26

—Espera —exclamó Max—. ¿Ehren? ¿Nuestro Ehren?

Antes de que terminara la frase, Tavi ya había saltado del carromato. Un latido más tarde ya había desenganchado uno de los caballos del arnés de tiro. Al hacerlo, Kitai liberó al otro. Tavi se agarró de las crines del primer caballo y saltó sobre el lomo desnudo. Tiró con fuerza del peso de la armadura al hacerlo. Kitai le lanzó a Max las largas riendas del segundo caballo antes de coger la mano extendida de Tavi y montar detrás de él.

—Nuestro Ehren —repitió Max pesadamente—. De acuerdo.

El gran antilano movió la cabeza mientras bajaba del carromato y se montaba en el caballo de tiro, que bufó y meneó la cabeza.

—Deja de quejarte —le ordenó Max, y señaló en dirección a Tavi.

Tavi sonrió y espoleó al caballo, que emprendió una carrera de pasos pesados. Podía sentir uno de los brazos delgados y abrasadores de Kitai alrededor de la cintura. Tavi se agarraba con cuidado de las crines del caballo. Había aprendido a montar bastante bien en la capital, pero apenas lo había hecho sin silla y conocía sus límites.

—¿En qué puerta estaba? —le preguntó a Kitai.

—Al norte del río y al oeste de la ciudad —le respondió Kitai.

A su lado, Max cabalgaba con la misma despreocupación con que lo hacía casi todo. Tavi sabía que Max había aprendido a montar a caballo casi a la vez que a andar.

—¿Sabía que lo estaban siguiendo?

—Ehren lo sabe —respondió Tavi con firmeza.

—Supongamos que soy Ehren —especuló Max—. Y una cantidad indeterminada de desconocidos me está siguiendo. ¿Adónde voy? —Max frunció el ceño—. Espera. En primer lugar, ¿qué cuervos estoy haciendo aquí? Creía que a Ehren lo habían enviado a Frigia.

—¿Te diste cuenta de que se llevó todos esos caramelos de menta que tenía por todas partes? —le preguntó Tavi.

—Sí. Creía que le gustaba la menta.

—No. Se marea.

Max frunció el ceño.

—Pero Frigia está a miles de kilómetros del mar y… ¡Oh!

Tavi asintió.

—Supongo que tenía órdenes de mantenerlo en secreto, pero sospecho que lo enviaron a las islas.

Max gruñó.

—Bien, soy Ehren, que es un pequeño sabelotodo como Tavi, y estoy de regreso de las islas. Me persiguen unos hombres perversos que me quieren hacer algo malo. ¿Adónde voy?

—A algún sitio que te ofrezca más alternativas —respondió Tavi—. Donde te puedas ocupar de ellos de la manera más adecuada y discreta posible.

Se calló durante un momento y entonces los dos dijeron al unísono:

—Los muelles.

Apretaron el paso. Tavi iba delante. Unos relámpagos roncos y secos iluminaron el camino y dejaron destellos de un fuego mortecino que hacían que las sombras fueran más profundas y traicioneras. Tavi podía orientarse con las luces de furia en la ciudad y sobre el Elinarch, pero casi no podía ver lo que tenía dos metros por delante. Tenían que andarse con prisas, pero no podrían ayudar a Ehren si se partían la crisma con unas ramas o les rompían las patas a sus monturas en los baches del camino, de modo que Tavi empezó a frenar la marcha.

—No —le dijo Kitai al oído.

El brazo que le rodeaba la cintura cambió de posición y agarró la mano con la que Tavi sostenía las crines. Tiró la mano hacia la derecha y el caballo alteró el curso, seguido por la montura de Max. Brillaron los relámpagos y Tavi vio las fauces negras de un bache de bordes afilados. Lo evitaron por muy poco.

Kitai se inclinó hacia delante y Tavi sintió su mejilla contra la suya mientras ella sonreía.

—Seré tus ojos, alerano ciego.

Tavi sintió cómo se le estiraba la boca con una sonrisa para igualar la de ella, y le gritó a su montura, a la que obligó a ir todo lo deprisa que pudiera.

Entraron en el pueblo a través de la puerta oriental. Les gritaron el santo y seña a los legionares de guardia. Retumbaban en las calles empedradas, mientras los pesados cascos de acero de los caballos hacían saltar chispas sobre las piedras. La puerta occidental del pueblo estaba desguarnecida y ligeramente abierta. Cuando se aproximaron a ella, Max levantó un ciclón en miniatura que golpeó contra la puerta y acabó de abrirla. Una vez la hubieron atravesado, cambiaron el rumbo y rodearon la muralla de la ciudad hasta la orilla del río.

La ciudad de Elinarch se había fundado como un sencillo campamento de las legiones, y se extendía a ambos lados del puente. En el siglo que había transcurrido desde entonces, su población se había extendido más allá de las murallas originales, y habían erigido casas y negocios extramuros, sobre todo las amplias instalaciones portuarias para el tráfico que llegaba al pueblo a través del río. Los muelles y los embarcaderos de madera se habían extendido cientos de metros más allá del emplazamiento original del pueblo, en ambas orillas del río.

En los muelles atracaban barcos y botes que llevaban una cantidad creciente de marineros. Ello había dado lugar a una inevitable, aunque modesta, industria del vicio y de la corrupción. Se habían construido vinaterías, salas de juegos y casas de placer sobre los embarcaderos y las barcazas ancladas de manera permanente. Había muy pocas luces de furia en los muelles, en parte porque nadie quería la proximidad del fuego de furia más pequeño cerca de una madera tan vieja, y en parte porque la oscuridad era lo más adecuado para la naturaleza clandestina de los negocios que se desarrollaban allí.

Tavi desmontó del caballo y ató las riendas en el poste de madera más cercano.

—Conociendo a Ehren, ¿por dónde miramos?

—Al muchachito le gusta planear por anticipado —respondió Max—. Llegaba pronto a las clases. Reservaba tiempo para estudiar.

Tavi asintió.

—Lo más seguro es que haya preparado un lugar por si tenía que huir o luchar. Algo con lo que distraer a la gente mientras se escabullía. —Tavi hizo un gesto hacia una serie de edificios grandes y espaciosos, construidos directamente bajo las piedras elevadas del Elinarch—. Almacenes.

Los tres partieron a grandes zancadas. A Tavi le resultó bastante llevadero, aunque le dolía la pierna a causa del esfuerzo. El primer almacén estaba abierto e iluminado mientras los arrieros de la legión descargaban los carromatos de alimentos que los subtribunos Logistica habían conseguido reunir. El que habían dejado en el camino era un ejemplo. Haradea, el subtribuno Logistica más veterano, era un joven de ojos acuosos procedente de Rodas. Apartó la mirada de un libro de contabilidad y le frunció el ceño a Tavi.

—¿Scipio? ¿Dónde está tu carromato?

—De camino —respondió Tavi, refrenando el paso—. ¿Has visto esta noche a alguno de los hombres de la octava lanza de Erasmo?

—Acaban de pasar, no hará ni cinco minutos. Perseguían a un ladrón —respondió, señalando con el pulgar—. Pero creía que estaban de guardia en la puerta y no de ronda nocturna.

—Erasmo también lo creía —improvisó Tavi—. No hay nadie en la puerta.

Haradea movió la cabeza y repasó su lista.

—Aquí. Vendajes. Haré que le envíen unos cuantos a Erasmo cuando haya acabado de azotarlos.

Max gruñó en voz baja.

—¿Crees que tendrá ataúdes?

—Vamos —ordenó Tavi y volvió a acelerar.

Encontraron el cuerpo en las sombras al lado del quinto almacén de la fila, y el corazón de Tavi casi se le salió por la boca cuando vislumbró el bulto negro en la oscuridad.

—¿Es…?

—No —respondió Tavi—. Un legionare. Es mayor que Ehren y lleva barba. —Se inclinó y movió el cadáver con despreocupación. La luz se reflejó en el acero durante un segundo—. Un cuchillo en el cuello. Buen lanzamiento.

—Shhh —chistó Tavi y levantó una mano.

Se quedaron en silencio durante un momento. El río susurraba perezoso de vez en cuando por debajo de ellos. Los embarcaderos de madera crujían y gruñían. Tavi oyó a un par de hombres discutiendo con voces tensas y contenidas para que no se pudieran oír desde lejos. Después se oyó un golpe pesado.

Tavi sacó la espada de la manera más silenciosa que pudo y le hizo un gesto a Max. Recorrieron la pasarela a paso ligero. Fueron capaces de deslizarse detrás de un grupo de siete legionares. Uno de ellos sostenía una lámpara de furia mortecina, y otros dos hablaban. Los cuatro restantes formaban un semicírculo alrededor de un cobertizo para almacenar leña. Medía metro y medio de alto y otro tanto de ancho, y unos tres metros de profundidad, y estaba muy mal conservado. Uno de los legionares se apretaba con fuerza un brazo herido contra el cuerpo, y había improvisado un vendaje en la mano con un pañuelo.

Max entornó los ojos y se agachó, pero Tavi levantó una mano en un gesto silencioso para indicarle que se detuviera. Un segundo gesto conminó a Max a seguirlo. Tavi entró con decisión en el círculo de luz mortecina que desprendía la lámpara.

—¿Y vosotros qué creéis que estáis haciendo? —les recriminó.

Los legionares se giraron a toda prisa y lo miraron. Los dos hombres que estaban discutiendo se quedaron helados; sus gestos delataban sorpresa y culpa a partes iguales. Tavi los reconoció, aunque no sabía sus nombres, excepto el del hombre herido. Se trataba de Nonus, el legionare que le había dado problemas a Tavi el primer día en el campamento. Su compañero Bortus estaba incómodo a su lado. Aunque nadie le había hecho el menor comentario al respecto, Tavi sospechaba que una discreta conversación de Max había convencido a Valiar Marcus para transferirlos a la centuria de Erasmo, un centurión menos veterano de su cohorte. Sin duda, aquello habría conllevado una reducción de la paga.

—¿Y bien? —exigió Tavi—. ¿Quién es el jefe de este penoso grupito?

—Señor —murmuró uno de los que estaban discutiendo. Llevaba el yelmo desabrochado, y las carrilleras se movían sueltas. Hablaba con acento de Kalare—. Soy yo, subtribuno Scipio.

Tavi ladeó la cabeza y mantuvo la mirada fija con un gesto cada vez más lúgubre.

—¿Nombre, soldado?

El hombre miró incómodo a su alrededor.

—Yanar, señor.

—Yanar. ¿Me quieres explicar por qué uno de tus hombres está muerto en el callejón y otro herido, en lugar de estar en vuestro maldito puesto?

—¡Señor, han asesinado a Creso!

—Ya me lo imaginaba, por la forma que le salía un cuchillo del cuello —replicó Tavi con tono tranquilo y sarcástico—. Pero no creo que eso tenga mucha importancia. ¿Por qué lo han asesinado ahí y no en su puesto?

—¡Estamos persiguiendo a un criminal, señor! —tartamudeó Yanar—. Ha huido.

—Sí, jefe de lanza. También puedo deducir que si lo estáis persiguiendo es porque lo más probable es que haya huido. Pero ¿por qué estáis aquí en lugar de estar en vuestro puesto?

—Yanar —gruñó uno de los legionares.

Era un hombre de mediana estatura y constitución delgada, con ojos y cabello oscuros. Tavi no sabía cómo se llamaba.

—Solo es un subtribuno pretencioso. —Movió la cabeza hacia el cobertizo de almacenamiento—. Quizás intenta ayudarnos. Le decimos que no lo haga, pero quizá vaya a ser el primero. Quizá nuestro muchacho los ha matado a él y a Creso.

Yanar dio la espalda a Tavi con una mirada muy fea y especulativa en los ojos.

—Cuidado, Yanar —le advirtió Tavi con voz tranquila—. Te estás acercando a la traición.

—Solo es traición si te atrapan —replicó el hombre oscuro.

Yanar entornó los ojos mientras miraba a Tavi.

—M… —empezó a decir.

Tavi supuso que el hombre iba a decir «mátalo», pero decidió que no iba a perder unos segundos perfectamente aprovechables escuchándolo. Dio un salto hacia delante y golpeó de arriba abajo con el gladius. El golpe impactó en la coronilla del yelmo desabrochado de Yanar, que salió disparado hacia delante y hacia abajo, le rompió la nariz al legionare e impactó con fuerza en una mejilla. Tavi golpeó su hombro blindado contra el pecho de Yanar, a quien derribó, se agachó ante el ataque con la espada y le dio una patada en la rodilla al hombre oscuro. Le aplastó la articulación y lo arrojó al suelo con un grito de dolor.

Tavi desvió otro tajo de una espada y atacó, lo que obligó al legionare a reaccionar con un contraataque digno de manual y que habría sido excelente en el caos de la batalla. Pero no era un movimiento adecuado para una pelea callejera. Tavi apartó su hoja de la del contrincante, dio un paso hacia delante en diagonal y lanzó su puño blindado contra la nariz del hombre aprovechando toda su fuerza, así como la inercia del oponente, a quien dejó aturdido durante un instante. Tavi le golpeó la sien al hombre del yelmo con el pomo de la espada; este se derrumbó con gran estrépito. Max se colocó rápidamente al lado de Tavi, pero los legionares que lo rodeaban se habían retirado, aturdidos por un ataque tan repentino y despiadado.

—No está mal —observó Max.

Tavi se encogió de hombros.

—De acuerdo, caballeros —les gruñó Tavi a los demás—. Ahora mismo, solo habéis abandonado vuestro puesto, supongo que por órdenes de este idiota. —Tavi señaló con la espada al inconsciente Yanar—. El castigo por ese acto no será agradable, pero tampoco terrible. Si alguien quiere añadirle insubordinación, negarse a obedecer a un oficial e intento de asesinato a la lista de ofensas puede seguir con el arma en la mano y darme más problemas.

Sobrevino un breve silencio. Entonces Nonus tragó saliva, sacó la espada y la dejó caer al embarcadero. Bortus siguió su ejemplo, al igual que los demás legionares.

—Regresad a vuestro puesto —ordenó Tavi con voz fría—. Esperad allí a que os releven mientras saco a vuestro centurión de su camastro y lo envío a que arregle esto con vosotros.

Los hombres gesticularon de dolor.

—¿Señor? —intervino Nonus—. ¿Y el ladrón, señor? Ha matado a un legionare. Es peligroso.

Tavi lo miró.

—Tú, en el cobertizo. Estás bajo arresto y sujeto a las leyes de la Corona. Sal ahora mismo, desarmado, y me aseguraré de que te tratan de acuerdo con la justicia de la Corona.

Un momento después, Ehren apareció en la puerta del cobertizo. Tenía más músculos de los que recordaba Tavi, y la exposición al sol le había dado a su piel un color marrón oscuro que había hecho desaparecer casi todo el color de su cabello. Iba vestido con ropas sencillas y algo andrajosas, y tenía las manos vacías y levantadas. Abrió los ojos de par en par cuando vio a Tavi y a Max, y respiró hondo.

—Mantén cerrada la maldita boca —le ordenó Tavi secamente—. Centurión. Tómalo bajo custodia.

Max se acercó a Ehren y, como a desgana, le retorció el brazo al hombrecillo que tenía detrás de él, haciendo el tipo de presa con que se conduce a los cautivos. Acto seguido salió con él del callejón.

—Tú, tú y tú —ordenó Tavi, señalando a los legionares—. Recoged a estos idiotas del suelo. —Caminó por las inmediaciones, recogiendo las armas que habían tirado al suelo, y se las fue colocando bajo los brazos como si fuera leña—. Tú —ordenó Tavi cuando Nonus recogió del suelo al hombre oscuro—. ¿Cómo te llamas?

El hombre entrecerró los ojos, pero no dijo nada.

—Tú mismo —concluyó Tavi, y se dio la vuelta para conducir a los hombres fuera del callejón.

Una sensación repentina de pánico le golpeó como si le hubiera caído encima agua fría.

—¡Alerano! —gritó la voz de Kitai.

Tavi dejó caer las espadas y se echó hacia delante, por encima de ellas, al mismo tiempo que se daba la vuelta. El hombre oscuro se había librado de Nonus y ahora tenía en la mano un cuchillo curvado y de aspecto perverso. Descargó con todas sus fuerzas un golpe dirigido al pescuezo de Tavi, quien rodó a su encuentro. El cuchillo falló por un pelo. Tavi consiguió agarrarlo del brazo y lo hizo tambalearse con un fuerte estirón cuando cedió la rodilla aplastada.

Gritó y cayó, pero recuperó el equilibrio, sin soltar el cuchillo de la mano.

Kitai saltó desde el tejado del cobertizo y aterrizó detrás de él. Lo aplastó contra el embarcadero. Agarró la cimera del yelmo con una mano, el cuello de la túnica con la otra y, con un gruñido, le golpeó la cabeza en el suelo, atravesando las planchas y destrozando los listones de madera que había debajo de su cara. Lo dejó allí con la cabeza atrapada.

Entonces la mujer marat lo agarró por los hombros y los giró.

El cuello del hombre oscuro se rompió con un crujido terrible.

—Cuervos —maldijo Tavi, mientras se acercaba al lado del hombre e intentaba encontrar el pulso en la muñeca. Pero estaba más que muerto—. Quería que hablase —le explicó a Kitai.

Sus ojos verdes y felinos casi brillaban en las sombras.

—Quería matarte.

—Por supuesto —asintió Tavi—. Pero ahora no podremos descubrir quién era.

Kitai se encogió de hombros y se agachó a recoger el cuchillo curvo, que ahora se encontraba bajo la mano inerte del cadáver. Lo sostuvo en alto y proclamó:

—Cuervo de sangre.

Tavi miró el cuchillo y asintió.

—Eso parece.

—¿Subtribuno Scipio? —llamó Max.

—Ya voy —respondió Tavi, mientras miraba a Nonus y a los demás legionares que lo miraban con incredulidad.

—¿Quién sois? —preguntó Nonus en voz baja.

—Un soldado listo sabe mantener la boca cerrada —respondió Tavi sin perder la calma—. Bastantes problemas habéis creado por un solo día.

Nonus tragó saliva y saludó.

—Moveos —ordenó Tavi levantando la voz.

Recuperó las espadas de los legionares mientras estos se iban y se pasó por dentro del cinturón el cuchillo curvado de Kalare.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Kitai en voz baja.

—Ahora se lo vamos a explicar todo a Cyril —respondió Tavi con tranquilidad—. Ehren…, Yanar… Todo esto. El capitán sabrá lo que hay que hacer. —Más relámpagos rojos juguetearon por encima de sus cabezas, y Tavi sintió un escalofrío—. Vamos. Me da la sensación de que no tenemos tiempo que perder.