlo a él. Preservarlo. Ya había perdido a dos de sus singulares por mi culpa. Yo fui quien dejó lisiado a Miles. Quien apartó a Aldrick de su servicio. —Sus manos se cerraron en puños—. Nunca lo debí dejar. No importaba lo que dijese.
—Fade —dijo Isana en voz baja—. Lo que mató a Septimus tuvo que ser demasiado poderoso como para que nadie pudiera detenerlo. Era el hijo del Primer Señor, y tan poderoso como su padre. Quizá más. ¿Crees de verdad que habrías podido conseguir un resultado diferente?
—Es posible —respondió Fade—. Fuera lo que fuese que mató a Septimus, lo podría haber detenido. O al menos lo podría haber frenado lo suficiente como para que él pudiera acabar con él. Con haber podido protegerlo solo durante un segundo me habría bastado, aunque hubiera muerto en el intento.
—O no —replicó Isana con tranquilidad—. Puede que hubieras muerto inútilmente con él. Sabes que él no lo habría querido.
Fade apretó los dientes, de manera que los músculos tensos de la mandíbula distorsionaban las líneas de su cara.
—Debería haber muerto con ellos. Desearía haberlo hecho. —Movió la cabeza—. Una parte de mí murió ese día, Isana. Araris Valeriano. Araris el valiente. Hui del combate. Abandoné la compañía del hombre a quien había jurado que protegería.
Isana se detuvo y tocó la marca en su cara.
—Eso solo fue un disfraz, Araris. Una coartada. Una máscara. Tenían que pensar que habías muerto para que pudieras proteger a Tavi.
—Fue un disfraz —reconoció Araris con amargura—. Pero también era la verdad.
Isana suspiró.
—No, Fade. Eres el hombre más valiente que he conocido nunca.
—Lo abandoné —repitió—. Lo abandoné.
—Porque él quería que nos protegieras.
—Y también le fallé en eso. Dejé que tu hermana muriera.
Isana sintió cómo una punzada de un dolor evocado le atravesaba el pecho.
—No podías hacer nada. Tú no tuviste la culpa.
—Sí que la tuve. Debería haber visto a ese marat. Lo debería haber detenido a-antes… —Fade se tapó las orejas con las manos y movió la cabeza—. Ya no puedo seguir haciendo esto, no lo puedo ver, verte, estar allí, mi señor, por favor, déjame, déjame ir con mi señor, lo abandoné, marca de cobardía, corazón cobarde…
Se perdió en un balbuceo incoherente y, cuando el cuerpo se movió débilmente en la bañera de sanador, intentando apartar la mano de la de Isana, la imagen de Fade se volvió a desvanecer, y dejó a Isana sola con la montaña de piedras imaginarias.
Ella volvió al trabajo.
Más tarde parpadeó, obligándose a devolver sus pensamientos durante un momento a la cámara de la ciudadela de Cereus. Miró la habitación. Fade yacía en la bañera, y le temblaban los músculos con pequeños espasmos carentes de pauta. Levantó la mano libre para tocarle la frente y confirmó lo que ya sabía.
Fade había renunciado a luchar. No se quería recuperar.
La fiebre había empeorado.
Se estaba muriendo.
La puerta se abrió, y Giraldi entró silenciosamente en la habitación con un tazón de caldo en la mano y se lo pasó a Isana.
—¿Estatúder?
Ella lo aceptó con una sonrisa desdibujada. Le resultaba difícil comer y mantener el alimento en el estómago, dado el dolor constante que le inflingía el artificio, pero era vital que lo hiciera.
—Muchas gracias centurión.
—Maldita sea. —Cojeó hasta la ventana y miró hacia fuera—. Cuervos, estatúder. Nunca me ha gustado entrar en combate. Pero me parece que estar aquí de esta manera es aún peor. —Los dedos de la mano de la espada se abrían y cerraban rítmicamente alrededor del bastón.
Isana sorbió el caldo poco a poco.
—¿Cómo va la batalla?
—Kalare lleva ventaja —respondió Giraldi—. Descubrió como podía atraer a los caballeros de Cereus para eliminarlos.
Isana cerró los ojos y movió la cabeza.
—¿Qué ha ocurrido?
—Les ordenó a sus caballeros que atacasen el distrito residencial —respondió Giraldi—. Incluido el orfanato más grande de la ciudad y una serie de calles donde viven legionares retirados que disfrutan de su pensión.
Isana esbozó una sonrisa hueca.
—Grandes furias. Ese hombre es un monstruo.
Giraldi gruñó.
—Sin embargo, funcionó. —Su voz se volvió distante e impersonal—. No puedes ver durante mucho tiempo como destrozan a un anciano. No puedes escuchar durante mucho tiempo como chillan los niños. Entonces tienes que hacer algo, aunque sea estúpido.
—¿Se han producido muchas bajas?
—Kalare y su hijo participaron personalmente en el ataque. Cereus perdió a la mitad de los caballeros. En su mayoría, caballeros Aeris. De no haber intervenido el capitán Miles y los caballeros de la Legión de la Corona, no habría quedado nadie con vida. Cereus resultó herido mientras los sacaba de la trampa. El capitán Miles y él se enfrentaron a Kalarus y a su hijo en la sala principal del orfanato. Por lo que he oído, fue una batalla increíble.
—Con arreglo a mi experiencia, los rumores no suelen contener los detalles correctos —intervino una voz amable en la puerta.
Isana se dio la vuelta y descubrió al capitán Miles de pie en el quicio de la puerta, recubierto con la armadura de combate y el yelmo bajo el brazo izquierdo. La armadura y el yelmo estaba abollados y arañados en demasiados sitios como para contarlos. El brazo derecho de su túnica estaba empapado en sangre hasta el codo, y la mano descansaba sobre la empuñadura del gladius. Tenía el cabello cortado al estilo de la legión, encanecido, y olía a sudor, herrumbre y sangre. No era un hombre especialmente grande y tenía unos rasgos sencillos que le dieron a Isana la sensación inmediata de fidelidad y lealtad. Cojeó de manera apreciable al entrar en la habitación, pero aunque hablaba con Isana y Giraldi, no le quitaba ojo al hombre que yacía en la bañera de sanación.
—Cereus fingió que estaba herido para atraerlos. Se acercaron para rematarlo y yo estaba escondido entre las vigas. Golpeé al chico desde atrás y le causé una herida lo suficientemente fea como para que Kalarus se asustase y lo sacara de allí.
—Capitán —lo saludó Giraldi con un gesto—. He oído que Kalarus intentó asaros por eso, señor.
Miles se encogió de hombros.
—No estaba de humor para asados. Salí corriendo. —Saludó con un gesto a Isana—. Estatúder, ¿sabéis quién soy?
Isana miró a Fade y después a Miles. Eran hermanos, aunque Miles, como el resto de Alera, creía que Araris llevaba muerto casi veinte años.
—Os conozco —contestó en voz baja.
—Os quería pedir un favor. —Miró a Giraldi, y lo incluyó en la petición—. ¿Nos dejáis un momento en privado, estatúder?
—Está trabajando —le informó Giraldi y, aunque el tono no era irrespetuoso, tampoco estaba dispuesto a transigir—. No necesita que la distraigan.
Miles dudó durante un momento, como si no estuviera seguro de qué camino tomar.
—He hablado con lady Veradis —les informó—. Me ha dicho que es posible que no quede mucho tiempo.
Isana apartó la mirada. La desesperación la inundó durante un momento, amplificada por el cansancio, pero consiguió apartar la marea.
—Está bien, Giraldi.
El centurión gruñó. Entonces saludó a Isana con un gesto y salió por la puerta cojeando con el bastón.
—Un momento —le recordó a Miles—. Me atendré a ello, señor.
Miles asintió y esperó a que Giraldi saliera de la habitación. Entonces se acercó al lado de Fade, se arrodilló y puso una mano sobre la cabeza del esclavo inconsciente.
—Está ardiendo —dijo Miles en voz baja.
—Lo sé —reconoció Isana—. Hago todo lo que puedo.
—Debería haber venido antes —se reprochó Miles con voz amarga—. Debería haber venido todos los días.
Desde el exterior llegó el trueno ruidoso y hueco que acompañaba un asalto con artificios de fuego, cuando el fuego explotaba de repente y se convertía en una esfera al rojo blanco. El trueno del fuego recibió unos segundos más tarde la respuesta casi continua del retumbar de la tormenta reluciente.
—Habéis estado un poco ocupado —le recordó Isana con voz hastiada.
Miles negó con un gesto.
—No era eso. Era… —Frunció el ceño—. Mi hermano mayor. Él siempre ganaba. Ha participado en muchos combates de los que debería haber salido muerto. E incluso cuando murió, consiguió regresar. Es posible que tardase veinte años, pero lo hizo. —Miles movió la cabeza—. Invencible. Quizás una parte de mí no quiere admitir que no lo es. Que puedo…
«Perderlo», pensó Isana, terminando la frase.
—¿Me puede oír? —preguntó Miles.
Isana negó con la cabeza.
—No lo sé. Ha recuperado y perdido la conciencia, pero cada día está más incoherente.
Miles se mordió el labio y asintió, e Isana sintió cuán profundos eran su dolor, su pena y su arrepentimiento. La miró con ojos asustados, casi como lo haría un niño.
—¿Es verdad lo que dice Veradis? —le preguntó—. ¿Va a morir?
Isana sabía lo que Miles quería escuchar. Sus emociones y sus ojos le estaban pidiendo una esperanza.
Miró a Miles a los ojos.
—Probablemente —respondió—. Pero no me voy a dar por vencida.
Miles parpadeó varias veces y movió la mano derecha como si se estuviera limpiando el sudor de la frente. Unas pequeñas marcas de sangre procedente de la manga le mancharon la cara.
—De acuerdo —asintió en voz baja. Entonces se acercó a Fade—. Rari. Soy Miles. Estoy… —Dejó caer la cabeza porque no encontraba las palabras—. Estoy aquí, Rari. Estoy aquí.
Levantó la mirada hacia Isana.
—¿Puedo hacer algo para ayudar?
Isana negó con la cabeza.
—Él está…, está muy cansado. Y muy enfermo. Y no está luchando contra ella. No intenta recuperarse.
Miles frunció el ceño.
—Él no haría eso. ¿Por qué no?
Isana dejó escapar un suspiro.
—No lo sé. Solo ha estado lúcido durante unos pocos momentos, y aun entonces no decía más que incoherencias. Quizá sea el complejo de culpa. O puede que solo esté muy cansado.
Miles miró a Fade durante un momento. Estaba a punto de hablar cuando unas botas se detuvieron delante de la puerta.
—¡Capitán! —llamó la voz gorgojeante de un joven. Tal vez se tratara de uno de los pajes de la ciudadela—. Mi señor solicita vuestra presencia de inmediato.
Miles miró a Isana.
—Ya voy —respondió. Se inclinó y apoyó la frente contra la de Fade durante un segundo. Entonces se puso en pie—. Vendré antes de… Por favor, decidle que he venido a verle.
—Por supuesto —asintió Isana.
—Muchas gracias —se despidió Miles.
Miles abandonó la habitación. Giraldi asomó la cabeza, echó un vistazo y volvió a salir. Cerró la puerta y se apoyó en ella para evitar más distracciones, supuso Isana.
Miles tenía razón. Fade no era de los que se dan por vencidos sin más. Había arrastrado durante veinte años la culpa por la muerte de Septimus, pero nunca había intentado acabar con su vida ni se había dejado llevar por la desesperación.
Tenía que ser otra cosa. Algo más.
«Malditos cuervos», pensó Isana. Si pudiera hablar con él, aunque fuera un momento… Apretó los dientes a causa de la frustración.
En el exterior, el trueno del fuego retumbaba y crujía. Los trompetas sonaban. Los tambores redoblaban. Por debajo de ellos, el rugido de ejércitos enojados. El cielo lúgubre punteado con truenos maliciosos.
Isana se terminó el caldo, alejó todas esas distracciones de su mente y volvió al trabajo.