25

Max parpadeó ante Tavi y comentó con incredulidad:

—¿Se lo quitaste?

Tavi le sonrió y cargó un pesado saco de grano en el carromato de suministros.

—Se está volviendo loca por la talega. No ha dejado de quejarse delante de Cyril desde que la perdió. —Max se golpeó la frente con la palma de la mano—. Por supuesto. La cogiste y sobornaste a Foss y Valiar Marcus para que te dejasen ir montado.

—Solo a Foss. Creo que la parte de Marcus la negoció en persona.

—Eres un maldito ladrón —le acusó Max, no sin cierto grado de admiración.

Tavi lanzó otro saco al carromato de suministros. Solo cabían unos pocos sacos más, y las maderas del carro crujían y gruñían bajo el peso de la carga.

—Prefiero considerarme un hombre que convierte los inconvenientes en ventajas.

Max bufó.

—Eso es cierto. —Miró a Tavi de reojo—. ¿Cuánto tenía?

—Casi un año de mi paga.

Max frunció los labios.

—Dinero caído del cielo. ¿Tienes planes para lo que queda?

Tavi gruñó y levantó el último saco hasta el carromato. Le pinchaba la pierna pero el dolor era casi imperceptible.

—No te voy a prestar dinero, Max.

Max suspiró.

—Bah. ¿Eso es todo?

Tavi cerró de golpe el portón del carromato.

—Con esto será suficiente.

—Suficiente para alimentar a la legión durante un mes.

Tavi gruñó.

—Esto es suficiente para las monturas de una alae. Durante una semana.

Max silbó flojito.

—Nunca he trabajado en logística —admitió.

—Eso está claro.

Max bufó.

—¿Cuánto dinero queda?

Tavi metió la mano en el bolsillo y le lanzó a Max la bolsa de seda. Max la atrapó en el aire y la movió, sin que emitiera ningún sonido.

—No mucho —confirmó Tavi en tono seco—. No hay demasiadas coronas de origen antilano flotando por la legión, así que me he desprendido de ellas poco a poco.

Atravesó la oscuridad de regreso al enorme granero de la explotación y le estrechó la mano a un estatúder sociable que había aceptado venderle su excedente de grano a la legión. Ello se debía a que Tavi le ofrecía un veinte por ciento más que la tarifa habitual de la legión, cortesía de la bolsa de lady Antillus. Le pagó al hombre el precio acordado y regresó al carromato. Max levantó la bolsa de seda y le dio una última y triste sacudida antes de arrojársela a Tavi, que la atrapó en el aire.

Y algo resonó contra su peto.

Tavi levantó una mano con el ceño fruncido y Max se quedó helado.

—¿Qué?

—Creo que había algo más en la bolsa —informó Tavi—. He oído como golpeaba mi armadura. ¿Me puedes dar un poco de luz?

Max se encogió de hombros y arrancó un trozo de tela de un saco bien cerrado que había en el carromato. Frotó la tela entre los dedos unas cuantas veces y cobró vida una llama baja. Aparentemente inmune al calor, bajó la tela que ardía y la mantuvo a menos de un metro sobre el suelo.

Tavi se inclinó, miró con atención y vio el reflejo de la luz improvisada sobre una superficie lisa. Recogió una piedra pequeña, más o menos del tamaño de la uña más pequeña de un niño, y la acercó a la luz. Aunque no estaba tallada, la piedra era translúcida, como una gema, y era de un rojo tan brillante que parecía que estaba mojada. A Tavi le recordó una gota de sangre grande y recién vertida.

—¿Un rubí? —preguntó Max mientras miraba y acercaba la llama.

—No —respondió Tavi con el ceño fruncido.

—¿Encarnadina?

—No, Max —contestó Tavi que seguía mirando la piedra con el ceño fruncido—. Te está ardiendo la camisa —comentó con aire ausente.

Max parpadeó y apagó el fuego, que se había extendido desde el trozo de saco a su camisa. Movió la muñeca, irritado, y la llama murió de repente. Tavi podía oler las volutas de humo que se elevaban de la tela en medio de una oscuridad repentina.

—¿Has visto alguna vez una gema como esta, Max? Quizá las esté creando tu madrastra.

—No, que yo sepa —respondió Max—. Esto es nuevo para mí.

—Tengo la sensación de que la he visto antes —murmuró Tavi—. Pero que me lleven los cuervos si puedo recordar dónde.

—Quizá vale algo —sugirió Max.

—Quizá —asintió Tavi, mientras deslizaba la piedra escarlata de vuelta a la bolsa de seda y la cerraba con firmeza—. Vámonos.

Max subió al carromato, tomó las riendas y puso el tiro en movimiento. Tavi saltó a su lado y el carro de movimientos lentos inició los dieciséis kilómetros que los separaban del campamento de la Primera Alerana en el Elinarch.

La marcha les había llevado en siete días largos y agotadores desde el campamento de entrenamiento hasta el puente que cruzaba el enorme y lento río Tíber. Una vez lo hubieron sobornado sin perder la honradez, Foss mantuvo a Tavi «en observación» mientras se curaba la pierna. Estaba claro que a lady Antillus no le gustaba la idea, pero como había delegado la responsabilidad en sus manos, a duras penas podía retomarla sin mostrar su animadversión contra Tavi: habría sido una falta flagrante e inaceptable de la imparcialidad que se esperaba en los oficiales de la legión.

Aun así, Foss había tenido muy ocupado a Tavi. Bardis, el caballero herido a quien había salvado lady Antillus, requería atención y cuidados constantes. Bardis había dejado de respirar en dos ocasiones. Foss había salvado al joven caballero, pero solo porque Tavi se había dado cuenta de lo que estaba pasando. Bardis apenas había recuperado una vaga conciencia durante la marcha, y lo habían tenido que alimentar, limpiar e hidratar como a un bebé.

Al sentarse por primera vez al lado del herido Bardis, Tavi se sorprendió de lo joven que parecía. Seguramente un caballero de Alera debía ser más alto, más ancho de hombros, pecho y cuello, con una barba más tupida y más músculos de los que tenía el caballero herido. Bardis parecía… un niño herido que no había acabado de crecer. E inspiraba en el joven cursor un sentimiento protector inmediato e inesperado. Para su sorpresa, se dedicó a la tarea de atender a Bardis sin quejas ni reproches.

Más tarde se dio cuenta de que Bardis no era demasiado joven para ser un caballero. Tavi solo era cinco años mayor que él. Sabía mucho más del mundo que el muchacho, había visto bastante más de los horrores de la vida, y había ganado los centímetros y los kilos de tamaño físico que le habían faltado durante la mayor parte de su vida. Todo eso hacía que el caballero herido pareciera mucho más pequeño y joven. Solo era cuestión de perspectiva.

Tavi se dio cuenta, divertido, de que ya no era el niño que esperaba inconscientemente que los que eran mayores y más fuerte que él le ayudaran y protegieran. Ahora era él el más fuerte, el mayor, y por eso le pareció que debía aceptar y asumir sus responsabilidades, en vez de buscar maneras de evitarlas o rodearlas.

No sabía cuándo se había producido el cambio de perspectiva, y aunque en cierto modo le parecía poco relevante, era mucho más profundo y significativo de lo que le había parecido en un primer momento. Significaba que había dejado de ser ese niño que necesitaba protección y alivio. Ahora había llegado el momento de que él se los proporcionase a los demás, como se los habían dado a él.

Así que cuidó del pobre Bardis y se pasó reflexionando gran parte de la marcha.

—Has estado malhumorado —comentó Max, rompiendo el silencio mientras el carromato no dejaba de bambolearse por el sendero, un camino abierto por el uso, y no por un artificio de las furias—. Durante toda la marcha has estado muy callado.

—Estaba pensando —asintió Tavi—, y evitando llamar la atención.

—¿Cómo está el pez?

—Bardis —le corrigió Tavi—. Foss dice que se recuperará ahora que nos hemos parado y lo pueden atender como es debido. —Movió la cabeza—. Pero puede que no vuelva a andar. Y no sé si será capaz de utilizar el brazo derecho. Ha entregado su cuerpo al servicio del Reino, Max. No lo llames pez.

Un fuego rojo mortecino jugueteaba en el interior de las secas nubes de tormenta que tenían por encima. Uno de los caballos se removía nervioso. Tavi vio cómo Max asentía.

—Tienes razón —reconoció con voz seria y serena. A continuación añadió—: Magnus dice que Kalarus ha realizado su movimiento. Se ha sacado de la manga cuatro legiones adicionales. Si toma Ceres, se precipitará sobre Alera Imperia, lo que para mí no tiene demasiado sentido. Las legiones de Placidus lo arrinconarán contra las murallas de la ciudad y lo destrozarán.

—Placidus no se está movilizando —replicó Tavi.

—Los cuervos que no. Lo conozco. No le preocupa en absoluto relacionarse con el resto del Reino, pero tampoco le gusta la traición. Luchará.

—No lo está haciendo —repitió Tavi—. Al menos, según el último… el único… despacho que hemos recibido del Primer Señor, aunque no explica la razón.

—De eso hace una semana —le recordó Max.

Tavi hizo un gesto hacia el cielo.

—Venga de donde venga esta tormenta, está evitando que los caballeros Aeris hagan las veces de mensajeros. El Primer Señor y los Grandes Señores se pueden comunicar a través de los ríos, pero saben que es imposible evitar que otros oigan todo cuanto envíen por ese canal.

—O peor —intervino Max—. Se exponen a que los mensajes lleguen alterados.

—¿Pueden hacer eso? —preguntó Tavi.

—Se puede hacer —respondió Max—. Yo todavía no soy capaz de hacerlo. Es demasiado delicado. Pero mi señor padre puede. Y mi madrastra, también.

Tavi tomó nota de aquel hecho para recurrir a él en el futuro.

—¿Crees que Ceres resistirá?

Max se sumió en un breve silencio.

—No —admitió—. Cereus no es un soldado, se está haciendo viejo y no tiene un heredero que le ayude en el combate. —Su voz adquirió un tono de enojo—. Su hija Veradis tiene talento, pero en su mayor parte para curar. Y es realmente fría.

Tavi se dio cuenta de que estaba sonriendo.

—¿Es guapa?

—Mucho.

—¿Te rechazó?

—Al menos un centenar de veces. —El tono de Max se volvió tenebroso de nuevo—. Kalarus es una potencia. Incluso mi señor padre lo cree así. Y ese pequeño cabroncete retorcido de Brencis también me estuvo engañando sobre lo fuerte que era. Cereus no los puede vencer. Y si el Primer Señor se enfrenta a ellos, le dará la espalda a Aquitania. Está atrapado.

Cayó el silencio y Tavi contempló cómo los relámpagos jugueteaban a través de las nubes.

—Supongo que debería estar acostumbrado a esto.

—¿A qué?

—A sentirme muy pequeño —respondió Tavi.

Max dejó escapar una carcajada.

—¿Pequeño? Cuervos, Tavi. Has desbaratado golpes de estado orquestados por los dos Grandes Señores más poderosos del Reino. Dos veces. No conozco a nadie menos pequeño que tú.

—Suerte —replicó Tavi—. Suerte en su mayor parte.

—Un poco —reconoció Max—. Pero no en su totalidad. Demonios, hombre, si tuvieras furias…

Los dientes de Max hicieron un ruido al cerrarse de golpe y ahogar la frase, pero Tavi sintió las punzadas ya familiares de la frustración y el deseo.

—Lo siento —se disculpó Max un momento después.

—Olvídalo.

—Sí.

—Solo me gustaría que pudiéramos hacer algo —reconoció Tavi—. Algo. Aquí estamos atrapados en medio de la nada mientras el Reino lucha por sobrevivir. —Movió una mano—. Reconozco que esta legión aún no está preparada para combatir. Que nadie está seguro de que se pueda confiar en ella, ya que la tropa y la oficialidad están compuestas por hombres procedentes de todas partes. Pero me gustaría que pudiéramos hacer algo más que quedarnos aquí sentados, entrenar y —señaló con un gesto la parte trasera del carromato— hacer las compras.

—A mí también —asintió Max—. Pero no podemos decir que fuéramos a disfrutar del combate si estuviéramos allí. Esta legión no iba a durar mucho. La misión de guardar el puente es aburrida, pero al menos no hará que nos maten.

Tavi gruñó y se volvió a quedar en silencio. Por fin se veían las luces de las furias del pueblo de Elinarch, así como la enorme extensión iluminada del puente. Un centenar de metros más tarde, a Tavi se le erizó el vello de la nuca como si quisiera llegar a las cejas.

Max no era un artífice del agua terriblemente diestro, pero tenía el talento en bruto, como bien sabía Tavi. Por eso debió de sentir la inquietud repentina de Tavi. Max se puso tenso.

—¿Qué pasa? —susurró.

—No estoy seguro —respondió Tavi—. Pero me parece que he oído algo.

—No veo cómo, alerano —intervino una voz que se encontraba a menos de un metro por detrás de la cabeza de Tavi—. Las piedras y los peces tienen mejor oído que tú.

Tavi se dio la vuelta, y sacó la daga del cinturón. La reacción de Max fue más rápida: dio un giro de cintura y lanzó hacia atrás un brazo cargado con el poder que le proporcionaban las furias.

Un relámpago rojo bañó el paisaje durante un par de latidos, y Tavi vio la sonrisa de Kitai al comprobar que el brazo de Max no le daba por unos pocos centímetros. Estaba agachada encima de los sacos de grano, la cara pálida brillando dentro de la capucha. Llevaba puesta la misma ropa andrajosa que Tavi le había visto antes, aunque la venda de los ojos estaba bajada y colgaba suelta alrededor del cuello. Por suerte no desprendía el mismo hedor.

—Sangre y cuervos —escupió Max, y los caballos se removieron nerviosos. El carromato se bamboleó hasta que los hubo controlado de nuevo—. ¿Embajadora?

—Kitai —saludó Tavi, quien ahora comprendía la reacción extraña e instintiva que había sentido—. ¿Qué haces aquí?

—Te estaba buscando —respondió con un arqueo de ceja—. Obviamente.

Tavi la miró de reojo. Kitai sonrió, se inclinó hacia delante y le dio un beso firme e intenso en los labios. El corazón de Tavi se aceleró de repente y sintió que le faltaba el aliento. En realidad no tenía intención de levantar la mano para agarrarla de la capa y acercarla más, pero Kitai dejó escapar un sonido de placer un instante más tarde y lentamente se fue retirando. Tavi se quedó mirando sus ojos exóticos y maravillosos, e intentó ignorar las repentinas llamaradas de necesidad que le recorrieron la carne.

—El mundo no es justo —suspiró Max—. En medio de la nada, en medio de la maldita nada, y vas y encuentras a una mujer. —Tiró de las riendas para detener a los caballos—. Seguiré a pie. Te veré por la mañana.

Kitai dejó escapar una risita malévola.

—Tu amigo es sabio. —Entonces desapareció la sonrisa—. Pero no he venido para que nos complazcamos el uno en el otro, alerano.

Tavi intentó hacer caso omiso del ansia que se despertó como consecuencia del beso, y se dispuso a ordenar sus pensamientos. Kitai bien podía saltar de un hilo de pensamiento a otro con suma agilidad, pero Tavi no compartía ese talento y, aunque podía ver la preocupación evidente en su expresión, tardó un latido o tres en preguntarle:

—¿Qué ha ocurrido?

—Alguien ha venido al campamento —le explicó Kitai—. Aseguraba que tenía un mensaje para tu capitán Cyril, pero los guardias de servicio lo despidieron y le dijeron que volviera por la mañana. Les dijo que era lo suficientemente importante como para que despertaran al capitán, pero no lo creyeron y…

—¿Y qué? —interrumpió Max, mientras miraba a Tavi—. Ocurre continuamente. Casi todos los mensajeros que envía todo el mundo cree que se acabará el mundo si no lo reciben de inmediato. El capitán de una legión también necesita dormir. Nadie quiere sacarlo de la cama.

Tavi frunció.

—En tiempos de paz —aclaró en voz baja—. Estamos en guerra, Max. Los capitanes necesitan toda la información que puedan conseguir, y aquí fuera estamos prácticamente a ciegas. Cyril cursó órdenes para que hicieran pasar de inmediato a cualquier mensajero. —Tavi le frunció el ceño a Max—. Así que cabe preguntarse por qué no obedecieron las órdenes.

—Hay más —prosiguió Kitai—. Cuando el mensajero se fue, los guardias salieron detrás de él y…

—¿Y qué? —exigió Tavi con los pensamientos disparados—. Max. ¿Quién está de servicio en la puerta esta noche?

—La centuria de Erasmo. Creo que la octava lanza.

—Malditos cuervos —exclamó Tavi con voz lúgubre—. Son de Kalare. Irán detrás de él e interceptarán el mensaje.

Kitai bufó de frustración y puso una mano pálida, delgada y fuerte sobre la boca de Tavi y otra sobre la de Max.

—Por el Único, alerano, ¿vas a cerrar la boca durante un solo instante y me vas a dejar terminar? —Se inclinó hacia delante con los ojos brillando intensamente—. El mensajero era Ehren.