El resto del viaje a Kalare no fue rápido ni fácil. Todos los días se necesitaba un gran esfuerzo por parte de los caballeros Aeris para mantener el carruaje en el aire y desplazarse sin alzar más de cien metros del suelo. Era un trabajo agotador. Los voladores tenían que descansar cada hora y, al cabo de tres días, tanto Amara como lady Aquitania empezaron a volar con el arnés uncido al carruaje para que los hombres tuvieran la oportunidad de descansar. Todas las noches, después de cenar, elaboraban el plan para rescatar a las rehenes.
El cielo se cubrió de una capa de nubes bajas y rugientes, que retumbaban perpetuamente con los truenos y se iluminaban con los relámpagos, aunque no llovía. La letal neblina escarlata se encontraba en algún punto dentro de la capa de nubes. Una tarde, en un intento de volar más alto con la esperanza de viajar a mayor velocidad, Amara se dio cuenta de que habían ascendido por accidente hacia el interior de la neblina roja. Vio cómo las criaturas letales se empezaban a condensar a partir de la niebla fina. Amara había conducido el carruaje sin daños, en un descenso que emergía fuera de las nubes, pero casi no se atrevían a volar muy por encima de las copas de los árboles para evitar que las criaturas reemprendieran el ataque.
Siguiendo órdenes de Amara, habían terminado el viaje dos horas antes de la puesta del sol, y el carruaje descendió hacia una región en la que había un bosque tan espeso que lady Aquitania tuvo que aterrizar primero. Una vez sola, se valió de sus furias y obligó a las viejas ramas de los árboles a moverse y hacer que el vehículo tuviera espacio suficiente para tomar tierra.
Jadeando a causa del esfuerzo y el cansancio, Amara desenganchó el arnés del carruaje y se dejó caer al suelo, apoyando la espalda en el vehículo. Para entonces, el campamento vespertino se había convertido en una rutina, perfectamente organizada sin necesidad de que emitiera ninguna orden. Los otros tres porteadores y ella se sentaron a descansar, mientras que los demás sacaron los toldos, prepararon la comida y encontraron agua. Para su vergüenza, se quedó dormida, sentada con la espalda apoyada en el carruaje, y no se despertó hasta que Bernard le tocó el hombro y colocó una bandeja metálica en el regazo.
El calor de la bandeja en sus muslos y la calidez de la mano de Bernard en su hombro le despertaron una serie de recuerdos placenteros pero inoportunos. Pasó la mirada de su mano, cálida, fuerte y bastante… conocida, hacia la cara de su esposo.
Bernard entornó los ojos y ella vio que reflejaban un fuego que respondía al suyo.
—Tienes una expresión muy atractiva —murmuró Bernard—. Siempre me encanta verla en tu cara.
Amara sintió cómo se le estiraba la boca en una sonrisa lánguida.
—Hummm —susurró Bernard—. Aún mejor.
Se sentó a su lado con una bandeja en las manos, y el aroma de la comida atravesó de repente la nariz y la boca de Amara. Su estómago reaccionó con el mismo placer inconsciente y animal que sentía el resto de su cuerpo cuando Bernard estaba cerca.
—Carne fresca —comentó después del tercer o cuarto bocado celestial—. Esto es fresco. No como esa horrible cuerda seca.
Comió más, aunque la carne asada estaba lo suficientemente caliente para quemarle el interior de la boca.
—Venado —confirmó Bernard—. Hoy he tenido suerte.
Ella sonrió y le dio un golpecito en el hombro con el suyo.
—Si no me puedes conseguir pan en medio de las tierras salvajes, ¿para qué te quiero?
—Después de cenar —replicó Bernard mirándola a los ojos—, podemos ir a pasear y te lo mostraré.
El corazón de Amara se aceleró y devoró el siguiente bocado de venado con un hambre casi lobuna. No apartó la mirada. Se limpió un poco de jugo de la comisura de la boca con la punta del dedo y a continuación lo chupó.
—Ya veremos —comentó.
Bernard dejó escapar una risita silenciosa. Durante un momento se quedó mirando a los que se encontraban alrededor del fuego.
—¿Crees que el plan funcionará? —preguntó.
Amara se lo pensó mientras masticaba.
—Entrar en la ciudad, e incluso en la ciudadela, es bastante fácil. El problema es volver a salir.
—Oh, oh —exclamó Bernard—. Una cursor debería mentir mejor.
Amara sonrió.
—No me preocupan ni Kalarus ni sus caballeros ni sus legiones ni sus inmortales ni sus cuervos de sangre.
—¿De verdad? —preguntó Bernard—. A mí, sí.
Ella movió una mano.
—Podemos tener planes para ellos, y podemos ocuparnos de ellos.
Los ojos de Bernard se movieron hacia el fuego, y de vuelta a Amara con una pregunta en la mirada.
—Sí —reconoció Amara—. Entrar depende de Rook. Creo que es sincera, pero si pretende traicionarnos, entonces estamos acabados. Salir depende de lady Aquitania.
Bernard pinchó con el tenedor el último trozo de carne que le quedaba en el plato.
—Las dos son nuestras enemigas. —El labio superior se retiró de los dientes en un gruñido silencioso—. Rook intentó matar a Tavi y a Isana. Y lady Aquitania utiliza a mi hermana para fomentar su causa.
—Cuando lo explicas de esta manera —intervino Amara, intentando que el tono pareciera ligero—, este plan parece…
—¿Una locura? —sugirió Bernard.
Amara se encogió de hombros.
—Quizá. Pero no tenemos demasiadas alternativas.
Bernard gruñó.
—No podemos hacer nada al respecto.
—No demasiado —reconoció Amara—. Comparadas con nuestras aliadas, las fuerzas de Kalare solo parecen una amenaza moderada.
Bernard soltó aire.
—Y preocuparnos por ello no va a servir de nada.
—No —asintió Amara—. En absoluto.
Amara devolvió su atención al plato. Cuando lo hubo acabado, su esposo le llevó una segunda ración, desde donde los otros se sentaban alrededor del fuego, y se la comió con la misma hambre con que se había comido el primero.
—¿Es tan agotador? —preguntó Bernard en voz baja mientras la miraba—. El artificio del viento, me refiero.
Ella asintió. Partió el pan duro en trozos pequeños y dejó que se empaparan de los jugos del asado para ablandarlos antes de comérselos entre bocado y bocado de carne.
—No lo parece cuando lo estás haciendo. Pero después te da el mazazo. —Señaló el fuego con un gesto—. Los hombres de lady Aquitania van por el tercero.
—¿No lo tendrías que hacer tú también? —preguntó Bernard.
Amara negó con la cabeza.
—Estoy bien. Soy más ligera que ellos, y no tengo tanto peso que levantar.
—Quieres decir que eres más fuerte que ellos —murmuró Bernard.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Amara.
—Lady Aquitania ni siquiera ha ido a por el segundo.
Amara sonrió. Ese era un detalle más que le recordaba las habilidades de Invidia Aquitania.
—Sí, soy más fuerte que ellos. Cirrus y yo podemos levantar más peso con menos esfuerzo que ellos, hablando en términos relativos. Las furias de lady Aquitania son de tal manera que sus límites son más mentales que físicos.
—¿Cómo es eso? —preguntó Bernard.
—Las furias aéreas son… inconstantes y volubles. Les resulta difícil concentrarse en una sola tarea durante demasiado tiempo, así que tienes que hacerlo por ellas. Volar implica mantener una concentración constante. A lady Aquitania le resulta fácil. Se necesita mucha más concentración para crear un velo que oculte a alguien a la vista.
—¿Tú lo puedes hacer? —preguntó Bernard.
—Sí —respondió Amara—. Pero, mientras tanto, no puedo hacer nada más. Casi no puedo ni caminar. Es mucho más agotador, y se necesita mucha más concentración que para volar. Lady Aquitania puede hacer las dos cosas a la vez. Eso no está al alcance de mis habilidades ni de mis fuerzas.
—No parece más impresionante que tú cuando vuela. No parecía capaz de seguirte cuando saliste en picado de esa nube el otro día.
Amara esbozó una sonrisa.
—Tengo más práctica. Yo vuelo todos los días y solo tengo una furia. Ella tiene que dividir su tiempo de entrenamiento entre una docena de disciplinas. Pero ella lo lleva haciendo desde hace mucho más tiempo que yo, y sus habilidades generales y su concentración son mucho mejores que las mías. Con un poco de tiempo para concentrarse en el vuelo, para practicar, podrá volar en círculos a mi alrededor, aunque sus furias fueran solo tan fuertes como Cirrus… que no lo son. Son muchísimo más fuertes.
Bernard movió la cabeza.
—Todas esas habilidades —musitó—, todas esas furias a sus órdenes, todo el bien que podría hacer… y en su lugar se pasa el tiempo conspirando para conquistar el trono.
—No te parece bien.
—No lo entiendo —la corrigió Bernard—. Durante años habría dado lo que fuera por tener un gran talento con el artificio del viento.
—Todo el mundo quiere volar —reconoció Amara.
—Es posible. Pero yo solo quería tener la posibilidad de hacer algo con las malditas tormentas de furias que se abaten sobre mi explotación —explicó Bernard—. Cada vez que Thana y Garados envían una, amenazan a mis campesinos, dañan las cosechas, hieren o matan al ganado, destruyen la caza… y hacen lo mismo en todas las demás explotaciones del valle. Durante años hemos intentado atraer a un artífice del viento lo suficientemente fuerte, pero son caros y no pudimos encontrar a nadie dispuesto a trabajar por lo que le podíamos pagar.
—Así pues —replicó Amara, y le lanzó una miradita coquetona—, por fin quedan al descubierto tus motivos ocultos.
Bernard sonrió. A Amara le gustaban sus ojos cuando sonreía.
—Quizá lo podrías considerar tu retiro. —La miró a los ojos—. Allí te necesitan, Amara. Yo te necesito allí. Conmigo.
—Lo sé —reconoció en voz baja e intentó sonreír, pero le dio la impresión de que no consiguió que se reflejase en su rostro—. Quizás algún día.
Bernard movió el brazo y pasó con discreción el dorso de la mano sobre un lado de su vientre.
—Quizás algún día… pronto.
—Bernard… —dijo Amara en voz baja.
—¿Sí?
Ella lo miró a los ojos.
—Llévame a pasear —sugirió.
Sus párpados bajaron un poco y sus ojos relucieron con un fuego interior, aunque mantuvo el resto de la cara impasible y asintió con una educada reverencia con la cabeza.
—Como deseéis, mi señora.